2. Exhortación al martirio ( Exhortatio ad martyrium).
Este es el título que los manuscritos y ediciones dan a la obra de Orígenes Sobre el martirio (?e?? µa?t?????), como la llaman, por abreviar, Pánfilo (Apol. pro Orig. 8), Eusebio (Hist. eccl. 6,28) y San Jerónimo (De vir. illust. 56). La compuso al principio de la persecución de Maximino el Tracio, el año 235, en Cesárea de Palestina. Efectivamente, el tratado va dirigido a Ambrosio y Protecto, diácono y sacerdote, respectivamente, de la comunidad cristiana de aquella ciudad. Trata de un tema muy caro al autor durante toda su vida. De su primera juventud, Eusebio nos narra el hecho siguiente:
Cuando el incendio de la persecución iba aumentando y miles de fieles habían ceñido ya sus sienes con la corona del martirio, se apoderó del alma de Orígenes, que era todavía muy niño, un deseo del martirio, hasta el punto de exponerse a los peligros, lanzarse y saltar valerosamente a la lucha. Poco faltó para que el término de su vida estuviera muy cerca de él; pero la Providencia divina y celestial, buscando la utilidad de muchos, puso, por medio de su madre, obstáculos a su ardor. Esta, pues, le suplicó primero de palabra, rogándole que se compadeciera de sus sentimientos de madre; mas luego, al verle aún más excitado y totalmente poseído por el deseo del martirio, cuando se enteró de que su padre había sido detenido y encarcelado, escondió todas sus ropas y le obligó de esta manera a permanecer en casa. Mas él, viendo que no podía hacer otra cosa y sintiéndose inflamado por un celo superior a su edad, que no le permitía permanecer inactivo, mandó a su padre una carta de exhortación al martirio, en la que le animaba, diciéndole textualmente estas palabras: “Guárdate de cambiar de parecer por razón de nosotros” (Hist. eccl. 6,2,2-6).
Esa fue la primera “exhortación al martirio” de Orígenes. El libro que escribió sobre el mismo tema el año 235 demuestra que su entusiasmo no había cedido en nada. Sin embargo, en los capítulos 45 y 46 advierte, no sin intención, que este deseo del martirio no es compartido por todos. Había quienes consideraban indiferente que un cristiano sacrificara a los demonios o invocara a Dios bajo un nombre distinto al verdadero. Había otros que no veían crimen en consentir en el sacrificio mandado por las autoridades paganas, juzgando que basta con “creer en tu corazón.” Para esta clase de gente escribió Orígenes su tratado.
La introducción de la obra hace pensar en el comienzo de una homilía. El autor cita a Isaías 28,9-11 y aplica estas palabras bíblicas a sus dos destinatarios, Ambrosio y Protecto. Su fe, sometida a prueba, ha sido hallada fiel. Les exhorta a permanecer firmes en las tribulaciones, porque, después de un corto tiempo de sufrimientos, su premio será eterno (c.1-2). El martirio es un deber para todo cristiano verdadero, porque los que aman a Dios desean unirse a El (c.3-4). La entrada en la bienaventuranza eterna se concede solamente a los que han confesado la fe con valentía (c.5).
La segunda parte previene contra la apostasía y la idolatría. Negar al verdadero Dios y venerar a los dioses falsos es el mayor de los pecados (c.6), porque es una insensatez adorar a las criaturas en vez del Creador (c.7). Dios quiere salvar a las almas de la idolatría (c.8-9). Los que cometen este crimen entran en unión con los ídolos y serán severamente castigados después de la muerte (c.10).
La tercera parte contiene la exhortación al martirio propiamente dicha (c.11). Se salvarán solamente los que llevan la cruz con Cristo (c.12-13). El premio será en proporción a los bienes terrenos que uno haya abandonado (c.14-16). Pues renunciamos a las divinidades paganas cuando éramos catecúmenos, no nos está permitido violar nuestra promesa (c.17) La conducta de los mártires será juzgada por todo el mundo (c.18). Por lo tanto, debemos aceptar cualquier clase de martirio, si no queremos que nos cuenten entre los ángeles caídos (c.19-21).
La cuarta parte ilustra las virtudes de la perseverancia la paciencia con ejemplos tomados de la Escritura: Eleazar (c.22) y los siete hijos con su heroica madre, de que nos habla el libro II de los Macabeos (c.23-27).
La quinta parte trata de la necesidad del martirio, de su esencia y clases. Los cristianos están obligados a aceptar este género de muerte a fin de corresponder a Dios por los beneficios de El recibidos (c.28-29). Los pecados cometidos después del bautismo de agua no se perdonan más que por el bautismo de sangre(c.30). Las almas de los que resisten a todas las tentaciones del maligno (c.32) y dan sus vidas por Dios como una ofrenda pura, entran en la felicidad eterna (c.31) y pueden, además, obtener el perdón para todos los que les invocan (c.30). No faltará la ayuda de Dios a los mártires, como no les faltó a los tres jóvenes en el horno ardiente y a Daniel en la cueva de los leones (c.33). Pero no es solamente Dios Padre el que exige este sacrificio, sino también Cristo. Si le negamos a El, El nos negará en el cielo (c.34-35). En cambio, conducirá los confesores de la fe al paraíso (c.36), porque solamente los que odian al mundo serán herederos del reino de los cielos (c.37.39). Ellos serán fuente de bendiciones para sus hijos que han dejado en la tierra (c.38). Por otra parte, el que niega al Hijo, niega también a Dios Padre (c.40); pero, si seguimos el ejemplo de Cristo y ofrecemos nuestra vida, su consolación será con nosotros (c.41-42). Por esto se exhorta a los cristianos a estar preparados para el martirio (c.43-44).
Los capítulos 45 y 46 son una digresión; tratan del culto a los demonios y del nombre con el que se ha de invocar a Dios. En la última parte de la obra se resumen las exhortaciones a perseverar con valentía en medio de la prueba y el peligro, insistiendo en el deber de todo cristiano de permanecer firme en tiempo de persecución (c.47-49). Hay un consuelo: Dios vengará su sangre, mas ellos por sus sufrimientos se elevaran a sí mismos y redimirán a los demás (c.50). Para concluir, el autor confía en que su obra será de algún provecho para sus dos amigos, o más bien que será superflua, por estar ya dispuestos a alcanzar la corona.
El tratado Sobre el martirio es el mejor comentario a la conducta de Orígenes tanto en su infancia como en su vejez, pues murió a consecuencia de los tormentos que sufrió en el nombre de Cristo. Revela su valentía, la fidelidad a la fe y su inextinguible amor al Salvador. Los principios que consignó en este escrito fueron los que gobernaron su vida. Además de esto, la obra tiene gran valor como fuente histórica para la Persecución de Maximino el Tracio.
3. La correspondencia.
Al final de su lista cita Jerónimo cuatro colecciones diferentes de la correspondencia de Orígenes, que se guardaban en Cesárea. Una de ellas comprendía nueve volúmenes, y debe de ser la que Eusebio editó (Hist. eccl. 6,36,3) y que contenía más de cien cartas. De todas ellas sólo dos han llegado íntegras a nuestras manos.
a) La Philocalia, en el capítulo 13, copia una carta que Orígenes dirigió a su antiguo discípulo Gregorio Taumaturgo. Parece que fue escrita entre los años 238 y 243, cuando Orígenes estaba en Nicomedia. Con palabras paternales, el profesor exhorta a su antiguo alumno “a tomar de la filosofía griega aquellas cosas que puedan ser conocimientos comunes o educación preparatoria para el cristianismo” (1). Así como los judíos tomaron de los egipcios los vasos de oro y plata para decorar el Santo de los Santos, de la misma manera los cristianos deberían tomar de los griegos los tesoros del pensamiento y ponerlos al servicio del verdadero Dios (2). A Orígenes no se le oculta el peligro que entraña este modo de obrar: “Te aseguro, pues lo sé por experiencia, que son muy contados loa que saben tomar cosas provechosas de Egipto, y, saliendo de allí, las acomodan para el culto de Dios. Por el contrario, los hermanos del idumeo Ader son muchos. Estos son los que, por mezclarse con los griegos, engendran ideas heréticas” (3). La carta termina con una exhortación ardiente a no dejar de perseverar en la lectura de las Sagradas Escrituras:
Pero tú, señor e hijo mío, atiende ante todo a la lectura de las Sagradas Escrituras, sí, atiende bien. Porque debemos poner mucha atención cuando leemos las Escrituras, para que no hablemos o pensemos demasiado temerariamente acerca de ellas. Y leyendo así, con atención, los divinos oráculos, con aplicación fiel y agradable a Dios, llama a estas puertas cerradas y te serán abiertas por el portero aquel de quien dijo Jesús: “A éste le abre el portero” (Mt. 7,7; Io. 10,3). Y, atento a la lectura divina, busca, con rectitud y con una fe inquebrantable en Dios, el sentido de las letras divinas, oculto para la mayoría. Pero no te contentes con llamar y buscar; porque, para entender las cosas divinas, lo más necesario es la oración (4).
b) La otra carta, cuyo texto se ha conservado también íntegro, está dirigida a Julio Africano y es contestación a otra carta del mismo a Orígenes, que también se conserva. Orígenes, en una disputa, se había servido del episodio de Susana. Julio Africano le advirtió que este pasaje no se halla en el texto hebreo del libro de Daniel y que hay argumentos de lenguaje y estilo, así como juegos de palabras, que prueban que originalmente no perteneció al libro de Daniel, y, por consiguiente, no puede considerarse canónico. En su respuesta, Orígenes defiende, con gran alarde de erudición y saber, la canonicidad de esta historia, como también la de la narración de Bel y del Dragón, las oraciones de Azarías y el himno de alabanza de los tres jóvenes en el horno ardiente. Todos estos pasajes se encuentran en la versión de los Setenta y en la de Teodocio. Además, es la Iglesia la que define el canon del Antiguo Testamento, y éste es lugar de recordar aquellas palabras: “No traslades los linderos antiguos que pusieron tus padres” (Prov. 22,28).
La carta fue escrita hacia el año 240, en casa de su amigo Ambrosio en Nicomedia: “Mi señor y amado hermano Ambrosio, que ha escrito esto a mi dictado y lo ha repasado, corrigiéndolo, como bien le ha parecido, te saluda.”
c) Sabemos de otras cartas de Orígenes, que se han perdido, por el sexto libro de la Historia eclesiástica de Eusebio; entre ellas, una al emperador Felipe el Árabe y otra a su mujer Severa. Eusebio hace mención de algunas al papa Fabiano (236-250), en las cuales, según San Jerónimo (Epist. 84,10), Orígenes se lamentaba de que sus escritos contuvieran pasajes que no estaban de acuerdo con la doctrina eclesiástica.
2. Aspectos de la Teología de Orígenes.
Orígenes no repitió el error de Clemente de Alejandría de fundamentar su teología en la doctrina del Logos como fuente de todo conocimiento. Toma más bien su punto de partida de la más alta idea cristiana, de la idea de Dios. Su tratado teológico más importante, el De principiis, empieza con la afirmación de que Dios es espíritu, de que Dios es luz (De princ. 1, 1,1). Dios sólo es ingénito(?????t??). Está libre de toda materia:
No hay que imaginarse a Dios como si fuera un cuerpo o existiera en un cuerpo, sino como una naturaleza espiritual simple (simplex intellectualis natura). No admite en sí composición de ninguna clase, de manera que no se puede pensar que haya en El un más y un menos, sino que es totalmente µ????, y, por decirlo así, ***vá?. Es también mente y fuente de donde toman todo su origen todas las naturalezas espirituales o espíritus (De princ. 1,1,6).
Este principio absoluto del mundo es, al mismo tiempo, personalmente activo, por ser el que lo ha creado, lo conserva y lo gobierna.
Dios Padre, como ser absoluto que es, es incomprensible. Se hace comprensible por medio del Logos, que es Cristo, la figura expressa substantiae et subsistentiae Dei (De princ. 1, 2,8; Contra Cels. 7,17). Se le puede conocer también por medio de sus criaturas, como se conoce el sol por sus rayos:
Muchas veces nuestros ojos no pueden contemplar la naturaleza de la misma luz — es decir, la substancia del sol —; pero, al ver su esplendor o sus rayos cuando se infiltran, por ejemplo, a través de una ventana o de alguna otra pequeña abertura, podemos deducir cuan grande será el foco y manantial de la luz corpórea. De la misma manera, las obras de la Providencia divina y todo el plan de este mundo son como rayos de la naturaleza de Dios, en comparación con la realidad de su ser y de su substancia. Así, pues, siendo nuestro entendimiento de suyo incapaz de contemplar a Dios en sí mismo tal como es, conoce al Padre del mundo a través de la belleza de sus obras y de la gracia de sus criaturas (De princ. 1,1,6).
Orígenes pone sumo cuidado en no atribuir a la Divinidad rasgos antropomórficos. Defiende la inmutabilidad de Dios, especialmente contra las nociones panteísta y dualista de los estoicos, gnósticos y maniqueos. Replicando a Celso, que acusaba a los cristianos de atribuir cambios a Dios, dice:
Me parece que di respuesta adecuada a estas objeciones cuando expuse en qué sentido se dice en la Escritura que Dios “desciende” a los asuntos humanos. Para ello no es necesario que Dios sufra una transformación, como cree Celso que afirmamos nosotros, o que cambie de bien a mal, de virtud a vicio, de felicidad a miseria, de óptimo a pésimo. Continuando inmutable en su esencia, desciende a los asuntos humanos por la economía de su providencia. Por consiguiente, demostramos que las Sagradas Escrituras representan a Dios como inmutable, con expresiones como éstas: “Tú eres el mismo” y “Yo no me mudo” (Ps. 101,27; Mal. 3,6); en cambio, los dioses de Epicuro, por estar compuestos de átomos y ser susceptibles de disolución a causa de su misma composición, se esfuerzan en eliminar los átomos que contienen gérmenes de destrucción. Pero aun el mismo dios de los estoicos, por ser corporal, cuando tiene lugar la conflagración del mundo, su esencia está enteramente compuesta por el principio regulador; pero en otras ocasiones, cuando se produce un nuevo reajuste de las cosas, vuelve a ser parcialmente corporal. En efecto, los mismos estoicos fueron incapaces de comprender la idea de la naturaleza divina, a la vez incorruptible, simple, sin composición e indivisible (Contra Cels. 4,14).
1. Trinidad
Orígenes usa con frecuencia el término trinidad (t????, In Ioh. 10,39,270; 6,33,166; In Ies. hom. 1,4,1). Refuta y rechaza la negación moda lista de la distinción de las tres divinas personas. ¿Orígenes fue subordinacionista? Unos lo afirman, mientras que otros lo niegan. San Jerónimo no duda en acusarle de subordinacionismo; en cambio, San Gregorio Taumaturgo y San Atanasio le consideran por encima de toda sospecha. Hay también autores modernos, como Regnon y Prat, que niegan que Orígenes incurriera en este error.
Según Orígenes, el Hijo procede del Padre, pero no por un proceso de división, sino de la misma manera que la voluntad procede de la razón:
Si el Hijo hace todo cuanto hace el Padre, se sigue que, puesto que el Hijo lo hace todo como el Padre, la imagen del Padre se halla formada en el Hijo, que ha nacido de El a manera de un acto de voluntad que procede de su inteligencia. Y por esto yo opino que la voluntad del Padre debe ser suficiente para hacer que exista lo que El quiere que exista. Porque, al querer, no hace otra cosa que proferir la decisión de su voluntad. Es así como es engendrada por El la existencia (subsistentia) del Hijo. Esto deben mantenerlo por encima de todo aquellos que no admiten que haya ningún ser ingénito, esto es, no nacido, a excepción solamente de Dios Padre… Así como el acto de voluntad procede de la inteligencia, sin que por esto le quite ninguna parte ni se separe o divida de ella, hay que suponer que de manera análoga el Padre engendró al Hijo, su propia imagen; o sea, así como El mismo es invisible por naturaleza, así también engendró una imagen que es invisible. El Hijo es Verbo. Por consiguiente, no debemos pensar que haya en El nada que pueda ser percibido por los sentidos. Es sabiduría, y en la sabiduría no cabe nada corpóreo. Es la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo; pero no tiene nada de común con la luz de nuestro sol. Nuestro Salvador es, pues, la imagen del Dios Padre invisible. Respecto del Padre es la verdad; respecto de nosotros, a quienes nos revela al Padre, es la imagen que nos lleva al conocimiento del Padre, a quien nadie conoce excepto el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo (De princ. 1,2,6).
Así, pues, Orígenes afirma de manera inequívoca que el Hijo no procede del Padre por división, sino por un acto espiritual. Y puesto que en Dios todo es eterno, se sigue que este acto de generación es también eterno: aeterna ac sempiterna generatio (In Ier. 9,4; De princ. 1,2,4). Por la misma razón, el Hijo no tiene principio. No hubo un tiempo en que El no fuera: ??? est?? ?te ??? ?? (De princ. l,2,9s; 2; 4,4,1; In Rom. 1,5). Casi da la impresión de que Orígenes está refutando anticipadamente la herejía arriana que defendía precisamente lo opuesto: Hubo un tiempo en que El no era, ?? ?te ??? ??. Lo mismo hay que decir respecto de la filiación de Cristo. No es per adoptionem s piritus filius, sed natura filius (De princ. 1,2,4). La relación, pues, del Hijo al Padre es la unidad de substancia. Dentro de este contexto, Orígenes acuñó la palabra que se hizo famosa en las controversias cristológicas y en el concilio de Nicea (325), ?µ???s???.
¿Qué otra cosa podemos suponer que es la luz eterna sino Dios Padre, de quien nunca se pudo decir que, siendo luz, su Esplendor (Hebr. 1,3) no estuviera presente con El? No se puede concebir luz sin resplandor. Y si esto es verdad, nunca hubo un tiempo en que el Hijo no fuera el Hijo. Sin embargo, no será, como hemos dicho de la luz eterna, sin nacimiento (parecería que introducimos dos principios de luz), sino que es, por decirlo así, resplandor de la luz ingénita, teniendo a esta misma luz como principio y como fuente, verdaderamente nacido de ella. No obstante, no hubo un tiempo en que no fue. La Sabiduría, por proceder de Dios, es engendrada también de la misma substancia divina. Bajo la figura de una emanación corporal, se le llama así: “Emanación pura de la gloria de Dios omnipotente” (Sap. 7,25). Estas dos comparaciones manifiestan claramente la comunidad de substancias entre el Padre y el Hijo. En efecto, toda emanación parece ser ?µ???s???, ? sea, de una misma substancia con el cuerpo del cual emana o procede (In Hebr. frg.24,359).
La doctrina del Logos de Orígenes representa un avance notable en el desarrollo de la teología y ejerció considerable influencia en la enseñanza de la Iglesia.
Un examen más detallado de su teología del Logos permite, sin embargo, distinguir en ella dos líneas de pensamiento. Una recalca la divinidad del Logos, mientras que la otra le llama “un segundo Dios,” de?te??? ?e?? (Contra Cels. 5,39; In Ioh. 6,39,202). Únicamente el Padre es la bondad original; el Hijo es la imagen de la bondad, e???? a?a??t?t?? (Contra Cels. 5,39; De princ. 1,2,13). Orígenes declara: “Desde el momento en que proclamamos que el mundo visible está bajo el poder del Creador de todas las cosas, afirmamos que el Hijo no es más poderoso que el Padre, antes bien inferior a El” (Contra Cels. 8,15). El Hijo y el Espíritu Santo son, para Orígenes, intermediarios entre el Padre y las criaturas:
Nosotros, que creemos al Salvador cuando dice: “El Padre, que me ha enviado, es mayor que yo,” y por esta misma razón no permite que se le aplique el apelativo de “bueno” en su sentido pleno, verdadero y perfecto, sino que lo atribuye al Padre dando gracias y condenando al que glorificara al Hijo en demasía, nosotros decimos que el Salvador y el Espíritu Santo están muy por encima de todas las cosas creadas, con una superioridad absoluta, sin comparación posible; pero decimos también que el Padre está por encima de ellos tanto o más de lo que ellos están por encima de las criaturas más perfectas (In Ioh. 13,25).
Por este y otros pasajes parecidos se comprende sin dificultad que Orígenes fuera acusado de subordinacionismo. Es evidente que supone un orden jerárquico en la Trinidad y que coloca al Espíritu Santo en un rango inferior al del Hijo (De princ. praef. 4).
2. Cristología
Es interesante ver cómo Orígenes relaciona su doctrina del Logos con la del Jesús encarnado de los Evangelios. Introduce el concepto del alma de Jesús y ve en esta alma preexistente el lazo de unión entre el Logos infinito y el cuerpo infinito de Cristo:
Siendo esta substancia del alma intermediaria entre Dios y la carne — porque es imposible que la naturaleza de Dios se mezcle con un cuerpo sin un intermediario —, el Dios-Hombre (?e?????p??) nace, como hemos dicho, haciendo de intermediaria esa substancia a cuya naturaleza no repugna asumir un cuerpo. Por otro lado, tampoco era contrario a la naturaleza de esta alma, como substancia racional que era, recibir a Dios, en quien había entrado ya totalmente, según dijimos arriba, así como en el Verbo, en la Sabiduría y en la Verdad. Ella, pues, merece también, juntamente con la carne que asumió, los nombres de Hijo de Dios, Poder de Dios, Cristo y Sabiduría de Dios, por cuanto que estaba toda entera en el Hijo de Dios o había recibido todo entero dentro de sí al Hijo de Dios (De princ. 2,6,3).
Orígenes es el primero en usar la expresión Dios-Hombre, ?e?????p?? (In Ez. hom. 3,3), que sería incorporada definitivamente al vocabulario de la teología. Por lo que hace a la Encarnación, afirma que la carne en la que penetró esta alma de Cristo era ex incontaminata virgine assumpta et casta sancti spiritus operatione formata (In Rom. 3,8). Por su unión con el Logos, el alma de Cristo no podía pecar:
No cabe poner en duda que su alma fuera de la misma naturaleza que la de todos los demás. De no serlo de verdad, no se le habría podido llamar alma. Mas, correspondiendo a todas las almas el poder de escoger entre el bien y el mal, la de Cristo eligio el amor de la justicia, de manera que con toda la inmensidad de su amor se adhirió a ella irrevocablemente y sin separación posible, de modo que la firmeza de su intención, la inmensidad de su afecto y el ardor inextinguible de su amor anularon toda posibilidad de retroceder y cambiar. Lo que anteriormente dependía de la voluntad, quedó en adelante trocado en naturaleza por la fuerza de una larga costumbre. Debemos, por tanto, creer que en Cristo existió un alma humana y racional, sin que por ello hayamos de suponer que tuviera ninguna inclinación ni posibilidad de pecado (De princ. 2,6,5).
La unión de las dos naturalezas en Cristo es extremadamente estrecha, “porque el alma y el cuerpo de Jesús formaron, después de la oikonomia, un solo ser con el Logos de Dios” (Contra Ce/5. 2,9). Orígenes enseña la communicatio idiomatum, o el intercambio de atributos. Aun designando a Cristo con un nombre que denota su divinidad, se pueden predicar de El atributos humanos y viceversa:
Al Hijo de Dios, por quien fueron creadas todas las cosas, se le llama Jesucristo e Hijo del Hombre. Pues también se dice que el Hijo de Dios murió — precisamente por razón de aquella naturaleza que podía padecer muerte —. Lleva el nombre de Hijo del Hombre, de quien se anuncia que vendrá en la gloria de Dios Padre con los santos ángeles. Por esto, a través de toda la Escritura, a la naturaleza divina se aplican apelativos humanos, y se distingue a la naturaleza humana con títulos que corresponden a la dignidad divina (De princ. 2,6,3). Es mérito de Orígenes el haber enriquecido la cristología griega con las palabras physis, hypostasis, ousia, homousios theanthropos.
3. Mariología.
El historiador Sozomeno dice (Hist. eccl. 7,32: EG 866) que Orígenes aplicó a María el título de Te?t????. No se encuentra en los escritos que de él se conservan; pero esta ausencia no debe maravillarnos, dado el naufragio que sufrió la producción literaria de Orígenes. La escuela de Alejandría llevaba mucho tiempo usando este título para expresar la maternidad divina de María, cuando en la primera mitad del siglo y fue atacado por unos y defendido por otros en las controversias nestorianas, hasta que lo definió el concilio de Efeso (431).
Orígenes enseña, además, la maternidad universal de María: “Nadie puede comprender el Evangelio (de San Juan) si no ha reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de El a María como madre” (In Ioh. 1,6).
4. Eclesiología.
Orígenes define a la Iglesia como el coetus populi christiani (In Ez. hom. 1,11), o el coetus omnium sanctorum (In Cant. 1), o la credentium plebs (In Ex. hom. 9,3) pero también ve en ella el Cuerpo místico de Cristo. Como el alma mora en el cuerpo, así el Logos vive en la Iglesia como en su cuerpo. El es el principio de su vida:
Decimos que las Sagradas Escrituras afirman que el cuerpo de Cristo, animado por el Hijo de Dios, es toda la Iglesia de Dios, y que los miembros de este Cuerpo — considerado como un todo — son los creyentes. De la misma manera que el alma vivifica y mueve al cuerpo — éste de suyo no tiene el poder natural de moverse que posee un ser vivo —, así también el Verbo, movido como se debe y animando a todo el Cuerpo, que es la Iglesia, mueve también a todos los miembros de la Iglesia, que de esta manera nada hacen sin el Verbo (Contra Cels. 6,48).
Orígenes es el primero en declarar que la Iglesia es la ciudad de Dios sobre la tierra (In Ier. hom. 9,2; In Ios. hom. 8,7). Por ahora vive codo a codo con el Estado. Siendo la ciudad de Dios, tiene un carácter ecuménico y sus leyes “están en armonía con el gobierno establecido en cada país” (Contra Cels. 4, 22). Al presente, la Iglesia es un estado dentro de otro estado, pero el poder del Logos que opera dentro de ella terminará imponiéndose al estado secular:
Afirmamos que el Verbo prevalecerá sobre toda la creación racional y transformará todas las almas en su propia perfección. En este estado, cada cual, usando únicamente su poder, escogerá lo que desea, y obtendrá lo que elija (Contra Cels. 8,72).
Iluminada por el Logos, la Iglesia se convierte en el mundo de los mundos (??sµ?? t?? ??sµ??, (In Ioh. 6,59,301.304).
Fuera de la Iglesia no puede haber salvación: Extra hanc domum, id est Ecclesiam, nemo salvatur (In Ios. hom. 3,5). Las doctrinas y leyes que Cristo trajo a la humanidad solamente se encuentran en la Iglesia, lo mismo que la sangre que derramó por nuestra salvación (ibid.). Por eso no puede haber fe fuera de esta Iglesia. La fe de los herejes no es fides, sino una credulitas arbitraria (In Rom. 10,5).
5. Bautismo y pecado original.
Orígenes es un testigo de la doctrina del pecado original y de la práctica del bautismo de los párvulos. Todo ser humano nace en pecado. Por eso la tradición apostólica ordena bautizar a los recién nacidos:
Si te gusta oír lo que otros santos dijeron acerca del nacimiento físico, escucha a David cuando dice: “Fui formado, así reza el texto, en maldad, y mi madre me concibió en pecado” (Ps. 50,7); demuestra que toda alma e nace en la carne lleva la mancha de la iniquidad y el pecado. Esta es la razón de aquella sentencia que hemos citado más arriba: Nadie está limpio de pecado, ni siquiera el niño que sólo tiene un día (Iob 14,4). ¿ A todo esto se puede añadir una consideración sobre el motivo que tiene la Iglesia para la costumbre de bautizar aun a los niños, siendo así que este sacramento de la Iglesia es para remisión de los pecados. Ciertamente que, si no hubiera en los niños nada que requiriera la remisión y el perdón, la gracia del bautismo parecería innecesaria (In Lev. hom. 8,3).
La Iglesia ha recibido de los Apóstoles la costumbre de administrar el bautismo incluso a los niños. Pues aquellos a quienes fueron confiados los secretos de los misterios divinos sabían muy bien que todos llevan la mancha del pecado original, que debe ser lavado por el agua y el espíritu (In Rom. com. 5,9: EH 249).
6. La penitencia y el perdón de los pecados.
Orígenes afirma en diferentes ocasiones que, estrictamente hablando, sólo hay una remisión de pecados, la del bautismo, porque la religión cristiana da la fuerza y la gracia para domeñar las pasiones pecaminosas (Exh. ad mart. 30). Hay, sin embargo, medios para obtener el perdón de los pecados cometidos después del bautismo. Orígenes enumera siete: el martirio, la limosna, perdonar a los que nos ofenden, convertir a un pecador (según Jac. 5,20), la caridad (según Lc. 7,47) y finalmente:
dura et laboriosa per poenitentiam remissio peccatorum, cum lavat peccator in lacrymis stratum suum et fiunt ei lacrymae suae panes die ac nocte, et cum non erubescit sacerdoti domini indicare peccatum suum et quaerere medicinam (In Lev. hom. 2,4).
Con otras palabras, Orígenes conoce una remisión de pecados que se obtiene mediante la penitencia y la confesión de los pecados ante un sacerdote. Este es quien decide si los pecados deben ser confesados en público o no:
Observa con cuidado a quién confiesas tus pecados; pon a prueba al médico para saber si es débil con los débiles y si llora con los que lloran. Si él creyera necesario que tu mal sea conocido y curado en presencia de la asamblea reunida, sigue el consejo del médico experto (In Ps. hom. 37,2,5).
Queda aún por aclarar la cuestión de si Orígenes creía que todos los pecados son perdonables. Hay un pasaje en su tratado Sobre la oración que parece indicar lo contrario: que los pecados capitales no pueden ser perdonados:
Yo no sé cómo algunos se arrogan un poder que excede al de los mismos sacerdotes (?e?at??? t????), probablemente porque no saben nada de la ciencia sacerdotal; se jactan de poder perdonar los pecados de idolatría, adulterio y fornicación, como si su oración en favor de quienes cometieron tales cosas pudiera perdonar hasta pecados mortales (De orat. 28).
Sin embargo, Orígenes no afirma aquí que tales pecados no puedan ser perdonados de ninguna manera, sino que no pueden ser perdonados por la sola oración, sin que el pecador haya sufrido antes la pena de una excomunión pública y de larga duración. Es verdad que el sacerdote no tiene el poder de perdonar un pecado capital con su oración, pero esto no significa que no pueda perdonar ese pecado después de convencerse de que Dios ha perdonado a un pecador que se ha sometido a pública penitencia. Esto lo dice Orígenes con toda claridad en otro lugar, donde afirma expresamente que todo pecado puede ser perdonado:
Los cristianos lloran como a muertos a los que se han entregado a la intemperancia o han cometido cualquier otro pecado, porque se han perdido y han muerto para Dios. Pero, si dan pruebas suficientes de un sincero cambio de corazón, son admitidos de nuevo en el rebaño después de transcurrido algún tiempo (después de un intervalo mayor que cuando son admitidos por primera vez), como si hubiesen resucitado de entre los muertos (Contra Cels. 3,50: EH 253).
7. Eucaristía.
En su Contra Celsum Orígenes escribe (8,33):
Damos gracias al Creador de todas las cosas y, con acción de gracias y oraciones (µeta e??a??st?a ?a? e??e??) por los beneficios que hemos recibido, comemos los panes que nos han sido presentados. Por la oración, estos panes se han convertido en un cuerpo santo, que santifica a los que lo reciben con sanas disposiciones.
Orígenes llama aquí al pan eucarístico “un cuerpo sagrado”; en otros pasajes habla claramente de la Eucaristía como del Cuerpo del Señor:
Vosotros que asistís habitualmente a los divinos misterios, cuando recibís el cuerpo del Señor, con qué precaución y reverencia lo guardáis, no sea que una partícula del mismo caiga al suelo y se pierda una parte del tesoro consagrado (consecrati muneris). Porque os creéis culpables, y con razón, si se pierde una partícula por vuestra negligencia (In Ex. hom. 13,3: EP 490).
Está persuadido del carácter sacrificial y expiatorio de la Eucaristía. Menciona la presencia de un verdadero altar: “Veis cómo no se rocían ya los altares con sangre de bueyes, sino que se consagran con la sangre preciosa de Cristo fin (In Iesu Nave 2,1). Es verdad que hay otros pasajes en los escritos de Orígenes en los que se da una interpretación alegórica al “cuerpo y a la sangre” del Señor en la Eucaristía: representan la enseñanza de Cristo con que se alimentan nuestras almas:
Ese pan que el Verbo Dios (Deus Verbum) dice ser su cuerpo, es la Palabra que alimenta las almas, el Verbo que procede del Verbo Dios (verbum de deo verbo procedens); es pan celestial, que está colocado encima de la mesa, del cual está escrito: Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos (Ps. 22,5). Y esa bebida que el Verbo Dios dice ser su sangre, es la Palabra que sacia e inebria los corazones de los que la beben; de la bebida de este cáliz está escrito: Qué bueno es tu embriagador cáliz (Ps. 22)… El Verbo Dios no llamó cuerpo suyo a aquel pan visible que tenía en sus manos, sino a la Palabra, en cuyo misterio debía romperse el pan. No llamó su sangre a aquella bebida visible, sino a la Palabra, en cuyo misterio se serviría esta bebida. Porque ¿qué otra cosa puede ser el cuerpo o la sangre del Verbo Dios, sino la palabra que alimenta y alegra los corazones? (In Matth. comm. ser. 85).
Sin embargo, estos pasajes no excluyen la interpretación literal que da en otras ocasiones. Afirma claramente que la sangre de Cristo se puede beber de dos maneras, “sacramentalmente” ( sacramentorum ritu) y “cuando recibimos sus palabras vivificantes” (In Num. hom. 16,9). Por otra parte, da a entender que la interpretación literal de la santa comunión es la interpretación comúnmente admitida en la Iglesia (?????te?a), pero dice que es la manera de concebir de las almas simples (In Matth. 11,14), mientras que la interpretación simbólica es más digna de Dios y la que profesan los doctos (In Ioh. 32,24; In Matth. 86).
8. Escatología.
Lo más típico, sin duda, de la especulación teológica de Orígenes es su doctrina de la apocatástasis(ap??at?stas?), ? restauración universal de todas las cosas en su estado original, puramente espiritual. Es una visión grandiosa, según la cual las almas de los que hayan cometido pecados aquí en la tierra serán sometidos a un fuego purificador después de su muerte, al paso que las almas de los buenos entrarán en el paraíso, en una especie de escuela en la que Dios resolverá todos los problemas del mundo. Orígenes no conoce un fuego eterno o el castigo del infierno. Todos los pecadores se salvarán; aun los demonios y el mismo Satanás serán purificados por el Logos. Cuando esto se haya realizado, ocurrirán la segunda venida de Cristo y la resurrección de todos los hombres, no en cuerpos materiales, sino espirituales, y Dios será todo en todos:
El fin del mundo y la consumación final serán cuando cada cual reciba el castigo que merecen sus pecados; ese momento, en el que Dios dará a cada uno lo que se merece, sólo El lo conoce. Nosotros, por cierto, creemos que la bondad de Dios, por medio de su Cristo, llamará a todas sus criaturas a un solo fin, aun a sus mismos enemigos, después de haberlos conquistado y sometido. Esto dice, en efecto, la Sagrada Escritura: “Oráculo de Yavé a mi Señor: ‘Siéntate a mi diestra, en tanto que pongo a tus enemigos por escabel de tus pies’” (Ps. 109,1) (De princ. 1,6,1).
Más fuerte que todos los males del alma es el Verbo y el poder de curación que en El reside. Esta curación El la aplica a cada uno, según el beneplácito de Dios. La consumación de todas las cosas es la destrucción del mal, mas no es nuestra intención hablar ahora de si resucitará o no nuevamente (Contra Cels. 8,72).
Pero cuando las cosas empiecen a acelerar su curso hacia la consumación, que las ha de reducir a la unidad, como el Padre y el Hijo son uno, es fácil entender, en consecuencia, que, donde todo es uno, ya no pueden existir diferencias. Por eso se dice también que el último enemigo, que se llama la muerte, será destruido, a fin de que no quede nada que sea objeto de tristeza, al no existir la muerte, ni diversidad, ni enemigo. La destrucción del último enemigo no quiere decir que su substancia, que fue formada por Dios, deba perecer, sino simplemente que sus designios y voluntad de perjudicar, que no vienen de Dios, sino de él mismo, serán Destruidos. Será destruido, pero no dejando de existir, sino dejando de ser enemigo y muerte. Porque nada hay imposible para el Omnipotente, y nada que el Creador no pueda curar. El hizo todas las cosas para que existieran, y lo que El creó para que existiera, no puede dejar de existir… Finalmente, los ignorantes e incrédulos suponen que nuestra carne, después de la muerte, será destruida, de tal manera que no quedará nada de su primera substancia. Nosotros, en cambio, que creemos en su resurrección, entendemos que por la muerte le sobreviene sólo un cambio, pero que su substancia sigue subsistiendo con toda certeza; que a su debido tiempo, por voluntad del Creador, volverá a la vida. Entonces se producirá en ella un segundo cambio, porque lo que antes fue carne [formada] del barro de la tierra, y fue luego disuelto por la muerte, convirtiéndose otra vez en polvo y cenizas, resucitará de la tierra, y después, según los méritos del alma que en ella mora, llegará a la gloría de un cuerpo espiritual.
Debemos, pues, pensar que toda esta substancia corporal nuestra será colocada en este estado cuando todas las cosas hayan sido reducidas a la unidad y Dios sea todo en todos. Todo esto, sin embargo, entendámoslo bien, no se llevará a cabo de repente, sino poco a poco y por grados, en el transcurso de siglos sin número ni medida. Este proceso de reforma se desenvolverá de manera imperceptible, individuo por individuo. Unos correrán hacia la perfección rapidísimamente, adelantándose a los demás; otros les seguirán de cerca, mientras que otros, finalmente, desde muy lejos. Así, siguiendo una serie interminable de seres en marcha, que, partiendo de un estado de enemistad, se reconcilian con Dios, le llegará el turno al último enemigo, que se llama la muerte, para que también él sea destruido, es decir, no sea ya más un enemigo. Por tanto, cuando todas las almas racionales hayan sido restituidas a este estado, la naturaleza de nuestro cuerpo quedará transformada en la gloría de un cuerpo espiritual (De princ. 3,6,4-6).
Yo pienso que, cuando se dice que Dios será “todo en todos,” se quiere decir que El será “todo” en cada uno. Ahora bien, El será “todo” en cada uno de esta manera: todo lo que el alma racional, una vez purificada de todos los vicios y lavada de toda mancha de malicia, pueda sentir, o entender, o pensar, no será ya nada más que Dios. No verá más que a Dios, no pensará más que en Dios, no poseerá más que a Dios. Dios será la medida y la regla de todos sus movimientos: es así como Dios lo será “todo” para él. Porque allí no habrá ya más distinción entre el bien y el mal, puesto que el mal ya no existirá; Dios lo es todo para ella y junto a Dios no hay mal; no deseará comer del árbol de la ciencia del bien y del mal quien está siempre en posesión del bien y para quien Dios lo es todo.
Así, pues, una vez que el fin se haya convertido en principio y la terminación de las cosas sea nuevamente su comienzo, se restaurará aquel estado en que estaba la naturaleza racional cuando no tenía necesidad de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Todo sentimiento de maldad será eliminado y lavado, quedando limpio y puro; entonces el que es único Dios bueno lo será todo para esa naturaleza racional; y esto no en éste o aquél, en pocos o en muchos, sino que El será “todo en todos” (De princ. 3,6,3).
Sin embargo, esta restauración universal (ap??at?stas?) no es el fin del mundo, sino solamente una fase transitoria. Por influencia de Platón, Orígenes enseñó que antes de que empezara a existir este mundo, existieron otros mundos, y cuando deje de existir, surgirán otros en sucesión ilimitada. Apostasía de Dios y retorno a Dios se van sucediendo ininterrumpidamente:
He aquí la objeción que suelen ponernos: “Si el mundo tuvo su principio en el tiempo, ¿qué hacía Dios antes de que el mundo fuera? Porque es impío y absurdo a la vez decir que la naturaleza de Dios estaba ociosa e inerte, o suponer que la bondad de Dios haya podido estar algún tiempo sin hacer el bien, y la omnipotencia sin ejercitar su poder.” Esta es la objeción que comúnmente oponen a nuestra afirmación de que este mundo comenzó a existir en un momento dado y que, apoyándonos en la Escritura, calculamos también los años de su duración. No creo que ningún hereje sea capaz de responder con facilidad a estas objeciones de una manera conforme a sus opiniones. Nosotros, en cambio, podemos dar una respuesta lógica de acuerdo con los principios de la religión. Decimos, pues, que Dios no empezó a obrar solamente cuando hizo este mundo visible, sino que, así como después de la destrucción de este mundo habrá otro, creemos asimismo que existieron otros mundos antes del nuestro…
Hubo otros mundos antes que el nuestro y vendrán otros después. No se debe suponer, sin embargo, que existirán varios mundos simultáneamente, sino que después de este mundo tendrán su principio otros (De princ. 3,5,3).
Como lo demuestran los pasajes que acabamos de citar, Orígenes sacó la última conclusión de su concepto de criatura espiritual. La voluntad libre le permite apostatar del bien e inclinarse al mal siempre que quiera hacerlo. La recaída de los espíritus hace necesario un nuevo mundo corpóreo; de esta manera a un mundo sigue otro, y la creación del mundo viene a ser un acto eterno.
9. La preexistencia de las almas.
La doctrina de Orígenes sobre la preexistencia de las almas está íntimamente relacionada con su idea de la restauración universal (?p???tt?stas??).  este mundo visible le precedió otro. Las almas humanas preexistentes son espíritus que se separaron de Dios en el mundo anterior y, como consecuencia, se encuentran ahora encerrados en cuerpos materiales. Los pecados cometidos por el alma en el mundo precedente explican la diferente medida de gracias que Dios concede a cada uno y la diversidad de los nombres aquí abajo. Es interesante ver cómo Orígenes adapta a esta doctrina la etimología de la palabra psyché (????), que hace derivar de ???es?a?, “enfriarse.”
Tenemos que examinar si, por ventura, como ya dijimos que lo indicaba el mismo nombre, se llama ????, es decir, alma, por haberse enfriado en el ardor de la justicia y por haber cedido en la participación del fuego divino, pero sin perder por ello la facultad de volver al estado de fervor en el que se hallaba en un principio. El profeta parece indicar un estado de cosas parecido, cuando dice: “Vuelve, alma mía, a tu quietud” (Ps. 114,7). De todo ello parece deducirse que el entendimiento (vo??), habiendo caído de su primer rango y dignidad, vino a hacerse y llamarse alma; y que, si se renueva y corrige, vuelve a ser entendimiento (????).
De ser esto así, me parece que esta degeneración y caída del entendimiento (????) no ha de entenderse igual en todos. Este cambiarse en alma se realiza en un grado mayor o menor, según los casos. Algunos entendimientos parecen conservar algo de su primitivo vigor; otros, por el contrario, no conservan nada o muy poco. De ahí viene el que algunos, desde el principio de su vida, se muestren activos e inteligentes, otros sean más tardos, y hay algunos que nacen totalmente obtusos y absolutamente incapaces de recibir instrucción (De princ. 2,9,3-4).
¿No es más razonable decir que cada alma, por ciertas razones misteriosas (hablo ahora según las doctrinas de Pitágoras, Platón y Empédocles, a quienes Celso cita con frecuencia), es introducida en un cuerpo, y que es introducida precisamente según sus méritos y según sus acciones pretéritas? (Contra Cels. 1,32).
10. La doctrina de los sentidos de la Escritura.
Para Orígenes, la Biblia no era solamente un tratado de dogma o moral, sino algo mucho más vivo, mucho más elevado, reflejo del mundo invisible. Su primer principio es que la Biblia es la Palabra de Dios, no una palabra muerta, encerrada en el pasado, sino una palabra viva, que se dirige directamente al ser humano de hoy. Su segundo principio es que el Nuevo Testamento ilumina al Antiguo y que, a su vez, no revela toda su profundidad más que a la luz del Antiguo. Es la alegoría la que determina las relaciones entre ambos Testamentos. Orígenes está convencido de que la inteligencia de las Escrituras es una gracia:
Está, en fin, la doctrina según la cual las Escrituras fueron compuestas por el Espíritu Santo y tienen, además del sentido que es obvio, otro que está escondido para la mayoría. Lo que está escrito es, en efecto, la forma exterior de ciertos misterios y la imagen de cosas divinas. Sobre este punto toda la Iglesia está de acuerdo: que toda la ley es espiritual, pero que no todos alcanzan a entender el sentido espiritual, sino solamente aquellos a quienes ha sido concedida la gracia del Espíritu Santo en la palabra de sabiduría y de ciencia (De princ. praef. 8).
En otro lugar distingue tres sentidos en la Escritura: el sentido histórico, el místico y el moral, que corresponden a las tres partes del ser humano, cuerpo, alma y espíritu, y a los tres grados de perfección (véase arriba, p.361). El sentido místico representa la significación universal y colectiva del misterio; el sentido moral, su significación interior e individual.
Orígenes defiende la inspiración estrictamente verbal de la Escritura (In Psalm. 1; In Ier. hom. 21,2), lo cual le obliga a menudo a recurrir a la interpretación simbólica para salvar las dificultades que presenta el sentido propiamente literal (De princ. 4,16). Llega a decir que en la Escritura “todo tiene un sentido espiritual, pero no todo tiene un sentido literal” (De princ. 4,3,5). Tenemos aquí el punto de partida de todas las exageraciones del alegorismo medieval. Orígenes, por influencia de las teorías de Filón, llega a veces a negar la realidad de la letra, de una manera que no se puede justificar. Ve un sentido espiritual en todos y cada uno de los pasajes de la Escritura. De esta manera, sus procedimientos de interpretación alegórica rayan a veces en lo fantástico.
3. Misticismo de Orígenes.
La doctrina espiritual de Orígenes recuerda muchas veces al lector el lenguaje y las ideas de San Bernardo de Claraval y de Santa Teresa de Avila. Es, efectivamente, uno de los grandes místicos de la Iglesia. Por desgracia, este aspecto de la enseñanza hablada y escrita de Orígenes ha sido muy descuidado y sólo recientemente empezó a llamar la atención. Es imposible hacerse una idea cabal de su doctrina y de su personalidad sin estudiar su misticismo y su piedad, que son las fuerzas que están latentes en su vida y doctrina.
1. Noción de la perfección.
Para entender su noción de la perfección es interesante recordar lo que dice en De princ. 3,6,1:
Al decir lo creó a imagen de Dios,” sin hacer mención de “la semejanza,” quiere indicar que el hombre en su primera creación recibió la dignidad de “imagen,” pero que la perfección de “semejanza” le está reservada para la consumación de las cosas; es decir, que el hombre la tiene que adquirir por su propio esfuerzo, mediante la imitación de Dios; con la dignidad de “imagen” se le ha dado al principio la posibilidad de la perfección, para que, realizando perfectamente las obras, alcance la plena semejanza al fin del mundo.
Parece, pues, que, para Orígenes, el supremo bien consiste en “asemejarse a Dios lo más posible.” Para lograr este fin, necesitamos la gracia de Dios juntamente con nuestros esfuerzos. El mejor camino hacia el ideal de perfección es la imitación de Cristo. Mas, así como no todos sus discípulos fueron llamados a ser Apóstoles, tampoco están invitados todos los seres humanos a entrar en el camino de la imitación de Cristo:
En cierto sentido, es verdad, todos los que creen en Cristo son hermanos de Cristo. Pero, en realidad, hermanos suyos solamente son los que son perfectos y le imitan, como aquel que dijo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1 Cor. 11:1; In Matth. comm. serm.73).
Nos hallamos aquí de nuevo con la distinción entre fieles comunes y almas escogidas o instruidas, que vimos en Clemente de Alejandría, maestro de Orígenes. En otras ocasiones compara a los que tienen esta vocación especial con los discípulos de Cristo, y los demás fieles con las turbas que escuchaban a Cristo:
La intención de los evangelistas era señalar por medio de la narración evangélica la distinción que existe entre los que vienen a Jesús. Unos forman la muchedumbre y no se les llama discípulos; los otros son los discípulos, que son superiores a la muchedumbre:… Está escrito que la muchedumbre estaba abajo, pero que los discípulos se acercaron a Jesús, que había subido a la montaña, adonde no era capaz de llegar la muchedumbre: “Viendo a la muchedumbre, subió a un monte; y cuando se hubo sentado, se le acercaron los discípulos; y abriendo su boca, los enseñaba diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu,” etc. (Mt. 5,1-3). En otro lugar se dice también que, cuando la muchedumbre quería curaciones, “grandes muchedumbres le seguían y El los curaba” (Mt. 12,15). Pero no está escrito en ninguna parte que fueran curados los discípulos, porque quien es ya discípulo de Cristo, goza de buena salud, y, estando bien, no implora a Jesús como a médico, sino por otros poderes que El tiene… Por consiguiente, entre los que vienen al nombre de Jesús, unos conocen los misterios del reino de los cielos: son los discípulos; otros, que no han recibido esta ciencia, representan a la muchedumbre, y son considerados inferiores a los discípulos. Observa atentamente que fue a los discípulos a quienes dijo: “A vosotros os es dado conocer los misterios del reino de los cielos,” mas refiriéndose a la muchedumbre: “A ellos no les es dado” (In Matth. comm. 11,4).
2. Conocimiento de sí mismo.
El primer paso que deben dar los que se han propuesto imitar a Cristo y tender a la perfección es conocerse a sí mismos. Es absolutamente indispensable saber qué es lo que debemos hacer, qué lo que debemos evitar, qué es lo que debemos mejorar y qué lo que debemos conservar:
Tómense estas consideraciones nuestras como dirigidas por el Verbo de Dios al alma en estado de progreso, pero que no ha llegado todavía a la cumbre de la perfección. Vistos sus progresos, se le dice que es bella; sin embargo, para que pueda llegar a la perfección, necesita recibir amonestaciones. Si no pretende conocerse a sí misma, según lo dicho más arriba, y si no se ejercita cuidadosamente en la palabra de Dios y en la ley divina, lo único que conseguirá será recoger opiniones de distintos maestros sobre cada uno de los puntos y seguir a hombres cuyas palabras no tienen valor ni provienen del Espíritu Santo… Es como si Dios hablara al alma desde dentro, como si ella estuviera ya en medio de los misterios. Mas, porque no se preocupa de conocerse a sí misma ni de averiguar qué es y qué debe hacer y cómo, y qué es lo que debe evitar, se dice a esta alma: Sigue tu camino, como un discípulo a quien despide su maestro por culpa de su pereza. Tan gran peligro es para el alma el dejar de conocerse y entenderse a sí misma (In Cant. 2,143-145).
3. La lucha contra el pecado.
El resultado de este conocimiento de sí mismo y de este examen de conciencia será reconocer que tenemos que tomar las armas contra el pecado, que nos impide llegar a la perfección. Esto significa la lucha contra las pasiones (p???) y contra el mundo, como causas del pecado. El fin que con esto se propone es la liberación total de las pasiones, la ?p??e?a, la destrucción completa de las p???. Para lograr esto hay que practicar continuamente la mortificación de la carne. Esta lucha conduce a la renuncia del matrimonio. No es que Orígenes rechace el matrimonio, pero al que quiere ser verdadero imitador de Cristo recomienda el celibato y el voto de castidad:
Si le ofrecemos nuestra castidad, quiero decir, la castidad de nuestro cuerpo, recibiremos de El la castidad del espíritu… Este es el voto del nazareno, que es superior a los demás votos. Porque ofrecer un hijo o una hija, una ternera o una propiedad, todo esto es algo exterior a nosotros. Ofrecerse uno mismo a Dios y agradarle, no con méritos de otro, sino con nuestro propio trabajo, esto es más perfecto y sublime que todos los votos; el que esto hace es imitador de Cristo (In Num. hom. 24,2).
En alabanza de Cristo dice Orígenes que fue El quien trajo la virginidad al mundo. Ve en ella el ideal de la perfección, que consiste en castitas et pudicitia et virginitas (In Cant. 2,155).
Sin embargo, el imitador de Cristo debe practicar, además, el desprendimiento de su familia, de toda ambición mundana, de la propiedad. Únicamente así podrá vacare Deo, para hacer lugar a Dios en su corazón (In Ex. hom. 8,4,226,2s), sin lo cual no hay ascensión interior posible.
4. Los ejercicios ascéticos.
Un desprendimiento tan completo del mundo no puede adquirirse más que por la práctica del ascetismo durante toda la vida. Hacen falta frecuentes vigilias para dominar el cuerpo (In Ex. hom. 13,5; In Ios. hom. 15,3), ayunos severos para doblegarlo (Ps. 34,13). El estudio ininterrumpido, día y noche, de las Sagradas Escrituras debería ayudar a concentrarse en las cosas divinas (In Gen. hom. 10,3). Orígenes parece en esto el precursor del monaquismo. Lo es también por la insistencia con que recomienda la virtud de la humildad. En sus homilías exige al que quiere ser perfecto que se sienta el último de todos (In Ier. hom. 8,4), y declara que el orgullo es la raíz de todos los pecados y males, la causa de la caída de Lucifer (In Ez. hom. 9,2).
5. Los comienzos de la ascensión mística.
En su Homilía sobre los Números 27, Orígenes da una descripción interesante de las etapas de la ascensión interior. La ascensión empieza con el abandono del mundo, de su confusión y de su malicia. El primer progreso se consigue tan pronto como uno se da cuenta de que el ser humano vive en la tierra solamente de paso. Después de esta preparación es preciso luchar contra el diablo y los demonios a fin de conquistar la virtud. El tiempo de progreso es siempre un tiempo peligroso. Así, la llegada al mar Rojo señala el comienzo de las tentaciones. Después de haberlas atravesado con éxito, el alma no está aún libre, sino que le esperan nuevas pruebas. Son los sufrimientos interiores del alma, que acompañan a cada nueva etapa en la subida. Orígenes habla a menudo de la necesidad de tales tentaciones:
Si el Hijo de Dios, siendo el mismo Dios, se hizo hombre por ti y fue tentado, tú, que eres hombre por naturaleza, no tienes derecho a quejarte si fueres acaso tentado. Y si en la tentación imitares al que fue tentado por ti y vencieres toda tentación, tu esperanza reposará en aquel que entonces era hombre, pero dejó de serlo… Porque el que era en un tiempo hombre, después de haber sido tentado y después que el diablo se apartó de El hasta el momento de su muerte, al resucitar de entre los muertos, ya no muere más. Todo hombre está sujeto a la muerte; por lo tanto, este que ya no muere, no es ya hombre, sino Dios. Si, pues, es Dios el que en un tiempo fue hombre y es preciso que te hagas semejante a El, cuando seamos semejantes a El y le veamos tal como es, también tú llegarás necesariamente a ser dios en Cristo Jesús, a quien sea la gloría y el imperio por los siglos de los siglos (In Luc. hom. 29).
No obstante, cuanto más se multiplican los combates y las luchas, tanto mayor es el número de consolaciones que recibe el alma. Se siente invadida por una profunda nostalgia de las cosas del cielo y de Cristo, que le permite superar toda clase de tribulaciones. Recibe, además, el don de visiones. Orígenes habla de este don con tal claridad, que debió de aprender por propia experiencia su finalidad y valor. Las visiones consisten en iluminaciones que se tienen durante la oración o durante la lectura de la Escritura, y revelan misterios divinos. Cuanto más se eleva el alma, más crece también la importancia de estos favores espirituales, hasta que el alma llega al monte Tabor:
Pero no todos los que tienen vista son iluminados por Cristo en la misma medida: cada uno es iluminado en proporción a su capacidad de recibir la luz. Los ojos de nuestro cuerpo no reciben la luz del sol en la misma medida, sino que, cuanto más sube uno a las alturas, y cuanto más alto esté el punto desde donde contempla la salida del sol, tanto mejor percibe su luz y calor. Lo mismo acaece con nuestro espíritu: cuanto más alto suba y cuanto más se acerque a Cristo y se exponga al brillo de su luz, tanto más brillante y espléndidamente será iluminado por su claridad… Y si alguno es capaz de subir al monte con El, como Pedro, Santiago y Juan, no solamente será iluminado por la luz de Cristo, sino por la voz misma del Padre (In Gen. hom. 1,7).
El objeto de estas visiones es fortalecer el alma contra las aflicciones venideras: ut animae post haec pati possint acerbitatem tribulationum et tentationum (In Cant. 2,171). Son oasis en el desierto del sufrimiento y de la tentación. Orígenes no deja de precaver contra el peligro de prestar excesiva atención a estas experiencias de consuelo. También puede valerse de ellas el demonio: cavendum est et sollicite agendum, ut scienter discernas visionum genus (In Num. hom. 27,11).
6. La unión mística con el Logos.
La etapa siguiente es la unión mística del alma con el Logos. Orígenes explica esta situación por medio de dos símbolos. Habla primero del nacimiento de Cristo en el corazón del ser humano y de su crecimiento en el alma del hombre piadoso (In Cant. comm. prol. 85; In Ier. hom. 14,10). Pero prefiere la figura del matrimonio espiritual para expresar la relación que existe entre el alma y el Logos:
Consideremos el alma cuyo único deseo es unirse y juntarse con el Verbo de Dios y entrar en los misterios de su sabiduría y de su ciencia, como en el tálamo de un esposo celeste. A esta alma ya le han sido entregados sus dones, a manera de dote. Así como la dote de la Iglesia fueron los libros de la ley y de los profetas, hemos de pensar que, para el alma, los bienes matrimoniales son la ley natural, la razón y la libre voluntad. La enseñanza que recibió en su primera juventud por parte de guías y maestros le proporcionó estos bienes que constituyen su dote. Pero, al no encontrar en ellos la plena y completa satisfacción de su deseo y de su amor, niegue para que su inteligencia pura y virginal pueda recibir la luz de la iluminación y de la intimidad del mismo Verbo de Dios. Porque, cuando la mente está llena de la ciencia e inteligencia divinas sin intervención de hombre o de ángel, puede entonces pensar que está recibiendo los besos del mismo Verbo de Dios. Por estos besos y otros semejantes parece decir el alma a Dios en su oración: Que me bese con los besos de su boca. Mientras el alma era incapaz de recibir la enseñanza completa y substancial del mismo Verbo de Dios, recibía los besos de sus amigos, es decir, la ciencia de labios de sus maestros. Mas cuando empieza a ver por sí misma las cosas ocultas, a desenmarañar las cosas enredadas, a resolver los problemas complicados, a explicar las parábolas, los enigmas y las palabras de los sabios según un método justo de interpretación, entonces el alma puede creer que ha recibido ya los besos de su mismo esposo, esto es, del Verbo de Dios. El escritor dice besos, en plural, para hacernos comprender que el sacar a la luz cada uno de los sentidos ocultos es un beso del Verbo de Dios sobre el alma perfecta… Posiblemente se refería a esto mismo el espíritu profético y perfecto cuando decía: Abro mi boca y suspiro (Ps. 118,131). Por boca del esposo entendemos el poder con que ilumina la inteligencia. Dirigiéndole, como si dijéramos, unas palabras de amor, suponiéndola digna de recibir la visita de un ser tan excelente, le descubre todas las cosas ocultas y desconocidas. Este es el beso más verdadero, el más íntimo y el más santo que, según lo dicho, da el esposo, el Verbo de Dios, a su esposa, el alma pura y perfecta (In Cant. 1).
Orígenes habla de spiritalis amplexus (ibid. 1,2) y de vulnus amoris (In Cant. comm. prol. 67,7) en estas nupcias del Logos con el alma. Es particularmente interesante comprobar que la mística del Logos está íntimamente relacionada con un profundo misticismo de la Cruz y del Crucificado fin (In Ioh. comm. 2,8). Los perfectos deben seguir a Cristo hasta sus sufrimientos y su cruz. El verdadero discípulo del Salvador es el mártir, como prueba Orígenes en su Exhortatio ad martyrium. Para los que quieran imitar a Cristo, pero no pueden sufrir el martirio, queda la muerte espiritual de la mortificación y de la renuncia. Los dos, el mártir y el asceta, tienen un mismo ideal, la perfección de Cristo. Muchas de las opiniones de Orígenes fueron adoptadas por los primeros escritores monásticos. Ejerció una influencia profunda y duradera sobre el desarrollo de vida monástica posterior.