LA VIRGINIDAD, ATRIBUTO DE LA NATURALEZA DIVINA E INCORPÓREA

Tenemos necesidad de una gran penetración intelectiva para poder comprender la excelencia de esta gracia, puesto que va junto con el concepto del Padre Eterno. Parece paradójico que en el Padre Eterno pueda darse la virginidad; en Él, que ha concebido un Hijo y que lo ha procreado sin pasión. También en Dios unigénito, abanderado de la incorrupción, se descubre el brillo fulgurante de la virginidad: en su generación pura y exenta de concupiscencias. Y es dé nuevo paradójico que el Hijo sea comprendido a través de la virginidad. Y del mismo modo, por fin, se contemplan ambos en la pureza inmaculada y natural del Espíritu Santo.

Al decir, pues, puro, decimos, con otras palabras, virginidad. La virginidad, propia de la naturaleza supra humana, se hace presente a aquellas sublimes potestades por virtud de la falta de concupiscencia que las caracteriza. No falta a ninguno de los seres divinos, ni se encuentra en ninguno de sus contrarios; y cuanto propende a la virtud, tanto por naturaleza como por libre arbitrio, se embellece con la pureza de la incorrupción; y al contrario, cuanto se inclina hacia la parte opuesta de la virtud es y se llama corrompido, por la carencia de pureza que hay en ello.

¿Qué delicadeza y abundancia de lenguaje serán suficientes para hacer el panegírico de tal gracia? Y ¿no es de temer que alguno, por el ardor de mis alabanzas, menoscabe la grandeza de su dignidad, defraudando la opinión que el oyente antes concibiera? Tengo por mejor prescindir de las frases encomiásticas, ya que no es viable por el camino de las alabanzas justipreciar la elevación de este argumento. Así como, por el contrario, es posible guardar en la memoria este divino don y tener siempre en los labios este privilegio propio y especial de la naturaleza incorpórea; privilegio que, por la misericordia de Dios para con los hombres, ha sido otorgado a los que viven en carne y sangre, para que puedan así enderezar de nuevo su naturaleza caída por el desorden de la pasión, alargándole, como una mano salvadora, la gracia de la pureza, para elevarla de nuevo a la contemplación divina.

Creo que, por esto, Jesucristo nuestro Señor, fuente de toda incorrupción, no vino al mundo como fruto de un matrimonio, dando así a entender, por el modo de encarnarse, este gran misterio: que solo la pureza es idónea para señalar la venida y presencia de Dios; la cual virtud no puede alcanzar nadie, por industria alguna, si no se desprende de toda acción carnal.

Esto fué lo que se llevó a cabo en el cuerpo de María, la virgen inmaculada, por la plenitud de la divinidad de Cristo, que en ella refulgía; y esto mismo ocurre en su medida a toda alma virginal. No es que el Señor venga a ella con presencia corporal, pues no conocemos a Cristo según la carne, como dijo el Apóstol, sino que hace una habitación espiritual en su seno y trae consigo al Padre, como se advierte en cierto lugar del Evangelio. Así que, resumiendo, es tal el poder de la virginidad, que, aun permaneciendo en el cielo junto al Padre de los espíritus y gozándose con los seres extraterrenos, se extiende también a la salvación humana. Impulsa a Dios por sí misma a la convivencia con los hombres, hace volar al hombre al deseo de las cosas celestiales, y resulta como una atadura que enlaza en parentesco al hombre con Dios y reduce al unísono dos cosas tan distantes entre sí por naturaleza.

¿Qué fuerza de expresión puede encontrarse capaz de ir a la par con esta maravilla? Pero, como es absurdo parecer semejantes a los seres insensibles, una de dos: o prueba que uno no ha conocido los encomios de la virginidad o que se muestra frío e insensible en su conocimiento.

Hemos decidido decir unas palabras acerca de ella, por sernos preciso obedecer puntualmente a la autoridad del que nos manda. Nadie busque elegancia ni ostentación en la exposición, puesto que, aun habiéndolo deseado, nos hubiera sido imposible tal género de estilo, ya que nunca lo cultivamos. Si dispusiéramos de una tal habilidad retórica, nunca hubiéramos ambicionado alcanzar renombre en estas menudencias. Pues creo que el hombre prudente debe buscar en todas sus obras no tanto lo que excite admiración de su persona y lo encumbre por encima de los otros como el provecho, tanto personal como colectivo.