9. FUERZA E INFLUJO DE LA COSTUMBRE

 

La costumbre es siempre algo inexpugnable por la gran fuerza que tiene para arrastrar y atraer al alma hacia sí, dando lugar a una cierta apariencia de bondad, con la que se adquiere una manera de ser y una determinada propensión en virtud de dicho uso Y nada hay tan detestable para la naturaleza como el creer, merced a una costumbre arraigada, que es deseable algo que en realidad no es digno de estima.

Prueba de este aserto es el proceder de la humanidad, en la cual los infinitos pueblos que existen no se mueven todos por los mismos ideales, sino que en cada uno se tiene por bueno y honroso lo que la fuerza de la costumbre ha hecho que se desee y apetezca. Esta diversidad de criterios puede verse no sólo entre diversas naciones, de modo que las unas tienen por reprobable lo que las otras admiran, sino aun dentro de un mismo pueblo y aun dentro de una ciudad y de una familia podemos ver estas diferencias, nacidas de la diversidad de costumbres.

Vemos con frecuencia hermanos gemelos con diversos gustos en su vida, según sus costumbres peculiares. No hay para qué admirarse, ya que los hombres no tienen siempre idéntico criterio acerca de la misma cosa, sino que cada uno la considera a la luz de su modo de proceder. Para no citar ejemplos ajenos a nuestro propósito, recordaré que hemos conocido a muchos que desde sus más tiernos años aparecieron como amadores de la continencia, pero que un día bajaron el primer peldaño hacia una vida carnal, hacia esa participación de los placeres que aparece como legítima y permitida; mas luego, una vez hecha esta experiencia, dirigiendo toda la fuerza de sus apetitos hacia esas bajezas, como dijimos en el ejemplo del canal, y torciendo el rumbo de sus energías de la contemplación celestial hacia el barro de la tierra, dieron ancha salida a sus pasiones, y así dejaron de encauzar sus anhelos hacia lo alto y secaron aquellos sus deseos, confluyendo todo su impulso hacia la concupiscencia.

Por consiguiente, consideramos importantísimo que los menos firmes en este particular se refugien en la virginidad como en fortaleza inexpugnable; que no provoquen contra sí las pasiones siguiendo las máximas de la vida; que por ningún sentimiento de la carne se dejen enredar en esas liviandades que impugnan abiertamente la ley de nuestra razón, con lo que vengan a poner en peligro, no ya la delimitación de un precio o la pérdida de una hacienda o de alguna de esas otras cosas por las que se afanan los mortales, sino aquella esperanza que a todas precede.

Porque quien tiene vuelto su espíritu hacia las cosas de este mundo, quien dirige hacia ellas sus solicitudes, quien pone todo su corazón en agradar a los hombres, no podrá cumplir aquel primero y máximo mandamiento del Señor, por el que nos amonesta que le amemos con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas. Porque  ¿cómo ha de amar a Dios con todo su corazón y con todas sus fuerzas el que orienta su alma, ora hacia Dios, ora hacia el mundo, y arrebatándole, en cierto modo, el amor a El sólo debido, lo agota en quereres mundanos?

El célibe tiene cuidado de las cosas de Dios; pero el casado se cuida de las del mundo. Y si parece trabajosa la lucha contra las pasiones, téngase ánimo y confianza. Pues para ayudar a este respecto no es pequeña la fuerza de la costumbre, la cual aun en los más recalcitrantes, cuando va unida a la perseverancia, llega a producir cierto placer; placer completamente honesto y puro, cuyo goce debe animar a cualquiera dotado de razón a entregarse a las grandezas verdaderas que exceden todo conocimiento, más bien que ocuparse en las humildes con mezquindad de alma.