24 TESIS TOMISTAS. Aplicaciones 1
24 TESIS TOMISTAS. Aplicaciones al orden natural de la teoría de los accidentes.
Sin la fundamental teoría de los accidentes nos resulta imposible explicar nuestro conocimiento natural y analizar los dogmas de nuestra fe.
En su proceder, el humano conocimiento pasa de los accidentes a la substancia, lo mismo que de lo singular a lo universal, de lo sensible a lo espiritual, del hecho a la idea. Incapaces de descubrir inmediata e intuitivamente la substancia, por sus afueras, arrabales y accidentes, es decir, por sus accidentales operaciones y propiedades, es como únicamente la podemos ver y demostrar. La substancia semeja el reloj, cuyos acompasados sonidos nos son familiares, mas no sabemos su interior mecanismo, y sin sus campanadas, o accidentes, fuera para nosotros entidad inerte, sin principio de acción. Por otra parte, la fe principalmente se dirige a lo sobrenatural, que es un orden de accidentes, ya que no es posible una substancia sobrenatural creada.
Queda con esto insinuada la importancia de la cuestión, la amplitud y fecundidad de la doctrina filosófica del Angélico y, sobre todo, nos habilita para resolver los más candentes problemas relativos al orden sobrenatural. Con justísima causa coloca la S. Congregación esta tesis entre las más capitales del Santo.
Repasemos en breve la doctrina del Angélico en orden a los accidentes, para hacer resaltar luego su importancia en la explicación de los dos órdenes, natural y sobrenatural.
Puntos fundamentales de la doctrina de Santo Tomás sobre los accidentes, y su aplicación al orden natural.
Siguió, interpretó y mejoró el Doctor Angélico las teorías de Aristóteles sobre la naturaleza y divisiones del ser accidental. Habla a menudo el Filósofo de este ser débil, sobreañadido y como de préstamo, que él divide en nueve principales categorías o géneros. Lo que sobre todo considera en el accidente es su dependencia del soporte. Realidad, sin duda, pero tan precaria que más bien que entidad debería llamarse »Entidad de entidad», Ens entis, como la ciencia o virtud humana dependiente del espíritu que la adquiere y conserva. Reconoció Aristóteles la distinción, más ampliamente luego explicada por los escolásticos, entre el accidente lógico (Accidens praedicabile), que pudo venir y pasar sin que el fondo de la substancia cambie, como no pasa a ser otra la humana naturaleza cuando adquiere o pierde la ciencia, y el accidente metafísico (Accidens praedicamentale), es decir, la débil realidad que necesita un sostén para existir, como el color, el calor y el sabor son inherentes a la cantidad, y por ésta, al cuerpo que modifican. El accidente real se llama propio, cuando necesariamente acompaña a la substancia, como son las facultades del alma, inseparables de ella. La substancia es el fundamento esencial de sus inseparables propiedades.
Aristóteles habla de estos dos oficios del accidente, aunque Porfirio sólo reconoce por tal al llamado lógico, que puede estar o no estar sin corrupción del sujeto, oponiendo al accidente el propio o la propiedad inseparable.
Santo Tomás, sin descuidar el accidente lógico, que explica especialmente en sus lecciones sobre las Categorías, mas lo que estudia con especial esmero y establece de un modo definitivo, es la doctrina del accidente real, de naturaleza tan precaria, que necesita un sujeto real donde adherirse y descansar. Esto es lo que interesa a la ciencia de lo real, y donde hallamos la dificultad. Que se puedan concebir accidente lógicos, o considerar aspectos meramente subjetivos, poco importa al pensamiento moderno; lo que éste niega por boca de los panteístas y materialistas, cartesianos y subjetivistas, son esas realidades accidentales, como distintas de la substancia.
A tres grandes capítulos pueden reducirse las enseñanzas de nuestro angélico Doctor sobre los accidentes. En primer lugar, el accidente es una entidad objetiva que se diferencia de la substancia y entra en composición con ella. Especialmente en las facultades, hábitos y actos, esta distinción aparece incontestable. «Dígase lo que se quiera de las facultades del alma, no habrá persona en sano juicio que llegue a afirmar que los hábitos y los actos constituyen la esencia misma del alma».
«En segundo lugar, el accidente puede, milagrosamente separado de la substancia, existir sin soporte alguno, sostenido por la divina virtud, teniendo en cuenta que el efecto más depende de la causa primera que de la inmediata». Siendo más universal y eficaz la causa primera, bien puede producir el efecto de la causa segunda que desaparece. «Cuando un gobierno y todos los organismos que de él penden se desploma, ¿será imposible que una autoridad mejor y más fuerte substituya a la que se hundió, restituyendo en sus funciones y representaciones a todos los órganos y poderes subalternos? He aquí lo que pasa en el sacramento del altar». Sin sombra de duda, hay que concluir con Santo Tomás, que muy bien «pudo Dios sostener el accidente sin soporte o sujeto». Por último, no hay que olvidar que el accidente no es un efecto o producto por vía de creación; es algo emanante del sujeto; sale de la potencia natural, estimulado por la acción de un agente creado o de la potencia obediencial bajo la acción del Infinito. Así, la virtud adquirida emana de la potencia natural de nuestra alma, gracias a nuestra actividad y ejercicios repetidos, mientras que las virtudes infusas y la gracia santificante sólo pueden salir de nuestra potencia obedencial bajo la eficacia misma de Dios.
Tales son los tres puntos fundamentales: los accidentes se distinguen realmente de la substancia; pueden, por milagro, subsistir separados del sujeto natural; no son productos directos de la creación, sino emanantes del propio sujeto.
De su actividad e innumerables aplicaciones resultan las bellezas y maravillas de la creación. El orden natural, tan portentoso, partiendo de la variedad llega hasta la cumbre y corona de la unidad. Orden dinámico o de causalidad es este conjunto de seres activos y pasivos, la inmensa gama y serie de acciones, reacciones y pasiones, que dan por resultado la inefable armonía del mundo. Viene luego el orden teleológico, o de finalidad, admirable tendencia de cada ser hacia su propio fin, y, como resumen, el soberano concierto de todos los seres hacia un fin común, el más sublime, equivalente al himno de alabanza más grandioso al Criador.
Estos dos órdenes concurren a una sola y total armonía, produciendo la más completa unidad, comparable a la unidad de un solo organismo, que canta, a su modo, las bondades y glorias de Dios. «Et sic patet quod divina bonitas est finis omnium corporalium».
Gracias a los accidentes se ejercita y mantiene el orden dinámico. Aunque es la substancia principio radical de toda energía y actividad, no puede obrar por su cuenta; es preciso que la potencia y el acto sean del mismo orden, para unirse, adaptarse y completarse, formando un solo todo; es necesario que la facultad operativa pertenezca al género de accidente, como la operación. He aquí por qué toda substancia creada entraña potencias o facultades distintas de ella misma, que la habilitan para expansionarse y alcanzar la dignidad de causa segunda, cooperadora del Creador.
También el orden ideológico depende de los accidentes. No es la criatura su propio y último fin, mas a él debe tender mediante los actos, puede conquistarlo y poseerlo, gracias a esos actos que acabamos de ver pertenecen al orden accidental. Por esta causa, la escuela de Santo Tomás enseña que no es posible una substancia desnuda de todo accidente, pues incapaz de operación, sería totalmente ociosa nulidad en el mundo, sin destino ni fin.
Tal es el alcance de la síntesis tomista: los accidentes explican el orden natural, la armonía y belleza del universo, permitiendo a la substancia desplegar su actividad y cantar con sus obras la gloria del Hacedor.
Todavía son más preciosos los servicios de esta doctrina para explicar los dogmas de nuestra fe. A su luz vamos a estudiar los grandes problemas del orden sobrenatural, tan controvertidos en nuestros días.
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