Hemos creído oportuno abrir una nueva sección en nuestra web con el fin de que nuestros lectores vayan conociendo más profundamente la Historia de la Iglesia. Los artículos se ubicarán en un menú que encontrarán casi al final de la portada, donde irán clasificados en distintas subcategorías para facilitar su búsqueda.

EL ARRIANISMO EN TIEMPO DE LEOVIGILDO.—POSTRERA LUCHA

Marcelino Menéndez Pelayo [Historia de los Heterodoxos Españoles]

Leovigildo era hombre de altos pensamientos y de voluntad firme, pero se encontró en las peores condiciones que podían ofrecerse a monarca o caudillo alguno de su raza. Por una parte, aspiraba a la unidad , y logróla en lo territorial con la conquista del reino suevo y la sumisión de los vascones. Pero bien entendió que la unidad política no podía nacer del pueblo conquistador, que como todo pueblo bárbaro significaba desunión, individualismo llevado al extremo. Por eso, la organización que Leovigildo dió a su poderoso Estado era calcada en la organización romana, y a la larga debía traer la asimilación de las dos razas. El imperio, a la manera de Diocleciano o de Constantino, fué el ideal que tiró a reproducir Leovigildo en las pompas de su corte, en la jerarquía palaciega, en el manto de púrpura y la corona, en ese título de Flavio con que fué su hijo Recaredo el primero en adornarse, y que con tanta diligencia conservaron sus sucesores. Título a la verdad bien extraño, por la reminiscencia clásica, y suficiente a indicar que los bárbaros, lejos de destruir la civilización antigua, como suponen los que quisieron abrir una zanja entre el mundo romano y el nuestro, fueron vencidos, subyugados y modificados por aquella civilización que los deslumbraba aún en su lamentable decadencia. El imperio, última expresión del mundo clásico, era institución arbitraria y hasta absurda; pero había cumplido un decreto providencial extendiendo la unidad de civilización a los fines del mundo entonces conocido y dando por boca del tirano y fratricida Caracalla, la unidad de derechos y deberes, el derecho universal de ciudadanía. Otra unidad más íntima iba labrando al mismo tiempo el cristianismo. Las dos tendencias se encontraron en tiempo de Constantino: el imperio abrazó al cristianismo como natural aliado. Juliano quiso separarlos, y fué vencido. Teodosio puso su espada al servicio de la Iglesia, y acabó con el paganismo. [G] Poco después murió el [p. 327] imperio, porque su idea era más grande que él; pero el espíritu clásico, ya regenerado por el influjo cristiano, ese espíritu de ley, de unidad de civilización, continúa viviendo en la oscuridad de los tiempos medios, e informa en los pueblos del Mediodía toda civilización, que en lo grande y esencial es civilización romana por el derecho como por la ciencia y el arte, no germánica, ni bárbara, ni caballeresca, como un tiempo fué moda imaginársela. Por eso los dos Renacimientos, el del siglo XIII y el del XV, fueron hechos naturalísimos, y que no vinieron a torcer, sino a ayudar el curso de las ideas. Y en realidad, a la idea del Renacimiento sirvieron, cada cual a su modo, todos los grandes hombres de la Edad Media, desde el ostrogodo Teodorico hasta Carlo-Magno, desde San Isidoro, que recopiló la ciencia antigua, hasta Santo Tomás, que trató de cristianizar a Aristóteles, desde Gregorio VII hasta Alfonso el Sabio. Nunca ha habidosoluciones de continuidad en la historia.

Leovigildo, puesta su mira en la unidad política, ¿y quién sabe si en la social y de razas?, tropezó con un obstáculo invencible: la diversidad religiosa. Trató de vencerla desde el punto de vista arriano, tuvo que erigirse en campeón del menor número, del elemento bárbaro e inculto, de la idea de retroceso, y no sólo se vió derrotado, lo cual era de suponer, sino que contempló penetrar en su propio palacio, entre su familia, el germen de duda y discordia, que muy pronto engendró la rebelión abierta. Y en tal extremo, Leovigildo, que no era tirano, ni opresor, ni fanático, antes tenía más grandeza de alma que todos los príncipes de su gente, vióse impelido a sanguinarios atropellos, que andando [p. 328] los siglos y olvidadas las condiciones sociales de cada época, han hecho execrable su memoria, respetada siempre por San Isidoro y demás escritores cercanos a aquella angustiosa lucha, que indirectamente y de rechazo produjo la abjuración de Recaredo y la unidad religiosa de la Península. La historia de este postrer conflicto ha sido escrita muchas veces, y sólo brevemente vamos a repetirla.

Hermenegildo, primogénito de Leovigildo y asociado por él a la corona, casó con Ingunda, princesa católica, hija de nuestra Brunechilda y del rey Sigeberto. Los matrimonios franceses eran siempre ocasionados a divisiones y calamidades. Ingunda padeció los mismos ultrajes que Clotilde, aunque no del marido, sino de la reina Gosuinda, su madrastra, arriana fervorosa, que ponía grande empeño en rebautizar a su nuera, y llegó a golpearla y pisotearla, según escribe, quizá con exageración, el Turonense. Tales atropellos tuvieron resultado en todo diverso del que Gosuinda imaginaba, dado que no sólo persistió Ingunda en la fe, sino que movió a abrazarla a su marido, dócil asimismo a las exhortaciones y enseñanzas del gran Prelado de Sevilla, San Leandro, hijo de Severiano, de la provincia Cartaginense.

Supo con dolor Leovigildo la conversión de su hijo, que en el bautismo había tomado el nombre de Juan, para no conservar, ni aun en esto, el sello de su bárbaro linaje. Mandóle a llamar, y no compareció, antes levantóse en armas contra su padre, ayudado por los griegos bizantinos que moraban en la Cartaginense, y por los suevos de Galicia. A tal acto de rebelión y tiranía (así lo llama el Biclarense), [1] contestó en 583 Leovigildo reuniendo sus gentes y cercando a Sevilla, corte de su hijo. Duró el sitio hasta el año siguiente: en él murió el rey de los suevos Miro, que había venido en ayuda de Hermenegildo; [2] desertaron de su [p. 329] campo los imperiales, y al cabo Leovigildo, molestando a los cercados desde Itálica, cuyos muros había vuelto a levantar, rindió la ciudad, parte por hambre, parte por hierro, parte torciendo el curso del Betis. [1] Entregáronsele las demás ciudades y presidios que seguían la voz de Hermenegildo, y finalmente la misma Córdoba, donde aquel príncipe se había refugiado. Allí mismo (como dice el abad de Valclara, a quien con preferencia sigo por español y coetáneo), o en Osset (como quiere San Gregorio de Tours), y fiado en la palabra de su hermano Recaredo, púsose Hermenegildo en manos de su padre, que le envió desterrado a Valencia. Ni allí se aquietó su ánimo: antes indújole a levantarse de nuevo en sediciosa guerra, amparado por los hispanos romanos y bizantinos, hasta que, vencido por su padre en Mérida y encerrado en Tarragona, lavó en 585 todas sus culpas, recibiendo de manos de Sisberto la palma del martirio, por negarse a comulgar con un Obispo arriano. Hermenegildus in urbe Tarraconensi a Sisberto interficitur, nota secamente el Biclarense, que narró con imparcialidad digna de un verdadero católico esta guerra, por ambas partes escandalosa. Pero en lo que hace a Hermenegildo, el martirio sufrido por la confesión de la fe borró su primitivo desacato, y el pueblo hispano romano comenzó a venerar de muy antiguo la memoria de aquel príncipe godo, que había abrazado generosamente la causa de los oprimidos contra los opresores, siquiera fuesen éstos de su raza y familia. Esta veneración fué confirmada por los Pontífices. Sixto V extendió a todas las iglesias de España la fiesta de San Hermenegildo, que se celebra el 14 de abril. [2] Es singular que San Isidoro sólo se acuerde del rey de Sevilla para decir en son de elogio que Leovigildo sometió a su hijo, que tiranizaba el imperio. [p. 330] (Filium imperiis suis tyrannizantem, obsessum superavit.) ¡Tan poco preocupados y fanáticos eran los Doctores de aquella Iglesia nuestra, que ni aun en provecho de la verdad consentían el más leve apartamiento de las leyes morales!

Ingunda pasó fugitiva a la costa africana, donde murió, y su hijo Amalarico fué conducido por los servidores del padre a Constantinopla, donde imperaba Mauricio, aliado que fuera de Hermenegildo. La rebelión de éste dió ocasión a Leovigildo para dos guerras felices: la de los suevos, cuya dominación destruyó del todo, y la de los francos, cuyo rey Gontrán padeció por tierra y mar sendas derrotas.

Dura fué la persecución de Leovigildo contra los católicos. Hemos de reconocer, sin embargo, que había buscado, aunque erradamente, una conciliación semejante al Interim que en el siglo XVI promulgó el César Carlos V para sus Estados de Alemania. Siempre han sido inútiles, cuando no de funestos resultados, estas tentativas de concordia teológica de parte de príncipes seculares. El año 580 reunió Leovigildo en Toledo un conciliábulo de Obispos arrianos, que introdujeron algunas modificaciones en la secta, para que pareciese aceptable a los ojos de los católicos, ordenando que no se rebautizase a los que viniesen a su secta, sino que se lespurificase (así decían) por la imposición de manos y la comunión. A la antigua fórmula de glorificación que ellos usaban sin copulativas: «Gloria Patri, Filio, Spiritui Sancto» [1] para excluir la igualdad entre las personas divinas, sustituyeron otra, también errónea, que se les antojó no tan mal sonante: Gloria Patri per Filium in Spiritu Sancto. Redactóse una profesión de fe en consonancia con esta fórmula arriana y macedoniana, y obstinóse Leovigildo en imponerla a todos sus vasallos, de grado o por fuerza. Resistieron heroicamente los hispano romanos; arrojados fueron de sus Sillas los más egregios Obispos de aquella edad: San Leandro, de Sevilla, que buscó asilo en Constantinopla; San Fulgencio, de Écija; Liciniano, de Cartagena; Fronimio, de Agde, en el Languedoc; Mausona, finalmente, el más célebre de los Prelados emeritenses. Su biógrafo, el [p. 331] diácono Paulo, [1] refiere por extenso lo acaecido a aquel varón santísimo. Negóse a suscribir la Formula fidei del conciliábulo toledano; no se intimidó por terrores y amenazas, y cuando Leovigildo envió a Mérida un Obispo herético e intruso, llamado Sunna, no dudó en aceptar con él una controversia pública en la iglesia de Santa Eulalia. Era Sunna, según lo describe Paulo Emeritense, homo funestus, vultu teterrimus, cujus erat frons torva, truces oculi, aspectus odibilis, motus horrendus, eratque mente sinister, moribus pravus, lingua mendax, verbis obscoenus, forinsecus turgidus, intrinsecus vacuus, extrorsus elatus, introrsus inanis, foris inflatus, interius cunctis virtutibus evacuatus, utrobique deformis, de bonis indignus, de pessimis opulentus, delictis obnoxius, perpetuae morti nimis ultroneus: en suma, un verdadero retrato de Lucifer. Antes de entrar en la pelea, oró Mausona por tres días y tres noches ante el altar de la Virgen Emeritense, y fortificado con celestiales consuelos, descendió al atrio, donde estaba congregado el pueblo católico de una parte, y de otra, Sunna con los arrianos. Comenzó la disputa (discusión que diríamos ahora), ingens verborum certamen, que dice Paulo, y Mausona, portento de elocuencia y de doctrina, redujo fácilmente al silencio a su adversario. Corría de los labios del Obispo de Mérida una oración más dulce que la miel: «Nam tantam gratiam in ejus labiis eo die Dominus conferre dignatus est, ut nunquam eum quisquam viderit prius tam claro eloquio facundum… licet semper docuerit ore eloquentissimo.» Entonces, como dice la Escritura y repite Paulo, viéronlo los justos y alegráronse, y toda iniquidad selló su boca, porque el Señor había cerrado la boca de los que hablaban iniquidades. Y mientras los arrianos enmudecían, postráronse los católicos y alzaron al Señor sus voces de júbilo, cantando: ¿Quis similis in Diis, Domine? ¿Quis similis tibi, et non est secundum opera tua? Tras de cuyo triunfo entraron en la basílica, bendiciendo a la Virgen Eulalia, que había ensalzado a sus servidores y reducido a la nada a sus enemigos. (Quae in sublime erexerat famulos, et ad nihilum suos redegerat inimicus.)

El espíritu malo (dice Paulo) movió a Leovigildo a llamar a [p. 332] Mausona a Toledo y pedirle la túnica de Santa Eulalia. A lo cual contestó enérgicamente el Obispo: «Compertu,m tibi sit quia cor meum sordibus Arianae superstitionis nunquam maculabo: tam perverso dogmate mentem meam nunquam inquinabo: tunicam Dominae meae Eulaliae sacrilegis haereticorum manibus polluendam, vel etiam summis digitis pertractandam, nunquam tradam.» En vano mandó Leovigildo gente a Mérida para buscar la túnica en el tesoro de la iglesia: la túnica no pareció, porque Mausona la llevaba oculta sobre su propio cuerpo. Amenazóle el rey con el destierro, y él replicó: «Si sabes algún lugar donde no esté Dios, envíame allá.» (Et ideo obsecro te ut si nosti regionem aliquam, ubiDeus non est, illic me exilio tradi jubeas.) Montáronle en un corcel indómito para que le hiciese pedazos, y el bruto se amansó al sentir su peso. Leovigildo, espantado por tal prodigio, le permitió retirarse a un monasterio, y aun es fama que tres años después consintió que volviese a su sede amonestado el rey en sueños por una voz que le decía: Redde servum meum. Todas estas y otras hermosas tradiciones están consignadas en el Leyendario de Paulo Emeritense, y aunque no sea forzoso tenerlas por artículos de fe, proceden al cabo de un autor del siglo VIII, [1] y nos dan idea viva y fiel de aquella lid postrera y desesperada entre las dos religiones y los dos pueblos. Gran consuelo es poder asistir en espíritu a esa especie de desafío teológico en el atrio de la romana Mérida.

Leovigildo apenas derramó más sangre cristiana que la de su hijo. Acúsale el Turonense de haber atormentado a un sacerdote, cuyo nombre no expresa. Enriqueció el Erario con la confiscación de las rentas de las iglesias, y pareciéndole bien tal sistema de hacienda, le aplicó, no sólo a los católicos, sino también a sus vasallos arrianos.

La Iglesia española se mantuvo inmoble en medio de tal borrasca. Sólo un Obispo apostató: Vincencio de Zaragoza. [2] Pero no lo llevaron en calma sus correligionarios, puesto que Severo, Obispo de Málaga, a quien en el párrafo siguiente veremos combatir, unido con Liciniano, las opiniones materialistas de otro [p. 333] Obispo, escribió contra el cesaraugustano un libro hoy perdido, en que gravemente le reprendía por haber prevaricado en la hora de la tribulación. [1]

La grandeza misma de la resistencia, el remordimiento quizá de la muerte de Hermenegildo, trajeron al rey visigodo a mejor entendimiento en los últimos días de su vida. Murió en 587, católico ya y arrepentido de sus errores, como afirma el Turonense y parece confirmarlo la prestísima abjuración pública de su hijo y sucesor Recaredo. De la conversión del padre nada dicen nuestros historiadores. Riego fecundo fué de todas suertes para nuestra Iglesia el de la sangre de Hermenegildo.

VIII.—ESCRITOS APÓCRIFOS.—MATERIALISMO DE UN OBISPO

La fe se acrisolaba con la persecución, pero el pueblo cristiano veíase expuesto a otro peligro mayor por la ligereza o credulidad de algunos de sus Prelados. Los errores de dos de ellos, aunque el nombre de uno solo, han llegado a nuestra noticia en las áureas cartas de Liciniano, que son de los más curiosos monumentos de la ciencia española de aquellos días. Liciniano, Obispo de Carthago Spartaria, o sea Cartagena, y no de la Cartago de África, como algunos han supuesto, [2] fué uno de los desterrados por Leovigildo, y es fama que murió trágicamente en Constantinopla envenenado por sus émulos. [3] De las obras de este ilustre varón sólo tenemos tres epístolas: la segunda y tercera interesan a nuestro propósito.

Enderezada fué la segunda a Vincencio, Obispo de Ibiza, que había admitido por auténtica una carta a nombre de Cristo, que se suponía caída del cielo. Esta ficción no es única en la historia de la Iglesia: pertenece al mismo género de apócrifos que la carta del Redentor a Abgaro de Edessa, o la de la Virgen a los ciudadanos de Messina. Sectas gnósticas hubo que fundaban sus imaginaciones[p. 334] en documentos emanados de tan alto origen y caídos a la tierra por especial providencia. El autor de la carta que se esparció en Ibiza no debía de ser gnóstico, sino judío o cristiano algo judaizante y farisaico, puesto que exageraba el precepto de descanso en el domingo, extendiéndose aun a las cosas necesarias para la preparación del alimento, y vedando el ponerse en camino ni hacer obra alguna liberal en tales días. Con razón exclama el Obispo de Cartagena: «¡Ojalá que el pueblo cristiano, ya que no frecuentara la iglesia en ese día, hiciera algo de provecho y no danzase!» La tal carta, que se decía en Roma sobre el altar de San Pedro, fué recitada desde el púlpito por el Obispo para que llegara a conocimiento de todos los fieles. Liciniano reprende la necia facilidad de Vincencio en recibir aquel escrito, donde ni se encontraba locución elegante, ni doctrina sana . [1]

De trascendencia mucho mayor es la epístola tercera, in qua ostenditur Angelos et animas rationales esse spiritus sive totius corporis expertes, [2] dirigida al diácono Epifanio, y suscrita por Liciniano y Severo, Obispo malacitano. Otro Obispo, cuyo nombre tuvieron la cortesía o reverencia de omitir los impugnadores, negaba la espiritualidad del alma racional y de los ángeles, aseverando que todo, fuera de Dios, era corpóreo. La afirmación materialista apenas podía ir más allá, y los que la consideran como el término de la ciencia novísima, pueden contar en el triste catálogo de sus predecesores a un anónimo Obispo español del siglo VI. La cuestión no era entonces tan clara como hoy; aunque todos los Padres de la Iglesia griega y latina convinieron en la espiritualidad e inmortalidad del alma, no ha de dudarse que algunos se habían explicado con cierta oscuridad y falta de precisión científica, que para el error podían ofrecer, no sólo pretextos, sino armas. Tertuliano y Arnobio se extraviaron en esta cuestión; [3] pero cuando otros hablan de la materiadel alma, ha de [p. 335] entenderse siempre de una materia sutilísima y diversa de la corpórea. Fuera de que el alma no es para ellos el principio racional que llaman pneuma, sino el principio vital apellidado psyche.

Al error del ignorado Obispo oponen el de Cartagena y el de Málaga dos especies de argumentos, unos de autoridad y otros de razón. Me fijaré especialmente en los segundos. «Todo cuerpo vivo, dice Liciniano, consta de tres elementos: es absurdo decir que la sustancia del alma esté compuesta de ninguno de ellos. Si el alma es imagen de Dios, no puede ser cuerpo.» «El alma (decían los materialistas de entonces) es corpórea, porque está contenida en algún lugar.» Y Liciniano y Severo dan esta admirable respuesta: «Rogámoste que nos digas en qué lugar puede estar contenida el alma. Si la contiene el cuerpo, de mejor calidad es el cuerpo continente que el alma contenida. Es absurdo decir que el cuerpo supera en excelencia al alma; luego el alma es la que contiene y el cuerpo lo contenido. Si el alma rige y vivifica el cuerpo, tiene que contenerle. Y no está limitada por el cuerpo que contiene, a la manera del odre lleno de agua… Está toda interior, toda exteriormente, tanto en la parte mayor del cuerpo como en la menor. Si tocas con el dedo una extremidad del cuerpo, toda el alma siente. Y siendo cinco los sentidos corporales, ella no está dividida en los sentidos; toda oye, toda ve, toda huele, toda toca, toda gusta , y cuando mueve el cuerpo de su lugar, ella no es movida. Y por eso distinguimos bien tres naturalezas: la de Dios, que ni está en tiempo ni en lugar; la del espíritu racional, que está en tiempo, mas no en lugar; la de la materia, que está en lugar y en tiempo. Pero acaso se replicará: «El alma no puede existir fuera del cuerpo: su cantidadestá limitada por la de éste.» «Según eso (prosigue Liciniano), será cada cual más sabio, según fuere más alto y desarrollado de miembros, y vemos que sucede lo contrario, porque la cantidad del alma no se mide por la del cuerpo. Si el alma es de la magnitud del cuerpo, ¿cómo siendo tan pequeña, encierra tan grandes ideas? ¿Cómo podemos contener en la mente las imágenes de ciudades, de montes, de ríos, de todas las cosas creadas del cielo y de la tierra? ¿Qué espacio hay bastante grande para el alma, cuando ella abarca y compendia tantos espacios? Pero como no es cuerpo, contiene de un modo no local (inlocaliter) todos los lugares. Si un vaso está contenido [p. 336] tenido en otro vaso; el menor será el de dentro, el mayor el de fuera. ¿Cómo, pues, el alma, que tantas grandezas encierra, ha de ser menor que el cuerpo? Por eso afirmamos que el alma tiene alguna cualidad, pero no cantidad; y Dios, ni cantidad ni cualidad. Como el alma no es igual a Dios, tiene cualidad; como no es cuerpo, carece de cantidad. Y creemos con la santa fe católica, que Dios, ser incorpóreo, hizo unas cosas incorpóreas y otras materiales, y sujetó lo irracional a lo racional, lo no inteligente a lo inteligible, lo injusto a lo justo, lo malo a lo bueno, lo mortal a lo inmortal.»

¿Puede presentarse en el siglo VI una página de psicología, comparable a la que acabo de traducir fidelísimamente y a la letra? Tal era la doctrina antropológica profesada por los Padres que antonomásticamente llamamos toledanos y de la escuela de Sevilla. ¿Dónde estaban las fuentes de esas doctrinas? Liciniano y Severo las declaran: primero en San Agustín, que había definido el alma sustancia dotada de razón y dispuesta para gobernar el cuerpo; segundo, y con más claridad, en el Obispo Mamerto Claudiano, varón docto, que en su libro De incorporalitate animae, asentó que el alma es la vida del cuerpo, y que su ser sustancial es el raciocinio. Pero estos no eran más que gérmenes: la constitución de la doctrina se debe a Liciniano y a Severo, como se les debe esa demostración clara y perentoria de la unidad y subjetividad de las sensaciones, y esa división admirable de los seres según las categorías de lugar y tiempo, de cualidad y cantidad; como se les debe, finalmente, la gran concepción espiritualista del alma continente y no contenida del cuerpo,especie de atmósfera racional en que el cuerpo vive y que dirige al cuerpo. Esa idea, conservada por los doctores españoles, pasa a los escolásticos de la Edad Media, y Santo Tomás vuelve a formularla, si bien con sujeción al criterio peripatético, según el cual el alma es la ENTELECHIA primera de un cuerpo físico, que tiene la vida en potencia, o como dijo el Doctor de Aquino, es el acto o la forma sustancial del cuerpo, idea en el fondo exacta, pero más expuesta a desacertadas interpretaciones que la de Liciniano, conforme casi a la de Platón en el Primer Alcibiades. [1] Pero conste que [p. 337] para Santo Tomás es un axioma la no localización del alma, como lo era para Liciniano, y que uno y otro consideran el espíritu como causa de todos los fenómenos y principio de la vida. El cartesianismo vino a romper esta armonía, dividiendo en dos el ser humano, y extremando la oposición de materia y espíritu, que formaron ya dos reinos opuestos. Necesario fué escogitar sistemas para explicar sus relaciones, y surgieron las teorías que localizan el alma en el cerebro o en alguna de sus partes, con absoluto olvido y desconocimiento de las propiedades del espíritu. Como lógica consecuencia vino el materialismo suprimiendo ese incómodo huésped, que con ser inmaterial estaba sometido a las condiciones de la materia, y vino la que llaman filosofía positiva afirmando la existencia de dos órdenes de fenómenos paralelos, pero sin reconocer ni negar la existencia de sustancias a qué referirlos. Y hoy es el día en que para evitar las lógicas consecuencias de la denominada cienciamodesta, con ser la más orgullosa a la vez que pobre y rastrera que ha engendrado el pensamiento humano, hay que desandar el camino y retroceder a nuestro buen Liciniano, y ver con él en la sustancia anímica continente y no contenida, forma sustancial del cuerpo, el principio y base de todas nuestras modificaciones. ¡Cuándo nos convenceremos de que hay algo, y aun mucho que estudiar en la ciencia española, hasta de las épocas más oscuras!

Mostróse Liciniano en su réplica profundo escriturario, juntando y exponiendo los textos de los Sagrados libros relativos al alma racional, y obtuvo en éste como en los demás puntos señalada victoria sobre el ignoto patriarca de los materialistas españoles.