Las leyes meramente penales

Hemos llegado a un punto interesantísimo, que vamos a estudiar cuidadosamente dada la importancia práctica y enorme repercusión social que de su recta o falsa solución se sigue inevitablemente.

146. 1. Noción. Según el esquema que hemos propuesto más arriba al dividir la ley en general, una de sus divisiones se tomaba por razón de la obligación, y era tripartita: moral, penal y mixta.

a) LEY MORAL es aquella que obliga a culpa sin ninguna pena o sanción jurídica (v.gr., la obligación de oír misa los domingos; quien la quebranta comete un pecado grave, pero no queda excomulgado ni recibe en este mundo ninguna sanción jurídica).

b) PENAL sería aquella cuyo quebrantamiento no supondría culpa moral alguna (aunque si jurídica), pero llevaría aneja la obligación en conciencia de sufrir una pena (v.gr., de pagar una multa por haber cruzado la calle por sitio indebido).

c) MIXTA, en fin, es aquella cuyo quebrantamiento lleva consigo una culpa moral y su pena o sanción jurídica correspondiente (v.gr., el aborto voluntario es un gravísimo pecado, que lleva consigo excomunión por parte de la ley eclesiástica y multa y cárcel por la ley civil).

147. 2. Un poco de historia. La doctrina de las leyes meramente penales ha sufrido una gran evolución a través de los siglos. He aquí sus principales vicisitudes :

a) Fue enteramente desconocida de la antigúedad clásica.

b) Aparece por primera vez en el prólogo de las Constituciones de la Orden de Santo Domingo, aprobadas por el capítulo general celebrado en París en 1236. En el texto actual de las Constituciones dominicanas figura la declaración en el número 32 § 1, que dice así: «Para proveer a la unidad y a la paz de toda la Orden, queremos y declaramos que nuestra Regla, Constituciones y Ordenaciones de los capítulos y de los prelados no nos obliguen a culpa o a pecado, sino solamente a la pena señalada para los transgresores en las mismas Constituciones u Ordenaciones, o a la que señalen los prelados. Obligan.a culpa, sin embargo, cuando se interpone precepto formal o se quebrantan por desprecios 15.

c) Poco a poco fué abriéndose paso esta doctrina e invadiendo el terreno civil; pero no llegó a predominar del todo hasta el siglo XIX, en que prevalecieron las doctrinas individualistas,

d) En el siglo XX, a medida que la idea de la justicia social va abriéndose camino, van disminuyendo sus partidarios. En la actualidad son ya muchos los teólogos que se oponen abiertamente a la teoría de las leyes meramente penales.

 

148. 3. Distintas opiniones. Naturalmente que tanto los partidarios corno los impugnadores de la teoría de las leyes meramente penales, con relación principalmente a las leyes del Estado, pretenden apoyarse en argumentos sólidos. He aquí un resumen de los principales en uno y otro sentido:

Argumentos a favor de su existencia*

1) El legislador puede, si lo juzga suficiente para el cumplimiento de su ley, imponerla tan sólo como meramente penal y no obligatoria en conciencia. Ya sea de una manera disyuntiva («haz esto, o paga la multa: elige libremente»), ya con una obligación moral que afecta sólo a la pena condicionada a la transgresión de la ley con sólo culpa jurídica («Si haces esto, no pecas; pero tendrás obligación en conciencia de pagar la multas), ya con la doble obligación puramente jurídica, sin afectar al orden moral (a no ser indirectamente con relación a la pena, en virtud de la ley divina, que manda obedecer a las leyes justas).

2) Dada la multiplicidad y constante variación de las leyes (sobre todo en materia fiscal y económico-social), que las hacen menos necesarias para el bien común y menos aptas para imponer obligación de conciencia, pueden considerarse muchas de ellas como meramente penales, tanto más cuanto no pocas veces es lícito poner en duda su legitimidad, ya sea por descuidar la verdadera justicia distributiva (imponiendo cargas casi por igual a los ricos y a los pobres), ya por el demasiado intervencionismo del Estado en actividades que son de la competencia de los ciudadanos o de las sociedades inferiores.

3) Los legisladores civiles modernos no se preocupan ni tratan de obligar en conciencia a sus súbditos, sino únicamante de hacer cumplir las leyes con procedimientos psicológicos y coactivos, y quieren el orden jurídico separado de la moral. Y con esta mentalidad del legislador coincide la persuasión de la mayor parte de los súbditos.

4) En caso de duda, y a falta de una declaración explícita del legislador, podrá reconstruirse su voluntad presunta de no imponer obligación moral : a) por la forma de mandar alternativa o condicionada; b) por la materia más o menos necesaria al bien común; c) por la cuantía de la pena impuesta al transgresor; d) por la costumbre interpretativa de su ley.

Argumentos en contra**

1) La voluntad del legislador no puede por sí misma decidir acerca de la no obligatoriedad en conciencia de una ley, si ésta es por esencia obligatoria, así como no puede tampoco declarar obligatoria una ley injusta. La fuerza obligatoria de la ley humana proviene de su dependencia de la ley natural, de la que es un eco y determinación concreta; y esto no depende de la libre voluntad del legislador humano, sino de la naturaleza misma de las cosas. Aparte de que se seguiría el absurdo de que el legislador, que habría desobligado del vínculo moral de la ley (que es lo primario y esencial en ella), no podría hacer lo mismo con la pena (que es lo secundario y accidental), porque entonces su ley habría desaparecido del todo para convertirse en un mero consejo.

Estos inconvenientes no se obvian con ninguna de las tres explicaciones propuestas. Porque: a) en la teoría de la obligación disyuntiva se seguiría la paradoja de que la ley penal sólo merece el nombre de ley cuando se infringe, ya que únicamente entonces obliga a algo: a la pena; b) en la de la obligación condicional, tampoco se resuelve el conflicto, porque, si la ley es necesaria y conveniente al bien común, es obligatoria en conciencia por su naturaleza misma; y si no lo es, no hay obligación alguna, ni moral ni civil o jurídica, porque no es verdadera ley; y c) en la de la obligación puramente jurídica, ¿por qué se invoca la ley divina para obligar a la pena, que es lo accesorio de la ley, y no se acude a ella para garantizar el cumplimiento de la ley en cuanto dicta una conducta a seguir, que es lo primario y fundamental? Y si no hay actos humanos deliberados que sean indiferentes en concreto, y si el cumplimiento de la ley puramente penal es, por consiguiente, forzosamente bueno en sentido moral, ¿cómo no ha de ser forzosamente mala, moralmente, su transgresión? Si no hay obligación de cumplir en conciencia ni el mandato ni la pena, ¿cómo pueden estar unidos, aun cuando luego se distingan, la moral y el derecho?

2) No vale el argumento de la excesiva multiplicidad de las leyes o del intervencionismo del Estado. Porque si, a pesar de su multiplicidad, las leyes son justas, obligan en conciencia a su cumplimiento; y si no lo son, no obligan en modo alguno, ni ante Dios ni ante los hombres. Su infracción estaría plenamente justificada, pero no por ser leyes meramente penales, sino simplemente por no ser leyes en modo alguno.

3) Ni vale tampoco afirmar que el legislador moderno no se preocupa ni intenta obligar en conciencia a los súbditos, porque no puede citarse una sola ley civil en la que el legislador declare expresamente que no quiere obligar en conciencia a los súbditos. Y, siendo esto así, ¿por qué ha de recaer sobre el legislador la obligación de demostrar que quiso obligar en conciencia—siendo éste, como es, el efecto normal de toda ley justa—y no sobre el teólogo o el súbdito la de probar realmente (y no por vagas presunciones contra toda lógica) que no quiso obligar en conciencia?

4) No valen tampoco las razones alegadas para resolver este conflicto en caso de duda sobre la mente del legislador: a) no la forma de mandar alternativa o condicionada, porque hoy día todas las leyes son imperativas; b) no la materia menos necesaria al bien común, porque, si es del todo innecesaria, se trata de una ley injusta y deja de ser ley; y si sólo se trata de mayor o menor conveniencia, sirve únicamente para determinar el grado mayor o menor de culpabilidad que llevará consigo su infracción, pero no para declararla meramente penal; c) ni la cuantía de la pena impuesta al transgresor, ya que, mientras para los teólogos antiguos la gravedad de la pena era indicio de que se trataba de una ley obligatoria en conciencia, modernamente, por el contrario, se interpreta en el sentido de que se trata de ley puramente penal, en la que el legislador agrava la pena porque se contenta con imponer ésta, sin exigir el cumplimiento directo de la norma; d) ni, finalmente, la costumbre interpretativa de su obligatoriedad, porque, aparte de que no se sabe si se trata de la costumbre de los doctos o de la del pueblo, es evidente que una de dos: o se trata de una derogación consuetudinaria de una norma o, en caso contrario, no puede echarse mano de la estadística de los observantes para afirmar o negar una obligación en conciencia, sino, a lo sumo, para excusar una conciencia errónea no culpable.
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*Cf. ZALBA, Theologiae Moralis Summa I n.461-470.
**Cf. 
ANTONIO DE LUNA, Moral profesional del abogado, en Moral profesional (C. S. I. C., Madrid 1954) p.270-283, con cuyas ideas nos sentimos por completo identificados. Transcribimos, a trozos, sus mismas palabras.
Uno de los autores modernos que mejor ha estudiado la no existencia de leyes meramente penales es el dominico francés P. Renard en su magnífica obra La théorie des leges mere pénales (París 1929).

149. 4. Principios para una recta solución. Examinando con serenidad y desapasionamiento los argumentos de ambas partes y, sobre todo, la naturaleza misma de las cosas, nos parece que se puede llegar razonablemente a las siguientes conclusiones :

Conclusión 1ª: Toda verdadera ley, en el sentido estricto de la palabra, establece un vínculo moral para los súbditos y, por consiguiente, obliga en conciencia a su cumplimiento.

Rectamente entendida, nos parece que esta conclusión es del todo cierta, y no puede ser rechazada razonablemente por nadie.

Para su recta interpretación es preciso cargar el acento sobre aquella cláusula restrictiva: toda verdadera ley en el sentido estricto de la palabra. Porque sucede, en efecto, que se da el nombre de leyes a ciertas normas directivas o estatutos particulares que, en realidad, no alcanzan la talla o categoría de verdaderas leyes en el sentido riguroso y técnico de la palabra; y en este tipo de leyes imperfectas, o secundum quid, no hay inconveniente en admitir, nos parece, la posibilidad de normas meramente penales. Volveremos en seguida sobre esto.

La razón intrínseca por la que nos parece que no pueden admitirse leyes meramente penales cuando se trate de verdaderas leyes, es porque el legislador no puede alterar a su voluntad la naturaleza misma de las cosas. La ley humana, tanto eclesiástica como civil, en tanto es verdadera ley en cuanto sea un reflejo de la ley natural y divina y, en última instancia, de la ley eterna, identificada con la esencia misma de Dios. Y si, como se demuestra en filosofía tomista, las esencias de las cosas no dependen de la voluntad de Dios (v.gr., Dios no puede hacer que dos y dos sean cinco), sino del entendimiento divino, que las dicta y crea tal como deben ser, muchísimo menos dependerá de la voluntad del hombre alterar a su capricho el orden natural de las cosas, declarando que no establezca vínculo moral lo que lo establece naturalmente y por sí mismo. Ahora bien: toda ley verdadera y legítima, en cuanto reflejo que es de la ley natural y eterna, establece un vínculo moral que nadie puede substraerle, y obliga, por consiguiente, en conciencia a su cumplimiento.

Este razonamiento nos parece que no tiene vuelta de hoja, y de él se sigue como consecuencia lógica que no existen leyes propiamente tales que puedan tener un carácter meramente penal. Lo que sí concedemos sin dificultad alguna es que caben infinidad de grados en la culpabilidad moral que lleva aneja su transgresión. A veces se tratará de una falta insignificante, venialísima, por tratarse de una materia que sólo muy de lejos se relacione con el bien común. Pero cuando se quebranta conscientemente cualquiera verdadera ley, por insignificante que sea, se comete siempre alguna falta de orden moral, o sea, en el fuero interno de la conciencia.

Pongamos un ejemplo para que aparezca con mayor claridad la verdad de esta doctrina. Si hay algunas disposiciones civiles que parezcan tener todas las características de leyes meramente penales, son, sin duda alguna, las relativas al tráfico por carreteras o a la circulación urbana en las grandes ciudades. ¿Por qué se limita la velocidad que han de llevar los automóviles en determinados parajes o se nos manda circular por la derecha, imponiéndonos una multa si lo hacemos por la izquierda? Indudablemente, porque el legislador ha visto la conveniencia de esa disposición para evitar accidentes o conflictos circulatorios; o sea, ha ordenado el cumplimiento de una norma encaminada al bien común de los ciudadanos. Si no fuera así, o sea, si hubiera dado aquella disposición por puro capricho, sin relación ninguna al bien común, su mandato sería puramente arbitrario e injusto y no tendría valor alguno obligatorio, ni a culpa ni a pena. El legislador habría rebasado sus atribuciones de tal y su disposición carecería en absoluto de valor legal, ya que no sería una «ordenación de la razón dirigida al bien común*, como exige la definición misma de la ley. Toda la fuerza obligatoria de aquella disposición le viene, pues, de su íntima conexión con la ley natural, que ordena al legislador imponer orden en el modo de conducirse los ciudadanos para lograr el bien común de todos. De donde es forzoso concluir que todas las leyes humanas y civiles en tanto son leyes en cuanto son determinaciones explícitas y concretas de lo que está implícito o indeterminado en la ley natural, que ordena al legislador procurar el bien común de todos los ciudadanos; y, por lo mismo, todas ellas obligan en conciencia, aunque en mayor o menor grado según la importancia o transcendencia de la ley en orden al bien común.

Una confirmación, al menos indirecta, de la verdad de estos principios nos parece verla en el hecho de que en el Código canónico no se contiene una sola ley que sea meramente penal. No nos atrevemos a decir que esta ausencia signifique que la Iglesia no admita la posibilidad de leyes meramente penales, pero es indudable que su actitud es altamente significativa y, al menos indirectamente, confirma la teoría que las niega.

Conclusión 2ª: En sociedades imperfectas caben normas directivas (no verdaderas leyes) que obliguen únicamente a culpa meramente jurídica y a su correspondiente sanción penal.

 

Esta conclusión, perfectamente conciliable con la anterior, nos parece también del todo cierta, si se interpretan rectamente los términos de la misma. Veámoslo :

EN SOCIEDADES IMPERFECTAS. COMO es sabido, la sociedad, en general, no es otra cosa que «la reunión de muchos en orden a un fin común bajo la dirección de la autoridad competente». Se llama perfecta si subsiste por sí misma, se basta ella sola para obtener su propio fin y es del todo independiente de cualquier otra sociedad. Y se llama imperfecta cuando le faltan esas condiciones o, al menos, alguna de ellas. La Iglesia y el Estado son sociedades perfectas, cada una en su propia esfera. Dentro de la Iglesia son sociedades imperfectas una Orden religiosa, una diócesis, una parroquia, etc. Dentro del Estado, y en cuanto forman parte de él, una provincia, una ciudad, una sociedad particular (cultural, económica, deportiva, etc.) y, a fortiori, la sociedad doméstica o familiar.

CABEN NORMAS DIRECTIVAS (NO VERDADERAS LEYES). En cuanto sociedades, aunque imperfectas, ya se comprende que tienen que tener una autoridad y un cuerpo legislativo propio, más o menos completo; de lo contrario, no podrían subsistir mucho tiempo, ya que es imposible una sociedad cualquiera sin autoridad y sin ley. Pero consideradas no de una manera absoluta y en sí mismas, sino como parte de un todo más universal (la Iglesia o el Estado), no son sujeto de leyes propiamente tales, ya que el propio legislador tiene que subordinarse a una ley humana, eclesiástica o civil, que le envuelve a él mismo como súbdito. El legislador interno de estas sociedades imperfectas puede y debe dar normas directivas para el gobierno de las mismas, pero no verdaderas leyes que tengan por sí mismas carácter absoluto y universal, como las propias de las sociedades perfectas. Algunos teólogos dicen que se trata, a lo sumo, de leyes imperfectas y hasta cierto punto o secundum quid.

QUE OBLIGUEN ÚNICAMENTE A CULPA MERAMENTE JURÍDICA Y A SU CORRESPONDIENTE SANCIÓN PENAL. No hay inconveniente en admitir en esta clase de leyes imperfectas, o mejor aún, de normas directivas, la categoría meramente penal que rechazábamos en la verdadera ley. Porque, no siendo normas dirigidas u ordenadas al bien común universal—como las de la verdadera ley—, sino a un grupo reducido de miembros que pertenecen como verdaderos súbditos a otra sociedad más alta (la Iglesia o el Estado), y siendo por otra parte, sociedades puramente facultativas, en las que los miembros ingresan en ellas libremente y se obligan voluntariamente a cumplir las ordenanzas de la misma en la forma que el legislador particular ha querido determinar y no más, no hay inconveniente en que ese legislador declare expresamente que no quiere ligar la conciencia de sus súbditos imponiéndoles una obligación moral, sino tan sólo de tipo meramente jurídico, a la que se le adjudica como obligatoria una determinada sanción penal, por entender que es suficiente esta forma de mandar para obtener el fin interno que la sociedad se propone en cuanto tal.

El simple buen sentido parece poner fuera de duda la posibilidad de estas normas meramente penales (aun sin la expresa declaración del jefe) cuando se trata de una sociedad imperfecta de tipo civil. Sería ridículo decir que la falta de asistencia a una junta general preceptuada por los estatutos de una sociedad deportiva constituye un pecado venial. Se trata únicamente de una culpa meramente jurídica contra los estatutos de esa sociedad, que quizás lleve consigo la expulsión como socio de la misma como sanción penal por la falta cometida; pero sería francamente excesivo ver en esa falta una perturbación del orden natural de las cosas que establezca un verdadero pecado, por muy venial que sea, en el fuero interno de la conciencia.

Más difíciles de justificar resultan esas normas meramente penales tratándose de sociedades eclesiásticas, como las Ordenes religiosas. Y, sin embargo, es un hecho que gran número de Ordenes religiosas, a partir de la de Santo Domingo, y, por disposición general de la Iglesia, todas las Congregaciones modernas, declaran expresamente que su legislación interna no obliga de suyo a culpa moral alguna, sino sólo a sufrir la sanción penal correspondiente a su transgresión. A nosotros nos parece ver el fundamento jurídico de esta clase de mandatos en el hecho de que no se trata de verdaderas leyes, sino únicamente de normas directivas, que obligan tan sólo en el grado y medida que el legislador quiera imponer y no más; y ello no por una determinación caprichosa del legislador, sino por haber estimado, bajo el juicio inmediato de su prudencia gubernativa, que esa forma de mandar era suficiente para promover el bien de los súbditos y obtener el fin particular y concreto que se propone su Orden religiosa en cuanto tal. Sin embargo, en la práctica será muy difícil que el súbdito que conculca voluntariamente una de esas normas directivas no corneta un verdadero pecado venial de negligencia, etc., que podría incluso llegar a mortal si lo hiciese por desprecio de la ley o quebrantando un precepto formal del superior que hubiera recaído sobre aquella simple norma directiva. Lo advierte expresamente Santo Tomás en un texto modelo de claridad y precisión. He aquí sus propias palabras:

«El que profesa la regla no hace voto de observar todo lo que en la regla se contiene, sino de vida regular, que, esencialmente, consiste en las tres cosas predichas (los votos). Por lo que en algunas Ordenes religiosas profesan más cautelosamente, no la regla, sino vivir según la regla, o sea, tender a informar las propias costumbres según la regla tomada como ejemplar. Y esto se destruye por el desprecio.

En otras religiones, todavía más cautelosamente, profesan obediencia según la regla, de suerte que no va contra la profesión sino lo que va contra el precepto de la regla. La transgresión u omisión de las otras tres cosas obliga sólo a pecado venial. Porque, como ya hemos dicho, estas otras cosas son disposiciones para los principales votos; y el pecado venial es disposición para el mortal, en cuanto impide aquellas cosas por las que uno se dispone a cumplir los principales preceptos de la ley de Cristo, que son los preceptos de la caridad.

En alguna otra religión, a saber, la de los Hermanos Predicadores, tal transgresión u omisión no obliga de suyo (ex genere suo) a culpa mortal ni venial, sino sólo a la pena señalada: porque de este modo se obligan a observarla. Los cuales, sin embargo, pueden pecar venial o mortalmente por negligencia, liviandad o desprecio.

Royo Marín, Teología Moral para Seglares, 2ª edición