A través de los hitos revolucionarios históricos- el proceso de rebeldía del hombre contra Dios- que vamos sucintamente a describir, el lector puede con facilidad comprender que, si le quita las reseñas históricas, es, en síntesis, el mismo itinerario que el alma recorre hasta llegar a apostatar de Dios; las mismas formas de pensamiento históricas se dan en el alma que cae en la infidelidad, solo que en un proceso más breve, ordinariamente en unos pocos meses o años, excepcionalmente en toda una vida. Conviene, pues, que el lector haga un examen de su espíritu para saber en qué parte del proceso de encuentra para implorar los remedios de la gracia, y hacer todo cuanto esté en su mano para salir de él; porque iniciado el declive, unos estados espirituales siguen a otros con cierta “naturalidad” hasta que se constituye carne de cañón, parte de la massa damnata, de la cual resulta muy difícil salir, porque se requiere a tal fin un caudal de gracias sobreabundantes de parte de Dios, que no tiene obligación de concedernos.

Esta serie se presentará en cinco artículos, y en el último de ellos presentaremos todo el opúsculo en un pdf, Dios mediante, para que quien desee leerlo de seguido lo pueda descargar.

 El índice de los artículos será el siguiente:

Iª Revolución: El poder de la Iglesia no, el del Estado sí.

IIª Revolución: La Iglesia no, Cristo sí.

IIIª Revolución: Cristo no, Dios sí.

IVª Revolución: Dios no, el hombre sí.

Vª Revolución: El hombre no, Satanás sí.

 

Iª Revolución

El poder de la Iglesia no, el del Estado sí.

La bofetada de de Anagni

Tómese cualquier fecha por el lector con el objeto de separar un periodo de otro, aunque propongamos de nuestra parte la fecha de este hecho:1303. Lo cierto es que el atentado de Agnani, por el que el Consejero del Rey francés Felipe IV, Nogaret, abofeteó al Papa Bonifacio VIII el día de la Natividad de la Virgen María, fue un hecho inaudito que demostró cuanto había crecido la arrogancia del Estado nacional, y como empezaba a decrecer el prestigio del Papado. El Rey francés Felipe IV, el hermoso, fue un hombre sin escrúpulos, frío, calculador, déspota y en el fondo falto de piedad y hasta irreligioso, interesado por una sola cosa: el poder nacional.

La forma con la que procedió Felipe IV, consistió en rodearse de expertos “legalistas” entusiastas del ideal cesaropapista para quienes el poder estatal estaba por encima de todo. Estos expertos entraron en la historia de la Iglesia con métodos que, aunque no nuevos, se repetirán sin cesar: falsificación de cartas y bulas, libelos populares y calumnias. Se constituyeron en verdaderos agentes de la revolución de las naciones contra el Papado. Amparándose en la exigencia de la pobreza apostólica, según ellos la Jerarquía de la Iglesia debía ser puramente espiritual, puesto que la donación de Constantino mil años atrás había corrompido su esencia.

Hemos dicho que entre otras malvadas artes, Felipe IV usó de la falsificación. He aquí un ejemplo: Bonifacio VIII en medio de la lucha contra las pretensiones del Rey le invitó a presentarse en un concilio en Roma mediante la Bula Ausculta fili de 1301. La auténtica Bula fue quemada por orden del Rey, falsificando la Bula papal, y además, entre otras cosas fue el autor de un libelo con una grosera expresión dirigida al Papa “Sciat máxima tua fatuitas”, que quiere decir “sepa tu suprema necedad”. Y eso dos siglos antes de Lutero. En cuanto a las calumnias, el más conocido ejemplo son las levantadas contra el Papa Juan XXII al que llegaron a acusar falsamente de herejía.

La respuesta de la Iglesia a través del Vicario de Cristo fue la Bula Unam Sanctam, cuya formulación expone la doctrina católica clásica: Dios ha dado a la Iglesia dos espadas, una espiritual que lleva ella misma, y otra terrena que entrega al poder estatal, el cual sólo puede usarla al servicio y por orden de la Jerarquía, siendo la Iglesia católica el único Arca de Salvación. El Papa podía y debía solamente rationi peccati, o según la formulación de Santo Tomás de Aquino, por el cuidado de las almas, intervenir como juez en los asuntos políticos, temporales.

Las consecuencias que aún hoy las sufrimos, muy agravadas, serían : La mayor independencia de los estados frente a la tutela de la Iglesia, desligados de la autoridad eclesiástica,  debilitación de la conciencia de la Iglesia entre los pueblos, la ponderación de la Iglesia territorial frente a Roma- que más tarde parirá el pestilente galicanismo-. La evolución discurrió en general dentro de los límites del Dogma de la Iglesia gracias a la reacción católica, principalmente de Bonifacio VIII, que aunque se le considere en la historia civil derrotado frente al irreligioso e impío Felipe IV, puso los principios para que, al menos, la revolución no pudiera darse de forma acelerada.

Desde entonces comenzó el declive de una época en la que la influencia de la sabiduría católica y sus virtudes divinas penetraban las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil. Nacía, en cambio,  el estado Leviatán (el descomunal poder del Estado), el cual sólo iba a ser superado por otro monstruo aún peor, durante la Vª Revolución, en cuyos albores, pensamos estar, según nuestra modesta y falible opinión.