Sacrificium Nº 7. Marzo.  AÑO 2021                      

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Muchos fenómenos insólitos están sacudiendo los fundamentos de nuestra cultura occidental; una rauda revolución está tratando de poner el hacha en la misma raíz del cristianismo que si, en efecto, casi había sido arrancado definitivamente de las naciones que antaño representaban la Cristiandad,  en el presente sufren un ataque definitivo de aquellas fuerzas que dominan el panorama político y económico mundial, al servicio del “león rugiente que anda buscando a quien devorar”.

         El presente número de Sacrificium narra los hechos históricos de un proceso secular que nos ha traído hasta esta guerra sin cuartel, declarada por los enemigos de Jesucristo a las almas que, en medio de las dificultades, y aún de las flaquezas propias, pretender guardar la Fe y conducir sus vidas según los principios morales mandados por Dios.

         Al recorrer las distintas revoluciones que se narran, el lector podrá con facilidad descubrir el hilo conductor de todas ellas a través de los siglos  y, ¡Qué duda cabe!, le dará una mejor perspectiva para luchar mejor contra las fuerzas del maligno.

         Desde la bofetada de Agnani, nada más comenzar el siglo XIV, hasta la propuesta transhumanista del presente, se irá describiendo en este número, y en el siguiente de nuestra revista todo el proceso.

Bienaventurada Pascua de Resurrección

                                                                                                                                                                                  

¿LA Vª Y ÚLTIMA REVOLUCIÓN?

A través de los hitos revolucionarios históricos -el proceso de rebeldía del hombre contra Dios- que vamos sucintamente a describir, el lector puede con facilidad comprender que, si le quita las reseñas históricas, es, en síntesis, el mismo itinerario que el alma recorre hasta llegar a apostatar de Dios; las mismas formas de pensamiento históricas se dan en el alma que cae en la infidelidad, solo que en un proceso más breve, ordinariamente en unos pocos meses o años, excepcionalmente en toda una vida. Conviene, pues, que el lector haga un examen de su espíritu para saber en qué parte del proceso se encuentra para implorar los remedios de la gracia y hacer todo cuanto esté en su mano para salir de él; porque, iniciado el declive, unos estados espirituales siguen a otros con cierta “naturalidad” hasta que se constituye carne de cañón, parte de la massa damnata, de la cual resulta muy difícil salir, porque se requiere a tal fin un caudal de gracias sobreabundantes de parte de Dios, que no tiene obligación de concedernos.

Esta serie se presentará en cinco artículos y en el último de ellos presentaremos todo el opúsculo en un pdf para que, quien desee leerlo de seguido, lo pueda descargar.

 El índice de los artículos será el siguiente:

Iª Revolución: El poder de la Iglesia no, el del Estado sí.

IIª Revolución: La Iglesia no, Cristo sí.

IIIª Revolución: Cristo no, Dios sí.

IVª Revolución: Dios no, el hombre sí.

Vª Revolución: El hombre no, Satanás sí.

 

Iª Revolución

El poder de la Iglesia no, el del Estado sí.

La bofetada de Anagni

Tómese cualquier fecha por el lector con el objeto de separar un periodo de otro, aunque propongamos de nuestra parte la fecha de este hecho: 1303. Lo cierto es que el atentado de Agnani, por el que el Consejero del Rey francés Felipe IV, Nogaret, abofeteó al Papa Bonifacio VIII el día de la Natividad de la Virgen María, fue un hecho inaudito que demostró cuánto había crecido la arrogancia del Estado nacional, y cómo empezaba a decrecer el prestigio del Papado. El Rey francés Felipe IV, el hermoso, fue un hombre sin escrúpulos, frío, calculador, déspota y, en el fondo, falto de piedad y hasta irreligioso, interesado por una sola cosa: el poder nacional.

La forma con la que procedió Felipe IV consistió en rodearse de expertos “legalistas” entusiastas del ideal cesaropapista para quienes el poder estatal estaba por encima de todo. Estos expertos entraron en la historia de la Iglesia con métodos que, aunque no nuevos, se repetirán sin cesar: falsificación de cartas y bulas, libelos populares y calumnias. Se constituyeron en verdaderos agentes de la revolución de las naciones contra el Papado. Amparándose en la exigencia de la pobreza apostólica, según ellos la Jerarquía de la Iglesia debía ser puramente espiritual, puesto que la donación de Constantino mil años atrás había corrompido su esencia.

Hemos dicho que, entre otras malvadas artes, Felipe IV usó de la falsificación. He aquí un ejemplo: Bonifacio VIII en medio de la lucha contra las pretensiones del Rey le invitó a presentarse en un concilio en Roma mediante la Bula Ausculta fili de 1301. La auténtica Bula fue quemada por orden del Rey, falsificando la Bula papal, y además, entre otras cosas fue el autor de un libelo con una grosera expresión dirigida al Papa “Sciat máxima tua fatuitas”, que quiere decir “sepa tu suprema necedad”. Y eso, dos siglos antes de Lutero. En cuanto a las calumnias, el más conocido ejemplo son las levantadas contra el Papa Juan XXII al que llegaron a acusar falsamente de herejía.

La respuesta de la Iglesia a través del Vicario de Cristo fue la Bula Unam Sanctam, cuya formulación expone la doctrina católica clásica: Dios ha dado a la Iglesia dos espadas, una espiritual que lleva ella misma, y otra terrena que entrega al poder estatal, el cual sólo puede usarla al servicio y por orden de la Jerarquía, siendo la Iglesia católica el único Arca de Salvación. El Papa podía y debía solamente rationi peccati, o según la formulación de Santo Tomás de Aquino, por el cuidado de las almas, intervenir como juez en los asuntos políticos, temporales.

Las consecuencias, que aún hoy las sufrimos muy agravadas, serían: La mayor independencia de los estados frente a la tutela de la Iglesia, desligados de la autoridad eclesiástica,  debilitación de la conciencia de la Iglesia entre los pueblos, la ponderación de la Iglesia territorial frente a Roma -que más tarde parirá el pestilente galicanismo-. La evolución discurrió en general dentro de los límites del Dogma de la Iglesia gracias a la reacción católica, principalmente de Bonifacio VIII que, aunque se le considere en la historia civil derrotado frente al irreligioso e impío Felipe IV, puso los principios para que, al menos, la revolución no pudiera darse de forma acelerada.

Desde entonces, comenzó el declive de una época en la que la influencia de la sabiduría católica y sus virtudes divinas penetraban las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, todas las categorías y todas las relaciones de la sociedad civil. Nacía, en cambio,  el estado Leviatán (el descomunal poder del Estado), el cual sólo iba a ser superado por otro monstruo aún peor, durante la Vª Revolución, en cuyos albores pensamos estar, según nuestra modesta y falible opinión.

 

IIª Revolución

La Iglesia no, Cristo sí.

 Proponemos como fecha orientativa 1517, en la que Lutero clava las noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittenberg, aunque tal vez otros prefieran 1519, año en el que niega el poder de las llaves al sucesor de San Pedro. Sea la fecha que se escoja, lo cierto es que el terreno ya estaba abonado para el triunfo de Lutero por el apoyo de los reyes y príncipes cristianos que desde hacía ya doscientos años habían logrado una mayor independencia de sus estados frente al Papado y, en muchos casos, apenas podría decirse que usaban su espada por orden y al servicio de la Iglesia.

Las iglesias regionales y nacionales fueron desde entonces y hasta el siglo XIX uno de los mayores rivales del Papado. Los papas reinantes se vieron sucesivamente obligados a defender su esencia consistente en la mayor concentración posible de pueblos en torno a Roma. Esas iglesias nacionales tuvieron una responsabilidad decisiva en el triunfo de la reforma protestante porque:

  • Constituyeron una tendencia regresiva en la Historia de la Iglesia, en oposición a la labor de centralización que el Papado había venido haciendo durante la Edad Media. Ocasionaron el surgimiento del particularismo, robustecieron el poder secular y favorecieron la independencia de los estados frente al Papa.
  • Cada vez con más frecuencia los estados intervinieron en asuntos puramente eclesiásticos y, aunque en un principio pudo significar como una tendencia a lograr un estatuto de independencia, se conformó más tarde con un carácter anti romano.
  • En Francia el desarrollo se encuentra ligado a la doctrina conciliarista que estuvo, más tarde, al servicio del galicanismo. En Inglaterra dominó el concepto de iglesia nacional, muy parecido al galicanismo francés, al que tomó como modelo. En Alemania, debido a la pluralidad de principados independientes, fueron las iglesias territoriales las que determinaron los acontecimientos. En general, el consejo municipal de las ciudades intentaron constituirse en dueños de todos los asuntos eclesiásticos.
  • Un caso aparte fue el de España: obligada a su lucha contra los musulmanes, hizo que surgiera un frente común político-eclesiástico que configuró profundamente la conciencia nacional hasta su destrucción en 1978.

Con la reforma de Lutero, por primera vez, la unidad de la fe de la cristiandad quedó destruida. Según la concepción del heresiarca, en la jerarquía católica y en el pontificado, el hombre se ha colocado en el lugar de Dios. Para Lutero todo lo institucional en la Iglesia es diabólico y él mismo proclamará con odio e injurias que la institución del Papado es obra del demonio. Un primer paso se dio en la disputa de Leipzig de 1519, cuando Lutero se vio obligado por Eck, que veía con claridad a dónde llevaban las conclusiones del doctor inicuo, a sacar las últimas consecuencias de sus afirmaciones, a saber: que el Pontificado supremo no viene de Dios y que tanto éste como los concilios pueden equivocarse y que, de hecho, se han equivocado. Esta doctrina malsana es repetida hasta la saciedad hoy por el lefebvrismo, que toma sus falaces argumentos del mismo Lutero. La Iglesia para Lutero  es, sobre todo, algo interior e invisible. Como para Lutero Dios obra todo y la voluntad es nada, y como las obras no se necesitan para la salvación, no se requiere ni sacerdocio especial, ni conventos ni votos; la consecuencia última de tal concepción es que no puede haber sacramentos. Lutero no la sacó, pero sí sus seguidores.

Con la Reforma protestante se había llegado a un momento crucial, como cristalización de corrientes heréticas de los siglos precedentes: La escrupulosidad constatable de Lutero -conciencia delicada y fluctuante- no fue casualidad, sino que revela más bien, y de una forma impresionante, que su actitud subjetivista, tan común hoy entre las diversas sectas tradicionalistas y en la iglesia del conciliábulo (1962-1965) fue simple expresión de su personal disposición interior, para la cual, en último término, no tenía valor más que el propio juicio.

Con la cultura humanista de la época del heresiarca surgió el antropocentrismo: la doctrina que sitúa al ser humano como medida y centro de todas las cosas: Así, la naturaleza humana, su condición y su bienestar serían los únicos principios de juicio. El goce epicúreo de la vida, el amor y la belleza serán su ideal de felicidad. Se va cambiando el polo de la fe en Dios a la fe en el hombre contemporáneo. Pero, al fin y al cabo, nace un hombre que considera legítimos los valores paganos, es decir,  el deseo de fama, gloria, prestigio y poder (El príncipe de Maquiavelo); y la idea de que merece la pena pelear por la fama y la gloria en este mundo. La fe se desplaza de Dios al hombre. Un hombre nuevo que anhela el éxito económico como señal de que Dios ha bendecido en la tierra a quien trabaja (Calvinismo), que será el fundamento del naciente capitalismo. Un ideal de hombre que declara la separación entre moral y política; entre la autoridad eterna y la temporal.

A pesar del pesimismo de Lutero, el hombre genera una visión optimista de sí mismo, guiado por una exageración del subjetivismo y el individualismo, cuyas características nutrirán la devotio moderna, que algunos historiadores la describen como falta de espíritu apostólico y piedad individualista, razón principal de su declive; y que, junto al erasmismo, penetrarán en la Iglesia Católica con una tendencia anti especulativa.

En fin, nace un espíritu de época que desplaza la fe en la Iglesia como maestra infalible de la Verdad divina, hacia un subjetivismo e individualismo para el cual el centro es la fe en el hombre. Mas ese hombre individual que rechaza la protección de la jerarquía del Cuerpo místico de Cristo se irá entregando poco a poco al poder, incluso despótico, de los príncipes seculares; príncipes, al fin, adversarios de las doctrinas dominantes católicas y escolásticas de la época con respecto a la política y la moral. El hombre, al rechazar a la Iglesia como protectora, rectora y guía de su vida, se quedará solo frente a reyes y príncipes; reyes y príncipes que, para conseguir su gloria y supervivencia, pueden justificar el uso de medios inmorales para lograr esos fines: sea el engrandecimiento del país o la patria de uno, pero también el uso de la patria al servicio del auto engrandecimiento del político o del estadista o del partido.

Una idea falsa de Cristo -por subjetiva sin sujeción al Magisterio de la Iglesia- no podría ya frenar la inminente desgracia en que sucumbiría el alma humana en el devenir. Cada alma podía concebir un rostro distinto de Cristo.

Así se cristalizó una nueva mala: Cristo sí, la Iglesia no; la Revelación sí, maestros no. No tardarían los hombres en rechazar -habiendo empezado a remover el Katéjon profetizado por san Pablo- también a Cristo; pero esta historia es el objeto de un nuevo artículo de esta serie.

IIIª REVOLUCIÓN

Cristo no, Dios sí

Nos decidimos por la fecha de 24 de junio de 1717 como momento fundacional de esta etapa, pudiendo elegir el lector cualquier otro año. En ese día se reunieron en Londres distintos representantes de logias para fundar la Gran Logia de Inglaterra.

La exaltación de la razón y de la ciencia termina en la “religión” de la Revolución francesa. Esta doctrina de la Ilustración va transformando poco a poco entre los fieles el contenido de la esperanza genuinamente cristiana, reduciéndola a una fe anticristiana en el progreso, secularizada y mundana. La pasmosa ingenuidad de los presupuestos de la Ilustración, según la cual el hombre con las fuerzas naturales de la razón y su ciencia es capaz de eliminar del mundo la injusticia, el sufrimiento y hasta la misma muerte en el futuro, en la medida del avance del conocimiento y el dominio de las leyes naturales, quedó reducida al absurdo como consecuencia de multitud de pestes, guerras, hambruna y, al fin, dos guerras mundiales.

La Ilustración es una consecuencia lógica del individualismo tanto del filosófico, que se aleja definitivamente de Santo Tomás, como del religioso protestante, y se puede calificar de anti sobrenatural. Podemos encontrar sus raíces en el protestantismo que, habiendo roto la unidad en el corazón mismo de Europa mediante grandes denominaciones o congregaciones que se esforzaban por vivir el patrimonio cristiano central, se convirtió -pese a sus más íntimas aspiraciones- en una de las causas, la más honda tal vez, de la futura incredulidad. El mero hecho de la existencia de múltiples confesiones era suficiente motivo para caer en la tentación de la duda. ¿Cuál de ellas es la verdadera? Esta situación llegó a ser de tal gravedad que muchos pensaron que para salvar el cristianismo había que hacer la distinción, como habían hecho los ortodoxos cismáticos, entre articuli fidei fundamentales y no fundamentales; así, la predicación protestante había introducido ideas relativistas ya en el siglo XVI.

Una segunda causa fue el pietismo, que subrayaba el sentimiento religioso y la acción moral, restando importancia a las cuestiones dogmáticas.

La tercera causa fue el humanismo, que postulaba un intento de  postular un patrimonio común a todas las religiones, concluyendo que una nueva religión con dos postulados: a) Toda religión verdadera tiene por sujeto a Dios, la virtud y el más allá; b) en el fondo, todas las religiones son idénticas. Estos intentos se encuentran ya en Pico della Mirandola, Nicolás de Susa, Erasmo y en el luteranismo melanchtoniano con sus tendencias, de una parte moralizante y de otra racionalista; y en el espiritualismo de Zuinglio; y en los arminianos anti calvinistas, de tendencia racionalista.

De estos y otros antecedentes nace una filosofía moderna caracterizada por la ruptura de la armonía entre fe y ciencia. El primer filósofo vinculado a la ciencia experimental, Descartes, hace una grandiosa manifestación de la soberanía del individuo y de la duda metódica. Para este filósofo, Dios constituye una certeza segura e inmediata, pero no la certeza primera, de manera que no puede establecerse una prueba de su existencia -en contra de las cinco vías de Santo Tomás-, lo que constituye una seria amenaza para la seguridad de la propia fe. No obstante, es en Inglaterra donde nace esta filosofía moderna, según la cual todas las religiones se reducen a un contenido natural, rechazan la Revelación y, sobre todo, la significación salvífica de la obra redentora de Cristo: deísmo. Entre estos filósofos citamos a Herberto de Hebury (+1648), Tomás Hobbes, que prepara el camino de la crítica de la Revelación y los dogmas, afirmando que la Religión es una creación del Estado; John Locke, que aún presenta un intento de unir el racionalismo con un sobrenaturalismo moderado; Jhon Tolland, que elimina el misterio y todo lo sobrenatural en Religión; Jhon Anthony Collins, deísta, que denominó a esta filosofía librepensamiento.

El concepto de “Dios” siguió manteniéndose, pero extraído por la razón, y no de la Revelación. La libertad de conciencia y de prensa, proclamada en la Inglaterra protestante en 1689, contribuyeron a la divulgación del relativismo que concibe cualquier opinión igualmente válida.

Este deísmo consiguió ejercer un considerable influjo a través de la masonería y de su fecundación en la cultura francesa. La masonería moderna, cuyo fin es esencialmente contrario al de la Iglesia, apareció primeramente en los estados que habían abrazado la reforma protestante, en concreto, en Londres en 1717; su intento más inmediato era crear una religión natural supra confesional en la que pudieran encontrarse todos los hombres eminentes; el enemigo principal a aniquilar era, pues, la Iglesia Católica y las monarquías de aquellas naciones en las que ambas espadas colaboraban. De ahí que los masones que llegan al grado de Caballero Kadosch han de romper los bustos que representan al Papa y a los reyes, así como pisar un crucifijo, entre otros símbolos. 

La masonería adoptó desde su fundación el deísmo junto con una actitud sumamente agresiva contra todo lo eclesiástico, en especial contra todo tipo de poder de la Iglesia y el culto, siendo, según el deísmo de estos grupos supranacionales y secretos, sus sacramentos ritos supersticiosos sin valor y meros instrumentos para acceder y ejercer la autoridad sobre sus súbditos. La primera condena contra la masonería se inicia con Clemente XII, en 1738, a la cual han sucedido más de un centenar de los sucesivos Papas. Aunque nacida en Inglaterra, donde consiguió grandes éxitos fue en Francia a partir de 1730, desde donde a través de la cultura, tanto en las ciencias como en las costumbres, se extiende con rapidez diabólica a toda Europa. Fruto de su acción, en el siguiente siglo, fue la independencia de las naciones católicas de la Madre Patria, España, que quedaron políticamente sujetas a los intereses de la francmasonería.

Esta cultura francesa, de la que hablamos, se había secularizado absolutamente; su esencia no era ni la Iglesia, ni la fe, sino el Estado absolutista. La actitud de los jefes de Estado era de una señalada indiferencia religiosa. Habría, pues, como característica fundamental de esta Francia absolutista y de casi todos los estados, un contraste patente: una separación entre la confesión oficial religiosa, la católica, con la falta de fe entre los políticos con una vida moralmente depravada, que, a su vez, llevaban una vida de desenfreno a costa de los más humildes. En este ambiente de ruptura entre la fe oficialmente profesada y la vida real que discurría al margen de la Religión, surgió el jansenismo, que preparó el terreno para la duda, convirtió el dogma en objeto de irrisión y preparó la siguiente revolución.

Con este terreno tan bien abonado para Satanás, las ideas del deísmo ganaron en radicalidad y agresividad. Entre los personajes más influyentes en la difusión  de estas diabólicas ideas podemos citar a Voltaire, poseído de un ansia inagotable de gloria personal, pecado común a los humanistas en general. Voltaire no era sólo enemigo de la Iglesia, sino que la odiaba; para Voltaire, Jesús fue un paranoico y la Biblia no es una Escritura revelada. Otro personaje deísta, Denis Diderot, junto con Jean-Lerond d´Alembert fundaron la Enciclopedia, instrumento que había de ser determinante en muchas generaciones posteriores para generalizar la hostilidad hacia la Iglesia y el Dogma, preparando la apertura al ateísmo -hasta entonces prácticamente inexistente- propiciado ya directamente por Julien Offray de Lammetrie. Ateísmo que derivará en un craso materialismo; por lo cual, cabe señalar que el ateísmo es un fenómeno de la era moderna.

Sin poder detenernos en el deísmo en otras naciones, sí es necesario describir, al menos, el influjo que a través de la filosofía tuvo el alemán Immanuel Kant, ya que es decisiva su influencia negativa para la Iglesia y para la Revelación a través de su crítica de la teoría del conocimiento, favorable al agnosticismo. Al ser un racionalista, la Religión cristiana revelada no tiene cabida en su sistema ético; no pasa, pues, el suyo, de ser un moralismo fundado en una “fe religiosa pura” al margen de la Iglesia visible, que según él está plagada de elementos históricos; Kant desarrollará el principio de autosuficiencia con su razón pura, emancipada de las realidades exteriores; por desgracia, ha influido durante más de un siglo en la cultura europea, dejando al individuo sin la base de sustentación para pensar; el realismo moderado tomista había sido removido con Kant.

La ideología de la Ilustración está esencialmente formada, pues, por el relativismo, el indiferentismo y el escepticismo. En el sustrato de tal ideología está la idea de tolerancia, según la cual la verdad y el error son la misma cosa, y el hecho de que el hombre es incapaz de conocer la realidad del ser. El deísmo que lo caracteriza es una corriente de pensamiento que admite, mediante el raciocinio y la experiencia, la existencia de Dios como creador del mundo natural, pero despreocupado de su obra.

Tal doctrina, sin embargo, no acepta otros elementos característicos de la Religión en su relación con la Divinidad, como la existencia de la Revelación o la práctica del culto.

En resumen del presente capítulo, diremos que al iniciarse el gran proceso de descomposición que lleva desde la Edad Media cristiano-eclesiástica a la Edad Moderna, nos encontramos con un principio básico: el Estado autónomo (Federico II, Felipe IV, etc.). Autonomía quiere decir en esta corriente de desintegración, en primer término, independencia de la Iglesia; el siglo de la Ilustración fue, sin embargo, quien le dio la forma radical; a partir de ahí el Estado es el compendio y representación de toda razón y derecho; hemos llegado a la cima de todos los ataques contra las pretensiones de soberanía de la Iglesia. Este Estado omnipotente dominará el desarrollo de todas las concepciones hasta hoy, tanto en las “democracias” liberales como en los estados totalitarios comunistas. Debido a ello, el trabajo fundamental en la Iglesia consiste, desde entonces, en conquistar las antiguas aspiraciones a la libertad; es decir, en luchar con este Estado omnipotente para reconquistar la libertad necesaria para realizar su propio fin: la salvación de las almas; tarea que requiere de enormes esfuerzos, toda vez que ni los Estados, ni la cultura -antes impregnada de cristianismo- aceptan la Revelación objetiva por la cual Dios se ha revelado en su Unigénito Hijo, Jesucristo. El grito de las gargantas de estos siglos es: Dios sí, Cristo no. Huelga decir, a tenor de lo expuesto, que ese dios ya no es el Dios de la Revelación; no es ya el Padre, sino un Arquitecto ajeno a la obra que creó, y es el mismo en las diversas religiones, del cual, en el fondo, nada sabemos de Él ni importa conocerlo, ya que el error y la verdad son lo mismo. Todo está dispuesto para que el hombre quede abandonado a sus propias fuerzas, cual nuevo Sísifo, ocupando el hombre el lugar de Dios; mas esa etapa se verá con mayor claridad en la siguiente revolución, en la que los hombres se alzarán subversivos contra su Creador, para gritar grotescamente: Dios no, el hombre sí, mientras que se postrará, a la par, a adorar a una ramera, que será el símbolo de la razón. En esa próxima revolución las criaturas, dizque racionales, concentrarán sus esfuerzos en retirar el Katejón -palabra usada por San Pablo en la IIª Tesalonicenses: «obstáculo, el que obstaculiza»-, objetivo que conseguirán al final de esa era, al menos temporalmente, ciento setenta años después de la toma de la Bastilla, cuando el poder acumulado de los grupos supra nacionales será tan desorbitado que adquirirá capacidad para nominar a los representantes de las dos espadas, al servicio de sus fines, tanto de la multitud de estados como en la “Iglesia”.

IVª REVOLUCIÓN

Dios no, el hombre sí

“Ciudadanos -dijo el presidente de la Convención-, hemos incluido entre los derechos naturales del hombre la libertad de cultos, y bajo esta garantía que os debíamos, acabáis de elevaros a la altura en que os esperaba la filosofía. No lo disimuléis, los juguetes sacerdotales insultaban al Ser Supremo, que no quiere otro culto que el de la razón. ¡En lo sucesivo, la religión nacional será ésta!

A la vez que la turba impura se diseminaba tumultuosamente por el recinto, invadiendo los bancos de los diputados, presididos entonces por Lequinio (un predicador ateo, teórico de una utopía revolucionaria y de las masacres planificadas), Chaumette (más extremista que los propios jacobinos, defensor del ateísmo, representante de los sans-culottes y partidario del terror indiscriminado) avanzó hacia el Presidente, levantó el velo que encubría a la ramera y la expuso a las miradas de la Asamblea, exclamando:

-Mortales, no reconozcáis otra divinidad que la Razón, cuya más pura y bella imagen vengo a ofreceros.

Y dicho esto, se inclinó e hizo ademán de adorar a la prostituta, imitándolo el presidente Lequinio, la Convención y el pueblo. Se decretó honrar a la Razón con una fiesta en la catedral de París, y el decreto fue saludado con cantos y danzas, en los que tomaron parte algunos miembros de la Convención, tales como Armonville, Drouet y Lecarpentier”. (Alfonso de Lamartine, Historia de la Revolución francesa, tomo II, pp. 610-612, Editorial Ramón Sopena, Barcelona, 1979).

Dicho esto, el presidente abrazó al obispo de París (un obispo cismático juramentado). Los clérigos que acompañaban a éste, cubiertos con el gorro encarnado, símbolo de emancipación, salieron en triunfo del salón y se dispersaron al rumor de las aclamaciones del vulgo en las Tullerías. Esta abdicación del catolicismo exterior por los clérigos de la nación es uno de los actos más característicos del espíritu de la Revolución francesa.

Era el 10 de noviembre de 1793, cuya fecha tomamos como inicio de una nueva Revolución, o más bien una nueva etapa de la misma, en la que el hombre osaba ponerse en lugar de Dios, eligiendo como símbolo de la divinidad a una meretriz.

La Revolución francesa es el resultado de todas las ideas “ilustradas”, tal como se habían divulgado por Voltaire, Diderot y Rousseau. A partir de 1792 el radicalismo revolucionario sobrepasó toda medida, hasta llegar a suprimir el calendario gregoriano; esta eliminación representaba el intento, nacido de un odio infernal y tenaz, de borrar la historia del cristianismo.

La Constitución Civil supuso el reconocimiento de la igualdad de todas las religiones, pero trató de erradicar el catolicismo; a los obispos y sacerdotes se les consideró como meros funcionarios del Estado; no sólo debían ser elegidos, como los diputados, sino que todos los ciudadanos, judíos o protestantes, satanistas y ateos, tenían derecho a participar en dichas elecciones. El 23 de noviembre de 1793 un edicto ordenó el cierre y despojo de todas las iglesias de Francia.

La característica básica de la Revolución francesa fue la creación de una democracia secularizada e individualista. El derecho “natural” estoico-ilustrado se convirtió en el ideal de la rebelión del hombre contra Dios. Las tendencias anticristianas habían llegado hasta sus últimas consecuencias. El hombre era la única medida y el único señor de todas las cosas: Los derechos de Dios fueron despreciados y derogados.

También a Alemania, donde habían penetrado las ideas de la Ilustración, llegó el espíritu revolucionario. Por el Acuerdo Orgánico de la Diputación del Imperio, en 1803, las posesiones eclesiásticas debían pasar al dominio del Estado. La secularización constituyó un peligro inmediato para la Religión y la Iglesia, y se hizo casi imposible la formación del clero, porque la mayoría de los semanarios fueron cerrados.  Los estados protestantes y hasta la católica Baviera prefirieron ejercer una tutela policíaco-estatal. Los altos cargos del Estado fueron reservados de modo especial a los protestantes, incluso en las comarcas católicas.

En Prusia la secularización le supone enormes ganancias territoriales a Guillermo III. La vida intelectual se descompone en filosofía y teología con Sheleimacher -el cristianismo es un sentimiento de Dios, luego no hay Revelación ni se puede conocer la existencia de Dios por la razón-, con Hegel -Dios ha muerto, grita el infame, su dialéctica tendrá una influencia decisiva en el materialismo del judío Karl Marx-, con Schopenhauer -con una filosofía atea-, etc.

En España las idas revolucionarias conducen a la destitución de la Reina en 1868 y a la herética libertad religiosa de las falsas religiones.

En 1948 se publica en Londres el Manifiesto Comunista, encargado por la Liga de los Comunistas a Karl Marx y Friedrich Engels, uno de los tratados políticos más influyentes en los últimos dos siglos.

En Italia el Papa Pío IX se ve obligado a huir de Roma en 1848, por la actividad insurgente de los liberales. Años más tarde, tras la retirada de las tropas protectoras, los italianos conquistan Roma en 1870.

En 1864 tiene lugar en Londres la Primera Internacional. En 1898 se reune el primer congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Entre tanto, Lenin, desterrado en Siberia, elabora los fundamentos teóricos del comunismo, basándose en el materialismo histórico y dialéctico y, por tanto, en el ateísmo enseñado por Karl Marx y Engels.

En Suecia, la influencia de escritores como Ibsen y Strrinberg inciden de manera decisiva en una evolución cultural favorable al socialismo.

En Suiza la izquierda crece y pone en peligro las relaciones con la Iglesia. Inglaterra se convierte en la primera potencia mundial en el transcurso del siglo XIX hasta la Iª Guerra Mundial, surgiendo además de las sectas metodistas, baptistas y cuáqueros, los irvingianos -“proféticos y apocalípticos”-, los hermanos de Plymouth -contrarios a toda clase de iglesia- y el Ejército de Salvación -lucha contra el vicio-; la continua subdivisión de las sectas surgidas de la Reforma protestante es el fruto maduro de sus falaces principios.

En Estados Unidos de América del Norte merece mención la desviación doctrinal conocida como “americanismo”, condenada por la Iglesia Católica.

Los principios de la Revolución francesa se extendieron cual incendio entre casi todas las naciones.

En resumen, mientras que los temas dominantes durante el siglo XVIII fueron “Dios”, “virtud” y “el más allá”, y constituyeron aún un acervo común para la unidad -aunque ya muy frágil- de la que fue la civilización cristiana, en el siglo XIX esta unidad ya no existe fuera de la Iglesia Católica.

El subjetivismo degeneró en escepticismo y, más concretamente, en relativismo, o sea, en la convicción o en el sentimiento de que nada es seguro y siempre válido; de que se puede defender cualquier opinión, por extraña que sea, lo mismo en el arte que en la filosofía, en la ciencia o en la Religión. Este relativismo, con el paso del tiempo, modificó la imagen de toda la existencia espiritual del hombre. Fue y sigue siendo el más grande proceso de descomposición interna que ha experimentado la humanidad desde los principios de la historia; cada  hombre debía comenzar desde el principio, cuyo resultado no era otro que un caos inconmensurable de opiniones, sistemas y tendencias en todos los campos; cada vez un número mayor de personas cifra el sentido de la vida en el placer; de la idea democrática deviene  la socialista, que llega a condicionar el panorama cultural a partir de la mitad del siglo XIX; este siglo es la época del subjetivismo e inmanentismo, donde el hombre es la medida de todas las cosas, y cuyo único medio venerable es la ciencia para conseguir su único fin, el placer.

Un pensador de gran influencia, Lev Nikoláievich Tolstói, resume en su obra literaria en lo que se habían convertido los restos exiguos de la cristiandad por el pensamiento de la Reforma protestante y su hija la Ilustración, exceptuando el baluarte de la Iglesia Católica; la predicación de Tolstói consistió en una “purificación” del cristianismo en clave progresista, gnóstica y moralista, que convierte al cristianismo en un conjunto de normas éticas, entre las que destacan no oponerse al mal con violencia, y rechaza los dogmas de la Encarnación y de la Resurrección. En definitiva, predica un evangelio sin Cristo. Este nuevo pensamiento, que comenzó en la anterior Revolución, ya cristalizado, penetra todas las antiguas naciones cristianas. Contra este discurso sin referencias ya a Cristo, se alzó Vladimir Soloviev, con su conocida obra Los Tres Diálogos y el Relato del Anticristo.

La transformación sucintamente descrita va acompañada con un progreso económico que el hombre masa cree indefinido; con la masificación y las nuevas formas de trabajo, aparecen fuerzas que “obligan”, incluso al católico sustentado en la tradición, a salir de los caminos trillados, lo que suele concluir en una crisis de fe, en una crisis en las relaciones con la Iglesia.

El hombre ha ido provocando su propia destrucción espiritual, religiosa y eclesiástica por la forma en que ha ejercido la libertad a la que tantas veces se apela. Este proceso de destrucción ha ido desarrollándose a un ritmo cada vez más desenfrenado y ha culminado una verdadera amenaza de aniquilación nihilista. En el corazón de este proceso de desintegración se ha ido produciendo un mal profundo: la pérdida de la verdad y la amenaza a su existencia. “Tenemos, pues, ante nosotros un mundo que en su mayor parte ha vuelto a caer en el paganismo” (Pío XI, Quadragésimo anno). Con el liberalismo y el comunismo ha surgido un grupo social que no sólo renuncia a la práctica religiosa o la persigue, sino que propaga el ateísmo de manera calculada y diabólicamente apasionada, y en el segundo caso, no reconoce ni siquiera vinculación alguna con la Ley Moral ni con la verdad objetiva. Nunca a lo largo de la historia había adquirido tanta dimensión el odio contra la Religión.

El anticatolicismo, como una de las raíces primarias del sectarismo, ocurrirá a tres niveles: el de las ideas, el del comportamiento individual y el de la estructura social. En términos de ideas, el anticatolicismo se expresa en estereotipos negativos y creencias, nociones y lenguaje peyorativos sobre los católicos y la Iglesia católica. A nivel de la acción individual, se muestra en diversas formas de discriminación directa, intimidación, acoso y sectarismo contra los católicos o la Iglesia católica debido a su catolicismo. A nivel de la estructura social, el anticatolicismo se expresa en patrones de discriminación indirecta e institucional y en la desventaja social experimentada por los católicos por ser católicos.

Mas la discriminación institucional es también, con frecuencia, directa de parte de las instituciones del Estado, v.g., persecución y asesinatos de los católicos por parte de la IIª República española (1936-1939); el terror rojo asesinó a ciento setenta mil personas, siete mil de ellos religiosos. El número de asesinados por la ideología comunista se calcula en cien millones de personas. La negación de la personalidad jurídica a la Iglesia en México (1917) y la aplicación de la Ley Calles, suprimiendo la Ley de culto, con doscientos cincuenta mil muertes. La confiscación de las tierras de la Iglesia que servirían como garantía y seguridad para la nueva moneda revolucionaria, el asignado, en Francia, donde se promulgó una ley, el 21 de octubre de 1793, condenando a muerte a todos los sacerdotes que no prestasen juramento de fidelidad al régimen; allí también hubo una remoción de estatuas, altares y cualquier clase de iconografía de los lugares de culto, etc.; el régimen del terror jacobino mandó a la guillotina a doce mil personas sin ningún juicio previo. El asesinato masivo de católicos chinos durante el régimen de Mao Tse Tung y la Revolución Cultural, cuando el objetivo declarado por el régimen era la aniquilación de la Iglesia Católica y la creación de un simulacro de iglesia, desligado de Roma y totalmente esclavizada. Esto sólo son unos pocos ejemplos entre muchos más de los frutos de haber sustituido el hombre el lugar de Dios.

El hombre en lugar de Dios, la ciencia y la tecnología como sustitutos de la Providencia divina, la vida perdurable en manos de los avances biológicos, con una fe en la dignidad del hombre, había de ser desmentida por la dura y cruel realidad, esto es: el hombre es capaz de crear el mal, pero nunca de inventar una solución para erradicarlo, si da la espalda a Cristo y a su Cuerpo Místico, la Iglesia. La Primera Guerra Mundial le mostraría la cruel realidad: Diez millones de muertos y más de veinte millones de heridos, en la que se emplearon por primera vez de forma masiva gases venenosos. Y porque el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, estalló la IIª Guerra Mundial con más de veintisiete millones de muertes, millones de violaciones y hasta canibalismo entre los prisioneros alemanes capturados por los rusos que pretendieron matarlos de hambre amontonados en establos a temperaturas bajo cero (El Caballo Rojo, Eugenio Corti). Dos bombas atómicas destrozaron dos ciudades japonesas en las que el catolicismo aún perduraba: Hirosima y Nagasaki. La capacidad de matar había aumentado considerablemente: más de ciento sesenta y seis mil personas murieron en la ciudad de Hiroshima en un solo día, y más de ochenta mil en la cuidad de Nagasaki en un instante, por el empeño del filo judío Truman. La solución atea de la ideología del comunismo le mostraría la intrínseca perversidad de esta doctrina satánica: Más de cien millones de asesinatos durante el siglo XX en todo el mundo: el genocidio armenio, con el exterminio de dos millones de seres humanos; el genocidio griego, con casi la mitad de la población asesinada y el genocidio asirio realizado por las autoridades musulmanas del Imperio otomano contra las minorías cristianas ortodoxas de armenios, griegos y asirios, con setecientos cincuenta mil civiles asesinados. La revolución cultural en la China iniciada por Mao Tse Thunc costó cuarenta y cinco millones de asesinatos sólo en los primeros años; el régimen de Polt Pot acabó con un tercio de la población en Camboya en cuatro años.  Parecía que el hombre había llegado a su cima organizando recursos para el asesinato, pero nunca resolvió ningún verdadero problema. Porque si sólo nos ceñimos a lo material, v.g., hubo hambrunas como jamás se habían visto en la historia: más de mil quinientos millones de personas pasaban endémicamente hambre, y más de tres mil millones han estado desnutridas cada año, durante décadas, hasta hoy. El estado providente del hombre contra Dios produjo, y aún hoy, la muerte de más de diez millones de niños cada año por hambre.

El creciente robustecimiento del pontificado constituyó la reacción más adecuada al peligro del subjetivismo y a la nueva idolatría que se instauraba y que todo lo invadía. La definición de la infalibilidad del Papa y del primado de jurisdicción significó la culminación de un grandioso proceso, que sobre la base del primado de Pedro, a través de un número inabarcable de situaciones diferentes a lo largo de dos milenios, llegaba a la cima de la pretensión que había tenido antes Gregorio VII de unir a todas las iglesias con Roma.

 Una serie de Papas, desde Pío IX hasta Pío XII, inclusive, se enfrentarían a la idolatría en que se empeñaba el hombre moderno: poner al hombre en el lugar de Dios. Con el auxilio divino, pero “a brazo partido”, sucesivamente tendrían que ir condenando los errores y herejías modernas que, incluso, habían penetrado en las almas de muchos traidores jerarcas de la Iglesia. Pero a la muerte de su Santidad Pío XII los enemigos de la Iglesia acechaban y se habían multiplicado. En apariencia, las fuerzas para resistir eran muy exiguas, y los intereses, no sólo del Leviatán, sino especialmente de organizaciones supranacionales habían adquirido un peso decisivo: La ONU se había creado en 1945; el poderosísimo club Bilderberg, en 1954; Iluminados de Baviera, en 1776; la extensión de la masonería desde 1917; el inmenso poder de los judíos de la familia Rothschild, desde el siglo XIX; la familia Rockefeller, la familia Morgan, la familia Dupont, etc. Todas estas familias y otras, casi todas de origen judío, son influyentes y muchas veces determinan las políticas de los estados, cada vez menos independientes.

Pero proclamar la fe en el hombre oficialmente no era el oficio de los poderes seculares, sino del poder religioso más prestigioso. Y puesto que hasta Pío XII inclusive nadie había podido doblegar la resistencia de la Iglesia a pesar de las duras persecuciones sufridas, les fue necesario a los enemigos de Dios idear otra estrategia. Si bien la inmensa mayoría de las naciones se había separado de la Iglesia, el panorama para la Iglesia era esperanzador en el año 1958, cuando aún los fieles llenaban los templos. Porque, a pesar del avance del agnosticismo y el ateísmo, los seminarios estaban llenos de candidatos al sacerdocio, y la mayoría de las congregaciones religiosas seguían florecientes, aunque las organizaciones secretas masónicas habían conseguido los corazones de muchos miembros de la jerarquía. Entre los fieles apenas se puede señalar alguno que se inquietara porque el plan de Satanás estuviera a punto de conseguir un paso más hacia su fin: la perdición eterna de las almas. A la muerte de su Santidad Pío XII, el fin de la Bestia salida del mar, manifestado en el documento de las Instrucciones Permanentes de la Alta Vendita, y que detallaba el plan masónico para infiltrarse en la Iglesia Católica y difundir ideas liberales dentro de ella, se iba a conquistar (este documento llegó a manos católicas y los Papas Pío IX y León XIII ordenaron que se publicara). Seleccionamos un párrafo de la pretensión de ese plan redactado en 1859: «A lo que debemos aspirar (los masones) es a un Papa que nos sea útil; si queréis fundar el reino de los elegidos sobre el trono de la prostituta de Babilonia, hacedlo de modo que el clero marche tras vuestra bandera creyendo que sigue la de la fe apostólica…en un plazo de cien años los obispos y sacerdotes creerán que están marchando bajo la bandera de las llaves de Pedro, cuando en realidad estarán siguiendo nuestra bandera… Las reformas tendrán que ser introducidas en nombre de la obediencia». Ese “papa” fue Roncalli, acusado de modernismo en 1914, autor de la Pacem in Terris, elogiada por marxistas y masones, cuya misión sería convocar un conciliábulo lleno de errores dogmáticos y herejías, y preparar el camino al sucesor designado: Montini, que sería quien públicamente anunciaría la nueva fe: la fe en el hombre. He aquí algunas de sus públicas proclamas sobre la nueva fe:

«Nosotros, también, no más que ningún otro, tenemos el culto al hombre» (Discurso de Montini en la  Clausura del Concilio, 7 de diciembre de 1965).

«Este Concilio… en conclusión, nos dará una enseñanza simple, nueva y solemne de amar al hombre para amar a Dios» (Idem).

«… para conocer a Dios, hay que conocer al hombre» (Idem).

«Todas estas riquezas doctrinales (del Concilio) no aspiran sino a una cosa: a servir al hombre» (Idem).

«La religión del Dios que se convirtió en hombre se ha encontrado (¡pues tal es!) con la religión del hombre que se hizo Dios. ¿Y qué ocurrió? ¿Hubo un choque, una batalla, una condenación? ¡Pudo haber sido, pero no hubo ninguna!» (Idem).

«Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros» (Visita de Pablo VI a la ONU, 4 de octubre de 1965).

«Bien lo sabemos, vosotros tenéis plena conciencia de esto, escuchad entonces la prosecución de nuestro mensaje. Este se convierte en mensaje de auspicio para el futuro: El edificio que habéis construido no deberá jamás derrumbarse, sino que debe perfeccionarse y adecuarse a las exigencias de la historia del mundo. Vosotros constituís una etapa en el desarrollo de la humanidad: en lo sucesivo es imposible retroceder, hay que avanzar» (discurso de Montini, falso papa Pablo VI, a la ONU 4 de octubre de 1965).

«…no os dejéis desanimar por los obstáculos y dificultades que surgen constantemente; no perdáis la fe en el hombre» (Pablo VI, Discurso, 1 de agosto de 1969).

«¡Todo el honor al hombre!» (Pablo VI, Discurso, 7 de febrero de 1971)

«el hombre, a quien todas las cosas de la tierra deben estar relacionadas como su centro y corona» (Pablo VI, Mensaje, 25 de marzo de 1971).

«Desde las exigencias de la justicia, señores, sólo se puede obtener a la luz de la verdad, esa verdad que es el hombre…» (Pablo VI, Audiencia, 10 de enero de 1972)

 «…siempre ansiosos de salvaguardar, por encima de todo, la supremacía del hombre…» (Pablo VI, Discurso, 11 de abril de 1973)

«…el culto del hombre por el bien del hombre» (Discurso del ángelus, 27 de enero de 1974, Pablo VI).

 «…como vuestra excelencia ha recordado con razón: que el objetivo final es el hombre…» (Pablo VI, Discurso, 15 de febrero de 1974)

 «El misterio cristiano que descansa sobre el hombre…» (Pablo VI, Discurso, 29 de diciembre de 1968)

 «Nos haría bien meditar sobre el hombre…» (Pablo VI, Discurso del ángelus, 20 de julio de 1969)

 «¡La dignidad del hombre! Nunca seremos capaces de apreciarla y honrarla lo suficiente» (Pablo VI, Audiencia general, 28 de julio de 1971).

 «Los temas que hoy preocupan a la religión, sea católica o no católica, todos convergen desde todas las direcciones sobre un tema central, dominante, a saber: el hombre. Según la opinión casi unánime de los creyentes y de los no creyentes por igual, todas las cosas en la tierra deben estar relacionadas con el hombre como su centro y corona» (Pablo VI, Discurso, 4 de septiembre de 1968).

 «Estamos extasiados de admiración por el semblante humano…» (Pablo VI, Mensaje del ángelus, 26 de septiembre de 1973)

 «…por encima de todos los condicionamientos ideológicos, la grandeza y dignidad de la persona humana debe surgir como el único valor que hay que promover y defender» (Pablo VI, Discurso, 4 de diciembre de 1976).

 «Honremos a la humanidad caída y pecadora» (Pablo VI, Mensaje de Navidad, 25 de diciembre de 1976).

 «Porque en última instancia no hay verdadera riqueza sino en la riqueza del hombre» (Pablo VI, Discurso, 10 de junio de 1969).

Aquel Felipe IV que afrentó al Papa Bonifacio VIII, sobre el que leímos en la primera entrega de esta serie,  habrá proferido una carcajada infernal al comprobar que, al que casi todos creían papa legítimo -siendo falso papa-, apostataba al fin de su fe cristiana y, al igual que sus sucesores, pedía honrar, no a los santos, sino a la humanidad pecadora. El hombre ahora solo, ahogado en sus pecados, sin Iglesia que le ampare contra el mal y los tiranos; el hombre sin Cristo que dé mérito a su sufrimiento; el hombre proclamado dios, sin Dios, quedará al albur del Leviatán, y aún peor, pues el hombre será al fin y al cabo carne de la más espantosa esclavitud que ni siquiera se atrevió a soñar: esclavitud como ningún pueblo sufrió jamás en toda la historia; esclavitud del Dragón, del cual el Leviatán era sólo su lacayo ¿En qué consistirá ese sistema de esclavitud? ¿Cómo se atará al hombre que es esencialmente libre? ¿Será posible esclavizar a siete mil quinientos millones de seres humanos? A estas preguntas trataremos de responder en la siguiente y última entrega de esta serie de artículos: La Vª Revolución. Tal vez la última.

Este reinado del hombre contra Dios bien se podría denominar con el título de la primera de las dos óperas bufas que compuso Giuseppe Verdi «Un giorno di regno» (un día de reinado). Pues, en efecto, el reinado ha sido corto, porque se está alumbrando ya al que es dueño de este mundo, el cual proclamará: “el hombre no, Satanás sí”. Porque ese era su plan en 1303 y antes, ya desde Adán.

Vª REVOLUCIÓN

El hombre no, Satanás sí. (1de 3)

Es cierto que en el llamado mundo occidental, en especial en Europa y América, aún se da una lucha abierta entre el catolicismo y el humanitarismo: ninguna otra tendencia tiene relevancia efectiva. Si queréis saber con precisión cómo pienso, os diré que, en mi opinión, el catolicismo está decayendo con una rapidez espantosa. El protestantismo está indudablemente muerto: todos han debido reconocer que una vida verdaderamente religiosa exige una única autoridad absoluta y que el juicio subjetivo en materia de fe es solo fuente de disgregación. Al mismo tiempo, la Iglesia católica, única institución con una autoridad sobrenatural, debe actuar para unir a todos aquellos cristianos que todavía creen en lo sobrenatural. Todo esto es verdad. Es preciso, sin embargo, tener presente que el humanitarismo es también una religión o, más bien, lo está siendo. Es una religión privada de lo sobrenatural, es otra forma de panteísmo. (R.H. Benson, Il padrone del mondo,1907)

Hemos de tener presente que el espíritu del anticristo sólo puede venir de dentro del cristianismo, o sea, de la apostasía, como evidencia San Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses; porque apóstata sólo puede serlo aquel hombre o aquella sociedad o nación que antes tenía fe. Es decir, no puede venir del mundo pagano, sino de entre los cristianos.

Nos parece evidente que, siendo la Religión la fuerza más poderosa del mundo, no se entiende que pueda ser suprimida sin que se cree una nueva que la sustituya, tratando de evitar un vacío en el corazón de los hombres; por cuya razón, habiendo los distintos anticristos logrado colocar al hombre en el lugar de Dios, como hemos visto en la anterior revolución, se dispone Lucifer al último ataque. Y como Diabulus simius Dei, Satanás no pretende más que el hombre le adore en lugar  de adorar a Dios; lo cual tratará de conseguir resolviendo varios problemas en distintas fases:

1ª)  Si el hombre es ahora la medida de todas las cosas, se ha de plantear necesariamente cuáles son las nuevas fuentes del derecho, de la moral y de la ética a las que los individuos y sociedades se han de sujetar, ya que no se admiten en el presente las leyes positivas divinas. A esta cuestión la llamaremos el problema del derecho natural.

2º)  La fantasía de una nueva religión mundial que ayude en el trabajo de pacificación, deviene en tarea obsesiva en fabricaciones de nuevos marcos de entendimiento entre las distintas religiones cuyos trabajos anhelan que culminen en una única. A esta cuestión la llamaremos el problema religioso.

3º Bajo la apariencia del bienestar y libertad para todos, pero que esconde en realidad el mayor plan para obtener un poder tiránico sobre toda la humanidad que quedará reducida a la mayor esclavitud, se desarrollarán miles de programas con el fin de reducir el crecimiento demográfico. A este problema le denominaremos  el problema del primer mandato de Dios al hombre (Gn 1, 28).

El problema del derecho natural.

Quitada la Iglesia, la Ley divina positiva comunicada y revelada al hombre por divina revelación dejó de ser fundamento de los actos humanos y de la moralidad. Mas esta vana victoria no la consideró Satanás suficiente para ocupar en el corazón de los hombre el lugar de Dios. Bien sabía el Inicuo que para establecer su reinado le restaba aún velar, ocultar, diluir aquella Ley que todo hombre, por el solo hecho de nacer, lleva inscrita en su corazón: La Ley natural, que no deja de ser la misma Ley eterna de Dios que se conoce por el solo hecho del uso recto de la razón. El maligno está a punto de vencer también en este ámbito del derecho y la moral, para intentar proceder posteriormente a conquistar su objetivo final.  

La ley natural es, según Santo Tomás, la participación de la ley eterna en la criatura racional. Es la misma divina ley eterna promulgada en el hombre por medio de la razón natural que Dios, al crear el hombre, le intimó en su propia naturaleza por el mero hecho de nacer y que se conoce por la misma razón natural, sin necesidad de fe divina o del magisterio humano; es, pues, universal, inmutable e indispensable.

Esta ley natural es negada por ateos, materialistas, panteístas, por las organizaciones internacionales y supra nacionales, clubes de poderosos, asociaciones ocultas o por  agendas globales como la conocida Agenda 2030 para transformar el mundo. Esta agenda, por ejemplo, apoyada por Bergoglio, y  cuyas medidas fueron reclamadas por Ratzinger en su encíclica Caritas in Veritate (nº 16, 17, 42, 45 y 47), incluye la difusión de la ideología de género, el control drástico de la natalidad, la asunción, como si fuera un dogma, de las tesis de los calentólogos; somete la legislación económica, demográfica, educativa y sanitaria a una ley positiva desconectada de la Ley natural y contra natura, limitando la soberanía de las naciones, en ninguna de las cuales se ha votado en referéndum.  Los objetivos de la agenda se aplicarán a todas las naciones y constituyen el proyecto más totalitario que haya sido concebido jamás en toda la Historia de la Humanidad para reducir a todo el género humano a la más espantosa de las servidumbres conocidas hasta el presente, en la que será aniquilada toda libertad. El avance de la agenda reclama un nuevo modelo económico que, incluso, determine, en primer lugar, las pautas del consumo alimenticio de los individuos; en segundo lugar, un nuevo sistema de pensiones públicas que tenga en cuenta el género; en tercer lugar, una subida de impuestos para subvertir el orden tradicional; en cuarto lugar, alentar la ideología de género. Los medios para conseguirlo son sujetar a los gobiernos, democráticos o no, a oligarquías que intervienen en su economía e instituciones, y que se sostendrán gracias a la subida de impuestos a sus ciudadanos, sometidas a un único gobierno mundial.

Apartada la Iglesia, el mundo unido de la Cristiandad ha sido primero dividido, luego resquebrajado en cada parte, y al fin retirado. Aunque el que  retenía el misterio de iniquidad, el don de infalibilidad otorgado al Papa por el Espíritu Santo, no fue quitado del Cuerpo Místico de Cristo hasta la elección del primero de los usurpadores de la Sede de San Pedro en la era contemporánea: Roncalli. Desde 1958, Roncalli y todos sus sucesores: Montini, Albino Luciani, Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio representan, en conjunto, y expresan lo que San Pablo, inspirado por Dios, nos narra: que el obstáculo (το  κατέχον) ha sido retirado; o sea, que el carisma de la infalibilidad, prometido a San Pedro y sus sucesores, no lo ostenta ninguno de los seis citados falsos vicarios de Cristo. La Iglesia, pues, está sin cabeza visible desde 1958 y sin Vicario de Cristo que enseñe y defienda la inviolabilidad de una ley superior.

Si es cierto que la mayoría de los estados nacionales se basan en el concepto rousseauniano de contrato social, sigue sin reconocimiento la cuestión de  la existencia de una ley superior, natural, que fundamenta todas las demás -denominadas leyes positivas-.  El contrato social implícito en la Declaración francesa abandona el fundamento del deber de hacer depender las leyes humanas de una ley natural preexistente y las hace depender, en cambio,  de la razón, a la que considera la vía para alcanzar la paz. De inmediato surgirán innumerables peligros para el hombre, cada vez más crecientes, por no poseer una correcta percepción de la naturaleza humana, frágil y sujeta a las pasiones humanas más desordenadas, como se demostró por las dos guerras mundiales, al final de la cuales, hubo de decir hasta el mismo Leo Straus: «Rechazar el derecho natural lleva a decir que todo el derecho es positivo, es decir, que el derecho está determinado sólo por los legisladores y los tribunales de los diferentes países. Ahora bien, es evidente que es perfectamente sensato y a veces también necesario hablar de leyes y de decisiones injustas; al hacer estos juicios, afirmamos implícitamente que hay un principio de lo justo y de lo injusto que es independiente del derecho positivo y que es superior a él: un principio gracias al cual somos capaces de juzgar el derecho positivo».

Este tipo de pensamiento, sin embargo, encuentra una fortísima resistencia porque implica una concepción preliminar de la naturaleza humana, ante el cual se ha rebelado el hombre moderno, las naciones y las sociedades, por haber destruido previamente tal concepto; concepto de naturaleza: inmutable para la Iglesia y para el hombre durante la Cristiandad, pero que ha sido exterminado por planificadas ingenierías sociales introducidas por el laicismo a través de los cambios filosóficos y jurídicos a causa de espurios intereses políticos y del afán de dominio global, usando medios contra ese mismo derecho natural, tales como la ciencias genéticas, médicas, la física, etc., y para cuyos fines se han utilizado las más gigantescas campañas de propaganda conocidas.

Piénsese en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU. La actual concepción, no natural, que está en la base de la tendencia libertaria e individualista que señala toda la ideología de los derechos humanos está debilitando la base de la autoridad -obsérvese, v.g., la eutanasia o el derecho a elegir el “género” (gender) de pertenencia-. ¿Si no se fundamentan en la ley natural, qué pretensión pueden tener los derechos humanos de constituirse en los principios morales y jurídicos a partir de los cuales sean juzgadas las leyes o normas morales emanadas de la Iglesia o de autoridades civiles que se guíen por las leyes de ésta y por las leyes naturales?Pocos católicos, en el presente sin cabeza visible en la Iglesia, son conscientes que poco a poco el concepto de derechos humanos ha venido a sustituir el de derecho natural; y llegan incluso a usar esos mismos derechos como fundamento de sus argumentos en su oposición al poder. Sólo un pequeño resto de verdaderos fieles católicos sostiene con Pío XI, en su magisterio contra el comunismo, la grave y urgente necesidad de volver al derecho natural. Por desgracia, los últimos usurpadores de la Sede de San Pedro conceden a las Naciones Unidas una esperanzadora realidad y otorgan a dicha organización un papel de guía moral, llegando a suspirar, incluso, por una autoridad mundial, como hizo Ratzinger en Caritas in veritate.

El derecho natural despreciado ha sido sustituido por el humanitarismo, que se distingue por su raíz crítica hacia la tradición cristiana. El humanitarismo era entendido por Augusto Comte en el siglo XVIII como el conjunto de seres pasados, presentes y futuros que concurren libremente a perfeccionar el hombre universal, que presuponía una divinización de la historia, de la producción, de la tecnología y del progreso; pero devino en el presente en un sentido más concreto orientado hacia la intervención, es decir, en una simple sensibilidad altruista vacía de lo cognoscitivo y sin norma. Por eso no debemos asombrarnos si el humanitarismo se presenta hoy como una religión laica percibida por el mundo como más verdadera que la tradicional. La sacralización de los derechos humanos constituye probablemente el mayor hecho ideológico  de los últimos cincuenta años. Para el hombre moderno, la única luz de que dispone son las certezas del presente que fantasea extender al futuro, pero carece ya de una idea de porvenir como horizonte que construir y que exige la fe, la elección y el sacrificio de sí mismo. La fe en el futuro es reemplazada por la indignación o por la culpabilidad por el hecho de no estar allí, y por la tiranía impotente de los “buenos sentimientos”. El hombre moderno es carne de yugo, manada para la esclavitud de cualquier orden nuevo que prescinda de lo sobrenatural y se le imponga.

De la crisis de esta ideología, incapaz de ligar sus fundamentos con el derecho natural, pero caracterizada por su pretensión de gobernar todo y a todos, nace la tendencia de transformar los derechos humanos en una religión laica, en un dogma incuestionable. Esta religión laica con pretensión de sustituir a la cristiana, para tener éxito ha de tener una pretensión de totalidad, o sea, una explicación completa del hombre y del mundo; la existencia de textos canónicos transmitidos; y un conjunto de imágenes y símbolos emblemáticos y lenguaje propio. (Por ejemplo: usar la paráfrasis “crisis humanitaria” para definir una guerra genocida es utilizar un eufemismo para definir el mal; o usar para definir el crimen del aborto, la terminología “interrupción voluntaria del embarazo” es otro eufemismo que le resta la grave carga moral). Los derechos humanos, a través de la ideología derivada de ellos, parecen responder a este esquema. En la nueva religión de los derechos humanos todos estos elementos están presentes y son usados como armas contra la Religión Católica.

La inicial declaración de los derechos humanos fue ampliada en 1966 y en sucesivas conferencias como las del Cairo sobre población y desarrollo del año 1994 en la que se reconoció a las mujeres el monopolio de los derechos sexuales y reproductivos con un cariz abiertamente anti familiar. La revolución del 68 del pasado siglo supone la separación y ruptura definitiva entre el acto sexual y la reproducción; hecho que dogmatiza las Naciones Unidas y confirma el “magisterio” de los falsos papas señalados ut supra. Las poblaciones del tercer mundo no tienen la palabra, porque son los ideólogos humanitarios los que deciden qué necesitan; son ellos los que elaboran el derecho positivo y lo mandan ejecutar a sus esbirros: los organismos subvencionados no gubernamentales. El final de las ideologías utópicas ha sido sustituido por este “pensamiento único” de credo totalitario y claramente nihilista, sacrificando el problema del sentido; lo que cuenta es estar con las víctimas, sin distinguir entre caso y caso, o sea, quién sea el verdugo y quien la víctima. Uno de estos casos, entre muchos,  tuvo lugar en Ruanda  en 1994, cuando los Cascos Azules fueron acusados de abandonar a los tutsis a manos del exterminio hutu, con el resultado del asesinato del 75% de la población de aquellos ante los propios ojos de las fuerzas de las Naciones Unidas, que se comportaron neutrales ante este genocidio. ​Otro ejemplo más reciente fue lo ocurrido en Haití en 2007, cuando un centenar de los integrantes de las tropas fueron acusados de abuso y explotación sexual contra la población. En junio de 2015, la revista estadounidense Foreign Policy reveló una investigación interna de Naciones Unidas sobre un posible ocultamiento de denuncias por abusos sexuales a menores de edad perpetrados por Cascos Azules de la ONU y fuerzas de paz en Guinea, Chad y Guinea Ecuatorial en misiones en África.

Ante la solicitud de una autoridad mundial con influencia legisladora (Ratzinger, Bergoglio), la iglesia del conciliábulo ha decidido apoyar la agenda globalista. O sea, a un poder privado que sustituya o instrumentalice a los gobiernos de las naciones, que son los peones de sus intereses globalistas, económicos y políticos, que establecen los criterios de un derecho y una moral contra natura. Esa agenda es real y está en la mente del poder mundial y se está aplicando por el contubernio de una cábala secreta.

Los propósitos de la conspiración de este contubernio no los inventamos, sino que algunos de sus miembros los hacen públicos. Por ejemplo, el propio  David Rockefeller, fundador además de la Comisión Trilateral, señalada por muchos como una asociación de naturaleza satánica absorta en rituales místicos y conspiraciones globales, lo señala:  «Algo debe reemplazar a los gobiernos y el poder privado me parece la entidad adecuada para hacerlo» (declaración publicada el 1 de febrero de 1999 en Newsweek International).

Algunos podrán preguntarse qué es el globalismo. Dejemos que un conspicuo ideólogo del mismo nos lo defina. Así escribe en sus memorias Rockefeller: «Algunos incluso creen que nosotros, la familia Rockefeller, somos una cábala secreta que trabaja contra los mejores intereses de E.E. U.U. y caracterizan a mi familia y a mí mismo como internacionalistas que conspiran contra otros alrededor del mundo para construir una estructura más integrada de un sistema global, político y económico; un mundo, si ustedes quieren; pues bien, si esa es la acusación me declaro culpable y orgulloso de ella.»

En los tiempos modernos se han hecho insólitas declaraciones de derechos que parecen ser poco más que caprichosas listas de deseos.

En el Derecho romano, derecho o ius era principalmente la propiedad de cosas, su relación adecuada, no una demanda que reside en agentes individuales debido a su status como seres humanos. Esto hunde sus raíces en la concepción aristotélica del derecho o la cosa justa, to dikaion. En los últimos siglos la noción de derecho ha llegado a ser casi un sinónimo de derecho-petición (reclamación) que es inherente a las personas como tales y que los acuerdos políticos deben tener en cuenta.

Todo acto humano voluntario y libre es bueno o malo, y pocos actos humanos son indiferentes en sí mismos porque casi siempre producen efectos buenos o malos, justos o injustos en el que lo ejecuta y/o en las personas que lo sufren o se benefician de él. Si no fuera así, se podría reivindicar el derecho a la pederastia, al consumo y venta de drogas, al incesto, al estupro, a la eutanasia, a la homosexualidad, al matrimonio homosexual, al adulterio, e incluso al robo, a la mentira, al homicidio, al parricidio, al infanticidio, al aborto y muchas otras inmoralidades que harían esta lista interminable.

El riesgo que corremos es el de afirmar el valor absoluto del individuo al margen de la responsabilidad moral, lo cual puede ser catastrófico para nuestra civilización. Y es que cuando la persona pierde su dimensión moral (el sentido del pecado) piensa que todo está permitido.

No se puede separar el nacimiento del Estado -del Estado moderno- de un complejo de factores ideológicos que, al tiempo, militaban para dar muerte a la vieja Cristiandad.

En resumen:

Lutero desgarró la unidad entre el mundo natural y el sobrenatural, pues el reino espiritual tiene por finalidad la salvación por la fe; y el reino temporal, la vida natural del hombre, sin que para él haya relación entre uno y otro.

Maquiavelo trastocó el planteamiento del problema básico de la política tradicional, que partía de la cuestión de derecho, es decir, de la búsqueda de la justicia general, sustituyéndolo por el intento de esclarecer la cuestión de hecho, esto es, atendiendo a cómo son los hombres y cómo pueden ser manejados.

Bodino, por su parte, al dotar del rasgo de la soberanía al poder político, hizo que éste absorbiera, de un lado, el derecho, y de otro los poderes sociales. Por eso ha podido observarse que con la doctrina de la soberanía se establece la identidad entre lo legal y lo legítimo, afirmando -coherente pero absurdamente- que el criterio del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, se constituye a través del ordenamiento jurídico positivo, cuyo fundamento no es otro que el poder.

Hobbes quiso restaurar los principios “morales” de la política, pero sólo al nivel del “realismo” de Maquiavelo, es decir, prescindiendo de las virtudes morales, que de acuerdo con la tradición clásico-cristiana buscaban la perfección del hombre como animal racional y social. Para eso tuvo necesidad de cambiar no sólo el concepto sino también el fundamento de la ley natural. En efecto, el concepto de la naturaleza sufrió un radical cambio de significado en la perspectiva de los pactistas. El hombre “deja de ser contemplado como un animal racional y político, y en todas sus relaciones con el orden de la creación. Se le reduce a individuo aislado y abstracto y, además, la observación se circunscribe a contemplar una sola de sus apetencias o cualidades, que se estima como la fundamental”. Por otra parte, estos autores “ya no buscaron el fundamento de la ley natural en la naturaleza, ni en el fin del hombre, sino aislándolo en sus orígenes, en su estado de naturaleza”, del que extrajeron un dato determinante (el temor a la muerte violenta en Hobbes, el deseo innato de bienestar en Locke o la libertad natural en Rousseau).

Así pues, en el Estado aparece la voluntad humana, que no puede ser injusta, liberada de la naturaleza, de la moral, del derecho y los poderes sociales, de cualquier sustancia comunitaria.  Se produce la conversión del Estado (éticamente) neutro en Estado productor de la ética.

Tanto Rousseau como Hegel entienden que la ética es un producto del Estado y que, por tanto, la ley positiva del Estado es la fuente de la moral y de la justicia. La legalidad constituye, pues, el criterio supremo y lo que el Estado establece es “moral” y “justo” sólo porque ha sido establecido por el Estado. Una tal doctrina representa la aniquilación de la ética y la reducción del derecho en última instancia a expresión de un mero poder que pretende legitimarse a sí mismo. Lo que sirve para los regímenes llamados totalitarios también es para los regidos por la democracia (“moderna”).

Spinoza había explicado con toda claridad las raíces de ese “Estado ético”. Escribe que “siempre que en un Estado se admita el ejercicio de una autoridad independientemente del poder político habrá, necesariamente, escisión y lucha, como ocurrió a los reyes de Israel, a los que pretendían juzgar los Profetas”. A partir de aquí es claro que “sólo el poder político puede ser fuente de la vida moral”, de modo que “los que tienen el poder soberano son guardianes e intérpretes, no sólo del derecho civil, sino también del sagrado, y que únicamente ellos tienen derecho a decidir qué sea lo justo y qué lo injusto, lo que sea conforme o no a la piedad”. De ahí la conclusión de que, “en orden a mantener el derecho de la mejor manera posible y asegurar la estabilidad del Estado, conviene dejar a cada uno libre de pensar lo que quiera, y de decir lo que piense”. ¿Hay algo más familiar que la afirmación de que la Declaración sobre la Libertad Religiosa del Vaticano II representa la adopción por la Iglesia de opiniones morales y  políticas que fueron previamente condenadas? La libertad de conciencia y de religión constituye, pues,  el medio más seguro para que el Estado se afirme como fuente única de la moralidad. Así descristianiza el liberalismo. Como había visto León XIII al señalar que viene del ateísmo que el Estado conceda a todas las religiones iguales derechos.

El “Estado ético” se vio obligado a absorber la ética en el derecho, o mejor, en la legislación, sea ésta producto de la voluntad del Estado o fruto de las llamadas “opciones compartidas” de un estado débil: “La ética y el derecho no tendrían ninguna consistencia: de bien y de justo sólo sería posible hablar en un sentido relativista; lo que se entiende bueno y justo lo sería tan sólo con referencia a la voluntad cambiante del Estado o a un contexto social que instituye convencionalmente estos dos criterios”. Las consecuencias que derivan de lo anterior no son pocas ni pequeñas. En especial, para ser rigurosos en la aplicación de las premisas, debería considerarse ilegítima toda “imposición” y, consiguientemente, la educación o -en otro orden- el bautismo administrado a los menores, pero también las terapias practicadas a éstos (más aún cuando son preventivas como las vacunas) y aun la concepción y el nacimiento. El derecho penal sería también, de resultas, injustificable, y en particular algunos tipos delictivos como el homicidio consentido o el suicidio intentado, y aun el asistido) supondrían una inconcebible limitación de la libertad.  Digamos algo sobre el impacto de esta concepción en el pensamiento de los faslsos papas desde Roncalli hasta Bergolio sin interrupción, que -apodándo la de “positiva” o “nueva”- la ha asumido erróneamente. La vía (rectius, una de las vías) no ha sido otra que la libertad de conciencia y religión. Y es que la laicidad significa, sobre todo, una posición de autonomía en el orden de la indiferencia y, por tanto, la reivindicación de la libertad de pensamiento y de conciencia como condiciones de independencia frente a la realidad y la ética (entendida como orden moral), así como cualquier autoridad. Lo explica muy claramente: “La tesis según la cual la libertad de religión lleva consigo la laicidad puede parecer, a primera vista, paradójica. Quizá sea contraria a la doxa, esto es, contra la opinión corriente pero que no es sostenible. Si se considera, en efecto, lo que se ha dicho, por más que brevemente, parece claro que la libertad de religión es la negación de toda religión. Negación, sobre todo, de toda religión revelada, a la que sólo se puede adherir siempre que se la transforme en creencia y en sentimiento personal, modificando así -si fuera posible- la naturaleza de la misma religión. La libertad de religión no es otra cosa -como acabamos de decir- que la pretensión a ver reconocida como legítima la propia creencia (incluso la atea) y, por ello, a ver reconocido el “derecho” a su profesión en público y en privado. Lo que no es sinónimo de “no coerción” en lo que toca a la fe y a la adhesión a la Iglesia. Es mucho más. Y, sobre todo, es algo distinto. Rosmini diría que es una forma radical de impiedad”.

Siendo anterior la Nación al Estado, pues aquélla es perenne y éste histórico, la decadencia del segundo habría podido determinar el retorno de la primera. El nihilismo rampante -en cambio- lo ha impedido, determinando el brote de un subrogado suyo: el de la gobernanza o, más propiamente, el desgobierno de la globalización. Como en el Estado ético, aunque bajo otras formas, lo que no se deja ver por parte alguna es la moral. Y es que el Estado  debe subordinarse a la ética o la moral. Ese sería (pese a las dificultades terminológicas que se suscita y que, tras lo anterior, se comprenderán sin dificultad) el verdadero “Estado ético”. El que está intrínsecamente ordenado. El que persigue el bien común y, consiguientemente, no puede desentenderse de la verdad. El que respeta la invariante moral del orden político. El Estado católico, en resumidas cuentas, que no se basa tanto en razones de fe como y sobre todo de razón.

Sin embargo, la ingeniería social que ha hecho acto de presencia conforme el Estado providencia desaparecía de la escena más o menos discretamente, nos ha hecho ver cómo también reúne la condición de “máquina ideológica”: pretende modificar el comportamiento de los ciudadanos, su visión del hombre y del mundo, e imponerles por ahí una nueva forma de moral. Es el Estado “moralizador” o mejor dicho, inmoral, que no puede dar sino lecciones, y que -descalificado en el campo económico y social tras la caída del Muro de Berlín- encuentra en la tarea de la “moralización” una salida a su impotencia. Con diferentes medios, del derecho “blando” movido (en apariencia) por buenas intenciones al “duro” que se impone por prohibiciones (como en el ilegal estado de alerta sobre los madrileños).

 

Prosigue en el nº 8 de Sacrificium, nuestra próxima revista, Dios mediante.