LAS 24 TESIS TOMISTAS (22ª) (1)
(I) LA DEMOSTRACIÓN DE LA EXISTENCIA DE DIOS
La Teodicea de Santo Tomás (TESIS XXII a XXIV)
TESIS XXII. — «Veum esse neque inmediata intuitione percipimus, neque a priori demonstramus, sed utique a posteriora, hoc est, per ea quae facta sunt, ducto argumento ab effectibus ad causam: videlicet, a rebus quae moventur et sui motus principium adaequatum esse non possunt, ad primum motor em inmobilem: a processu rerum mundanarum e causis. Ínter se subordinatis, ad primam causam incausatam: a corruptibilibus quae aequaliter se habent ad esse et non esse, ad esse absolutum et necessarium: ab iis quae secundum minoratas perfectiones essendi, vivendi, intelligendi, plus et minus sunt, vivunt, intelligunt, ad eum qui est máxime intelligens, máxime vivens, máxime ens: denique ab ordine universi ad intellectum qui res ordinavit, disposuit et dirigit in finem.»
«Conocemos la existencia de Dios, no por intuición inmediata, ni por demostración a priori, sino a posteriori, es decir, por las criaturas, arguyendo de los efectos a la causa; partiendo de las cosas que se mueven sin tener en sí mismas un principio suficiente de movimiento, hasta llegar al necesario primer motor inmóvil; subiendo de los efectos causados y de las causas subordinadas, a la causa sin causa, o primera; deduciendo de los seres corruptibles, indiferentes para existir o no, la absoluta necesidad de un ser absolutamente necesario; a vista de las innumerables criaturas limitadas en el ser, vivir y entender, nos persuadimos de que no pueden ser ellas ni nada semejante sin lo primero y esencial, tenemos que llegar al ser esencial e infinito, viviente e inteligente en grado supremo; por fin, el orden sublime del Universo no puede concebirse racionalmente sin un supremo Ordenador que enderece todas las cosas a su fin».
Tres tesis fundamentales resumen la teodicea tomista: en la primera se exponen los argumentos demostrativos de la existencia de Dios; la segunda se refiere a la esencia divina en sí misma; la tercera considera a Dios en sus relaciones con el mundo, en cuanto creador y Causa primera.
La primera tesis que ahora vamos a estudiar, excluyendo inexactas o falsas teorías, establece la existencia de Dios con cinco pruebas clásicas, aducidas y formuladas por Santo Tomás.
I. — Primera teoría inaceptable
En orden al problema del conocimiento de Dios hay dos sistemas opuestos, ambos inadmisibles, como vamos a ver: para el primero la existencia de Dios es evidente, no necesita demostración; para el segundo, lejos de ser un hecho de inmediata evidencia la existencia de Dios, ni siquiera es demostrable por la razón.
Por diferentes vías se ha intentado concluir que la existencia de Dios no necesita ser comprobada por el espectáculo de las criaturas. Unos dicen que basta pronunciar conscientemente el nombre de Dios para deducir el hecho de su existencia real. Así lo afirma y trata de probar San Anselmo, seguido por los cartesianos, añadiendo que la idea de lo infinito, innata en nosotros, es infundida por el Infinito, y para esto necesariamente debe existir.
Otros, los ontologistas de varios matices, afirman que conocemos a Dios, no por demostración, sino por visión directa e intuitiva.
Tenemos que ceñirnos a muy rápidas observaciones sobre estos sistemas.
San Anselmo argumenta así: «Se entiende por Dios una entidad tan grande y tan perfecta que sea totalmente imposible concebir nada más perfecto y más grande; es así que tal ser existe, pues si no existiera podríamos concebir algo mejor; luego nos basta la idea de Dios para concluir o afirmar su existencia real».
Santo Tomás responde que no todos los hombres conciben a Dios de ese modo; pero aunque así fuera, sólo podrían llegar todos a esta conclusión: Nosotros concebimos que Dios tiene una existencia real, y si hay un Dios, necesariamente existe por sí mismo. Lo que aquí se trata de probar es si el Dios que concebimos dotado de todas las perfecciones, y por consiguiente de existencia real, existe fuera de nosotros como existe en nuestra idea.
La idea de lo infinito, replican los cartesianos, no nos puede venir de un mundo finito; sólo ella nos basta para comprender que lo infinito existe en la realidad, sin necesidad de sacar argumentos del mundo exterior para demostrar la existencia de Dios.
Para averiguar que también nuestro concepto de lo infinito nos viene de los objetos sensibles que nos rodean, basta un somero análisis. La idea de lo infinito incluye dos negaciones: la de lo infinito o limitado, que es un non plus ultra, y la de negación de lo finito, con un fondo de realidad positiva. Para concebir lo finito nos basta considerar las realidades concretas, las criaturas limitadas y contingentes; para negar lo finito sólo necesitamos poner en juego nuestra facultad mental abstractiva. La experiencia psicológica nos convence de que, lejos de poder llamar innata e infusa la idea de lo infinito, es evidente fruto de nuestra actividad mental. Lo que podrá persuadirnos de la realidad de lo infinito, no es un puro concepto a priori, sino el hecho a posteriori, ya que todo lo finito sin razón de ser ni de existir por sí mismo, pide, para existir, una previa realidad, infinita y necesaria.
Por otro lado, al tratar de la psicología tomista hemos visto ya que el objeto propio del humano entendimiento es el ente en general, vago e indeterminado, y no Dios, el Acto purísimo colocado en la cumbre de la intelectualidad.
Que la intuición inmediata de Dios, ni siquiera en un estado habitual, es esencial a la humana inteligencia, que una idea innata acerca de Dios resplandece en todas las cosas englobando todos nuestros conocimientos, ningún católico lo podrá admitir, después de la condenación directa del Ontologismo, el 18 de septiembre de 1861.
II.— Teoría opuesta a la anterior
Y perniciosa en extremo, es la sostenida por tradicionalistas, fideístas, agnósticos, pragmatistas y otros fautores del modernismo, concordes en negar la capacidad radical de la razón para conocer y demostrar la existencia de Dios.
No es preciso recordar aquí todas las declaraciones del Magisterio Supremo; nos basta fijarnos en la fórmula del juramento antimodernista, prescrito por S. S. Pío X en su Motu Proprio «Sacrorum Antistitum», 1 de septiembre de 1910. Obliga, bajo juramento, a confesar: »Deum certo cognosci adeoque demonstran etiam posse profiteor». «Declaro que la existencia de Dios puede ser conocida con certeza, y por lo mismo, puede ser demostrada». Prosigue señalando el medio de la demostración con estas palabras: «Per visibilia creationis opera, tanquam causam per effectus.» «Por las obras visibles de la creación, como la causa por los efectos».
El término profiteor, yo profeso, en lengua eclesiástica designa el acto de fe.
No es que Pío X intentara una nueva definición dogmática; únicamente declara de un modo explícito lo mismo que ya contenía el canon del C. Vaticano.
«Ser conocido con toda certeza por las obras de la creación es lo mismo que ser conocido por vía de demostración, como la causa por sus efectos». La fórmula del juramento, indicando la consecuencia, prosigue: «adeoque demonstran etiam posse, y por tanto, puede demostrarse». Creemos y profesamos directamente que la existencia de Dios puede conocerse ciertamente por el espectáculo de las criaturas mediante la luz racional; confesamos indirectamente, como ineludible consecuencia, adeoque, que la divina existencia puede ser demostrada por las criaturas, como la causa por los efectos. La profesión de fe se refiere, pues, directamente a las primeras palabras: » certo cognosci per visibilia creationis opera»; e indirectamente a las segundas: «adeoque demonstran posse tanquam causam per effectus». En este gran problema de la existencia de Dios, la Iglesia condena como contrarios a la doctrina católica, los siguientes sistemas:
1º El Agnosticismo (palabra puesta de moda por Huxley hacia el 1869), según el cual de modo alguno la existencia de Dios puede ser objeto de la ciencia.
2º El Inmanentismo, que pretende ser imposible por argumentos externos la demostración de la existencia de Dios, sólo asequible a la íntima experiencia de la conciencia humana.
3º El Positivismo y demás sistemas materialistas, que, encerrados en un mundo de fenómenos sensibles, no pueden elevarse a la región de un Dios espiritual.
4º El Kantismo, al afirmar que la razón humana nada alcanza más allá de lo fenomenal y que está sujeta a insolubles antinomias con relación a Dios, se ve obligado a concluir que todos nuestros argumentos racionales en pro de la existencia de Dios son ineficaces para demostrar la divina existencia. Kant sólo admite como único argumento de algún valor probativo de la existencia de Dios, la necesidad de una ley moral. Al proponer la Iglesia argumentos a posteriori, sacados de las criaturas, es porque los tiene por suficientes; negar su eficacia es oponerse al supremo magisterio. Sin embargo, los documentos eclesiásticos no niegan ni afirman la existencia de otras pruebas. No está condenado el Kantismo por atribuir un valor demostrativo al argumento moral.
5º El Tradicionalismo. También este sistema está directamente incluido en la condenación de la Iglesia. Tres clases de tradicionalistas se conocen: los fideístas, que siguen a Huet, afirmando que la razón pura, o desprovista de fe, es radicalmente impotente para conocer cosa alguna; otros, con Bonnetty y Ventura, confiesan que la razón puede alcanzar ciertas verdades del orden sensible y físico, pero nunca elevarse hasta Dios sin el concurso de la fe, al menos de alguna fe humana; finalmente, Ubaghs y su escuela afirman que nada puede alcanzar el hombre aislado de la sociedad, depositaria de la revelación y única fuente de todos nuestros conocimientos. La primera forma de tradicionalismo se tiene por sencillamente herética; la segunda, por al menos vecina a la herejía; y la tercera, por francamente errónea.
De capital importancia resulta nuestra Tesis XXII: el ducto argumento ab effectibus ad causam, equivale a la fórmula del juramento antimodernista, tanquam causam per effectus.
III. — De qué modo llega nuestra mente al conocimiento de Dios
¿Conocemos a Dios por ideas infusas, por intuición inmediata, por un don de la gracia, o por vía de razonamiento? Los documentos citados en el párrafo anterior, sin darnos bastantes datos para una completa definición, suponen en nosotros una capacidad natural de conocer a Dios y el modo de ejercitarla para conseguir tan alto fin. Sugieren la demostración por los efectos, o mediante el conocimiento de las criaturas: A magnitudine speciei et creaturae (Sap., cap. XIII); Per ea quae facta sunt (S. Paul, y Conc. Vaticano); y por el raciocinio: Raciocinatio probare potest (Cong. del índice, 1840 y 1845).
Por otro lado, el Santo Oficio, al condenar el Ontologismo el día 18 de septiembre de 1861, muestra que no es esencial a la humana inteligencia la intuición inmediata de Dios, ni aun en estado habitual, que no vemos al Ser divino en todas las cosas, que no es una idea innata acerca de Dios la que incluye y sirve como de fondo a todos nuestros conocimientos, etc.
Finalmente, Pío X, reprobando el modernismo, afirma que, para llegar a Dios, no es medio ni la inmanencia ni el sentimiento religioso.
Hemos de mirar, pues, como doctrina indiscutible el natural poder de nuestra razón para conocer a Dios, partiendo del conocimiento de las criaturas, elevando con todo rigor lógico nuestra mente de los efectos a la causa necesaria.
No siendo imprescindible la revelación y la fe, ¿será necesaria, al menos, una especial ayuda de la gracia? Si se quiere dar a entender en la pregunta que sin la gracia nuestro poder natural de conocer a Dios es nulo, o es tal conocimiento pura vanidad y presunción, caemos en el error de Quesnel, condenado por Clemente XI, el 8 de septiembre de 1713. «Todo conocimiento de Dios, aun el puramente natural de los filósofos paganos, sólo del mismo Dios puede venir; desprovisto de la gracia nada produce sino presunción, vanidad y hasta oposición al mismo Dios, en vez de sentimientos de adoración, de gratitud y de amor». Una vez condenada esta proposición, hemos de confesar que, aun sin la gracia, podemos tener de Dios un conocimiento pleno y loable en sí mismo.
Si sólo se dice que de hecho y moralmente hablando no llegará el hombre a conocer a Dios sin la gracia, volvemos a una estrecha teoría sostenida por algunos teólogos del pasado, que si no está condenada en forma, ningún doctor católico defiende en el día y todos la tienen por radicalmente insostenible.
No está herida de muerte ni condenada a impotencia absoluta la razón; de su propio fondo, radicalmente espiritual, puede educir energías vitales, luminosos razonamientos, fundamentales demostraciones que se imponen con la invencible fuerza del principio de causalidad.
No es sólo la idea de una divinidad disfrazada y amenguada, como la pintaban los paganos; es la de un Dios verdadero y único, principio y fin de todas las cosas, a quien debe rendir pleito homenaje la humanidad, como a su Creador y Señor.
Aunque el Concilio Vaticano manda reconocer estos títulos con que designan al verdadero Dios las Escrituras, no nos obliga a creer que la razón por sus solas fuerzas debe llegar a comprender el dogma de la creación, o que Dios haya sacado las cosas de la nada.
Otros textos eclesiásticos oficiales concretan todavía más esta doctrina. En el año 1840, la Santa Sede ordenó al Abate Bautain subscribir la proposición siguiente: «El raciocinio puede probar con certeza la existencia de Dios y la infinidad de sus perfecciones».
Pocos años después, un decreto del índice hizo firmar a Bonnetty, director de los Anuales de Philos. chrétienne, una proposición parecida: «El raciocinio puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma y la libertad del hombre».
Estos documentos son más explícitos que los del Conc. Vaticano; se refieren al «raciocinio y a la demostración», mientras que el Concilio sólo dice «la razón y el conocimiento».
Pío IX, en su epístola del 11 de diciembre de 1862 al Arzobispo de Munich, expone cómo la razón humana, aunque obscurecida por la primera culpa, puede comprender, explicar y demostrar, y por lo mismo, defender por sus propios medios y recursos, ciertas verdades del orden filosófico, que, por otro lado, también son artículos de fe, como la existencia, naturaleza y atributos de Dios.
Por todo lo anterior se ve que todo ese ruido y alardes de importancia con que los modernistas, partidarios de las teorías agnósticas nos querían aturdir, ni siquiera tenían el mérito de la originalidad, pues ya de antemano habían sido señaladas y condenadas por la Iglesia tales doctrinas.
La Encíclica «Pascendi» sólo necesitó evocar las condenaciones anteriores. Pío X reprueba el agnosticismo y fenomenalismo, según los cuales, la razón, encerrada en el estrecho círculo de las cosas sensibles, nada sabe de Dios en rigor científico, ni siquiera histórico. En el fondo, es igual a todo lo anterior.
El llamado inmanentismo, sentimentalismo, pragmatismo y demás sistemas no admiten más prueba de la existencia de Dios que la necesidad de lo divino, la subconsciencia, el sentimiento y la experiencia religiosa. Acorde con el más general sentir del género humano, concluye el Papa que el exclusivo criterio del sentimiento experimental, sin otra luz y guía de razón, más bien que al conocimiento de Dios, lleva los hombres hacia el abismo panteísta. «La doctrina de la inmanencia, en sentido modernista, sostiene y profesa que todo fenómeno de conciencia brota exclusivamente del hombre en cuanto tal. Con esto se identifica al hombre con Dios; se incurre en el panteísmo».
IV. — Si puede darse ignorancia invencible de Dios
La Iglesia ha tomado de la Sagrada Escritura los documentos que hemos consignado. El libro de la Sabiduría llama insensatos, vanos, indignos de perdón, a los hombres que no conocen a Dios, pues la inmensidad y hermosura de la creación descubren suficientemente al Autor.
Notemos que el escritor sagrado no alude exclusivamente a los intelectuales; habla de todos aquellos que están privados del conocimiento de Dios: vani sunt omnes homines in quibus non subest scientia Dei. «Son inexcusables, añade San Pablo, pues el espectáculo de la creación pone de manifiesto lo que es invisible en Dios».
Tres cosas, añade el Apóstol, podemos conocer en Dios mediante las criaturas: su divinidad, su poder y su eternidad: SEMPITERNA quoque VIRTUS ejus et DIVINITAS, ita ut sint inexcusabiles.
A la vista de estos documentos, casi todos los teólogos deducen que una ignorancia completa y absoluta de Dios sólo puede caber en hombres poco menos que destituidos del uso de sus facultades mentales. Que de buena fe puedan errar acerca de los atributos divinos, v. g., la espiritualidad o inmensidad; que otros, en más o menos número, de mente infantil, no se elevan hasta la idea del Creador, no se puede negar; lo que resulta inadmisible es que la mayor parte de los hombres, en el uso normal y pleno de sus facultades, con revelación o sin ella, pueda ignorar de buena fe y perpetuamente la existencia de un Ser superior al Universo, con perfecto derecho a los homenajes o adoraciones de la humanidad. El libro de la Sabiduría dice que tales hombres no merecen perdón: «Nec Mis debet ignosci», confirmando lo mismo San Pablo: » Ita ut sint inexcusábiles».
También el Salmista condena no sólo a los intelectuales, sino a cuantos en la insensatez de su corazón exclaman: «Non est Deus», «no existe Dios». El Salmo XIII, describiendo enérgicamente las aberraciones y crímenes de la humanidad, no supone en los paganos ignorancia invencible de Dios, más bien los impropera por corrompidos y abominables, verdaderos responsables de sus actos: «Corrupti sunt et abominabiles facti sunt -. non est qui faciat bonum, non est usque ad unum».
La Iglesia no admite que pueda uno tener idea del bien y del mal sin conocer de algún modo a Dios; que se pueda pecar contra la conciencia sin pecar contra Dios. Por eso rechaza la distinción entre «el pecado filosófico, que pudiera ser grave sin ofender a Dios a quien desconoce, o en quien no piensa, y el pecado teológico, que es una libre transgresión de la ley divina». Tal es el sentido del decreto del Santo Oficio del 24 de agosto de 1690. Por consiguiente, cuantos abusando de su razón normalmente desarrollada pecan, no pueden ignorar a Dios.
No puede la divina Providencia negar a los hombres los medios indispensables para alcanzar su propio fin. ¿Y quién duda que el más indispensable de estos medios es el conocimiento de Dios? Pretender que la mayor parte de los adultos son incapaces de elevarse hasta Dios, su primer principio y último fin, equivale a proclamar el fracaso de la Providencia en orden a sus criaturas.
Los Padres de la Iglesia predican que la idea de Dios se halla al alcance de todo el mundo, racionalmente impresionado y aleccionado por el espectáculo del Universo. «El conocimiento de Dios, dice Tertuliano, es el dote primordial del alma.» «Animae a primordio conscientia Dei dos est». «La divina Providencia, añade Clemente de Alejandría, brilla ante nuestros ojos; basta mirar para descubrir sus efectos». San Crisóstomo no admite en este punto incapacidad radical para los adultos; todos pueden tener este conocimiento, pues el medio es evidente: »Tan a la vista tienen este mundo criado, que el sabio y el ignorante, el escita y el bárbaro y todos los demás, aleccionados por el espectáculo de las cosas visibles, por la belleza y orden del Universo, pueden elevarse hasta Dios».
Por esto dicen los santos doctores que la idea general de un ser supremo, aunque procede del conocimiento de las criaturas, viene a nosotros de un modo tan connatural como lo es a nuestra mente el elevarse de los efectos a las causas.
¿Podrá admitirse el gran castigo del diluvio universal, si los hombres de aquel tiempo eran adultos en la edad y niños en la razón?
La cuestión de los infieles ha sido estudiada en todos sus aspectos por los teólogos. Los apologistas de la Edad media, los del Renacimiento posteriores al gran descubrimiento de Colón, los que en el siglo XVIII y en el nuestro rebaten las objeciones de los deístas y demás filósofos similares, si no todos están conformes en la explicación del axioma: «Facienti quod est in se Deus non denegat gratiam.» «A quien hace cuanto está en su mano, Dios no le niega su gracia», todos concuerdan en la afirmación de que Dios concede a los mismos gentiles los medios y gracias, naturales y sobrenaturales, indispensables para alcanzar su salvación.
Hubo, especialmente al principio del siglo pasado, teólogos que recurrieron a la solución, realmente insostenible, de que los gentiles de buenas costumbres, sin merecer el cielo, pueden evitar el infierno, gozando de cierta bienaventuranza natural más allá del sepulcro; lo que nadie ha dicho es que los paganos sean adultos en la edad y no en la razón.
Bergier y Peller examinan la hipótesis de los salvajes embrutecidos que podrían contarse entre los idiotas y los niños; pero tal hipótesis es muy distinta del suponer que en el seno de la más refinada civilización puedan abundar los paganos mayores en la edad, mínimos en la razón e incapaces de elevar su mente al conocimiento del verdadero Dios.
A la solución de los soberanos Pontífices debemos tenernos. En varias ocasiones examinó Pío IX el problema de los infieles, declarando que: «la ley natural y sus preceptos está grabada por Dios en el corazón de todos los hombres»: «Naturalem legen ejusque praecepta in omnium cordibus a Deo inscriptam». Añade que los mismos paganos, ayudados por la luz y gracia de Dios, pueden alcanzar la vida eterna: «Pos-se, divinas lucís et gratiae operante virtute, aeternum consequi vitam.» También en su célebre alocución consistorial del 9 de diciembre de 1854 había declarado que jamás faltarían los dones de la gracia celeste a cuantos con voluntad anhelan y piden la luz: «Gratiae coelestis dona nequáquam illis defutura sunt, qui hac luce recrean sincero animo velint et postulent».
Queda, pues, bien examinado y establecido por los Papas que, en el plan de la divina Providencia, a todos los hombres, sin excepción, se les llama al orden sobrenatural, y por consiguiente, han de recibir los divinos auxilios necesarios para alcanzar ese fin, que pide, como base, el conocimiento de Dios en el orden natural, y en el sobrenatural las gracias suficientes, sin las cuales nada son ni pueden en tal orden.
Afirmar que la mayor parte de los gentiles son incapaces de conocer al verdadero Dios y su ley, es negar al Padre celestial la voluntad de salvar a innumerables hombres; es restringir la universalidad de la Redención, proclamando el fracaso de la Providencia.
Al admitir nosotros esa admirable Providencia que, con magnífica prodigalidad, atiende a todas las necesidades naturales y sobrenaturales, debemos confesar que no pueden faltar a los hombres los medios indispensables para alcanzar esa verdad primera, la primera Realidad, Vida, Belleza y Amor, la primera y suprema Felicidad.
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