¿LA ÚLTIMA REVOLUCIÓN? (5º. PARTE 1 DE 3)
LA Vª REVOLUCIÓN, PARTE 1 DE 3
El hombre no, Satanás sí
Es cierto que en el llamado mundo occidental, en especial en Europa y América aún se da una lucha abierta entre el catolicismo y el humanitarismo: ninguna otra tendencia tiene relevancia efectiva. Si queréis saber con precisión como pienso, os diré que, en mi opinión, el catolicismo está decayendo con una rapidez espantosa. El protestantismo está indudablemente muerto: todos han debido reconocer que una vida verdaderamente religiosa exige una única autoridad absoluta y que el juicio subjetivo en materia de fe es solo fuente de disgregación. Al mismo tiempo la Iglesia católica única institución con una autoridad sobrenatural, debe actuar para unir a todos aquellos cristianos que todavía creen en lo sobrenatural. Todo esto es verdad. Es preciso, sin embargo, tener presente que el humanitarismo es también una religión o, más bien, lo está siendo. Es una religión privada de lo sobrenatural, es otra forma de panteísmo. (R.H. Benson, Il padrone del mondo,1907).
Hemos de tener presente que el espíritu del anticristo sólo puede venir de dentro del cristianismo, o sea, de la apostasía, como evidencia San Pablo en la segunda carta a los Tesalonicenses; porque apóstata sólo puede serlo aquel hombre o aquella sociedad o nación que antes tenía fe. Es decir no puede venir del mundo pagano, sino de entre los cristianos
Nos parece evidente que siendo la Religión la fuerza más poderosa del mundo, no se entiende que pueda ser suprimida sin que se cree una nueva que la sustituya, tratando de evitar un vacío en el corazón de los hombres; por cuya razón, habiendo los distintos anticristos logrado colocar al hombre en el lugar de Dios, como hemos visto en la anterior revolución, se dispone Lucifer al último ataque. Y como Diabulus simius Dei, Satanás no pretende más que el hombre le adore, en lugar de adorar a Dios; lo cual tratará de conseguir resolviendo varios problemas en distintas fases:
1ª) Si el hombre es ahora la medida de todas las cosas, se ha de plantear necesariamente cuáles son las nuevas fuentes del derecho, de la moral y de la ética a las que los individuos y sociedades se han de sujetar, ya que no se admiten en el presente las leyes positivas divinas. A esta cuestión le llamaremos el problema del derecho natural.
2º) La fantasía de una nueva religión mundial que ayude en el trabajo de pacificación, deviene en tarea obsesiva en fabricaciones de nuevos marcos de entendimiento entre las distintas religiones cuyos trabajos anhelan que culminen en una única. A esta cuestión le llamaremos el problema religioso.
3º Bajo la apariencia del bienestar y libertad para todos, pero que esconde en realidad el mayor plan para obtener un poder tiránico sobre toda la humanidad que quedará reducida a la mayor esclavitud, se desarrollarán miles de programas con el fin de reducir el crecimiento demográfico. A este problema le denominaremos el problema del primer mandato de Dios al hombre (Gn 1, 28).
El problema del derecho natural.
Quitada la Iglesia, la Ley divina positiva comunicada y revelada al hombre por divina revelación dejó de ser fundamento de los actos humanos y de la moralidad. Mas esta vana victoria no la consideró Satanás suficiente para ocupar en el corazón de los hombre el lugar de Dios. Bien sabía el Inicuo que para establecer su reinado le restaba aún velar, ocultar, diluir aquella Ley que todo hombre por el sólo hecho de nacer lleva inscrita en su corazón: La Ley natural, que no deja de ser la misma Ley eterna de Dios que se conoce por el sólo hecho del uso recto de la razón. El maligno está a punto de vencer también en este ámbito del derecho y la moral, para intentar proceder posteriormente a conquistar su objetivo final.
La ley natural es, según Santo Tomás, la participación de la ley eterna en la criatura racional. Es la misma divina ley eterna promulgada en el hombre por medio de la razón natural que Dios, al crear el hombre, le intimó en su propia naturaleza por el mero hecho de nacer y que se conoce por la misma razón natural, sin necesidad de fe divina o del magisterio humano; es, pues, universal, inmutable e indispensable. Esta ley natural es negada por ateos, materialistas, panteístas, por las organizaciones internacionales, y supra nacionales, clubes de poderosos, asociaciones ocultas o por agendas globales como la conocida Agenda 2030 para transformar el mundo. Esta agenda, por ejemplo, apoyada por Bergoglio, y cuyas medidas fueron reclamadas por Ratzinger en su encíclica Caritas in Veritate (nº 16,17, 42, 45 y 47) incluye la difusión de la ideología de género, el control drástico de natalidad, y la asunción, como si fuera un dogma, de las tesis de los calentólogos; somete la legislación económica, demográfica, educativa y sanitaria a una ley positiva desconectada de la Ley natural, y contra natura, limitando la soberanía de las naciones, en ninguna de las cuales se ha votado en referéndum. Los objetivos de la agenda se aplicarán a todas las naciones, y constituyen el proyecto más totalitario que haya sido concebido jamás en toda la Historia de la Humanidad para reducir a todo el género humano a la más espantosa de las servidumbres conocidas hasta el presente, en la que será aniquilada toda libertad. El avance de la agenda reclama un nuevo modelo económico que, incluso, determine, en primer lugar, las pautas del consumo alimenticio de los individuos; en segundo lugar un nuevo sistema de pensiones públicas que tenga en cuenta el género; en tercer lugar, una subida de impuestos para subvertir el orden tradicional. En cuarto lugar alentar la ideología de género. Los medios para conseguirlo son sujetar a los gobiernos democráticos o no, a oligarquías que intervienen en su economía e instituciones, y que se sostendrán gracias a la subida de impuestos a sus ciudadanos, sometidas a un único gobierno mundial.
Apartada la Iglesia, el mundo unido de la Cristiandad ha sido primero dividido, luego resquebrajado en cada parte, y al fin retirado. Aunque el que retenía el misterio de iniquidad, el don de infalibilidad otorgado al Papa por Espíritu Santo, no fue quitado del Cuerpo Místico de Cristo hasta la elección del primero de los usurpadores de la Sede de San Pedro en la era contemporánea: Roncalli, Desde 1958 todos los sucesores de Roncalli: Montini, Albino Luciani, Wojtyla, Ratzinger, y Bergoglio, representan, en conjunto, y expresan lo que San Pablo, inspirado por Dios, nos narra: que el obstáculo (το κατέχον) ha sido retirado; o sea, que el carisma de la infalibilidad, prometido a San Pedro y sus sucesores, no lo ostentan ninguno de los seis citados falsos vicarios de Cristo. La Iglesia, pues, está sin cabeza visible desde 1958, y sin Vicario de Cristo que enseñe y defienda la inviolabilidad de una ley superior.
Si es cierto que la mayoría de los estados nacionales se basan en el concepto rousseauniano de contrato social, sigue sin reconocimiento la cuestión de la existencia de una ley superior, natural, que fundamenta todas las demás –denominadas leyes positivas-. El contrato social implícito en la Declaración francesa abandona el fundamento del deber de hacer depender las leyes humanas de una ley natural preexistente y las hace depender, en cambio, de la razón, a la que considera la vía para alcanzar la paz. De inmediato surgirán innumerables peligros para el hombre, cada vez más crecientes, por no poseer una correcta percepción de la naturaleza humana, frágil y sujeta a las pasiones humanas más desordenadas, como se demostró por las dos guerras mundiales, al final de la cuales, le hizo decir hasta el mismo Leo Straus: « Rechazar el derecho natural lleva a decir que todo el derecho es positivo, es decir, que el derecho está determinado sólo por los legisladores y los tribunales de los diferentes países. Ahora bien, es evidente que es perfectamente sensato y a veces también necesario hablar de leyes y de decisiones injustas; al hacer estos juicios, afirmamos implícitamente que hay un principio de lo justo y de lo injusto que es independiente del derecho positivo y que es superior a él: un principio gracias al cual somos capaces de juzgar el derecho positivo».
Este tipo de pensamiento, sin embargo, encuentra un fortísima resistencia, porque implica una concepción preliminar de la naturaleza humana, ante el cual se ha rebelado el hombre moderno, las naciones y las sociedades, por haber destruido previamente tal concepto; concepto de naturaleza: inmutable para la Iglesia y para el hombre durante la Cristiandad, pero que ha sido exterminado por planificadas ingenierías sociales introducidas por el laicismo a través de los cambios filosóficos y jurídicos a causa de espurios intereses políticos y del afán de dominio global, usando medios contra ese mismo derecho natural, tales como la ciencias genéticas, médicas, la física, etc., y para cuyos fines se han utilizado las más gigantescas campañas de propaganda conocidas.
Piénsese en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU. La actual concepción, no natural, que está en la base de la tendencia libertaria e individualista que señala toda la ideología de los derechos humanos está debilitando la base de la autoridad – obsérvese, v.g., la eutanasia, o el derecho a elegir el “género” (gender) de pertenencia-. ¿Si no se fundamentan en la ley natural, qué pretensión pueden tener los derechos humanos de constituirse en los principios morales y jurídicos a partir de los cuales sean juzgadas las leyes o normas morales emanadas de la Iglesia o de autoridades civiles que se guíen por las leyes de ésta y por las leyes naturales? Pocos católicos, en el presente sin cabeza visible en la Iglesia, son conscientes que poco a poco el concepto de derechos humanos ha venido a sustituir el de derecho natural; y llegan incluso a usar esos mismos derechos como fundamento de sus argumentos en su oposición al poder. Sólo un pequeño resto de verdaderos fieles católicos sostiene con Pío XI, en su magisterio contra el comunismo, la grave y urgente necesidad de volver al derecho natural. Por desgracia, los últimos usurpadores de la Sede de San Pedro conceden a las Naciones Unidas una esperanzadora realidad y otorgan a dicha organización un papel de guía moral, llegando a suspirar, incluso, por una autoridad mundial, como hizo Ratzinger en Caritas in veritate.
El derecho natural despreciado ha sido sustituido por el humanitarismo que se distingue por su raíz crítica hacia la tradición cristiana. El humanitarismo era entendido por Augusto Comte en el siglo XVIII como el conjunto de seres pasados, presentes y futuros que concurren libremente a perfeccionar el hombre universal, que presuponía una divinización de la historia, de la producción, de la tecnología y del progreso; pero devino en el presente en un sentido más concreto orientado hacia la intervención, es decir en una simple sensibilidad altruista vacía de lo cognoscitivo y sin norma. Por eso no debemos asombrarnos si el humanitarismo se presenta hoy como una religión laica percibida por el mundo como más verdadera que la tradicional. La sacralización de los derechos humanos constituye probablemente el mayor hecho ideológico de los últimos cincuenta años. Para el hombre moderno la única luz de que dispone son las certezas del presente que fantasea extender al futuro, pero carece ya de una idea de porvenir como horizonte que construir y que exige la fe, la elección y el sacrificio de sí mismo. La fe en el futuro es reemplazada por la indignación o por la culpabilidad por el hecho de no estar allí, y por la tiranía impotente de los “buenos sentimientos”. El hombre moderno es carne de yugo, manada para la esclavitud de cualquier orden nuevo que prescinda de lo sobrenatural y se le imponga.
De la crisis de esta ideología, incapaz de ligar sus fundamentos con el derecho natural, pero caracterizada por su pretensión de gobernar todo y a todos, nace la tendencia de transformar los derechos humanos en una religión laica, en un dogma incuestionable. Esta religión laica con pretensión de sustituir a la cristiana, para tener éxito ha de tener una pretensión de totalidad, o sea, una explicación completa del hombre y del mundo; la existencia de textos canónicos transmitidos; y un conjunto de imágenes y símbolos emblemáticos y lenguaje propio (Por ejemplo: usar la paráfrasis “crisis humanitaria” para definir una guerra genocida, es usar un eufemismo para definir el mal; o usar para definir el crimen del aborto, la terminología “interrupción voluntaria del embarazo”, es otro eufemismo que le resta la grave carga moral) . Los derechos humanos, a través de la ideología derivada de ellos, parecen responder a este esquema. En la nueva religión de los derechos humanos todos estos elementos están presentes y son usados como armas contra la Religión Católica.
La inicial declaración de los derechos humanos fue ampliada en 1966 y en sucesivas conferencias como las del Cairo sobre población y desarrollo del año 1994 en la que se reconoció a las mujeres el monopolio de los derechos sexuales y reproductivos con un cariz abiertamente anti familiar. La revolución del 68 del pasado siglo supone la separación y ruptura definitiva entre el acto sexual y la reproducción; hecho que dogmatiza las Naciones Unidas y confirma el “magisterio” de los falsos papas señalados ut supra. Las poblaciones del tercer mundo no tienen la palabra, porque son los ideólogos humanitarios los que deciden qué necesitan; son ellos los que elaboran el derecho positivo y lo mandan ejecutar a sus esbirros: los organismos subvencionados no gubernamentales. El final de las ideologías utópicas ha sido sustituido por este “pensamiento único”, de credo totalitario y claramente nihilista, sacrificando el problema del sentido; lo que cuenta es estar con las víctimas, sin distinguir entre caso y caso, o sea, quién sea el verdugo y quien la víctima (Uno de estos casos, entre muchos, tuvo lugar en Ruanda en 1994, cuando los Cascos Azules fueron acusados de abandonar a los tutsis a manos del exterminio hutu, con el resultado del asesinato del 75% de la población de aquellos ante los propios ojos de las fuerzas de las Naciones Unidas, que se comportaron neutrales ante este genocidio. Otro ejemplo más reciente fue lo ocurrido en Haití en 2007, cuando un centenar de los integrantes de las tropas fueron acusados de abuso y explotación sexual contra la población. En junio de 2015, la revista estadounidense Foreign Policy reveló una investigación interna de Naciones Unidas sobre un posible ocultamiento de denuncias por abusos sexuales a menores de edad perpetrados por Cascos Azules de la ONU y fuerzas de paz en Guinea, Chad y Guinea Ecuatorial en misiones en África.
Ante la solicitud de una autoridad mundial con influencia legisladora (Ratzinger, Bergoglio), la iglesia del conciliábulo ha decidido apoyar la agenda globalista. O sea, a un poder privado que sustituya o instrumentalice a los gobiernos de las naciones, que son los peones de sus intereses globalistas, económicos y políticos, que establecen los criterios de un derecho y una moral contra natura. Esa agenda es real y está en la mente del poder mundial y se está aplicando por el contubernio de una cábala secreta.
Los propósitos de la conspiración de este contubernio no los inventamos, sino que algunos de sus miembros los hacen públicos. Por ejemplo, el propio David Rockefeller, fundador además de la Comisión Trilateral, señalada por muchos como una asociación de naturaleza satánica, absorta en rituales místicos y conspiraciones globales lo señala: «Algo debe reemplazar a los gobiernos y el poder privado me parece la entidad adecuada para hacerlo» (declaración publicada el 1 de febrero de 1999 en Newsweek International.
Algunos podrán preguntarse qué es el globalismo. Dejemos que un conspicuo ideólogo del mismo nos lo defina Así escribe en sus memorias Rockefeller: «Algunos incluso creen que nosotros, la familia Rockefeller, somos una cábala secreta que trabaja contra los mejores intereses de E.E. U.U. y caracterizan a mi familia y a mí mismo como internaliocianistas que conspiran contra otros alrededor del mundo para construir una estructura más integrada de un sistema global, político y económico; un mundo, si ustedes quieren; pues bien, si esa es la acusación me declaro culpable y orgulloso de ella.»
En los tiempos modernos han llevado a insólitas declaraciones de derechos que parecen ser poco más que caprichosas listas de deseos.
En el Derecho romano, derecho o ius era principalmente la propiedad de cosas, su relación adecuada, no una demanda que reside en agentes individuales debido a su status como seres humanos. Esto hunde sus raíces en la concepción aristotélica del derecho o la cosa justa, to dikaion. En los últimos siglos la noción de derecho ha llegado a ser casi un sinónimo de derecho-petición (reclamación) que es inherente a las personas como tales y que los acuerdos políticos deben tener en cuenta.
Todo acto humano voluntario y libre es bueno o malo, y pocos actos humanos son indiferentes en sí mismos porque casi siempre producen efectos buenos o malos, justos o injustos en el que lo ejecuta y/o en las personas que lo sufren o se benefician de él. Si no fuera así, se podría reivindicar el derecho a la pederastia, al consumo y venta de drogas, al incesto, al estupro, a la eutanasia, a la homosexualidad, al matrimonio homosexual, al adulterio, e incluso al robo, a la mentira y al homicidio, al parricidio, al infanticidio y al aborto y muchas otras inmoralidades que harían esta lista interminable.
El riesgo que corremos es el de afirmar el valor absoluto del individuo al margen de la responsabilidad moral, lo cual puede ser catastrófico para nuestra civilización. Y es que cuando la persona pierde su dimensión moral (el sentido del pecado) piensa que todo está permitido.
No se puede separar el nacimiento del Estado –del Estado moderno– de un complejo de factores ideológicos que, al tiempo, militaban para dar muerte a la vieja Cristiandad.
En resumen:
Lutero desgarró la unidad entre el mundo natural y el sobrenatural, pues el reino espiritual tiene por finalidad la salvación por la fe y el reino temporal la vida natural del hombre, sin que para él haya relación entre uno y otro.
Maquiavelo trastrocó el planteamiento del problema básico de la política tradicional, que partía de la cuestión de derecho, es decir, de la búsqueda de la justicia general, sustituyéndolo por el intento de esclarecer la cuestión de hecho, esto es, atendiendo a cómo son los hombres y cómo pueden ser manejados.
Bodino, por su parte, al dotar del rasgo de la soberanía al poder político, hizo que éste absorbiera, de un lado, el derecho, y de otro los poderes sociales. Por eso ha podido observarse que con la doctrina de la soberanía se establece la identidad entre lo legal y lo legítimo, afirmando –coherente pero absurdamente– que el criterio del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, se constituye a través del ordenamiento jurídico positivo, cuyo fundamento no es otro que el poder.
Hobbes quiso restaurar los principios “morales” de la política, pero sólo al nivel del “realismo” de Maquiavelo, es decir, prescindiendo de las virtudes morales, que de acuerdo con la tradición clásico-cristiana buscaban la perfección del hombre como animal racional y social. Para eso tuvo necesidad de cambiar no sólo el concepto sino también el fundamento de la ley natural. En efecto, el concepto de la naturaleza sufrió un radical cambio de significado en la perspectiva de los pactistas. El hombre “deja de ser contemplado como un animal racional y político, y en todas sus relaciones con el orden de la creación. Se le reduce a individuo aislado y abstracto y, además, la observación se circunscribe a contemplar una sola de sus apetencias o cualidades, que se estima como la fundamental. Por otra parte, estos autores “ya no buscaron el fundamento de la ley natural en la naturaleza, ni en el fin del hombre, sino aislándolo en sus orígenes, en su estado de naturaleza”, del que extrajeron un dato determinante (el temor a la muerte violenta en Hobbes, el deseo innato de bienestar en Locke o la libertad natural en Rousseau).
Así pues, en el Estado aparece la voluntad humana, que no puede ser injusta, liberada de la naturaleza, de la moral, del derecho y los poderes sociales, de cualquier sustancia comunitaria. Se produce la conversión del Estado (éticamente) neutro en Estado productor de la ética.
Tanto Rousseau como Hegel entienden que la ética es un producto del Estado y que, por tanto, la ley positiva del Estado es la fuente de la moral y de la justicia. La legalidad constituye, pues, el criterio supremo y lo que el Estado establece es “moral” y “justo” sólo porque ha sido establecido por el Estado. Una tal doctrina representa la aniquilación de la ética y la reducción del derecho en última instancia a expresión de un mero poder que pretende legitimarse a sí mismo. Lo que sirve para los regímenes llamados totalitarios, también es para los regidos por la democracia (“moderna”).
Spinoza había explicado con toda claridad las raíces de ese “Estado ético”. Escribe que “siempre que en un Estado se admita el ejercicio de una autoridad independientemente del poder político habrá, necesariamente, escisión y lucha, como ocurrió a los reyes de Israel, a los que pretendían juzgar los Profetas”. A partir de aquí es claro que “sólo el poder político puede ser fuente de la vida moral”, de modo que “los que tienen el poder soberano son guardianes e intérpretes, no sólo del derecho civil, sino también del sagrado, y que únicamente ellos tienen derecho a decidir qué sea lo justo y qué lo injusto, lo que sea conforme o no a la piedad”. De ahí la conclusión de que, “en orden a mantener el derecho de la mejor manera posible y asegurar la estabilidad del Estado, conviene dejar a cada uno libre de pensar lo que quiera, y de decir lo que piense”. ¿Hay algo más familiar que la afirmación de que la Declaración sobre la Libertad Religiosa del Vaticano II representa la adopción por la Iglesia de opiniones morales y políticas que fueron previamente condenadas? La libertad de conciencia y de religión constituye, pues, el medio más seguro para que el Estado se afirme como fuente única de la moralidad. Así descristianiza el liberalismo. Como había visto León XIII al señalar que viene del ateísmo que el Estado conceda a todas las religiones iguales derecho.
El “Estado ético” se vio obligado a absorber la ética en el derecho, o mejor, en la legislación, sea ésta producto de la voluntad del Estado o fruto de las llamadas “opciones compartidas” de un estado débil: “La ética y el derecho no tendrían ninguna consistencia: de bien y de justo sólo sería posible hablar en un sentido relativista; lo que se entiende bueno y justo lo sería tan sólo con referencia a la voluntad cambiante del Estado o a un contexto social que instituye convencionalmente estos dos criterios”. Las consecuencias que derivan de lo anterior no son pocas ni pequeñas. En especial, de ser rigurosos en la aplicación de las premisas, debiera considerarse ilegítima toda “imposición” y, consiguientemente, la educación o –en otro orden– el bautismo administrado a los menores, pero también las terapias practicadas a éstos (más aún cuando son preventivas como las vacunas) y aun la concepción y el nacimiento. El derecho penal sería también, de resultas, injustificable, y en particular algunos tipos delictivos (como el homicidio consentido o el suicidio intentado, y aun el asistido) supondrían una inconcebible limitación de la libertad. Digamos algo sobre el impacto de esta concepción en el pensamiento de los faslsos papas desde Roncalli hasta Bergolio sin interrupción, que –apodándola de “positiva” o “nueva”– la ha asumido erróneamente. La vía (rectius, una de las vías) no ha sido otra que la libertad de conciencia y religión. Y es que la laicidad, significa, sobre todo, una posición de autonomía en el orden de la indiferencia y, por tanto, la reivindicación de la libertad de pensamiento y de conciencia como condiciones de independencia frente a la realidad y la ética (entendida como orden moral), así como cualquier autoridad. Lo explica muy claramente: “La tesis según la cual la libertad de religión lleva consigo la laicidad puede parecer, a primera vista, paradójica. Quizá sea contraria a la doxa, esto es, contra la opinión corriente pero que no es sostenible. Si se considera, en efecto, lo que se ha dicho, por más que brevemente, parece claro que la libertad de religión es la negación de toda religión. Negación, sobre todo, de toda religión revelada, a la que sólo se puede adherir siempre que se la transforme en creencia y en sentimiento personal, modificando así –si fuera posible– la naturaleza de la misma religión. La libertad de religión no es otra cosa –como acabamos de decir– que la pretensión a ver reconocida como legítima la propia creencia (incluso la atea) y, por ello, a ver reconocido el “derecho” a su profesión en público y en privado. Lo que no es sinónimo de “no coerción” en lo que toca a la fe y a la adhesión a la Iglesia. Es mucho más. Y, sobre todo, es algo distinto. Rosmini diría que es una forma radical de impiedad”.
Anterior la Nación y el Gobierno al Estado, pues aquél es perenne y éste histórico, la decadencia del segundo hubiera podido determinar el retorno del primero. El nihilismo rampante –en cambio– lo ha impedido, determinando el brote de un subrogado suyo: el de la gobernanza o, más propiamente, el desgobierno de la globalización. Como en el Estado ético, aunque bajo otras formas, lo que no se deja ver por parte alguna es la moral. Y es que el Estado debe subordinarse a la ética o la moral. Ese sería (pese a las dificultades terminológicas que se suscita y que, tras lo anterior, se comprenderán sin dificultad) el verdadero “Estado ético”. El que está intrínsecamente ordenado. El que persigue el bien común y, consiguientemente, no puede desentenderse de la verdad. El que respeta la invariante moral del orden político. El Estado católico, en resumidas cuentas, que no se basa tanto en razones de fe como y sobre todo de razón.
Sin embargo, la ingeniería social que ha hecho acto de presencia conforme el Estado providencia desaparecía de la escena más o menos discretamente, nos ha hecho ver cómo también reúne la condición de “máquina ideológica”: pretende modificar el comportamiento de los ciudadanos, su visión del hombre y del mundo, e imponerles por ahí una nueva forma de moral. Es el Estado “moralizador” o mejor dicho, inmoral, que no puede dar sino lecciones, y que –descalificado en el campo económico y social tras la caída del Muro de Berlín– encuentra en la tarea de la “moralización” una salida a su impotencia. Con diferentes medios, del derecho “blando” movido (en apariencia) por buenas intenciones al “duro” que se impone por prohibiciones (como en el ilegal estado de alerta sobre los madrileños).
En conclusión, el Estado se ha constituido en sujeto y fuente del derecho inmoral contra natura, constituyéndose sus gobiernos en peones de una cábala secreta privada, de la cual hablaremos en la segunda y tercera parte de esta Vª Revolución. Para vergüenza de todos los hombres de buena voluntad, comprobamos con sonrojo que la falsa iglesia del conciliábulo, no sólo abandonó el derecho positivo divino, sino que está comprometida con la agenda que aniquilará el derecho natural como fuente de las leyes.
El objeto de esta agenda globalista es destruir los tres obstáculos fundaméntales que son la única reserva para luchar contra los fines de Satanás: 1º) La Iglesia católica, hoy reducida a un rebaño esparcido y reducido, sin Papa, para acallar la más valiosa voz moral. De ahí la urgentísima necesidad de que los pocos obispos católicos elijan al Vicario de Cristo que alce la voz contra este dominio sobre la humanidad por las fuerzas infernales; los obispos tienen en esta tarea un deber gravísimo ante Dios, de cuya dilación darán cuenta el dies irae. 2º La familia que implica el crecimiento de la población mundial, contraria a los planes de las cábalas secretas que pretenden una reducción demográfica drástica, brutal (de ahí las leyes contra natura sobre el aborto, el estéril matrimonio homosexual, el cambio de sexo, la adopción de niños por parejas homosexuales, la paidofilia. Desde que se legalizo el aborto hasta el presente han sido asesinados en todo el mundo más de mil cuatrocientos millones de niños en los vientres de sus madres; es como si desaparecieran todos los ciudadanos de China por asesinato. 3º La soberanía nacional y su cultura enraizada en principios cristianos, cuya soberanía estorba a sus planes de esclavización.
La Iglesia católica, una vez elegido un Papa legítimo, puede y debe establecer alianzas tácticas sólo con instituciones que, fundamentadas al menos en el derecho y moral natural, defiendan los tres pilares que hemos señalado más arriba. De ninguna manera es legítimo a un católico apoyar o votar representaciones políticas adversas a estos fundamentos, bajo pena de pecado. Solo de acuerdos con representes civiles que defiendan, amparados en el derecho natural, estas instituciones básicas puede esperar la Iglesia, con el auxilio divino, un porvenir – aunque no sea inmediato- en el que su doctrina infalible permeabilice la multitud de almas. Todo retraso en la elección del Vicario de Cristo es ventaja dada al inicuo para la perdición de más almas, cuya responsabilidad recae especialmente sobre los hombros de los obispos. La ley natural, es decir, la participación de la ley eterna en la criatura racional está siendo ofuscada en el entendimiento de los hombres, y a la luz de la realidad, Satán lo está consiguiendo, sin que los católicos apenas hagan algo para oponerse al Dragón.
+Bendiciones
P. José Vicente Ramón.
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