CARTA PASTORAL: DISCERNIMIENTO DEL VOTO PARA CATÓLICOS
Es nuestro deber y deseo, carísimos hermanos, advertir a todos los católicos, ante la convocatoria de las elecciones generales del próximo 23 de julio en España, con las mismas palabras que el Papa Pío XII se dirigió a los fieles italianos en la vísperas de las elecciones de 1948 en Italia, en la que amenazaba el triunfo de los comunistas, al decirles, como ahora lo quiero hacer a todos los cristianos de España: «La hora decisiva de la conciencia cristiana ha llegado».
El motivo y urgencia de esta carta al advertir el silencio de todos los prelados ante la grave situación de España, al igual que entonces lo era el malestar del Vaticano -por el gobierno de coalición entre la Democracia Cristiana italiana y los socialistas – es el mismo en el presente, por la intención manifiesta de llegar a acuerdos entre las derechas centristas, donde se inscriben los sedicentes democristianos de hoy, los cuales confiesan sin rubor que el “evangelio” actual es la Agenda 2030- el mayor intento de esclavitud conocido en toda la historia-, y ya no lo es, pues, el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. Ambos evangelios son contradictorios, porque se está con Cristo o contra Cristo, «El que no está conmigo, está contra mí» [1].
Ha llegado el momento. Ya no se pueden admitir más colaboraciones, del tipo que fueran, con los partidos anticristianos. Los que persisten en la vía de acuerdos con los enemigos de Dios y de España deben dejar de gozar de nuestro apoyo y simpatía. Porque está escrito que a los que abundan en tibieza les está reservada la mayor pena: « Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.»[2].
Nuestro país sufre un trastorno profundo: no es sólo una guerra contra las virtudes cristianas la que nos llena de tribulación; es una conmoción tremenda la que sacude los mismos cimientos de la vida social y ha puesto en peligro hasta nuestra existencia como nación que fue el instrumento elegido por Nuestro Señor para la mayor evangelización habida desde el Renacimiento.
Parafraseando a nuestros antecesores en el episcopado de los años treinta del pasado siglo: Quizá os parezca impropio de un Documento episcopal la enumeración de los hechos, aún de forma somera. Sin embargo, impera la gravedad del momento: Nuestra nación ha negado a Dios, que debe estar en el fundamento y en la cima de la vida social; y sin Dios, no queda cimiento alguno a la autoridad que debe velar por el bien, no de una casta, ni tampoco de terruño alguno, sino del bien común; gobernanza a la que nada puede sustituir en sus funciones creadoras del orden y mantenedora del derecho ciudadano devastado.
Con la fuerza material monetaria usada para comprar adhesiones y voluntades que, en última instancia, perpetúan la crónica corrupción, y con la soberanía nacional entregada al servicio de los sin Dios, ya ni conciencia existe, manejados, como están las muchedumbres, a través de casi todos los medios de comunicación, por agentes poderosos de orden supranacional, logias e instituciones que no cejan en su empeño de establecer un nuevo orden mundial e imponernos el más servil vasallaje; para lo cual, pretenden devastar los últimos restos del cristianismo derruyendo cruces y símbolos católicos y cualquier reliquia que nos recuerde nuestro origen y esencia. De esta manera, España se desliza aceleradamente hacia la fragmentación, y a la anarquía, padecida antaño en tiempos no tan lejanos republicanos, que es lo contrario del bien común, de la justicia y el orden social; y lo que es peor aún: en nuestra Patria se van apagando aceleradamente las luces de la fe, sin la cual no hay salvación:
La degeneración a la que están llevando a nuestros compatriotas los dirigentes políticos que nos han venido gobernando, de uno y otro signo, a la que hay que añadir, además, la corrupción que tratan de implantar desde la más tierna infancia en las mentes y corazones de nuestros niños mediante una educación perversa, es un pecado de los que claman al cielo. Ningún cristiano debe moralmente permanecer pasivo ante semejantes atropellos. Más ¡ay! de aquellos políticos que colaboran con estas degeneradas imposiciones votando leyes inicuas, o no derogándolas, pudiendo, cuando llegan al poder, e incumpliendo lo prometido, probablemente por cobardía; hacen, pues, de la mentira maquiavélica, una táctica para engañar a los electores. Para ellos fueron las palabras de Nuestro Señor: «Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» [3].
Una conciencia católica recta no puede alegar delante de Dios ignorancia; sería grave pecado entregar un voto a cualquier partido que no esté dispuesto, sin fraude a los electores, a mutar radicalmente esta corrupción de la que son víctimas los más inocentes de nuestra nación. De la misma manera sería, cuanto menos imprudente, confiar en quien lo promete hacer, si mirando al pasado lo prometió alguna vez e incumplió su palabra; tal partido no es confiable; la repetición de la mentira se ha constituido en un mal hábito en él, es decir, en un vicio difícil de curar.
El sempiterno magisterio de la Iglesia no ha cambiado, y jamás lo hará, porque ha sido recibido por tradición apostólica del mismo Hijo de Dios. El aborto es y será siempre un pecado mortal que lleva consigo la excomunión lataæ sententiaæ, es decir, sin necesidad de juicio y sentencia formal de la Iglesia. A quien colabora con él le recae la misma pena. Es inmoral para un católico votar a cualquier partido, sea de izquierdas, de derechas o de centro, que defienda la legalidad de este horrible crimen, que en España ha asesinado en el vientre materno a más de dos millones de seres humanos inocentes desde la legalización de este crimen; grandísimo genocidio por motivos programáticos políticos (como si se hubiera exterminado la población de Barcelona y Murcia a la vez); pretender dejar tal cual están las leyes aborrecibles aprobadas hasta el momento, y justificarlo como un “derecho” de la mujer, que es inexistente y contrario a la voluntad de Dios, e incluso se opone a la ley natural, es una de las mayores inmoralidades conocidas, que ningún cristiano puede apoyar, sino más bien, le corresponde ejercer el repudio a tales programas. Sabiendo, además, que esta agenda del demonio mata a más de setenta y tres millones de niños cada año en todo el mundo en el seno de sus madres.
Un cristiano no puede votar lícitamente a ningún partido que censure el derecho elemental de la presunción de inocencia, que secularmente se ha mantenido desde el Derecho Romano influido por el Cristianismo, hasta la aparición de este viento de violencia y odio denominado “ideología de género”; fanatismo según el cual todos los varones son culpables en cualquier conflicto con el sexo opuesto, mientras se excarcela y rebajan penas a los más agresivos violadores. Tal aberración de la actual legislación trata de sembrar el rencor en el santo matrimonio, donde solo debe haber semejanza al vínculo de amor establecido por Jesucristo y su Iglesia.
Inmoral será entregar nuestro voto a los partidos, ordinariamente al servicio de los clubes y agendas globalistas, que hieren de muerte con su programa a la familia, que es una institución que existe por derecho natural, siendo el más originario y espontáneo de los grupos humanos y que, por lo tanto, tiene primacía de ser y de derecho frente a cualquier otra institución o grupo de hombres.
Pero vayamos más a fondo de las meras palabras propagandistas de las promesas electorales, porque no sólo deben interesarse los partidos políticos para recibir nuestra confianza, «que el matrimonio y la familia estén bien constituidos en lo que toca a los bienes temporales, sino también en aquellos que deben llamarse bienes propios de las almas, es decir, que se dicten y se hagan observar fielmente leyes justas relativas a la fidelidad de la castidad y a la mutua ayuda de los cónyuges, ya que, testigo la historia, el bienestar (…) y la felicidad temporal de los ciudadanos no puede estar segura ni a salvo allí donde se resquebrajan los cimientos sobre (los) que se sustenta, es decir, el recto orden moral, y por corrupción de los ciudadanos está cerrada la fuente en que se origina la sociedad, esto es, el matrimonio y la familia »[4].
Un católico no podrá votar sin pecado a aquel partido, sea de cualquier color, que quiera o mantenga la equiparación entre un matrimonio y una “unión” entre personas del mismo sexo, porque está escrito que el matrimonio es la única comunidad abierta a la fecundidad y por lo tanto llamada a cumplir el mandato de Dios «Creced y multiplicaos»[5] y es solo la unión de un hombre y una mujer, por ello «el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne»[6]. No nos es posible amparar con nuestro voto a partidos de cualquier signo que subvencionan aquellas dispendiosas “liturgias” públicas y obscenas de los grupos de presión que enarbolan banderas coloridas, escandalizando la tierna infancia, y sustentándose en los recursos públicos que esquilman a los compatriotas con altos e injustos impuestos cuasi confiscatorios, mientras millones de familias apenas pueden cubrir sus necesidades básicas. Si votáramos a tales gestores de la cosa pública seriamos cómplices de esta nueva Sodoma y Gomorra, y el Señor nos lo demandará.
Es pecado, también, votar a favor de propuestas que apoyen el suicidio, mal denominado eutanasia, o la destrucción y manipulación del embrión humano, o las políticas de cambio de sexo, habiendo determinado el Creador la existencia entre los seres racionales sólo de dos: varón y hembra; «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» [7] Recordad que se nos ha enseñado que sólo hay varón y hembra, y que la verdad de la ciencia no puede nunca contradecirse con la Revelación divina, por eso lo que las Sagradas Escrituras nos enseña, la misma ciencia lo corrobora, a saber, el sexo de los humanos se determina en biología por los cromosomas X e Y. Una mujer tiene los cromosomas XX, y un hombre XY, así ha creado Dios la naturaleza y nadie la puede cambiar. Es, pues, una perversión contra natura propia de las ideologías, pretender inducir a los compatriotas a actuar contra su propia naturaleza; no es moral apoyar a partidos que pretenden o aplican políticas tan vergonzosas, o no quieren derogarlas si llegan al poder.
No es propio de este Documento, por su índole, examinar otras cuestiones económicas, sanitarias, etc. ; y siendo éstas las situaciones más graves, creemos que son suficientes para discernir la posibilidad de nuestro voto católico. Sin identificar a ningún partido político como la voz de la Iglesia, sí es necesario decir, que entre la variada oferta hay algunas, aunque no tengan muchos votos o carezcan en el presente momento de amplias mayorías para gobernar, que, al menos, estos ítem los respetan según la doctrina de la Iglesia; la buena semilla a su tiempo dará si fruto. Nuestro Señor dijo: «La Verdad os hará libres» [8] ; y la verdad no depende nunca del número de personas que la reconozcan, y mucho menos de los votos de una masa que, habiendo dado la espalda a Dios y despreciando lo espiritual, y sin moral, hacen primar socialmente el interés y la utilidad.
Han sido los legisladores de izquierda y centro derecha, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, de uno y otro color, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso antaño predominante de la Nación.
La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu, fueron un ataque violento y continuado a la conciencia de la unidad nacional insuflando el cáncer del nacionalismo, las divisiones entre los ciudadanos, y la insolidaridad entre los pueblos y gentes de nuestra Patria. Anulando los derechos de Dios y vejada la Iglesia, quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo la vida social, que es la Religión. El pueblo español que, en su mayor parte, mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta, al menos en los que deseaban ser coherentes con su fe católica, los reiterados agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas. Pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta contra un poder político que había faltado a la justicia más fundamental, que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos.
A falta de guía y luz segura en nuestro tiempo de quien debiera serlo, hemos, pues, de fijarnos en el magisterio infalible de los Vicarios de Cristo, que por ser muy abundante, nos será suficiente con recordar aquella condena del Papa Pío XI al comunismo, como una doctrina intrínsecamente perversa; que aunque se disfrace de una complicada sopa de letras, y distintos disfraces sobre los que nos advierte ya el Pontífice, siempre sus principios son los mismos, por cuya causa es inmoral votar a estas organizaciones. Por eso, queridos fieles, dice: «juzgamos, sin embargo, necesario, venerados hermanos, volver a llamar vuestra atención sobre ellos (los comunistas) de modo particular. Al principio, el comunismo se manifestó tal cual era en toda su criminal perversidad; pero pronto advirtió que de esta manera alejaba de sí a los pueblos, y por esto ha cambiado de táctica y procura ahora atraerse las muchedumbres con diversos engaños, ocultando sus verdaderos intentos bajo el rótulo de ideas que son en sí mismas buenas y atrayentes» [9]
Es necesario decir algo oportuno a fin de ilustrar a las conciencias de los cristianos para que sean rectas y verdaderas sobre dos principios igualmente inicuos que impiden el bien común, a saber: el voto al mal menor, y así mismo, el voto útil.
Sobre el primero es necesario conocer que para la moral católica, cuya fuente es la Ley divina positiva, nunca es lícito realizar el mal menor moral. La razón es que el pecado nunca es moralmente lícito. Es absolutamente falso el adagio: entre dos males hay que escoger el menor. Un mal moral no se convierte en bien porque se lo escoja en sustitución de otro mayor, que se ofrecía para una elección alternativa; escoger el mal menor es, por lo tanto, escoger el mal. En cuanto al segundo es necesario saber que no es lícito proponerse como fin el bien útil, sin referirlo a un bien honesto. La razón es sencilla, porque el bien útil no tiene en sí mismo razón de fin, sino de medio para alcanzar un fin honesto. Antes que realizar lo que es pecado, ha de arrostrar el hombre católico la misma muerte, porque así lo reclama su dependencia de la Suma Santidad divina y su respuesta a la vocación de santidad que se le pide.
Guardaos, al fin, de los que vienen a vosotros vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces; parecen conservadores, pero sirven al mundo; son, entre todos los enemigos, los más peligrosos; de la misma manera que entre dos monedas falsas la más parecida a la verdadera es siempre la más peligrosa.
Vayamos cerrando, hermanos, esta ya larga carta rogándonos nos ayudéis a lamentar y reparar la gran catástrofe nacional de España, en la que se han perdido, junto con la justicia y la paz de Cristo, fundamentos del bien común y de aquella vida virtuosa de la ciudad de que nos habla el Angélico, tantos valores de civilización y de vida cristiana.
Por el olvido de la verdad y de la virtud, en el orden político, económico y social, nos ha acarreado esta desgracia colectiva. Hemos sido mal gobernados, porque, como dice Santo Tomás, Dios hace reinar al hombre hipócrita por causa de los pecados del pueblo.
Ante las gravísimas corrupciones de las agendas que quieren imponer en nuestra Nación los partidos que han venido rigiendo nuestros destinos durante más de cuatro décadas, no podemos inhibirnos, absteniéndonos de votar, excepto por causa grave, sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo y sin incurrir en el tremendo apelativo de «canes muti», con que el Profeta censura a quienes, debiendo hablar, callan ante la injusticia, pues según la ley de conteo de votos en nuestra Patria, matemáticamente la abstención favorece al partido más votado, que bien pudieran ser los que con más presura pretenden alcanzar los fines inconfesables e inmorales.
Llamamos, pues, a aquellos cristianos con conciencia recta a votar en masa los programas que defienden la doctrina de la Iglesia, y su libertad para cumplir su fin: la salvación de las almas, y la unidad indivisible de nuestra Patria, en el presente en peligro. Salgan del claustro ese día las monjas y monjes, acudan a las urnas los sacerdotes, todos los miembros de las asociaciones católicas y familias cristianas; vayamos todos a los colegios a introducir nuestra papeleta con el convencimiento de que servimos a Nuestro Señor Jesucristo cumpliendo con el deber patrio, luchando encarnizadamente contra el maligno que domina los espíritus de los que implantan esas políticas contra Dios mismo y sus mandamientos.
La Patria implica una paternidad; es el ambiente moral, como de una familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo total; y el movimiento nacional ha determinado una corriente de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de la sustancia histórica de España, con aversión de los elementos forasteros que nos acarrearon la ruina introduciendo costumbres y creencias que siempre combatimos. Y como el amor patrio, cuando se ha sobrenaturalizado por el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca las cumbres de la caridad cristiana, hemos visto una explosión de verdadera caridad que ha tenido su expresión máxima en la sangre de millares de españoles que la han derramado al grito de «¡Viva Cristo Rey!».»¡Viva España!».
Qué mejor selección de palabras que las que pronunció el que fue guía de la Iglesia en unos tiempos terribles, para hacerlas nuestras ante esta definitiva disyuntiva de España:« ¡Son tan grandes las necesidades, tan numerosos y graves los problemas, tan cargados de odio satánico los enemigos! “El mundo camina, sin saberlo, por los derroteros que llevan al abismo almas y cuerpos, buenos y malos, civilizaciones y pueblos…” ¿Podemos permanecer inmóviles y con los brazos cruzados? Es preciso enfrentarse con la corriente destructora, dominarla, transformarla. Pero la tarea es inmensa. Es necesario “reconstruir al mundo desde sus cimientos”.
El presente “impone al apostolado exigencias gigantescas”. Todos deseamos el triunfo del bien. Pero “¿qué vale desear sin un fuerte querer? ¿Y para qué sirve un fuerte querer sin un franco emprender? No discutamos más de principios, de metas y objetivos –decía el Padre Santo–. Son ya conocidos y esperan una sola cosa: su realización concreta”.
No hay tiempo que perder. El momento de la reflexión y de los proyectos ha pasado. Es el momento de la acción”. “¿Os lamentáis por las terribles calamidades de los tiempos? No lamentos sino acción es el precepto de la hora presente”. “Se trata de emplear a fondo todas las posibilidades, de poner en tensión todas las energías hasta el último esfuerzo”. “De luchar y luchar sin descanso” [10].
Si otros trabajan con tanto ardor para el mal “cuanto mayor deberá ser el celo por la causa de Dios, de Cristo y de la Iglesia. Nuestra causa es la más bella, la más noble, la más grande. “¡No os dejéis vencer por nadie –decía– en actividad, en fervor, en celo!” “No os deis reposo –decía en el radiomensaje al VIII Congreso Eucarístico Nacional de Chile– hasta ver que el pensamiento y la práctica cristianas penetran en los más recónditos rincones de vuestra vida pública y privada, individual y social»
¡Viva Cristo Rey!
+ José Vicente Ramón González C.
Obispo, que manifiesta que la sagrada Sede de S. Pedro está usurpada por un hereje.
[1] Mt. 12, 30
[2] Ap. 3, 16
[3] Mt. 18, 6.
[4] Pío XI. Casti Connubi, 129
[5] Gn. 1,28.
[6] Mt. 19, 5-6.
[7] Gn.1,27.
[8] Jn. 8, 38
[9] Encíclica Divini Redemptoris del Papa Pío XI, &58)
[10] Radiomensaje a la Juventud femenina de la acción católica española de Pío XII.
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