HEREJÍA DE LOS ACÉFALOS
HEREJÍA DE LOS ACÉFALOS
Marcelino Menéndez Pelayo [Historia de los Heterodoxos Españoles]
En el Concilio Hispalense II, presidido por San Isidoro en 619, año noveno del reinado de Sisebuto, presentóse un Obispo de nación siria, que negaba la distinción de las dos naturalezas en Cristo, y afirmaba que la Divinidad había realmente padecido. En un error semejante habían caído los monofisitas y eutiquianos por huir del nestorianismo; pero los Acéfalos, así llamados, según San Isidoro, por no saberse quién fué su cabeza o corifeo, o por negar la impasibilidad del Padre (como otros suponen), se distinguieron de ellos en creer pasible a la Divinidad. [H] Los Padres del Concilio de Sevilla refutaron esta herejía en los términos siguientes (Can. XIII): «Contra estas blasfemias conviene que mostremos la doble naturaleza de Cristo, y que sólo padeció en cuanto hombre, para que ninguno torne a caer en este error, ni se aparte de la verdad católica. Confesamos que nuestro Señor Jesucristo, nacido eternamente del Padre, temporalmente de las entrañas de la gloriosa Virgen María, tuvo en una sola persona dos naturalezas: la divina, engendrada antes de todos los siglos, la humana, producida en tiempo. Esta distinción de las dos naturalezas se deduce: primero, de las palabras de la ley; después, de los Profetas, de los Evangelios y de los escritos apostólicos. Primero: por aquellas palabras delÉxodo (XXIII): «He aquí que envío a mi ángel que irá delante de ti…, porque mi nombre está en él.» Aquí se demuestra la naturaleza divina. Y aquello del [p. 351] Génesis (XXII): «En tu generación serán benditas todas las gentes», esto es, en la carne de Cristo, que desciende de la estirpe de Abraham. Aquí se demuestra la naturaleza humana. Segundo: en los Salmos muestra David las dos naturalezas en la persona de Cristo: la divina en el psalmo CIX: «Ex utero ante luciferum genui te»; la humana en el LXXX: «Homo factus est in ea.» La divina en el XLIV: «Eructavit cor meum verbum bonum»; la humana en el mismo: Speciosus forma prae filiis hominum»… Tercero: Isaías afirma en la sola y misma persona de Cristo las dos naturalezas: la divina, cuando escribe: «Nunquid qui alios parere facio, ipse non pariam?»; la humana: «Ecce virgo in utero concipiet et pariet filium.» La divina: «Rorate coeli desuper, et nubes pluant justum»; la humana: «Aperiatur terra et germinet Salvatorem», «Parvulus natus est nobis.» En el Evangelio se afirma también la naturaleza divina de Cristo: «Ego et pater unum sumus…», y «Ego sum via veritas et vita», y la humana: «Pater major me est», «Tristis est anima mea usque ad mortem.» Que la humanidad y no la Divinidad padeció, muéstranlo aquellas palabras de Jacob:«Lavabit in vino stolam suam et in sanguine uvae pallium suum.» «¿Qué quieren decir este manto y estola, sino la carne de Cristo decorada con la sangre de su pasión?»
Convencido el Obispo sirio por estos argumentos, irrefragables para quien admita la autoridad de la Escritura (y los que la niegan nunca entran en estas cuestiones), abjuró su error con gran regocijo de los Prelados béticos. Pero no murió con él aquella herejía, ni mucho menos el nombre, puesto que doscientos años después reaparecen en la Andalucía mozárabe unos sectarios llamados acéfalos y casianos, que fueron condenados, como a su tiempo narraremos, en el Concilio Cordobés de 839.
XI.—LOS CONCILIOS DE TOLEDO EN SUS RELACIONES CON LA SANTA SEDE.
Breve será este párrafo, enderezado tan sólo a poner en su punto la honra de la Iglesia española de aquel período, contra los que la acusan de levantisca y mal avenida con la supremacía del Pontífice. Argumento fué éste favorito de los jansenistas, y que hoy mismo sirve a críticos desalumbrados o ignorantes para [p. 352] juzgar poco menos que cismáticos y precursores de la Reforma a nuestros venerables Prelados del siglo VII.
Pocas fueron las herejías condenadas por los Sínodos Toledanos, a partir del cuarto. Celebróse éste en 633 imperante Sisenando , y sus setenta y cinco cánones ordenaron y redujeron a unidad la disciplina, no sin excomulgar en el XVII a quien no admita como sagrado el Apocalipsis, [1] y decidir en el LIX y siguientes la conducta que había de seguirse con los judaizantes. Las atropelladas conversiones impuestas por decreto de Sisebuto, altamente reprobado en este Concilio (Sicut enim homo propria arbitrii voluntate serpenti obediens periit, sic, vocante se gratia Dei, propriae mentis conversione ouisque credendo salvatur), habían dado ocasión a muchas reincidencias y apostasías, que procuraron evitar los Padres toledanos ordenando, de una parte, que a nadie se obligase for fuerza a creer (Nemini ad credendum vim inferre) , y por otra, que los conversos, aun por violencia y necesidad, no blasfemasen de la fe que habían recibido en el bautismo. [2] Del Canon LIX se deduce que muchos de esos falsos cristianos conservaban la circuncisión y otras ceremonias judaicas, y manda el Concilio que, si reinciden, sus siervos sean puestos en libertad y sus hijos separados de los padres, [3] sin que pueda pararles perjuicio en honra ni haciendas (Can. LXI) la prevaricación de sus engendradores, porque escrito está: Filius non portabit iniquitatem patris. El LXII prohibe el trato y comunicación del judío converso con el infiel, para quitar ocasiones de recaída. El LXIV priva al judaizante de ser testigo en causa [p. 353] alguna, y el LXVI de tener siervos cristianos. Tales providencias eran las únicas que podían atajar, a lo menos en parte, los desastrosos efectos de la intolerancia de Sisebuto. Escándalo era la conversión simulada, pero escándalo mayor la apostasía pública.
En la era 676, año 638 y segundo del reinado de Chintila, congregóse en Toledo el Concilio VI, y leyó con dolor una carta del Papa Honorio, remitida por el diácono Turnino, en la cual se exhortaba a nuestros Obispos a ser más fuertes y animosos en la defensa de la fe, y aun se les llamaba, con grave ofensa, canes muti non valentes latrare. En respuesta a las injustas acusaciones que hacía mal informado el Pontífice, redactaron los Padres nueva profesión de fe, en que condenaban todas las herejías, y con especialidad las de Nestorio y los patripassianos. [1] San Braulio, en nombre de los Padres allí congregados, dirigió además a Honorio una grave y bien escrita carta que muestra a la par el profundo respeto de nuestra Iglesia a la romana, y la energía, mezclada de cristiana humildad, con que rechazaba toda calificación injusta.
«Cumple bien Vuestra Santidad (decía el Obispo de Zaragoza) el deber de mirar con vigilante solicitud por todas las Iglesias, y confundir con la divina palabra a los que profanan la túnica del Señor, a los nefandos prevaricadores y desertores execrables… Esto mismo pensaba nuestro rey Chintila, y por eso nos congregamos en Concilio, donde recibimos vuestras Letras… Divino consejo fué sin duda que en tan apartadas tierras el celo de la casa de Dios inflamase a la vez al Pontífice y al rey… Por lo cual damos gracias al Rey de los cielos y bendecimos su nombre con todo linaje de alabanzas. ¿Qué cosa puede haber mayor ni más conveniente a la salvación humana que obedecer a los preceptos divinos y tornar a la vía de salvación a los extraviados? Ni a [p. 354] vuestra corona ha de ser infructuosa la exhortación que nos dirigís de ser más fuertes en la defensa de la fe, y encendernos más en el fuego del Espíritu Santo. No estábamos tan dormidos ni olvidados de la divina gracia… Si alguna tolerancia tuvimos con los que no podíamos someter a disciplina rígida, fué para amansarlos con cristiana dulzura y vencerlos con largas y asiduas predicaciones. No creemos que sea daño dilatar la victoria para asegurarla más. Y aunque nada de lo que Vuestra Santidad dice en reprensión nuestra nos concierne, mucho menos aquel texto de Ezequiel o de Isaías: «Canes muti non valentes latrare», porque atentos nosotros a la custodia de la grey del Señor, vigilamos día y noche, mordiendo a los lobos y aterrando a los ladrones, porque no duerme ni dormita en nosotros el Espíritu que vela por Israel. En tiempo oportuno hemos dado decretos contra los prevaricadores; nunca interrumpimos el oficio de la predicación, y para que Vuestra Santidad se convenza de ello, remitimos las actas de este Sínodo y de los pasados. Por tanto, beatísimo señor y venerable Papa, con la veneración que debemos a la Silla apostólica, protestamos de nuestra buena conciencia y fe no simulada. No creemos que la funesta mentira de algún falsario encuentre por más tiempo cabida en vuestro ánimo, ni que la serpiente marque su huella en la piedra de San Pedro sobre la cual Cristo estableció su Iglesia… Rogámoste, finalmente, ¡oh, tú, el primero y más excelente de los Obispos!, que cuando dirijas al Señor tus preces por toda la Iglesia, te dignes interceder por nosotros, para que con el aroma del incienso y de la mirra sean purificadas nuestras almas de pecado, pues harto sabemos que ningún hombre pasa este mar sin peligro.» [1]
¿Hay nada de cismático ni de rebelde en esta carta? ¿No reconocen San Braulio y los demás Obispos la supremacía de Roma? ¿No someten a su examen las actas de los Concilios? ¿No repiten que el Obispo de Roma es el primero de los Obispos , y que a la Cátedra de San Pedro está confiada la vigilancia de todas las iglesias ? (Cathedrae vestrae a Deo vobis collatae… cum [p. 355] sancta sollicitudine omnium Ecclessiarum). Pero la Sede romana había sido mal informada, y a los nuestros pertenecía disipar el error y defenderse, como lo hicieron con no menor brío que modestia. Las condescendencias y tolerancias a que aluden, se refieren exclusivamente a los judíos relapsos, cuya retractación en el mismo Concilio ha sido publicada por el P. Fita [1] con excelentes comentarios.
Los siguientes no ofrecen (a Dios gracias) directo interés para nuestra historia, y Recesvinto pudo decir en 653 a los Padres del Sínodo octavo que toda la herejía había sido extirpada, fuera de la perfidia judaica, es decir, la apostasía de los judaizantes, contra la cual se renovaron los cánones del tiempo de Sisenando. Fuerza nos es, por consiguiente, acudir a la época de Ervigio, y hacer mérito de una gravísima controversia, al parecer con Roma, de cuya noticia sacó lastimoso partido el espíritu cismático y jansenista, hoy relegado a la historia, aunque sus efectos quedan.
El caso, tal como anda en muchos libros, pudiera reducirse a estos términos: Los Padres del décimocuarto Concilio Toledano redactaron contra la herejía de los apolinaristas una fórmula, en que el Papa tachó varias expresiones de sabor no muy católico. [I] La Iglesia española, en vez de someterse, juntó Concilio nacional, que tornó a aprobar aquella fórmula y la defensa que de ella había escrito San Julián, Metropolitano de Toledo, con expresiones injuriosas a la Cabeza de la Iglesia, acusada por él de vergonzosa ignorancia. Es más: los Obispos españoles se declararon abiertamente en cisma, anunciando que persistirían en su [p. 356] opinión, aunque el Papa se apartase de la que tenían por sana doctrina. Y por una contradicción palmaria, Roma aceptó la profesión de fe de los toledanos, y se satisfizo con sus explicaciones. De donde lógicamente se deduce, o que el Papa Benedicto había errado gravemente en una cuestión de dogma, o que San Julián y toda la Iglesia española que aprobó sus escritos cayeron en herejía, nada menos que sobre el Misterio de la Santísima Trinidad. Entrambas son consecuencias inadmisibles: la primera por injuriosa a la Santa Sede, la segunda por comprometer gravemente el buen nombre de la Iglesia española en su edad de oro. Pero como la verdad histórica jamás está en pugna con el catolicismo, esta historia, que quiere serlo de veras, puede y debe quitar esa piedra de escándalo, y poner la verdad en su punto. Los sucesos pasaron de la manera que voy a referir.
Siendo Papa Agatón, y Constantino Pogonato emperador, celebróse el Concilio Constantinopolitano, sexto de los Ecuménicos, contra la herejía de los monotelitas o apolinaristas, que negaban la distinción de dos voluntades, correspondientes a las dos naturalezas, en Cristo. León II, sucesor de Agatón, envió a los Obispos de España las actas de este Sínodo, para que las viesen y aceptasen. Y con las actas venían sendas epístolas para Quírico, Metropolitano de Toledo, para el conde Simplicio, y para los Prelados españoles en general. [1] Llegaron las Letras pontificias a España en el invierno de 683, cuando acababa de disolverse el Concilio XIII Toledano, y era muy difícil, a causa de las nieves que interceptaban los caminos, reunir a los Padres. Pero San Julián, sucesor de Quírico, no juzgó conveniente dilatar la respuesta, y sin perjuicio de lo que el Sínodo acordara, dirigió por su parte al Pontífice un escrito apologético, conformándose a las decisiones constantinopolitanas. [2] En noviembre [p. 357] del año 684, San Julián reunió Concilio de los Prelados de la Cartaginense, con asistencia de Vicarios de las otras cinco metropolitanas. Anatematizóse la herejía de Apolinar, y fué confirmado en todas sus partes el Apologético de San Julián, mandando que tuviese la misma fuerza que las Epístolas decretales (Canon XI.)
Entretanto, el Apologético había llegado a Roma, y el Papa, que a la sazón era Benedicto II, no lo condenó como suponen, ni de tal condenación se encuentra rastro, sino que de palabra advirtió al mensajero de Julián, que eran duras y podían tomarse en mal sentido varias expresiones del Apologético, sobre todo estas dos: La Voluntad engendró a la Voluntad, como la Sabiduría a la Sabiduría (De voluntate a voluntate genita, sicut sapientia de sapientia); en Cristo hay tres sustancias ; y juzgó conveniente que el Metropolitano de Toledo las explicara y defendiese, como pudiera, con testimonios de la Escritura y Santos Padres. (Quibus munirentur et solida fierent.)Todo lo cual consta expresamente por las actas del Concilio XV. [1] El Papa no definió ni condenó nada; pidió solamente explicaciones, y éstas no en un documento público o privado, sino de palabra. San Julián las dió en un nuevo Apologético, contra el cual se levantaron sus émulos, que son los que él tacha de ignorancia. Para reducirlos al silencio y dar mayor autoridad a su respuesta, cuidó de que se reuniera en 688 un Concilio nacional de sesenta y un Obispos, que tiene el número XV entre los de Toledo. Los Padres allí congregados decidieron ser proposición católica la de afirmar que la voluntad engendró la voluntad, y la sabiduría la sabiduría, puesto que San Agustín la usaba, y en nada difería de estas otras: la esencia engendró a la esencia, la mónada a la mónada, la sustancia a la sustancia, la luz a la luz, dado que con ninguna de estas frases se quiere decir que en Dios haya dos sustancias, dos esencias, dos voluntades, ni dos sabidurías, sino que la sustancia, la esencia, la voluntad y la sabiduría residen por igual en las tres personas, que proceden entre sí por generación espiritual. De esta suerte el Padre (voluntad) engendró al Hijo (voluntad), sin distinguirse por eso la [p. 358] voluntad del Padre de la del Hijo. En cuanto a las tres sustancias de Cristo, dicen que son el cuerpo, el alma y la divinidad, pues aunque en la naturaleza humana vayan comprendidos el cuerpo y el alma, conviene expresarlo con claridad para alejarse del error de los apolinaristas, que niegan a Cristo el alma, o de los gnósticos y maniqueos, que suponen fantástico su cuerpo. Citan los toledanos en apoyo de su opinión textos de la Escritura y de San Cirilo, San Agustín, San Ambrosio, San Fulgencio y San Isidoro. Y terminan diciendo:Iam vero si post haec, et ab ipsis dogmatibus Patrum, quibus haec prolata sunt, in quocumque dissentiant, non jam cum illis est amplius contendendum, sed per majorum directo calle inhaerentes vestigiis, erit per divinum judicium amatoribus veritatis responsio nostra sublimis; etiamsi ab ignorantibus aemulis censeatur indocilis . (Si después de esto, y de las sentencias de los padres, en que la nuestra se funda, siguen disintiendo algunos, no discutiremos más con ellos, sino que seguiremos el camino de nuestros mayores, seguros de merecer el aplauso de los amantes de la verdad, aunque los ignorantes nos llamen indóciles.) Claro es que los émulos ignorantes no eran el Papa ni sus consejeros, pues éstos no discutieron nada ni se habían opuesto al parecer de los toledanos, sino que pedían explicaciones . Y es lo cierto que no sólo se contentaron con ellas, sino que recibieron con entusiasmo el Apologético , y mandó el Papa que le leyesen todos (cosa inverosímil, tratándose de un escrito en que le llamasen ignorante ), y se lo envió al emperador de Oriente, que exclamó: Laus tua, Deus, in fines terrae… [1] Es más, Benedicto II dió las gracias a Julián y a los Padres toledanos por aquel escrito docto y pío . ¿Cabe en lo posible que las alusiones injuriosas se refieran al Papa? [2]
[p. 359] En el Concilio XVI de Toledo, celebrado en 693, después de la muerte de San Julián, tornó a ratificarse la doctrina de éste, incluyéndola en la profesión de fe. [J]
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