(II)El principio de la vida orgánica y de la vida sensitiva

La  Biología y la Psicología de Santo Tomás (TESIS XIII a XXI)

TESIS XIV. — «Vegetalis et sensilis ordinis animae nequáquam per se subsistunt, neo per se producuntur, sen sunt tantummodo ut principium quo vivens est et vivit, et, cuín a materia se totis dependeant, corrupto composito, eo ipso per accidents corrumpuntur.»

«Las almas del orden vegetativo y del sensitivo no pueden por sí mismas, ni existir, ni ser producidas, sino que únicamente son a modo de principio que da ser y vida al viviente, de tal suerte que, por el mero hecho de corromperse el compuesto, se corrompen también ellas accidentalmente, a causa de su dependencia omnímoda de la materia».

Esta proposición resume todas las cuestiones relacionadas con la naturaleza, origen y destino de las almas inferiores.

Su naturaleza hállase debidamente señalada con precisos caracteres: no son un todo subsistente, desde el momento que dependen de la materia; y, sin embargo, tampoco son la materia misma, sino una energía que la gobierna y domina, un principio específico que da al viviente el ser y la vida.

Queda ya demostrado que el alma es un principio substancial y permanente. Aun en la planta, es una fuerza que mantiene al ser viviente en su unidad, mientras que las moléculas materiales se renuevan constantemente; una energía intrínseca, superior a todos los recursos de la Física y la Mecánica, que nunca llegarán a reproducir o imitar las más hábiles manipulaciones de nuestros laboratorios. «Está claro —observa Claudio Bernard— que la propiedad evolutiva del huevo que ha de producir un mamífero, un pájaro o un pez, no es asunto que pertenezca a la Física ni a la Química».

Por este motivo, la vida no pudo aparecer originariamente en el mundo sin la intervención de Dios, el cual produciría de modo inmediato las especies o, cuando menos, infundiría en la materia una virtud activa para evolucionar y ascender hasta las formas superiores. Jamás la vida de ningún vegetal llegará a ser producto de una acción o reacción química; siempre se ha de requerir un principio que coordine y gobierne los distintos elementos, encauzándolos al bien general de toda la planta.

Con mayor razón no cabe en los moldes de un simple automatismo el alma del animal, principio de las sensaciones conscientes, tan reales como vivas, y de las más vehementes pasiones, con frecuencia manifestadas al exterior en sus violentos efectos. El buen sentido del pueblo ha sabido siempre hacer fácil justicia de las teorías que convierten a los animales en puras máquinas, y al escribir San Agustín: «El dolor que sienten las bestias demuestra una fuerza admirable, en su género, y digna de alabanza», no hacía más que interpretar con acierto verdad tan elemental.

Sin embargo, al revés de lo que sucede con las formas subsistentes, esas almas no pueden desligarse de las condiciones de la materia. El carácter típico de lo que no depende de ella es el progreso; y el animal, que vive en domesticidad con el hombre y a la vista de sus inventos, no ha dado un paso en su perfeccionamiento, porque es incapaz de progreso. Si se puede hablar de progreso relativo a los animales, será siempre en un sentido unilateral, circunscrito a un estrecho orden de cosas, como efecto de hábitos adquiridos en idénticas circunstancias y de impresiones sentidas ante los mismos objetos. No se ocultó ese detalle a la fina observación de nuestro gran Bossuet: «Quien tan sólo vea que los animales nada han inventado de nuevo desde el principio del mundo y, por otra parte, considera tantas maneras de inventos, de artes y de máquinas con que la naturaleza humana ha cambiado la faz de la tierra, comprenderá fácilmente cómo campean de un lado la rudeza y del otro el genio «.

La naturaleza, pues, de esas almas se caracteriza por su dependencia de las condiciones de la materia, sin dejar de ser una forma simple, admirable en su género e inexplicable por las leyes fisicoquímicas o de la mecánica.

Además, según indica la tesis, las almas vegetativas y sensitivas son a la vez principio del ser y de la vida: quo vivens est et quo vivit. Lo que vale tanto como decir que es una misma realidad substantiva la que da el ser y la vida al viviente, por formar éste un todo en el que no se pueden distinguir dos principios substanciales, uno para el ser y otro para la vida. De ahí proviene aquel axioma de Aristóteles y los escolásticos: In viventibus vivere est esse, el primer principio del ser de los vivientes lo es también del vivir, sin cuyo requisito no compondrían un todo substancial.

De lo dicho se infieren fácilmente el origen y el destino de esas almas. Al no existir de por sí, no son producidas por sí mismas, sino en y por el compuesto. Tampoco son creadas de la nada, sino engendradas de la potencia de la materia. ¿Cómo se entiende esto? Dada la incapacidad de la materia, lo mismo sola que acompañada de las fuerzas químicas, para producir la vida, Dios, al crear a los primeros vivientes, les infundió la virtud de elaborar una semilla que contuviera virtualmente la vida, para que cuando dicha semilla acabara su evolución, con el andar del tiempo y según las leyes establecidas por la Providencia, el alma fuese producida o resultase necesariamente como término natural de la generación.

El destino de esas almas corre parejas con su origen; porque, dependiendo su existencia del organismo, al fallar éste con la muerte, deben ellas también desaparecer o sufrir lo que se llama en lenguaje escolástico corrupción por accidente. Absolutamente hablando, Dios podría hacerlas existir aún separadas del cuerpo, por medio de milagro, como en la Eucaristía sostiene los accidentes sin el apoyo normal de su substancia; mas no tenemos derecho a suponer tales derogaciones en la suave Providencia que gobierna a los seres según su naturaleza. Esas almas, de suyo corruptibles, perecen con sus cuerpos. Y no es que caigan en la nada, como tampoco salieron de ella: van a parar a la potencia o reserva de la materia, es decir, se disuelven las diversas energías que estaban contenidas en ese principio simple; mas la naturaleza, dotada de un poder equivalente y mediante la influencia de la vida, utiliza los elementos informados anteriormente por la primer alma y puede reproducir una forma o un alma semejante a la primera, al cabo de numerosas transformaciones.

Así se cumplirá una vez más el axioma de que «Nada se crea de nuevo, nada se pierde».