LOS AFRICANOS [ II ]
Contra los valentinianos (Adversus Valentinianos)
El libro Contra los valentinianos es un comentario cáustico de la doctrina de los gnósticos valentinianos. El contenido y la distribución misma de la materia del libro prueban su estrecha dependencia del tratado Adversus haereses de Ireneo. También debe algo a Justino Mártir, a Milcíades y a Próculo:
Nadie podrá acusarnos de haber inventado nuestros documentos. En efecto, han sido publicados ya, bien sean las opiniones en sí mismas o bien su refutación, en obras escritas por personas que sobresalían por su santidad y su talento. No quiero hablar solamente de los que han vivido en la época precedente, sino aun de los contemporáneos de los heresiarcas mismos: por ejemplo, Justino, filósofo y mártir; Milcíades, el sofista de las iglesias; Ireneo, el investigador exacto de todas las doctrinas; nuestro Próculo, modelo de casta ancianidad y de elocuencia cristiana. Yo quisiera seguirlos muy de cerca en toda obra sobre la fe y particularmente en ésta (5).
Tertuliano se refería probablemente a los escritos antiheréticos de Justino, Milcíades y Próculo, que se perdieron. El tratado consiste en 39 capítulos. La introducción (1-6) produce la impresión de una mayor independencia. El autor expone aquí el carácter esotérico del valentinianismo; lo compara con los misterios de Eleusis y descubre por ambas partes el mismo deseo de hacer adeptos y la misma multiplicación de sectas. Alude (c.26) a su tratado Contra Hermógenes y manifiesta su intención de escribir más tarde una obra más importante sobre el mismo tema. Llama a ésta “la primera arma con que nos armamos para nuestro encuentro” (c.3); más tarde la llama “esta pequeña obra en la que nos propusimos exponer sencillamente este misterio” (c.6). “Debo dejar para más tarde — dice — toda discusión y contentarme de momento con una simple exposición… Que el lector la considere como la escaramuza que precede a la batalla” (ibid.).
5. Sobre el bautismo (De baptismo).
Esta obra es de suma importancia para la historia de la liturgia de la iniciación y de los sacramentos del bautismo y confirmación. No es solamente la primera obra sobre la materia, sino el único tratado anteniceno sobre un sacramento. Pertenece a la categoría de los escritos antiheréticos, porque su composición se debe a los ataques de una tal Quintilla, de Cartago, miembro de la secta de Cayo, que ponía objeciones de tipo racionalista y “arrastró en pos de sí a muchos fieles con su doctrina sumamente venenosa, proponiéndose ante todo destruir el bautismo” (c.1). Tertuliano le contesta con este pequeño tratado de veinte capítulos, en el que habla como un maestro a sus catecúmenos: “Un tratado sobre esta materia no será del todo inútil para instruir tanto a los que están todavía en un estadio de formación como a los que, satisfechos con su fe sencilla, no investigan los fundamentos de la tradición, y, debido a su ignorancia, poseen una fe que está a merced de todas las tentaciones” (1).
Una de las objeciones era, evidentemente, ésta: “¿Cómo puede un baño corporal en el agua efectuar la limpieza del alma y la salvación de la muerte eterna?” Por eso, el primer capítulo se abre con esta exclamación: “¡Dichoso sacramento el del agua (cristiana), que lava los pecados de nuestra pasada ceguera y nos engendra a la vida eterna!” Y termina con esta comparación: “Mas nosotros, pececitos, que tenemos nuestro nombre de nuestro pez (??T??), Jesucristo, nacemos en el agua y no tenemos otro medio de salvación que permaneciendo en esta agua saludable.” El que Dios se valga de medio tan ordinario no debe escandalizar a un hombre carnal, porque El tiene la costumbre de elegir las cosas humildes y sin pretensiones para llevar a cabo sus planes (c.2). El agua fue, desde el principio del mundo, un elemento preferido de Dios y fuente de vida (c.3), y fue santificado por el Creador y escogido como vehículo de su poder (c.4). Aquí nos enteramos accidentalmente de que ya entonces se practicaba en la Iglesia del África la consagración de la fuente del agua bautismal:
Todas las clases de agua, en virtud de la antigua prerrogativa de su origen, participan en el misterio de nuestra santificación, una vez que se haya invocado sobre ellas a Dios. El Espíritu baja inmediatamente del cielo y se posa sobre las aguas, santificándolas con su presencia, y, así santificadas, se impregnan del poder de santificar a su vez (c.4).
Desde el principio del mundo, cuando el Espíritu volaba sobre el abismo, el agua ha sido considerada siempre como un símbolo de purificación y la morada de la actividad sobrenatural. Los ritos paganos, que no son otra cosa que imitaciones diabólicas del sacramento, y las mismas creencias populares atestiguan esta verdad (c.5). No es el mero lavado físico el que confiere la gracia, sino el gesto sagrado junto con la fórmula trinitaria (c.6). Inmediatamente después del bautismo sigue la unción (c.7), luego la confirmación, que confiere el Espíritu Santo por la imposición de las manos (c.8).
El paso del mar Rojo, el agua que brotó de la roca (c.9) y el bautismo de San Juan (c.10) prefiguraban la iniciación cristiana. El autor contesta luego a la objeción de que el bautismo no es necesario para la salvación, porque Cristo no administró personalmente este sacramento (c.11). A continuación se ocupa de la cuestión siguiente: Si nadie puede alcanzarla vida eterna sin el bautismo, ¿cómo pudieron salvarse los Apóstoles, siendo así que ninguno de ellos lo recibió, excepto Pablo? (c.12). El bautismo no era necesario antes de la resurrección del Señor (c.13). La declaración de San Pablo de que él no había sido mandado a bautizar (1 Cor. 1,17) hay que entenderla correctamente (c.14). Hay solamente una regeneración, la de la Iglesia (c.15). Tertuliano niega la validez del rito de los herejes, sin entrar en más detalles, porque, dice, de esto trató ya más ampliamente en un tratado escrito en griego (c.15). No hay más que una excepción a la necesidad de recibir el bautismo de agua: esta excepción es el martirio, al que llama “segundo bautismo,” el “bautismo de sangre” (c.16). Habla de dos bautismos, “que manaron juntos de la herida del costado abierto (de Cristo), porque los que creen en su sangre tienen todavía que lavarse en el agua, y los que han sido lavados en el agua tienen que llevar todavía sobre sí su sangre” (ibid.). El ministro ordinario del bautismo es el obispo; los presbíteros y diáconos pueden también administrarlo, pero jamás sin la autorización del obispo (c.17). Pueden darlo también los seglares, “porque lo que reciben todos en el mismo grado, pueden darlo de la misma manera… Siendo el bautismo un don que Dios distribuye a todos, todos pueden administrarlo… Baste al laico usar de esta facultad en caso de necesidad, cuando lo exijan las circunstancias de lugar, tiempo y persona. Entonces la urgencia del peligro de ésta justifica el atrevimiento de aquél, porque sería culpable de la pérdida de un hombre quien rehusara el socorro que está en su mano” (ibid.). El sacramento no debe administrarse a la ligera. Debe examinarse antes con diligencia la fe del candidato. Por esta razón Tertuliano no ve con buenos ojos el bautismo de los niños:
Es, pues, preferible diferir el bautismo según la condición, las disposiciones y la edad de cada uno, sobre todo tratándose de niños pequeños. ¿Por qué exponer a los padrinos, fuera del caso de necesidad, al peligro de faltar a las promesas en caso de muerte o de quedar defraudados por la mala naturaleza que se va a desarrollar? Es verdad que Nuestro Señor ha dicho: “Dejad que los pequeñuelos vengan a mí.” Que vengan, pues, pero cuando sean ya mayores; que vengan, pero cuando tengan edad para ser instruidos, cuando hayan aprendido a conocer a qué vienen. Que se hagan cristianos cuando sean capaces de conocer a Jesucristo. ¿Por qué esta edad de la inocencia tiene que correr tan apresuradamente a la remisión de los pecados? (c.18).
Pascua y Pentecostés son las fiestas litúrgicas señaladas para la celebración del bautismo, aunque puede administrarse en cualquier fecha. Puede haber diferencia en la solemnidad, pero la gracia que se recibe es siempre la misma (c.19). El último capítulo trata de la preparación para la recepción del sacramento.
El tratado está exento de toda huella de montañismo. Muestra un gran respeto hacia la autoridad eclesiástica: “la hostilidad al episcopado es la madre de todos los cismas” (c.17). Debió de ser escrito durante el primer período de Tertuliano, quizás entre los años 198 y 200.
6. Scorpiace.
Scorpiace, o antídoto contra la mordedura de los escorpiones, es el título de un corto tratado de quince capítulos. Es una defensa del martirio contra los gnósticos, a quienes compara con los escorpiones. Pretenden que no es necesario el sacrificio de la propia vida, ni lo exige Dios. Tertuliano sostiene, en cambio, que es el deber de todo cristiano cuando no hay otra manera de evitar la participación en la idolatría. Ya en el Antiguo Testamento debía preferirse la muerte a la apostasía (c.2-4). Es una blasfemia decir con los gnósticos que esta. opinión convierte a Dios en un asesino. El martirio es un nuevo nacimiento y alcanza para el alma la vida eterna. Hay una alusión (c.1) que indica que el tratado fue escrito durante una persecución, probablemente en la de Scápula, el año 213.
7. Sobre la carne de Cristo (De carne Christi).
El tratado De carne Christi y el siguiente De resurrectione carnis están íntimamente ligados. Entre los dos aportan una prueba irrefutable de la resurrección de la carne. En vez de admitir este dogma, los herejes negaron la realidad del cuerpo de Cristo, renovando así los errores docetistas. En el De resurrectione carnis, Tertuliano alude al presente tratado y lo llama De carne Domini adversas quattuor haereses — título que es más preciso que el actual — porque la obra va dirigida contra cuatro sectas gnósticas, la de Marción, la de Apeles, la de Basílides y la de Valentín. En el primer capítulo expone su plan: “Examinemos la substancia corporal del Señor, porque, en cuanto a su substancia espiritual, todo el mundo está de acuerdo. Ahora tratamos de su carne, de su verdad, de su naturaleza. Se pregunta si ha existido, de dónde vino, de qué clase era. Si llegamos a demostrar estos puntos, habremos establecido al mismo tiempo la ley de nuestra propia resurrección.” Todo el tratado está dedicado a responder a esas cuestiones. Primeramente prueba Tertuliano que Cristo nació realmente; que su nacimiento era posible y se realizó efectivamente. Jesús vivió y murió en una carne verdaderamente humana. Así queda refutado el docetismo de Marción. Cristo no tornó su naturaleza de los ángeles, aunque se le llama Ángel del Señor, ni de las estrellas, como pretendía Apeles, ni de ninguna otra substancia espiritual, como quería Valentín, sino que se hizo en todo semejante a nosotros, a excepción del pecado. Sin embargo, no nació de semen humano; así, pues* ni la carne del primer Adán ni la del segundo Adán conocieron padre terreno:
Porque si el primer Adán fue formado de la tierra, es justo concluir que el segundo Adán, como dice el Apóstol, ha sido formado por Dios como espíritu vivificante de la tierra, es decir, de una carne que no llevaba como la nuestra la mancha de una generación humana (c.17).
Tertuliano señala la falta de honradez de los gnósticos, que decían que Cristo no recibió absolutamente nada de la Virgen, que nació “por” o “en,” pero no “de” la Virgen. Para mejor defender su verdadera y real maternidad. Tertuliano llega a negar la virginitas in partu (c.23). Defiende con tanto ardor la realidad de la humanidad de Cristo, que llega a afirmar que era feo:
Su cuerpo ni siquiera tenía belleza humana, cuanto menos la gloria celeste. Aunque los profetas no nos hubiesen dicho nada de su apariencia miserable, sus mismos sufrimientos e ignominias que sufrió lo proclamarían (c.9).
Detrás de esta opinión están algunos pasajes del Antiguo Testamento (Is. 52,14; 53,2). La comparten con Tertuliano muchos Padres antenicenos. Al final del tratado. Tertuliano anuncia el opúsculo De resurrectione carnis: “Me falta ahora defender, en otro opúsculo, la resurrección de nuestra propia carne. Cierro, pues, el presente tratado, que es como un prólogo general que prepara el camino, puesto que nos ha hecho ver de qué clase era el cuerpo que resucitó en Cristo” (c.25). La fecha de composición de ambos tratados tiene que ser muy próxima, quizás entre los años 210 y 212.
8. La resurrección del cuerpo (De resurrectione carnis).
En la introducción (c.1-2) se mencionan todos los que negaron la resurrección de la carne, paganos, seduceos y herejes, y se demuestra la inconsistencia de sus enseñanzas. La recta razón confirma este artículo de la fe. En efecto, el cuerpo fue creado por Dios, redimido por Cristo, y debe ser juzgado juntamente con el alma al fin del mundo (c.3-15). Luego refuta las objeciones (c.16-17). Pero todo esto no es más que los fundamentos: “Hasta aquí mi intención ha sido, mediante observaciones preliminares, poner las bases para la defensa de todas las Escrituras que prometen la resurrección de la carne” (c.18). Así, pues, el verdadero argumento del tratado es: la resurrección del cuerpo según el Antiguo y el Nuevo Testamento (c.18-55). El examen de los pasajes bíblicos va precedido de un estudio sobre la manera de interpretar rectamente el lenguaje figurado de las Escrituras. La última parte (c.56-63) trata de la condición del cuerpo después de la resurrección, de su integridad y su identidad con el actual. El párrafo final revela la inclinación del autor hacia el montañismo: “Por este motivo El ha disipado todas las incertidumbres de los tiempos pasados y todas las pretendidas parábolas, por una explicación clara y manifiesta del misterio, por medio de la nueva profecía que brota a raudales del Paráclito” (63).
9. Contra Práxeas (Adversas Praxean).
La serie de escritos polémicos termina con el tratado Adversas Praxean, escrito por Tertuliano probablemente hacia el 213. Por este tiempo había pasado ya a los montañistas, porque acusa a Práxeas no sólo de errores sobre la Trinidad, sino también de oponerse a la nueva profecía. Le hace responsable de la condenación de Montano y de sus secuaces por el obispo de Poma, a pesar de que éste había dado anteriormente su aprobación:
Práxeas fue el primero que trajo de Asia a Roma este género de perversidad herética. Era hombre de carácter inquieto, hinchado por el orgullo de haber sido confesor, sólo por algunos momentos de fastidio que padeció durante algunos días en la cárcel. En aquella ocasión, aun cuando “hubiese entregado su cuerpo al fuego, de nada le habría servido” (1 Cor. 13,3), porque no tenía caridad. Había resistido a los dones de Dios y los había destruido. El obispo de Roma había reconocido los dones proféticos de Montano, de Frisca y de Maximila. Con este reconocimiento había devuelto su paz a las iglesias de Asia y de Frigia, cuando Práxeas, urdiendo falsas acusaciones contra los mismos profetas y contra sus iglesias y recordándole la autoridad de los obispos que le habían precedido en la sede (de Roma), le obligó a revocar las cartas de paz que había expedido ya y le hizo renunciar a su propósito de reconocer los carismas. Práxeas, pues, prestó en Roma un doble servicio al demonio: echó afuera la profecía e introdujo la herejía; puso en fuga al Paráclito y crucificó al Padre (c.1).
Práxeas era, pues, como lo indican estas últimas palabras, un modelista o patripasiano, que identificaba al Padre con el Hijo. Según él, “el mismo Padre descendió a la Virgen, nació de ella, sufrió; El fue en realidad Jesucristo” (1). Cuando su doctrina se propagó por Cartago, Tertuliano la refutó con este tratado, que representa la contribución más importante del período anteniceno a la doctrina de la Trinidad. Su terminología es clara, precisa y justa; su estilo, vigoroso y brillante. El concilio de Nicea empleó un gran número de sus fórmulas; no es posible exagerar su influencia sobre tratados dogmáticos posteriores. Hipólito, Novaciano (cf. p.504 y 512), Dionisio de Alejandría y otros dependen de él. Agustín, en su magna obra De Trinitate, adoptó la analogía entre la Santísima Trinidad y las operaciones del alma humana que encontramos en el capítulo quinto del tratado de Tertuliano y consagró la mayor parte de los libros 8-15 a desarrollarla.
Después del capítulo introductorio sobre Práxeas y sus enseñanzas, el autor se ocupa de la doctrina católica de la Trinidad, llamándola unas veces obra o dispensación divina (oikonomia, dispositio). A fin de descartar temores y prejuicios populares, establece un paralelo entre esta doctrina y la teoría del Derecho romano que admitía varios imperatores, pero un solo imperium. El Estado es gobernado en virtud de un poder único e indiviso. Pero, como esta única autoridad no puede ejercer una actividad eficaz sobre un territorio tan vasto por medio de un solo individuo, el territorio fue dividido, pero no el poder. Cada emperador ejerce este poder único dentro del área a él señalada. De manera semejante, la monarquía divina sigue intacta en el dogma de la Iglesia. Viene luego una discusión sobre la generación del Hijo, llamado también Verbo y Sabiduría de Dios. Se citan pasajes bíblicos para probar la pluralidad de las divinas personas. Se aduce el testimonio del evangelio de San Juan para refutar la interpretación herética que daba Práxeas sobre algunos pasajes de la Escritura. Finalmente, el autor trata del Espíritu Santo o Paráclito, en cuanto se distingue del Padre y del Hijo. Pero esto no es más que el esquema del tratado. En sus 31 capítulos, Tertuliano desarrolla completamente la doctrina de la Trinidad; la discutiremos más adelante. Hay pasajes admirables, como el que sigue:
Son tres, pero no por la cualidad, sino por el orden; no por la substancia, sino por la forma; no por el poder, sino por el aspecto; pues los tres tienen una sola substancia, una sola naturaleza, un solo poder, porque no hay más que un solo Dios. Mas por razón de su rango, de su forma y de su aspecto, se les designa con los nombres Padre, Hijo y Espíritu Santo (c.2).
Demuestra Tertuliano que la relación que existe entre el Padre y el Hijo no destruye la monarquía divina, porque la diferencia no se funda en una división, sino en una distinción (c.9). Es el primer escritor latino que emplea trinitas como un término técnico (c.2ss).
Desgraciadamente, cuando emplea la distinción de las divinas Personas, no sabe evitar el conflicto del subordinacionismo.
10. Sobre el alma (De anima).
Después del Adversus Marcionem, el tratado De anima es la obra más extensa de Tertuliano. Pertenece a la serie de escritos antiheréticos; el autor manifiesta, al principio del capítulo tercero, que fueron los errores contemporáneos los que le movieron a componerlo. El calificarlo como “la primera psicología cristiana” puede desorientar sobre su verdadero carácter. No es una exposición científica, sino una refutación de doctrinas erróneas, como lo ha probado suficientemente J. H. Waszink. El propio Tertuliano lo consideraba como una continuación de su tratado anterior De censu animae, donde defendía el origen divino del alma contra Hermógenes; a esta obra alude el párrafo inicial del De anima. Declara que, una vez que ha discutido con Hermógenes sobre el origen del alma, quiere examinar las cuestiones que quedan; su discusión le obligará a tomar de nuevo las armas contra la filosofía. En el prefacio (c.1-3) niega todo valor a la declaración de Sócrates, que admitió la inmortalidad personal en el Phaedo de Platón. Una discusión sobre el alma debe recurrir a la revelación divina y no a los pensadores paganos, cuyos procedimientos son notorios, ya que mezclan afirmaciones verdaderas con argumentos falsos; merecen por ello el título de “patriarcas de los herejes.” A continuación dedica la primera parte (c.4-22) a examinar las cualidades básicas del principio espiritual del alma. Aunque salida del aliento de Dios, tiene principio en el tiempo, y la opinión de Platón carece de fundamento (c.4). Causa, en cambio, sorpresa ver que el autor hace suya la teoría estoica que atribuye al alma naturaleza material: “Invoco también la autoridad de quienes, afirmando casi con nuestras propias palabras la esencia espiritual del alma — por cuanto aliento y espíritu son por su naturaleza muy afines entre sí —, no tendrán dificultad en persuadirnos de que el alma es una substancia corporal” (c.5). Tertuliano refuta la teoría contraria de los platónicos y demuestra por el evangelio la corporeidad del alma. Se dedican sendos capítulos a estudiar la invisibilidad, la forma y el color del alma y a defender su unidad. Se trata así de la identidad del alma y del espíritu, de la inteligencia, que es una simple función del alma; se habla de sus partes o “potencias” y se discuten muchas otras cuestiones relativas a su homogeneidad. Contra la doctrina valentiniana de la inmutabilidad de la naturaleza humana, Tertuliano subraya la libertad de la voluntad. La segunda parte (c.23-37,4) estudia el origen del alma. Después de refutar primeramente las doctrinas heréticas que se derivan de la teoría platónica del olvido, se demuestra la inconsistencia de esta tesis filosófica. Los capítulos que signen son los más importantes para la antropología de Tertuliano. En ellos refuta la noción de la preexistencia del alma y de su introducción en el cuerpo después del nacimiento, probando que el embrión es ya un ser animado. Para Tertuliano, el cuerpo y el alma empiezan a existir simultáneamente:
¿Cómo es concebido un ser animado? ¿Las substancias del alma y del cuerpo se forman simultáneamente, o más bien la una precede a la otra en su formación natural? Nosotros sostenemos que las dos son concebidas, formadas, perfeccionadas simultáneamente, de la misma manera que nacen al mismo tiempo. En nuestra opinión, ningún intervalo separa la concepción de los dos, de suerte que se pueda atribuir prioridad a una sobre la otra. Juzgad el origen del hombre por su fin. Si la muerte no es otra cosa que la separación del alma y del cuerpo, la vida, que es opuesta a la muerte, no se podrá definir más que como la unión del cuerpo y del alma. Si la separación de las dos substancias se produce simultáneamente por la muerte, la ley de su unión nos obliga a concluir que la vida llega simultáneamente a las dos substancias. Nosotros creemos, pues, que la vida empieza con la concepción, porque sostenemos que el alma existe desde este momento, ya que la vida empieza a existir en el mismo momento y lugar que el alma (c.27).
Tertuliano distingue entre semen del cuerpo y semen del alma. Enseña que el acto de la generación produce al ser humano entero, cuerpo y alma. Así es que habla de un “semen que produce el alma y que fluye directamente del alma” (ibid.). De esta teoría se deduce la doctrina herética del traducianismo, que niega la creación directa e inmediata por Dios del alma individual. Tertuliano refuta a continuación la doctrina de la transmigración, tal como la enseñaron Pitágoras, Platón y Empédocles, y las herejías, con ella relacionadas, de Simón Mago y Carpócrates. Al final trata de la formación y cualidades del embrión. La tercera parte (c.37,5-58) responde a otras cuestiones relativas al alma, tales como su crecimiento, la pubertad y el pecado, el sueño, los sueños, la muerte y, finalmente, su suerte después de la muerte. Según Tertuliano, todos los espíritus permanecen en el Hades hasta la resurrección, a excepción de los mártires, que entran en el cielo inmediatamente. “La única llave que abre las puertas del paraíso es la sangre de tu propia vida” (c.55). Es aquí donde el autor se refiere al martirio de Perpetua, que ocurrió el 7 de marzo del año 202: “¿Cómo es que la heroica mártir Perpetua, en la revelación que tuvo del paraíso el día de su pasión, vio solamente a sus compañeros mártires, sino porque la espada de fuego, que guarda la entrada del paraíso, no permite entrar a nadie más que a los que han muerto en Cristo, y no a los que mueren en Adán?” (ibid.). Las almas que se encuentran en el Hades experimentan también castigos y consolaciones en el intervalo que media entre la muerte y el juicio, que son como la anticipación de una condenación o gloria ciertas.
La fuente principal del De anima de Tertuliano fue el tratado Sobre el alma (?f? ???t^), en cuatro libros, del médico Sorano de Efeso, quien, siguiendo a los estoicos, creía que el alma es corporal. Sorano, el miembro más eminente de la llamada escuela metódica, vivió en Roma a principios del siglo II. En su obra, que se ha perdido, no trataba solamente de medicina, que era su profesión. Le interesaban también las cuestiones de etimología y refutó las opiniones contrarias de los filósofos. El más citado de todos es Platón; vienen luego los estoicos. Aristóteles, a quien Tertuliano no cita jamás en los otros escritos, es citado doce veces en éste, al paso que a Heráclito se le cita siete veces y a Demócrito cuatro. El escritor más reciente es Arrio Dídimo de Alejandría, el filósofo oficial de Augusto.
En el curso de la exposición, Tertuliano hace más de una vez profesión de fe montañista, y adopta los puntos de vista del montañismo (c.9.45.58). La composición de esta obra hay que situarla, por lo tanto, entre los años 210 y 213.
4. Obras sobre disciplina, moral y ascesis.
La desviación de Tertuliano hacia el montañismo en ninguna parte se revela tanto como en sus escritos de carácter práctico. De su período premontanista quedan los siguientes tratados:
1. A los mártires (Ad martyras).
El tratado Ad martyras es una de sus primeras obras. A pesar de su brevedad (tiene solamente seis capítulos) y de su estilo llano, ha conquistado la admiración de todas las generaciones posteriores. En todas sus páginas se respira directamente el espíritu de heroísmo de los primeros cristianos. Iba dirigido a un grupo de confesores que esperaban en la cárcel a ser pronto entregados a la muerte por su fe; les exhorta y anima a seguir firmes. En las primeras palabras del tratado los llama benedicti y martyres designati. Se trata, pues, de catecúmenos, como lo indica claramente la primera de estas expresiones. Les recuerda la asistencia que les prodigan la Domina mater ecclesia y sus hermanos cristianos. Les pide que se dignen aceptar de él una pequeña contribución a su sostenimiento espiritual. No desea solamente quitarles el miedo al martirio, sino comunicarles un entusiasmo positivo, ensalzándolo como la más alta y la más gloriosa de las hazañas. Morir por Cristo no es sinónimo de aceptación indiferente del sufrimiento y de paciencia estoica. Es la prueba más ardua de valor e intrepidez. Es un combate en el sentido más pleno de la palabra. Tertuliano elige sus imágenes más expresivas de los combates de la arena y de distintas fases de la vida militar. Así dice en el primer capítulo: “No pretendo tener ningún título especial para exhortaros a vosotros. Sin embargo, no son únicamente los entrenadores y los presidentes de los espectáculos, sino también la gente inexperta y el público en general, los que animan de lejos a los más diestros gladiadores, y no es raro que las sugerencias de la multitud les hagan mucho bien.” En el segundo capítulo les exhorta a no descorazonarse por estar separados del mundo:
Si pensásemos que el mundo mismo no es sino una (gran) cárcel, sentiríamos que, al entrar vosotros en esa otra, dejabais la verdadera. Mucho mayores son las tinieblas del mundo, como que ciegan los corazones humanos. Más pesadas cadenas abundan en el mundo con las que aprisiona las almas mismas de las personas. Más repugnante es la fetidez que exhala el mundo con el hedor de sus concupiscencias. El número de los reos encarcelados del mundo abarca todo el género humano. Y en su tribunal, quien ha de fallar no es el procónsul, sino Dios. Con lo que bienaventurados de vosotros, haceos cargo que habéis sido trasladados de la prisión al custodiarlo. Esa prisión da horror de lobreguez, pero vosotros sois luz. Crujen las cadenas, pero poseéis la libertad para ir a Dios (trad. Zameza).
El capitulo tercero vuelve a repetir la imagen del combate al cual están llamados los mártires. Les exhorta a considerar la cárcel como un lugar de entrenamiento:
Habéis de librar una hermosa lid en la que el arbitro para los premios será el Dios vivo; el entrenador y asistente en la lucha, el Espíritu Santo; la recompensa, la corona eterna de esencia angélica, la ciudadanía de los cielos y la gloria en los siglos de los siglos. Vuestro Maestro es Cristo Jesús, que os ungió en el Espíritu y os ha conducido al medio de la arena. Quiere El antes del día del combate, para entrenaros en ejercicios fuertes y duros, separaros de vida de mayor comodidad y libertad, a fin de que, entrenados, adquiráis reciedumbre de atletas. Sabido es que a éstos se los separa para someterlos a una disciplina rígida, dedicándolos tan sólo a duros ejercicios que les críen fuerzas y vigor; se abstienen de placeres sensuales, de alimentos sabrosos y de bebidas enervantes. Se les violenta, se les baquetea, se les fatiga hasta rendirles. Ley es que a mayor ejercicio previo responde mayor esperanza de victoria (3, trad. Zameza).
Los capítulos siguientes (4-6) traen ejemplos de extraordinarios sufrimientos, que van hasta el sacrificio de la vida, aceptados por pura ambición o vanidad, impuestos por el azar o por el destino. Los mártires, por el contrario, sufren por la causa de Dios. Si la última frase se refiere a la batalla de Lión, que se libró en febrero del año 197. donde Albino fue derrotado, el tratado data de aquel año. Se ha dicho también que acaso Perpetua y Felicidad pertenecían al grupo al que va destinado este tratado. Las dos eran catecúmenas y murieron por la fe el año 202. En este caso habría que datar el tratado en ese año. La Passio Perpetuae et Felicitatis (cf. p.176-8) y el Ad martyras tienen tantos puntos de contacto, que se ha dicho que Tertuliano es también el autor de la primera.
2. Los espectáculos (De spectaculis).
El tratado De spectaculis es una condenación absoluta de todos los juegos públicos en el circo, en el estadio y anfiteatro, de los combates de atletas y gladiadores. Comprende dos secciones: la histórica (4-13) y la moral (14-30). En la primera demuestra que a ningún cristiano le es lícito asistir a esta clase de diversiones; su origen, su historia, sus nombres, sus ceremonias y el lugar donde se celebran prueban a las claras que no son sino una forma distinta de idolatría. Todos los creyentes renunciaron a ellas en sus promesas bautismales. En la segunda parte pone de relieve que, porque excitan violentamente las pasiones, socavan la base de la moralidad y son incompatibles con la religión del Salvador. El último capitulo pinta con gran colorido el espectáculo más majestuoso que presenciará jamás el mundo: “La próxima venida de Nuestro Señor” y “aquel último juicio, con sus consecuencias eternas; ese día que las naciones descuidan y convierten en objeto de burla, cuando el mundo, envejecido por el tiempo, y todos sus productos serán consumidos en un mismo fuego” (30). El tratado está destinado a los catecúmenos, como se echa de ver claramente por la frase inicial: “Servidores de Dios, que estáis a punto de acercaros a El, para hacerle una solemne consagración de vosotros mismos, tratad de comprender bien la condición de la fe, las razones de la verdad, las leyes de la disciplina cristiana, que prohíben, entre otros pecados del mundo, los placeres de los espectáculos públicos.” Tertuliano se sirvió, como de fuente, para la primera parte del tratado sobre el origen e historia de los juegos, de las obras de Suetonio sobre esta materia y quizás de los Libri rerum divinarum de Barrón, que utilizó Suetonio. Lo escribió en su período premontanista y sin duda alguna antes que el De idololatria y De cultu feminarum, porque en ambos se refiere a él (De idol. 13; De cultu fem. 1,8). Fuera de una indicación de que estalla en curso una persecución cuando lo estaba escribiendo (c.27), no suministra ningún dato que permita precisar su fecha de composición. Parece, sin embargo, más probable el año 197 que el 202. En otra parte (De corona 6), el autor dice que había preparado también una edición griega del De spectaculis.
3. Sobre el vestido de las mujeres (De cultu feminarum).
La idea maestra que inspiró la pluma de Tertuliano al escribir el Ad martyras y el De spectaculis, aparece nuevamente en el De cultu feminarum: No basta renunciar al paganismo el día del bautismo; la religión de Cristo debe impregnar nuestra vida cotidiana. Por esto, exhorta a las mujeres cristianas a no dejarse dominar por la moda pagana, sino que se vistan con modestia. La obra comprende dos libros, que al principio formaban dos obras distintas. La primera ostentaba el título De habitu muliebri, y la segunda, De cultu feminarum. Esta no es una continuación de la primera. Vuelve a abordar el mismo tema de una manera más completa, señal de que el autor no quedó satisfecho con la primera. En el capítulo introductorio recuerda a las mujeres cristianas que el pecado entró en el mundo por la primera mujer. Por esta razón, el único vestido que conviene a las hijas de Eva es el de la penitencia. Adornos y cosméticos vienen del diablo, como prueba el Libro de Enoc (c.2). El autor dedica un capítulo entero (c.3) a defender la autenticidad de esta obra apócrifa. En el capítulo cuarto vuelve a su tema. Distingue entre el vestido (cultus) y el maquillaje (ornatus). El primero es ambición; el segundo, prostitución (c.4). Hablando del primero, condena todas las alhajas, sean de oro, plata, perlas o piedras preciosas. Es únicamente la rareza la que da a estos objetos el valor que se les atribuye. La costumbre de teñir los vestidos es una ofensa a la naturaleza. “Dios no se complace en lo que El no ha hecho, a no ser que tengamos que decir que no pudo crear ovejas que nacieran con lana de color de púrpura o azul celeste. Mas, si era capaz de hacerlo, es manifiesto que no lo quiso, y lo que Dios no ha querido, es evidente que no debe hacerse. Aquellas cosas, pues, que no vienen de Dios, que es el autor de la naturaleza, no son buenas. Por consiguiente, hay que entender que vienen del diablo, porque no pueden provenir de nadie más” (c.8). Los dones de Dios deben regular nuestros deseos, pues de otra suerte somos esclavos del orgullo, que es la causa de que “un cuello delicado arrastre bosques e islas y de que los finos lóbulos de las orejas derrochen una fortuna” (c.9). Aquí el autor se detiene bruscamente sin haber tratado el segundo punto que se había propuesto. El libro segundo trata del mismo tema, pero en orden inverso: habla primero de los maquillajes (ornatus) y luego de las alhajas y de los vestidos (cultus). El primer capítulo recomienda la modestia como la virtud propia del cristiano: “Puesto que somos el templo de Dios, la modestia es la sacristana y la sacerdotisa de este templo. No debe permitir que entre nada impuro o profano, no sea que el Dios que lo habita se ofenda y abandone completamente la morada profanada.” Esta virtud prohíbe a las mujeres transformar la obra de Dios, es decir, el cuerpo, con pinturas y tintes del cabello: “Las que ungen su piel con pomadas, colorean sus mejillas de rojo y untan de negro sus ojos, pecan contra Dios. Seguramente a ellas les parece imperfecta la obra de Dios, puesto que, a juzgar por sus propias personas, ellas condenan y censuran al Artífice de todas las cosas” (c.5). Explica de la misma manera que en el primer libro el deseo de alhajas y adornos de oro y plata. Trata de persuadir a la mujer cristiana que se distinga de las paganas por su porte exterior. E) último capítulo se refiere a los tiempos que estaban atravesando y exhorta a las mujeres a estar preparadas para la persecución:
Hay que despreciar, pues, esas muelles delicadezas que enervan la fuerza viril de la fe. Mucho dudo que las manos acostumbradas a ricos brazaletes puedan resistir al peso de las cadenas: que los pies que han conocido el placer puedan soportar pacientemente los grillos de hierro, y que ese cuello rodeado de esmeraldas y diamantes deje libre paso al filo de la espada… Siempre, pero sobre todo hoy los cristianos pasan su vida entre hierros y no en oro. Ya se preparan los vestidos de los mártires. Se espera la llegada de los ángeles que deben traérnoslos desde lo alto de los cielos (13).
A pesar de las exageraciones que hay en estas dos obras, la segunda es de tono mucho más moderado y más comprensiva en sus juicios, diferencia que hace sospechar que fue compuesta en fecha bastante posterior. Tertuliano escribió la primera después de su tratado De spectaculis, como se deduce claramente del capítulo 8. Los dos libros son también posteriores al de De oratione, en cuyo capítulo 20 se contiene en germen todo lo expuesto en estos libros. Se advierte la ausencia de ideas montañistas.
4. Sobre la oración (De oratione).
El tratado De oratione, escrito hacia el 198-200, va dirigido a los catecúmenos. Empieza con la idea de que el Nuevo Testamento ha introducido una forma de oración que por su tenor y espíritu no tiene precedente en el Antiguo y es superior por su intimidad, por su fe y confianza en Dios y por su brevedad. Todas estas características aparecen en el Padrenuestro, que es un epítome de todo el Evangelio. Luego sigue (c.2-9) el primer comentario al Pater noster que exista en ninguna lengua. El autor añade una serie de consejos prácticos. Nadie debe acercarse a Dios sin haberse antes reconciliado con su hermano y haber depuesto toda ira y perturbación de espíritu (c.10-12). Esto exige, sobre todo, pureza de corazón, no la purificación de las manos, al menos no cada vez (c.13-14). Reprueba luego la costumbre de quitarse el manto durante los oficios y de sentarse al terminarse las oraciones (c. 15-16), pues es una compostura que considera irreverente en la presencia del Dios vivo. Recomienda orar con las manos levantadas y en voz baja (c.17), actitud que simboliza la modestia y la humildad. Nadie debe dispensarse del ósculo de paz después de las oraciones, ni siquiera el día de ayuno. El ósculo de paz es el sello de la oración. Esta regla sólo conoce una excepción: el Viernes Santo, cuando todos se abstienen de comer según una costumbre religiosa (c.18). En cuanto a los días de estación (c.19), los que se abstienen de comer no deben llegar al extremo de privarse de la santa comunión; deben llevarla a casa y tomarla luego que rompan el ayuno (c.19). Tertuliano trata extensamente de la obligación que tienen las doncellas vírgenes de cubrirse la cabeza en la iglesia e insiste fuertemente en este sentido (c.20-22). Es costumbre arrodillarse en días de ayuno y de estación y también para la oración de la mañana, pero esta costumbre no debe observarse en Pascua y Pentecostés (c.23). Todo lugar es apto para rendir homenaje al Creador, si la oportunidad y la necesidad lo exigen (c.24). No hay ninguna hora especial prescrita para orar, pero es bueno hacerlo en los momentos principales de la jornada, en la hora sexta y nona. “Cuadra bien al creyente no tomar alimento ni baño antes de haber orado; porque los refrescos y alimentos del espíritu deben preferirse a los de la carne, y las cosas del cielo a las de la tierra” (c.25). Nunca deberíamos recibir o despedir a un huésped sin elevar al cielo nuestros pensamientos juntamente con él. Seria bueno también, según loable costumbre, acabar todas las oraciones de petición con un aleluya o un responsorio (c.26-27). Los dos últimos capítulos (c.28-29) ensalzan la oración como sacrificio espiritual y alaban su poder y eficacia.
Si comparamos esta obra con la que escribió Orígenes sobre el mismo tema, observaremos en Tertuliano una ausencia total de preocupaciones filosóficas y, por el contrario, una orientación predominantemente práctica. Se preocupa ante todo de la compostura interior y exterior que hay que guardar en la oración y se dirige al pueblo cristiano en general, más que a un grupo selecto Su tratado es precioso, pero no por la profundidad de sus ideas, sino porque expresa con viveza la concepción auténticamente cristiana de la vida.
5. Sobre la paciencia (De patientia).
El tratado De patientia empieza con la siguiente confesión:
Confieso a Dios, mi Señor, que harto temeraria, si ya no es que también desvergonzadamente, me atrevo yo a escribir de la virtud de la paciencia, siendo totalmente inhábil para persuadir la mayor de las virtudes sin tener ninguna… Con todo eso, será cierto linaje de consuelo tratar de lo que no se goza, como los enfermos, que, faltos de salud, no saben callar, no hablan de otra cosa sino de las comodidades de ella; así yo, miserable pecador, como siempre estoy ardiendo en la fiebre de la impaciencia, es fuerza que hable, que discurra y suspire por la salud de la paciencia que me falta (c.1; trad. P. Manero).
La paciencia tiene su origen y su modelo en el Creador, que derrama el brillo de su luz por igual sobre los justos y los injustos. Cristo nos da un ejemplo aún mayor en su encarnación, en su vida, en sus sufrimientos y muerte. Nosotros podremos alcanzar esa perfección, sobre todo, por la obediencia a Dios. La impaciencia es la madre de todos los pecados, y el demonio es el padre. La virtud de la paciencia precede y sigue a la fe, que no puede existir sin ella. En la vida ordinaria hay muchas ocasiones de ejercitarla; por ejemplo, en la pérdida de los bienes, en las provocaciones e insultos, en las desgracias y caídas. La impaciencia proviene las más de las veces del deseo de venganza. Tenemos obligación de sufrir las adversidades, sean grandes o pequeñas; en premio se nos dará la felicidad. Tertuliano exalta luego las ventajas de la paciencia: nos lleva a toda clase de obras buenas; ayuda a arrepentirse y enciende la caridad. Fortalece el cuerpo y le capacita para sobrellevar con absoluta firmeza la continencia y el martirio. Tenemos de ella ejemplos heroicos en el Antiguo y Nuevo Testamento, como son Isaías y Esteban. El valor, los efectos y la belleza de esta virtud no admiten comparación. “Allí donde está Dios, se encuentra también la hija que El alimenta, la paciencia. Cuando desciende el Espíritu del Señor, la paciencia le acompaña sin separarse de El” (c.15). En el último capítulo se le hace observar al lector que la paciencia cristiana difiere radicalmente de su caricatura pagana, que es la perseverancia obstinada en el mal.
Este tratado hay que datarlo entre los años 200-203. Describe al cristiano ideal, y, por estar escrito en un estilo agradable y tranquilo, constituye un documento importante para conocer la personalidad del autor. San Cipriano recurrió mucho a sus páginas para escribir De bono patientiae.
6. Sobre la penitencia (De paenitentia).
El tratado De paenitentia tiene una importancia excepcional para la historia de la penitencia eclesiástica, principalmente porque el autor lo escribió siendo todavía católico. La erupción volcánica que se menciona en el capítulo 12 permite datarlo en el año 203, fecha en que se señala una erupción del Vesubio. El tratado se divide claramente en dos partes. La primera trata de la penitencia a la que debe someterse todo adulto que quiera presentarse al bautismo (c.4-6). La segunda versa sobre la “segunda” penitencia, que Dios, en su misericordia, “ha colocado en el vestíbulo para abrir la puerta a los que llamen, pero solamente una vez, porque ésta es ya la segunda” (c.7). Este pasaje certifica claramente la existencia de un perdón después del sacramento de la iniciación. Si Tertuliano insiste en que esta oportunidad se concede sólo una vez, no lo hace por motivos dogmáticos, sino por motivos de orden psicológico y práctico. Esto se ve claramente en el siguiente párrafo:
¡Oh Jesucristo, Señor mío!, concede a tus servidores la gracia de conocer y aprender de mi boca la disciplina de la penitencia, pero en tanto en cuanto les conviene y no para pecar; con otras palabras, que después (del bautismo) no tengan que conocer la penitencia ni pedirla. Me repugna mencionar aquí la segunda, o por mejor decir, en este caso la última penitencia. Temo que, al hablar de un remedio de penitencia que se tiene en reserva, parezca sugerir que existe todavía un tiempo en que se puede pecar. No quiera Dios que nadie interprete mal mi pensamiento, haciéndonos decir que con esta puerta abierta a la penitencia existe, por consiguiente, ahora una puerta abierta al pecado, como si la sobreabundancia de la misericordia del cielo implique un derecho para la temeridad humana. Que nadie sea menos bueno porque Dios lo es tanto, arrepintiéndose de su pecado tantas veces cuantas alcanza el perdón. De otro modo, dejará un día de escapar el que no ponga fin a sus pecados. Hemos escapado una vez (en el bautismo). No nos pongamos más en peligro, aunque nos parezca que aún escaparemos otra vez (c.7).
De este pasaje se sigue que Tertuliano, sintiéndose responsable de las almas de sus lectores, siente reparo en recomendar esta segunda penitencia, porque teme que en adelante puedan pecar por presunción. Por otra parte, les precave contra el otro extremo, la desesperación:
Si ocurre que debes hacer penitencia por segunda vez, no te dejes abatir ni aplastar por la desesperación. Avergüénzate de haber pecado por segunda vez, pero no te avergüences de arrepentirte; sonrójate de haber caído de nuevo, pero no de levantarte nuevamente. Que nadie se deje llevar de la vergüenza. A nuevas enfermedades hay que aplicar nuevos remedios (c.7).
La segunda penitencia de la que habla Tertuliano en este tratado es la que iba seguida de la reconciliación eclesiástica. Para alcanzarla es necesario que el pecador se someta a la ???µ?????s??, ? confesión pública, y cumpla los actos de mortificación, tal como se explica en los capítulos 9-12:
Cuanto más estricta sea la necesidad de esta segunda penitencia, tanto más laboriosa debe ser la prueba; no basta que exista la conciencia de haber obrado mal; e” preciso un acto que la manifieste al exterior. Este acto, para emplear una palabra griega que se usa comúnmente, es la ???µ?????s??, en virtud de la cual confesamos a Dios nuestro pecado, no porque El lo ignore, sino porque la confesión dispone a la satisfacción y realiza la penitencia, y ésta, a su vez, apiada la cólera de Dios. La exomologesis es, pues, un ejercicio que enseña al hombre a humillarse y a rebajarse, imponiéndole un régimen capaz de atraer sobre él la compasión. Regula su compostura exterior y su alimentación; quiere que se acueste sobre saco y ceniza, que se cubra el cuerpo con harapos, que se entregue a la tristeza, que se vaya corrigiendo las faltas por medio de un tratamiento severo. Por otra parte, el penitente debe contentarse, en cuanto a la comida y a la bebida, con cosas simples, que son estrictamente necesarias para sostener la vida, no para halagar el vientre; nutre la oración con el ayuno; gime, llora y se lamenta de día y de noche al Señor, su Dios; se prosterna a los pies de los sacerdotes y se arrodilla ante los amigos de Dios; solicita las oraciones de sus hermanos, para que sirvan de intercesores ante Dios (9).
Lo que dice de postrarse delante de los sacerdotes indica que esta penitencia era una institución eclesiástica. Terminaba con una absolución oficial, porque Tertuliano pregunta a los que “rehuyen este deber como una revelación pública de sus personas, o que lo difieren de un día para otro”: “¿Es acaso mejor ser condenado en secreto que perdonado en público?” El último capítulo (12) describe la condenación eterna en el infierno de quienes abandonaron su propia salvación por no querer usar esta segunda planca salutis. De todas estas consideraciones se deduce claramente que Tertuliano admite en este tratado el perdón de los pecados graves.
7. A su mujer (Ad uxorem).
Tertuliano escribió, por lo menos, tres tratados sobre el matrimonio y las segundas nupcias, uno siendo católico, otro cuando era semimontanista y el tercero después de su separación definitiva de la Iglesia. El mejor es, sin comparación, el primero. Se titula Ad uxorem y fue compuesto entre los años 200-206. Se compone de dos libros. El autor da a su esposa consejos para cuando él haya partido de este mundo. Se los deja en forma de testamento espiritual. En el primer libro le exhorta a permanecer viuda, porque hay razones de peso para disuadirla de tomar otro marido, y ninguna excusa buena a favor de un segundo matrimonio. La carne, el mundo y los deseos de tener posteridad no deberían inducir a un cristiano a contraer segundas nupcias, porque el siervo de Dios está por encima de esas influencias. El espíritu es más fuerte que la carne. Los cuidados terrenos deben ceder ante los negocios del cielo, y los hijos no son sino una carga para los tiempos difíciles que se avecinan, y en muchos casos constituyen un peligro para la fe. Que los fieles aprendan de los paganos. Tienen ellos un sacerdocio de viudas y célibes y a su pontífice máximo no le está permitido casarse por segunda vez. Si Dios permite que una mujer pierda a su consorte por la muerte, ella no debería intentar, tomando otro hombre, restablecer lo que Dios ha disuelto. Tales uniones son obstáculo para la santidad, como lo indica la ley de la Iglesia, que niega ciertos honores a los que se atreven a contraerlas. Naturalmente, ninguno de estos argumentos es realmente convincente; por eso, Tertuliano trata, en el segundo libro, de la posibilidad de que su esposa no quiera quedarse sola después de su muerte. En este caso, le insta a que escoja a un cristiano, pues los matrimonios mixtos entre fieles e infieles han sido condenados por el Apóstol (1 Cor. 7,12-14). Son un peligro para la fe y la moral, aun en el caso de que la parte infiel sea tolerante:
Tus “perlas” son las prácticas religiosas que te distinguen en tu vida cotidiana. Cuanto más trates de imitarlas, tanto más sospechosas se hacen y atraen la curiosidad de los paganos. ¿Crees que eres capaz de no llamar la atención cuando hagas la señal de la cruz sobre tu cama o sobre tu cuerpo? ¿Cuándo soples para lanzar algún espíritu inmundo? ¿O cuando te levantes por la noche para rezar? ¿No pensará él que practicas algún rito mágico? ¿No querrá saber tu marido qué es lo que tomas en secreto antes de comer ningún otro alimento? Y si él descubre que se trata de pan, ¿no creerá lo que se dice? Y aun cuando no haya oído lo que se rumorea, ¿será tan simple que acepte la explicación que le das, sin protestar, sin extrañarse de que sea realmente pan y no algún sortilegio mágico? Suponte que haya mandos que te creen todo eso: lo hacen sólo para despreciar y burlarse y mofarse de las mujeres que creen (2,5).
Existe todavía otro peligro mayor para la mujer cristiana, y es el de tener que tomar parte en los ritos paganos con ocasión de los días de los demonios y de las fiestas de los gobernantes. Las mujeres convertidas después de casadas tienen una excusa. Pero es muy distinto cuando una cristiana se casa con un pagano y pone de este modo en peligro su propia religión: “Ningún matrimonio de este género puede tener éxito: es obra del maligno y ha sido condenado por el Señor” (2,7). La explicación de estas uniones mixtas es la debilidad de la fe y el deseo de las riquezas y placeres de este mundo. El autor opone a estos placeres la felicidad de dos esposos cristianos:
¿Dónde encontraremos palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica? Porque en la tierra los hijos no deben casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos ninguna desavenencia ni de carne ni de espíritu. Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una, el espíritu es uno. Ruegan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se animan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, iguales en el festín de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones y las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás se causan tristeza el uno al otro… Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único en que rivalizan entre sí es en ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo y oyendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también El presente, y donde está El, el maligno no puede entrar (2,8).
8. Exhortación a la castidad (De exhortatione castitatis).
La Exhortación a la castidad la dedicó Tertuliano a un amigo que acababa de perder a su esposa. Le insiste en que no se case nuevamente. Trata de nuevo el problema de las segundas nupcias. Las rechaza como contrarias a la voluntad de Dios y prohibidas por San Pablo (1 Cor. 7,27-28). Aunque, por una parte, se ve precisado a admitir que Dios las tolera, por otra declara que no son sino una especie de fornicación (c.9). Su desviación montañista se hace patente. Mientras en el tratado Ad uxorem ensalzó las ventajas del matrimonio cristiano, en éste parece que deplora que esté permitido y lo considera como una especie de libertinaje legítimo. Por el contrario, ensalza la virginidad y continencia. Para ese fin cita incluso a la visionaria montañista Frisca: “La santa profetisa Prisca declara asimismo que todo santo ministro sabrá cómo administrar las cosas santas. Porque — dice ella — la continencia produce la armonía del alma y los puros ven visiones, e inclinándose profundamente, oyen voces que les dicen claramente palabras de salvación y secretas” (c.10). A pesar de eso, no hay ningún indicio de que Tertuliano hubiera ya roto con la Iglesia cuando escribió este tratado. Hay que datarlo, por lo tanto, entre el 204 y el 212.
9. La monogamia (De monogamia).
De los tres tratados que Tertuliano escribió sobre el matrimonio y las segundas nupcias, el De monogamia, por su estilo, es el más brillante, y el más agrio y agresivo por sus ideas. En la introducción y capítulo primero aparece ya claro que había renunciado a la influencia moderadora de la Iglesia y que había pasado definitivamente a los montañistas. La tesis que sostiene en este tratado es, según él, el justo medio entre la herejía de los gnósticos, que repudian totalmente el sacramento, y la licencia de los católicos, que permiten recibirlo varias veces: “La primera opinión es blasfemia; la segunda, lujuria; la primera querría eliminar a Dios del matrimonio; la segunda, deshonrarle. Nosotros, en cambio, que con justicia nos llamamos espirituales por los carismas que manifiestamente nos pertenecen, creemos que la continencia es tan digna de veneración como la libertad de casarse es digna de respeto, por-que ambas están de acuerdo con la voluntad del Creador. La continencia hace honor a la ley del matrimonio; el permiso de casarse la atempera. La primera es absolutamente libre, la segunda está sujeta a reglas; la primera es objeto de elección libre, la segunda está restringida dentro de ciertos límites. No admitimos más que un solo matrimonio, del mismo modo que no reconocemos más que un solo Dios” (c.1). Tertuliano considera ilícitas las segundas nupcias y muy afines al adulterio (c.15). Defiende su doctrina contra la acusación de innovación, invocando el testimonio del Espíritu Paráclito (c.2-3) y la autoridad del Antiguo Testamento (c.4-7), de los Evangelios (c.8-9) y de las Epístolas de San Pablo (c.10-14). Para rechazar la imputación de excesiva dureza, sostiene que la repugnancia de los paganos hacia las segundas nupcias prueba que la flaqueza de la carne no es ninguna excusa para dar semejante paso (c.16-17).
La fecha de composición de este tratado es, probablemente, el año 217, porque Tertuliano afirma que (c.3) habían pasado ya ciento sesenta años desde que San Pablo escribiera su primera Epístola a los Corintio” (año 57 d. d. C.).
10. Sobre el velo de las vírgenes (De virginibus velandis).
La obra De virginibus velandis trata de un tema que el autor creía ser de suma importancia. Ya en el De oratione (20-23) y luego en el De culta feminarum (2,7) exigía que las vírgenes cubrieran la cabeza con el velo. La introducción del presente tratado menciona un escrito anterior en griego sobre el mismo tema: “Voy a demostrar también en latín que está bien que las vírgenes lleven velo desde el momento que han pasado la crisis de la edad; probaré que esta obligación es impuesta por la verdad, contra la cual no hay prescripción que valga.”
Examina primero lo que se refiere a esta costumbre y a su desarrollo progresivo. Observa luego que la etiqueta contemporánea, que exigía que las mujeres velaran su cara en determinadas ocasiones, debe entenderse lo mismo de las casadas que de las solteras. El texto 1 Cor. 11,5-6, contra lo que pretendían algunos cristianos, no hace excepción en favor de las solteras. Por consiguiente, la Escritura, la naturaleza y los buenos modales exigen que las doncellas se cubran la cabeza. Si lo hacen fuera de la iglesia, ¿por qué razón no han de hacerlo también dentro de ella? El autor describe con entusiasmo la incesante actividad del Paráclito:
Mientras la ley de la fe permanezca intacta, todo lo demás, tanto lo que se refiere a la disciplina como a las costumbres, admite cambios y correcciones bajo la acción de la gracia de Dios, que obra en nosotros y persevera hasta el fin. Porque, mientras el demonio trabaja sin descanso y aumenta de día en día el espíritu de iniquidad, ¿quién creerá que la obra de Dios se ha interrumpido o que ha cesado de progresar? ¿Por qué nos ha enviado el Señor su Paráclito sino para que el hombre, impotente por su debilidad de comprenderlo todo a la vez, fuera dirigido poco a poco y ayudado y conducido a la perfección de la disciplina por el Espíritu Santo, Vicario del Señor?… ¿Cuál es, pues, el ministerio del Paráclito sino regular la disciplina, interpretar las Escrituras, reformar la inteligencia, hacernos adelantar más y más en la perfección? (c.l).
A pesar de esta alusión al Paráclito y de las amargas críticas contra el clero a lo largo de todo el tratado, aún no se había producido la ruptura definitiva entre los montañistas y los católicos de Cartago. En el capítulo segundo, después de haber examinado la costumbre de las iglesias orientales, insiste aún en la unidad de la Iglesia: “Ellos y nosotros tenemos una misma fe, un solo Dios, un solo Cristo, la misma esperanza, los mismos sacramentos bautismales; permitidme decir una vez por todas: formamos una Iglesia” (c.2). Por consiguiente, el tratado tuvo que ser escrito antes del año 207.
11. La corona (De corona).
Aunque el De corona es un escrito de circunstancias, en él se discute uno de los problemas más importantes: la participación de los cristianos en el servicio militar. La ocasión fue la siguiente: Cuando murió el emperador Septimio Severo, el 4 de febrero del 211, sus hijos regalaron al ejército cierta cantidad de dinero, lo que se llamaba donativum. Al momento de su distribución en el campamento, los soldados se acercaron con una corona de laurel en la cabeza, a excepción de uno solo, que no llevaba nada en la cabeza y tenía la corona en la mano. “Todos empezaron a señalarlo con el dedo, burlándose de él desde lejos. Cuando estuvo cerca le mostraron su indignación. El clamoreo llega hasta la tribuna. El soldado sale de sus filas. El tribuno le pregunta inmediatamente: ¿Por qué te distingues de los demás? No me está permitido — responde él — llevar la corona como los otros. Y como el tribuno pide que explique sus razones, responde: Porque soy cristiano… Se examina su causa y se delibera; se instruye el proceso; se lleva la causa al prefecto y, coronado por la blanca corona del martirio, más gloriosa que la otra, aguarda ahora en el calabozo el donativum de Cristo. En seguida empezaron a oírse juicios desfavorables sobre su proceder. ¿Vienen de los cristianos o de los paganos? No lo sé; en todo caso, los paganos no hablarían de otro modo. Se habla de él como de un atolondrado, un temerario, un hombre impaciente por morir. Interrogado sobre su porte exterior, acababa de poner en peligro a los que llevan el nombre (de Cristo)… Contentémonos hoy con contestar a su objeción: ¿Quién nos ha prohibido llevar una corona? Voy a comenzar por este punto, que es, en resumidas cuentas, el meollo de toda la cuestión que nos ocupa” (c.1). El tratado, pues, está escrito en defensa de un soldado y quiere demostrar que el llevar la corona es incompatible con la fe cristiana. El autor recurre a una tradición cristiana no escrita para probar que el ponerse una corona en la cabeza va contra los principios. Además, esta costumbre es de origen pagano y está íntimamente relacionada con la idolatría. Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento mencionan esta costumbre. Para ser más concreto, la corona militar está prohibida por la sencilla razón de que la guerra y el servicio militar son irreconciliables con la fe cristiana. El cristiano conoce solamente un juramento: la promesa bautismal; solamente sabe de un servicio: el prestado a Cristo Rey. Este es el campamento de la luz; el otro, el de las tinieblas. Tertuliano toma la mayor parte de su materia de la obra De coronis de Claudio Saturnino, a la que se refiere explícitamente en el capítulo 7: “Los que quieran una información más amplia sobre este tema, encontrarán una extensa exposición en Claudio Saturnino, escritor distinguido, de no común talento, que trata también de esta cuestión. Ha escrito, en efecto, un libro sobre las coronas, donde explica sus orígenes, sus causas, sus clases y su ritos” (c.7).
De corona critica a los católicos porque rechazan al Paráclito y sus profecías, y zahiere al clero: “Como han rechazado las profecías del Espíritu Santo, ahora se proponen rehusar también el martirio. ¿Por qué, murmuran ellos, comprometer esta paz tan favorable y tan prolongada? Estoy seguro de que algunos empiezan ya a dar la espalda a las Escrituras, a preparar sus valijas y a huir de ciudad en ciudad, puesto que de todos los textos del Evangelio no se acuerdan más que de éste. Conozco a sus pastores, leones en tiempo de paz, siervos en la lucha” (c.1). El año 211 es la fecha que se asigna generalmente a este tratado.
12. Sobre la huida en la persecución (De fuga in persecutione).
Una cuestión tratada solamente de paso en el De corona recibe respuesta completa en el De fuga in persecutione: ¿Le está permitido a un cristiano huir en tiempo de persecución para escapar del martirio? En Ad uxorem (1,3), Tertuliano había dicho: “En tiempo de persecución es mejor huir de un lugar a otro, como nos está permitido, que dejarse arrestar y negar la fe bajo el tormento.” Lo mismo sostuvo en el De patientia (c.13). En el presente tratado, en cambio, sostienes que esa fuga va contra la voluntad de Dios. La persecución viene de El; El es quien la planea a fin de robustecer la fe de los cristianos, aunque no se puede negar que el diablo tiene también su parte en ella. Si algunos objetan alegando a Mateo 10,23: “Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra,” Tertuliano contesta que esto se refiere exclusivamente a los Apóstoles, a sus tiempos y circunstancias, pero no al tiempo presente (c.6). Tampoco es lícito escapar de los malos tratos mediante dinero, porque la razón es la misma: el miedo al martirio. Rescatar con dinero al ser humano que Cristo rescató con su sangre es indigno de Dios (c.12). El tratado lo dedica el autor a su amigo Fabio. Lo anunció ya en el De corona (c.1). Hay sobrados indicios del montañismo del autor (c.1.11.14). Hay que datarlo, por consiguiente, en el año 212.
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