LAS 24 TESIS TOMISTAS (21ª)
LA VOLUNTAD Y EL LIBRE ALBEDRÍO
La Biología y la Psicología de Santo Tomás (TESIS XIII a XXI)
TESIS XXI. — «Intellectum sequitur, non praecedit voluntas, quae necessario appetit id quod sibi praesentatur tanquam bonum ex omni parte explens appetitum, sed ínter bona quae judíelo mutabili appetenda proponuntur, libere eligít. Sequitur proinde electio judicium practicum ultimum; at quod sit ultimum voluntas efficit.»
«La voluntad sigue al entendimiento, no le precede, y apetece necesariamente aquello que le presentan como un bien que sacia por completo al apetito; empero elige libremente entre aquellos otros bienes cuya apetencia depende de un juicio variable. La elección sigue, por consiguiente, al último juicio práctico, y a la voluntad toca determinar cuál sea el último».
Puntos fundamentales de esta proposición: 1º, relaciones de la voluntad con la inteligencia; 2º, necesidad en que se halla la voluntad de dirigirse hacia el bien universal; 3º, su independencia con respecto a los bienes particulares; 4º, relación de dependencia entre la elección y el último juicio práctico.
I. — La voluntad y la inteligencia
El principio dominante de esta cuestión es que la voluntad sigue a la inteligencia, pero de manera que todo ser inteligente está dotado necesariamente de voluntad, por el hecho preciso de ser inteligente.
Toda naturaleza tiene una tendencia proporcionada que nace de la forma y la acompaña siempre. Constituida y puesta en actividad por su forma específica, el ser recibe de ella su inclinación, y por eso encontramos en la creación tantas inclinaciones irreductibles cuantas formas diversas: a la forma del cristal sigue una tendencia que le mantiene en la unidad y hace reparar sus ángulos rotos, de conformidad siempre a un tipo invariable; a la forma de la planta acompaña otra inclinación que busca el bien del individuo y hace que todo conspire hacia la perfección de la planta, hacia su desarrollo, su conservación y propagación.
No habiendo aquí más de la forma natural, la tendencia que descubrimos es del mismo género y la llamamos apetito innato. En los animales que reciben la forma intencional o imagen de los seres corporales, sin perder su propia naturaleza, debe haber, además de su apetito innato, un apetito sensible procedente de la forma y del conocimiento sensible. En el hombre y el ángel, que reciben una forma intelectual distinta de su substancia, reclama también un apetito intelectual distinto de su substancia, y a ese apetito es al que llamamos voluntad. Dios, que reside en la cumbre de la inmaterialidad y de la espiritualidad, tiene una voluntad perfecta, es acto puro e idéntico a la substancia. Sin duda, pues, todo conocimiento está acompañado de un apetito proporcional, y el ser inteligente debe estar dotado de un apetito espiritual, o voluntad, por el hecho mismo de ser inteligente y de asimilarse espiritualmente los objetos.
Fuera de Dios, la voluntad no puede identificarse con la substancia, porque siendo aquélla el principio de las operaciones accidentales, tiene que reducirse a su mismo género de accidente.
Nuestra prueba fundamental demuestra que la voluntad resulta o emana de la esencia del alma por mediación del entendimiento, como el apetito nace de la forma. Dado, pues, que la voluntad procede necesariamente de la inteligencia, toda filosofía que anteponga aquélla a ésta, tiene que chocar contra la naturaleza y el sentido común.
II. — De cómo tiende la voluntad hacia el bien universal
Síguese de lo dicho, que, a causa de su procedencia intelectual, la voluntad habrá de ser iluminada por el entendimiento y tender hacia su objeto en tanto cuanto le es presentado por el mismo. Si el entendimiento le propone el bien universal, capaz de saciar todas sus inclinaciones, de colmar toda su capacidad, la voluntad queda necesariamente dominada por un objeto más grande que ella misma; y así como nuestro espíritu se adhiere necesariamente a los primeros principios evidentes y a las conclusiones que palmariamente de ellos se derivan, de idéntica manera se ha de ver arrastrada la voluntad hacia el fin último, que es el bien universal en toda su plenitud, y hacia los medios necesaria y evidentemente llevaderos a ese fin.
Hay un cúmulo de cosas que constituyen un todo indisoluble sin el cual nuestro ser humano no podría subsistir y a cuya presencia no puede permanecer indiferente la voluntad; y ésa es la razón del porqué quiere el bien para sí, la verdad para la inteligencia, para las otras facultades sus objetos propios, y la existencia y la vida para el hombre entero y completo. Querer la felicidad es querer vivir siempre.
III. — De cómo tiende a los bienes particulares
La voluntad conserva su independencia de elección respecto de aquellos bienes particulares que el entendimiento le muestra como no ligados necesariamente con el bien universal: su elección es libre, por lo mismo que es reformable el juicio del intelecto. Ya se deja ver que la prueba fundamental de la libertad es la naturaleza misma de la substancia racional. «El hombre es libre, porque es inteligente; el libre albedrío es don y privilegio del espíritu. Doquier haya espíritu, tiene que haber libertad». Y ¿de dónde proviene esa independencia sino de la elevación del alma sobre la materia? «La voluntad humana es libre, porque es una energía capaz de lograr el bien universal y absoluto; esa inmensa capacidad le viene de la inteligencia y del alma, que, a su vez, la reciben de su independencia de la materia, o si lo queréis, de su espiritualidad. Por donde espiritualidad del alma y libertad es una misma cosa. Esos dos dogmas de la razón se sostienen mutuamente en nuestro espíritu por el hilo áureo e indestructible de la sabiduría, como se sostiene en la realidad por el lazo de una vida inmortal».
A causa de su misma amplitud que le permite ver todas las fases de la realidad, la mente descubre en el objeto finito un lado agradable que puede excitar verdadera complacencia en la voluntad, y otro desagradable, que puede provocar repulsión; y juntos y a la vez, los presenta a la voluntad. Un objeto propuesto de tal suerte no puede dominar a la voluntad; por la sencilla razón de ser más pequeño que ella, hecha para lo infinito, es incapaz de colmar una capacidad inmensa. Si por un lado encuentra razón suficiente para inclinarse al objeto, por el otro le repugna; y si se decide por un lado, en medio de semejante alternativa cuyos términos no la fuerzan, es en virtud de esa independencia y holgura de la voluntad comparables a las del entendimiento y del alma.
Cuando Santo Tomás afirma que la voluntad permanece indiferente a presencia de los objetos finitos, no quiere decir que dependa de ella el experimentar o no algún placer, sino únicamente que la aceptación final o definitiva procede de la voluntad sola, porque es más grande que todos los objetos; y así, la libertad de la elección se funda en la mutabilidad del juicio, mutabili judicio proponuntur.
A propósito de la perfecta conformidad de la conciencia y el sentido común con este gran argumento del tomismo, oigamos el parecer de dos pensadores franceses: «No necesita ninguna prueba de su libre albedrío, porque lo siente, quien no tenga su alma corrompida; y no siente o se da cuenta de que ve, de que vive o que razona, más claramente que se siente capaz de deliberar o elegir». «¿Por ventura no será cierto —añade Fenelón— que ese extravagante filósofo en cuya escuela osa negar el libre albedrío, lo dará por indudable en su casa, y que será tan exigente con las personas como si hubiera sustentado durante toda su vida el dogma de la más grande libertad?» Es, pues, evidente que esa filosofía carece de unidad y que se desmiente a sí misma sin ningún pudor.
Siendo la libertad del juicio la que asegura el libre albedrío, falta por comparar la elección con el último juicio práctico, para extremar la demostración.
IV. — Análisis de la elección
La psicología de la libertad abarca una serie de actos coordinados, tanto por parte de la inteligencia como de la voluntad. Al primer acto, que es la aprehensión del espíritu, corresponde la simple volición en la parte apetitiva; y al juicio, por cuyo medio la razón propone el fin, como posible y conveniente, corresponde en la voluntad la intención del mismo fin. Hace falta luego una información detallada sobre las medidas que se han de tomar, y para eso está el consejo, encargado de descubrir laboriosamente los medios más a propósito y, después de bien ponderados, proponer los más dignos de preferencia. Al consejo del entendimiento responde el consentimiento por parte de la voluntad.
Pero ¿a quién toca resolver en última apelación cuál sea el medio que definitivamente hemos de preferir a todos los demás? Al último juicio práctico del entendimiento, cuyo acto correlativo es la elección de la voluntad. Réstanos todavía pasar a vías de ejecución: al mandato del espíritu, surge la aplicación activa de la voluntad que pone en movimiento a las diversas facultades encargadas de la aplicación pasiva, después de la cual reposa ya la voluntad en el fin realizado con la posesión del bien, conviene a saber, en el gozo, duodécimo y último acto que corona toda la serie.
Con harta razón el documento que venimos comentando insiste sobre el juicio práctico y la elección, puesto que se define la libertad, vis electiva, «la facultad de elegir». Todo el juego del libre albedrío depende de la armonía entre la elección y el juicio práctico.
Frecuentemente anda de espaldas el juicio especulativo con la conducta de la vida, pues a cada paso vemos que el hombre elige lo que la razón condena muy alto; mas una vez formulado el juicio práctico, la elección le sigue infaliblemente. Siendo el espíritu de suyo indiferente, el juicio no llega a ser práctico ni último mientras que la voluntad no empuje al espíritu a salir de su indeterminación y a decidirse efectivamente en tal o cual sentido. Por este mero hecho se obliga a seguirle, mientras dure el último juicio práctico, a menos que la hagamos incurrir en flagrante contradicción. Es esa una obligación hipotética hija de la misma elección, una ley que se impone la voluntad y que, por lo tanto, se convierte en testimonio de su independencia y garantía de su libertad. La elección permanece en firme mientras no cambie el juicio práctico; pero la voluntad puede inclinar al espíritu a otra determinación, y, revocada ésta, a otra, de manera que si el juicio práctico es en verdad el último, lo es porque así lo hace o quiere la voluntad, según los términos de nuestra tesis: at quod sit ultimum voluntas efficit.
El anterior análisis del acto libre basta para refutar la objeción de los deterministas. Sería inexplicable la elección si dijéramos que se verifica sin ninguna razón proporcionada. Por eso tenemos mucho cuidado, y han de tenerlo todos, de no confundir el motivo suficiente que determina a la voluntad con el de necesidad imperiosa, o necesitante. El único que se da de esta naturaleza, y que obliga necesaria e imperiosamente, es el fin último, el bien universal y absoluto, acerca del cual no hay lugar a elección, como lo hay sobre todos los otros bienes particulares. Entre éstos, lo mismo, se explica que la voluntad opte por cualquiera de ellos, cuando le muestran en su lado agradable una razón suficiente para conquistarla, como que los rechace de plano cuando le ponen delante su otro lado detestable. En ninguno de los dos casos obra ciegamente ni por imposición, y el aceptar a uno y rechazar a los otros es señal bien clara de que la voluntad espiritual goza de plena independencia.
Tal es la psicología de Santo Tomás en sus principios más esenciales y en sus grandes aplicaciones.
La primera parte de la Ontología nos condujo hasta hallar a Dios en el Acto puro, y la última de la Psicología nos lleva hasta la Providencia. «Si llegáramos a destruir la libertad a causa de la Providencia, o la Providencia con motivo de la libertad, no sabríamos por dónde empezar: tan necesarias son ambas dos, y tan evidentes e indudables las ideas que de ellas tenemos».
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