LAS PUERTAS DEL INFIERNO NO PREVALECERÁN
Comencemos con los hechos indiscutibles. Tanto si lo creemos como si no, y tanto si nos parece posible como si no, lo que está clarísimo es que después de un Concilio escandaloso que carecía de regularidad y dignidad, la religión Católica ha sido cambiada. En el orden práctico, ésta ha sido reemplazada por otra religión, una religión que evoluciona, una religión en gran medida influenciada e inspirada por la Francmasonería y por el Marxismo y por lo que los Papas Pío IX y Pío X rechazaron abiertamente bajo la designación de «Modernismo». Habiendo creado un Concilio «ladrón» que cometió una multitud de errores tales como el rechazo de la «Unidad» de la Iglesia y el poner la Libertad Religiosa al nivel de la enseñanza infalible, la «Iglesia postconciliar» procedió a abolir el Juramento contra el Modernismo y el Santo Oficio. ¿Qué otro propósito podrían tener tales medidas sino el de privar a la Iglesia Tradicional -la Iglesia de todos los tiempos- de todas sus defensas? ¿Y qué le siguió? El cambio de los altares en mesas, el cambio de los sacerdotes en «presidentes», la invalidación de todos los sacramentos que no sean aceptables a los Protestantes, la mala traducción de las Escrituras, y sobre todo la degradación de los Templos y la destrucción de la Misa -cambios «humanistas» y demagógicos de la más grave naturaleza. El cardenal Suenens tenía razón cuando describió esto como «la Revolución Francesa en la Iglesia Católica».
Consideremos el principio de: «por sus frutos los conoceréis». Ahora bien ¿cuáles son los frutos de la nueva religión? Miles de sacerdotes han abandonado su vocación -y de los que permanecen un 25% solicitaron el permiso para casarse y se les negó. Monjes y monjas se secularizaron a miles. Los seminarios están virtualmente desiertos. La edad media de los sacerdotes en los Estados Unidos es de 50 años y pico, con un descenso del 40% del nivel actual para el final de la década. Mucho más trágico aún: a pesar de la amplia variedad de «liturgias» ofrecidas -desde conservadoras hasta radicales- millones de católicos han dado la espalda a la Iglesia, y para todo tipo de propósitos, la juventud ya no está interesada en lo que ella tiene que ofrecer. Solo un 15% de los fieles oyen todavía la Misa del Domingo y entre estos, mientras las comuniones suben las confesiones bajan, dando la impresión de que el pecado está disminuyendo. Un 80% de los católicos casados usan controles de natalidad y lo hacen creyendo que tal cosa no viola ningún principio divino; las estadísticas de divorcio no muestran ninguna diferencia entre los católicos y los otros; y en el campo práctico existe un completo caos con respecto al comportamiento sexual.
Junto a todo esto está la corrupción, es más, la destrucción de la doctrina y la teología. La aceptación de la evolución como un hecho en todos los campos -sea en biología, sociología, teología- incluso la tesis teilhardiana de que ¡el mismo Dios evoluciona! La abrogación de los cánones 1399 y 2318, el rehusar la Iglesia condenar a los herejes y la descarada indulgencia extendida a aquellos que, como Hans Küng -cuyo nombre es «legión»- envenenan el pensamiento de los fieles, son síntomas de la malignidad modernista ampliamente extendida. La así llamada «desacralización» y «desmitologización» de la Iglesia combinada con la mala representación de todo lo tradicional, ha acabado en una familiaridad y vulgaridad que lo ha invadido todo. Recientes intentos de disimular esto vistiendo a los presidentes (el clero) y a las monjas con la vestidura tradicional no ha cambiado en nada la situación.
El que tenga oídos que oiga. Pero ¿quiénes querían escuchar? Su eslogan y leitmotiv estaba colgado en la pared desde la apertura del Concilio y era el Aggiornamento («puesta al día», «actualización»), un concepto contrario a cualquier Religión basada en las verdades eternas y en la Revelación. Roncalli, alias Juan XXIII, declaró en aquella ocasión su intención de «salvaguardar el sagrado depósito de la fe con más efectividad». No se necesita mucha imaginación para entender lo que quería decir -y no dudó en declarar que «… la sustancia de la antigua doctrina contenida en el depósito de la fe es una cosa, y otra la manera en la que es expresada». Esta declaración es falsa y de hecho satánica, ya que abrió la puerta a todas las traiciones y falsificaciones que le siguieron. Las formulaciones tradicionales no son artículos de lujo superficiales, ellas son garantía de verdad y de eficacia; además ellas expresan adecuadamente lo que quieren decir -su adecuación es de hecho su raison d’être. ¿No es la verdad inseparable de su expresión? ¿No reside la fuerza de la Iglesia en que sus viejas expresiones son siempre válidas? Ellas solo disgustan a los que quieren hacer modernismo, cientismo, evolucionismo y socialismo apartándose del «Depósito de la fe».
Uno debe tomar un fenómeno por lo que es. Si uno ve un tigre en las calles de Nueva York, no necesita el telediario para saber que lo que ha visto es una realidad. Uno puede negar su existencia solamente arriesgándose a perder la propia vida.
A pesar de lo obvio, los hay todavía que, deseando tener «lo mejor de ambos mundos», quieren exculpar a la Iglesia postconciliar, y los que intentan explicar cómo «el humo de Satán» casi ha oscurecido «la bóveda de San Pedro». Algunos dicen que es porque el Concilio y las subsecuentes innovaciones fueron «mal interpretadas». Pero ¿por quiénes? Otros, proclamando a voces su lealtad a aquéllos que usurpan el Trono de Pedro, afirman que es por culpa de los obispos y cardenales que están alrededor de él. Pero ¿quién los eligió? ¿Desde cuándo ha sido abandonado el principio de respondeat superior? (Incluso el infierno tiene una estructura jerárquica). A pesar del hecho de que tales declaraciones están a menudo motivadas por el deseo de «tapar la borrachera de Noé», ellas son una combinación de improbabilidades y de hipocresía.
Tanto si nos gusta como si no, la culpa debe recaer principalmente sobre los «papas» postconciliares. Aunque ninguno de nosotros está libre de algo de culpa, son ellos quienes deben llevar la carga. Son ellos quienes aprobaron el Concilio y las Reformas, y sin su aprobación, ni el Concilio ni las Reformas hubieran tenido significado ni autoridad. Son ellos quienes han aplicado mal el principio de la obediencia para mantener a los fieles dentro de su línea. Son ellos quienes toleran toda desviación concebible mientras condenan sin ambages todo lo que es tradicional. No son individuos que han «caído en la herejía», o que, como diría Lefebvre, están «tocados de modernismo», (¿puede una mujer tener un toque de preñez?). Ellos son mucho peor, son herejes que han sido elegidos precisamente porque son herejes; son hombres que, según las leyes de la Iglesia Tradicional se han excomulgado a sí mismos desde hace tiempo. Y esta condenación se aplica virtualmente a todo el «cuerpo electoral» responsable de la implantación de lo que sólo se puede describir como una conspiración modernista. Además se aplica también a la aduladora jerarquía que se declara a sí misma una cum aquellos que están en el poder.
«Y Ciaphus era, en su propia opinión, un benefactor de la humanidad» (Blake). Hablar de una conspiración no es negar la sinceridad de aquéllos en ella involucrados. Porque ¿a qué hereje le falta sinceridad? Tampoco es afirmar que todo individuo que dio y da su aprobación sea un subversor consciente. (Aunque Nuestro Señor dijo que el que no está con Él está contra El, no condenar el error es tolerarlo). El resultado neto está claro. El Concilio y sus consecuencias fueron llevados a cabo de acuerdo a una conspiración de individuos a quienes el Papa San Pío X condenó claramente, y contra quienes él quería proteger a la Iglesia. Él llegó a declarar, en su calidad de Papa y por lo tanto ex cathedra, que cualquier individuo que defendiera incluso una sola proposición modernista condenada por sus Encíclicas y el Decreto Lamentabili estaba ipso facto (de inmediato) y latæ sententiæ (antes de la sentencia pública) excomulgado -es decir, por ese mismo hecho y sin necesidad de que nadie lo declare públicamente (Præstantia Scripturæ, 18 de Noviembre de 1907). Ningún padre (conciliar) que firmara los documentos del Concilio ni ningún miembro de la jerarquía que los aceptara y los enseñara, puede declarar que se queda fuera de la condenación. Todo aquél que se considere «en obediencia» a la nueva Iglesia, acepta implícitamente sus principios modernistas .
Consideremos la Libertad Religiosa. Es la idea de que todo hombre es libre para decidir por sí mismo lo que es verdadero y falso, lo que está bien y mal, y de que en su misma dignidad humana reside precisamente esta libertad. Imaginemos a Cristo en la Cruz diciéndonos que vino a establecer una Iglesia visible, «Una, Santa, Católica y Apostólica», y para confiarle a ésta aquéllas verdades necesarias para nuestra salvación, para asegurarnos, sin embargo, a continuación que no tenemos la obligación de escucharle, que somos libres para elegir por nosotros mismos lo que debemos creer y que nuestra dignidad humana real reside, no en conformarnos a Su Imagen, sino ¡en hacer tales elecciones! ¡Increíble! Y ahora, unos dos mil años después, nosotros encontramos al representante de Cristo cuya función es enseñarnos lo que Cristo nos enseñó, asegurándonos que como resultado de la Encarnación de Cristo, todos los hombres, incluso aquéllos que rechazan la misma idea de Dios, están salvados, que la Iglesia de Cristo, por su propio defecto, ha perdido su «unidad» y que la Crucifixiónno es sino «un testimonio de la dignidad humana del hombre», el cual tiene la aptitud para determinar por sí mismo lo que es verdadero y falso. ¡La locura goza de dominio absoluto!
Uno puede argumentar que estos falsos papas han dicho algunas cosas buenas. Tal cosa, sin embargo, no tiene importancia o interés en la situación actual en la que nosotros debemos decidir si ellos son o no son verdaderos representantes de Cristo en la tierra. Si ellos son verdaderamente «una persona jerárquica» con Nuestro Señor, entonces debemos obedecerles. Pero los Católicos deben entender que la infalibilidad del Papa depende totalmente de su propia obediencia a Cristo, y que cuando él rechaza a Cristo y falsifica sus enseñanzas, nosotros debemos rechazar su autoridad. Como dijo S. Pedro: «se debe obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5, 29). Un papa modernista es una imposibilidad. O bien es modernista y entonces no es Papa o bien es Papa y entonces no es modernista. Todo esto no es cuestión de elegir o escoger lo que nosotros debamos creer. Es cuestión de ser Católico. Negar este principio es declarar que ¡Cristo es un mentiroso! Santa Catalina de Siena nos dijo que un Papa que falsifique su función irá al infierno, y más adelante, que los que le obedezcan, irán allí con él. Acabemos con aquéllos que afirman que Juan Pablo II está intentando que la «Iglesia» vuelva a la Tradición. La mentira se expone fácilmente. Todo lo que él tiene que hacer es rechazar el Vaticano II y restaurar los Sacramentos tradicionales. Fuera de esto, él no es sino un lobo con traje de cordero dando gato por liebre.
¿Han prevalecido «las puertas del infierno»? Ciertamente que no. Los Católicos saben que Cristo no puede mentir. Examinemos entonces el significado de esta promesa. Lo que ella proclama es que la verdad vencerá al final aunque no necesariamente a «corto plazo». Que esto es «verdad» es una certeza intelectual, ya que el error solo se puede definir como la negación de la verdad. Ahora bien, la Iglesia Católica es verdadera, y por lo tanto, no puede ser totalmente destruida como no puede serlo la misma verdad. Pero esta Iglesia no se basa en números, ni en edificios, ni siquiera en la necesidad de la jerarquía. La verdad funciona ex opere operatio. Ella reside en los fieles (la jerarquía debe ser «de los fieles» antes de que estos puedan ser «de la jerarquía», o como los teólogos lo exponen, deben ser miembros de la «Iglesia creyente» antes que de la «Iglesia docente» (el Magisterio). Todo niño bautizado, según el rito tradicional, se convierte en «miembro del Cuerpo de Cristo». Y ¿qué es la Iglesia sino el Cuerpo de Cristo, la Presencia de Cristo en este mundo? Se sigue entonces de esto, como apunta Catalina Emmerich, que si hubiera solamente una persona viva que fuera verdaderamente Católica, la Iglesia residiría en ella.
La visibilidad es una cualidad de la Iglesia ¿Necesita la visibilidad una jerarquía? La cuestión está abierta a debate, pero el tiempo no ha terminado todavía su curso. En cualquier evento, los obispos tradicionales están disponibles, y si solamente sobreviviera un obispo tradicional, la jerarquía residiría en él. Sin embargo lo que hay que recordar es que la Iglesia no existe en razón de la jerarquía, es la jerarquía la que existe en razón de la Iglesia. Y la historia ha demostrado que los Católicos pueden vivir y mantener la fe durante siglos sin ninguna jerarquía. Dios conoce a los suyos y no los abandonará. Si un obispo es necesario para la visibilidad de la Iglesia, ciertamente que Dios proveerá uno. En última instancia, somos nosotros los que abandonamos a Dios, su verdad y su Iglesia, y no al contrario.
Alguien podría pensar que los cambios fueron más que suficientes para inducir a los fieles a la rebelión. La gran sorpresa, verdaderamente apocalíptica, fue que el pueblo católico no lo hizo. Y también que se pudiera demostrar lo que valían realmente los católicos «sinceros, piadosos, fervorosos y bien intencionados». Uno puede sentirse tentado a compadecerlos, pero como siempre, incluso en esta situación, «Dios conoce a los suyos». Se debe insistir sobre esto, ya que los verdaderamente inocentes son muchos menos numerosos de lo que se suele creer. El argumento que dice que no es posible ni probable que Dios abandone «a los suyos» presupone que «los suyos» no merezcan ser abandonados, cuando de hecho estos lo merezcan precisamente hasta el punto en que sean abandonados realmente.
¿Por qué no se rebelaron los Católicos? Bueno, ante todo, algunos lo hicieron, pero su postura era indeterminada debido a un pobre liderazgo. Psicológicamente dependientes de la jerarquía y del clero, buscaban una guía que no les fue proporcionada. Los modernistas, trabajando durante décadas, habían preparado el terreno, e incluso aquéllos que no eran subversivos tenían su fe corrompida y por lo tanto debilitada. Quizá hubieran en el Concilio 70 personas que -hacia el final- comenzaron a comprender lo que estaba ocurriendo. ¡Ya no los hay! Y entre ellos ninguno estuvo dispuesto a tomar una clara postura drástica con sólidos fundamentos. Incluso Lefebvre basó su oposición en falsas premisas teológicas, arguyendo por ejemplo que se puede desobedecer a un Papa válido . En segundo lugar, durante décadas, los fieles fueron inadecuadamente instruidos en su fe y desanimados a llevar una activa vida espiritual. Educados en colegios secularizados, adoctrinados por sacerdotes «liberales», ellos eran, en general, modernistas sin saberlo. Y finalmente, tanto el clero como los laicos, encontraron el mundo moderno seductivamente atractivo. Ellos se hallaron con el rechazo y el desprecio del mundo moderno -un mundo que había repudiado a la Iglesia y que como el hijo pródigo se había alejado del seno del padre -cada vez más intolerable. Ellos no podían aceptar la desaprobación de este mundo en el cual creían aun más firmemente que en Cristo. El Concilio declaró que la Iglesia no sólo estaría de hoy en adelante «abierta al mundo», sino ¡que lo «abrazaría»! Su objetivo declarado y su promesa era el aggiornamento para introducir a la Iglesia «dentro del siglo XX», hacerla parte de él y aceptable a este mundo. Ya no proclamó que era necesario que el hijo pródigo volviera al seno del padre. En vez de esto, abandonando tanto su función como su identidad, ella proclamó que el padre estaba obligado ¡a comer la bazofia apta solamente para cerdos! Clero y laicado -excepciones aparte- se precipitaron de cabeza al mar a gastar su patrimonio como si no hubiera un mañana. Esto es en lo que consiste el corazón de la conspiración. Esto es lo esencial del caso. Esto es lo que creó el humo que remolinea en la Basílicade San Pedro. Esta chispa de rebelión, que está presente en el alma de todo hombre, solo necesitaba unos «aires de cambio» para crear un infierno.
No obstante, como siempre ha ocurrido a lo largo de la historia de la Iglesia, un resto persiste en mantener la plenitud de la fe. La verdadera Iglesia se puede encontrar entre aquéllos que creen y continúan creyendo de la misma manera que sus antecesores. Son ellos quienes dan testimonio de la verdad de la promesa de Cristo. Son ellos quienes proporcionan la prueba de que «las puertas del infierno no han prevalecido». No todos son profundos teólogos. No todos están sin pecado. Pero se les puede reconocer por su insistencia en los sacerdotes verdaderos, en la verdadera doctrina y en la verdadera Misa -la Misa de todos los tiempos.
Algunos acusarán a los Católicos tradicionales -que son los que insisten en mantener la totalidad de la fe Católica intacta y que por lo tanto rechazan la nueva religión de la Iglesia postconciliar- de estar en el «cisma». Tal acusación es falsa. En realidad, el cismático es el que se aparta de la verdad y no el que insiste en ella. Y si es necesario que uno se separe de algo para salvar la verdad, ¡larga vida al cisma! Pero en realidad, no es el Católico tradicional el que está en el cisma, sino aquéllos que son responsables de cambiar la fe Católica. Pero seamos claros y honestos. La nueva Iglesia no es cismática, es herética. De igual manera los Católicos tradicionales son acusados de ser Protestantes porque desobedecen al papa. Pero tales acusaciones son falsas. Los Católicos tradicionales no «eligen y escogen» lo que desean creer, sino que se adhieren con todo su corazón a lo que la iglesia siempre ha enseñado y hecho. Tampoco están desobedeciendo al Papa. Ellos creen que se debe obedecer al Papa, mientras sea el Vicario de Cristo en la Tierra y una «persona jerárquica» con Nuestro Señor. Ellos saben que cuando Pedro habla, es infalible porque es Cristo quien habla por medio de él. Ellos son acérrimos papistas y lo que están haciendo es nada menos que negarse a desobedecer a Pedro. En tal situación ellos están obligados a desobedecer a aquéllos que hablan falsamente en nombre de Pedro. Obedecer a los «papas» herejes y modernistas es declarar que son «una persona jerárquica» con Nuestro Señor y por tanto que Cristo enseña cosas falsas -¡quod absit!
Es un hecho desafortunado que muchos de los tradicionalistas no quieren ser etiquetados como «integristas» o «sedevacantistas». Y ¿por qué no? ¿Por qué detenerse a medio camino? Esto solamente nos lleva a reñir por causa de las posturas más absurdas, o a una timidez de lenguaje combinada con unos convencionales e infantiles sentimentalismos. Si los «papas» postconciliares son verdaderos Papas, obedezcámosles. Pero si no, obedezcamos a Pedro y por medio de él a Cristo. La gente dice estar «confusa» o «preocupada». ¿Por qué? Los antiguos catecismos están siempre ahí y las modernas innovaciones en principio no son diferentes de las de una época anterior. El pecado puede cambiar de estilo, pero no de naturaleza. «No hay mayor derecho que el de la verdad», y a pesar de las enseñanzas del Vaticano II, «el error no tiene derechos en absoluto».
Los Católicos tradicionales dan a menudo escándalos al discutir entre ellos. En comparación la nueva Iglesia parece más unida. En realidad lo está, ya que acepta bajo su tutela toda desviación concebible. Pero si los Católicos tradicionales parecen divididos es porque, en ausencia de un claro liderazgo, cada grupo individual procura determinar por sí mismo lo que es verdaderamente Católico. Lo que se necesita es un profundo estudio y una entrega a lo que es verdaderamente Católico por parte de todos. Parafraseando a Lenin, no tengamos enemigos a la derecha -nadie más ortodoxo y nadie más tradicional que nosotros mismos. Estemos unidos en la verdad, manifestada en la constante enseñanza y práctica de la Iglesia a través de los tiempos. Así que Dios nos ayude.
Es extraordinario que el clero moderno afirme estar interpretando «los signos de los tiempos». Cristo describió «los últimos tiempos» con colores muy sombríos. La Escritura advierte de una erupción del mal sin precedentes, llamada por San Pablo Apostasía, en medio de la cual aparecerá el «terrible hombre de pecado» e «hijo de perdición», el singular enemigo de Cristo, o sea el Anticristo; que esto será cuando dominen las revoluciones y la actual estructura de la sociedad se rompa en pedazos. Se nos dice que «ellos mancharán el Santuario en gran número y que quitarán el sacrificio perpetuo y que pondrán allí la abominación de la desolación». ¿No habla Jeremías en Nombre de Dios cuando dice: «Mi Tabernáculo está desolado, todas mis cuerdas están rotas. Mis hijos se han alejado de Mi… Porque los pastores han obrado el mal y no han buscado al Señor»? ¿Y no se nos dice que «se alzarán muchos falsos cristos» que predicarán falsas doctrinas y que incluso los aparentes elegidos serán engañados? Finalmente ¿no es el mismo Cristo quien nos dice que a su Venida final solo quedará un «resto» -un «resto» perseguido por el Anticristo? A pesar de tales advertencias el moderno Sanedrín de Roma insiste en apoyar y fomentar las fuerzas de la Revolución, y en proclamar su intención de crear un mundo mejor, en el que los principios de la Revolución Francesa se vean realizados -donde todos los hombres sean libres, iguales y vivan en una paz fraternal. Y con esto a la vista, se ha comprometido en la creación de una religión mundial en la que todos los hombres -incluso los ateos- estarán reunidos juntos como «pueblo de Dios» y la salvación será como el Vaticano II predica «un proceso comunitario». Afortunadamente, los Católicos tradicionales también saben interpretar los signos de los tiempos. Ellos ven en todo esto el cumplimiento de las profecías de las Escrituras. Es por lo que insisten en ser el Resto tradicional. Que Dios les dé el don de la perseverancia.
«Es necesario que ocurran escándalos…» Y esto no es porque sea alguna decisión arbitraria por parte de un Dios Personal -quod absit- sino porque se debe al necesario «juego» ontológico que resulta de la Omniposibilidad, que está inevitablemente relacionada con las contradicciones y privaciones sin las que el mundo no existiría. Dios no desea un «mal dado» sino que tolera «el mal como tal» en vista del aún más grande bien que resulta de éste.
Ad mayorem Dei gloriam.
Pbro. Rama P. Coomaraswamy, D.M. Gentileza de la Fundación San Vicente Ferrer
¿que gran bien produce esto? ninguno, sólo millones de almas perdidas al infierno. En esta época no apliquen esa parte de la Doctrina. En esta época el mal es porque fueron desobedientes -por supuesto los posconiliares no podrían ser otra cosa- con el pedido de Fátima de hacer la consagración de Rusia. Hoy día no es que Dios tolere el mal sino que el mal es consecuencia de la desobediencia, Dios tenía un plan, o nos adherimos a él o sufrimos las consecuencias.
Decisiones arbitrarias toman los usurpadores desde roncalli. Hacen todo lo posible para que los planes de Dios no se concreten. Las puertas del infierno es la frase preferida de los neocones, la aplican a casi todas las situaciones cual pieza de rompecabezas que entra en todas partes. Las puertas del infierno -según leí- los padres de la Iglesia la aplicaron a la boca de los herejes.
1. En esta foto están tres personas implicadas en la elección del «Papa» Lino II.
2. Malachi Martín era un ocultista, y más todavía. Ver aquí:
http://callmejorgebergoglio.blogspot.com/2018/12/the-malachi-martin-dossier.html
3. Coomaraswamy escribió un genial libro «La destrucción de la tradición católica», pero esto es muestra como sedevacantismo puede terminar muy mal. Consecuencia del tiempo sin pastor. Pero encontrarlo a la fuerza, es peor todavía.