CAPITULO I
HISTORIA DEL TIEMPO PASCUAL

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger


Cristo Vencedor

DEFINICIÓN DEL TIEMPO PASCUAL. — Se da el nombre de Tiempo pascual al período de semanas que transcurre desde el domingo de Pascua al sábado después de Pentecostés. Esta parte del Año litúrgico es la más sagrada, aquella hacia la cual converge el Ciclo completo. Se comprenderá esto fácilmente, si se considera la grandeza de la ñesta de Pascua, que la antigüedad cristiana embelleció con el nombre de Fiesta de las fiestas, Solemnidad, de las solemnidades, a la manera, nos dice San Gregorio Papa en su Homilía sobre este gran día, que lo más augusto en el Santuario era llamado el Santo de los Santos, y se da el nombre de Cantar de los cantares al sublime epitalamio del Hijo de Dios que se une con la Santa Iglesia. Ciertamente, en el día de Pascua es cuando la misión del Verbo encarnado obtiene el fin que estuvo anhelando hasta entonces; en el día de Pascua el género humano es levantado de su caída y entra en posesión de todo lo que había perdido por el pecado de Adán.

CRISTO VENCEDOR. — Navidad nos había dado un Hombre-Dios; hace tres días recogimos su sangre de un precio infinito para nuestro rescate. Mas en el día de la Pascua, no es ya una víctima inmolada y vencida por la muerte, la que contemplamos; es un vencedor que aniquila a la muerte, hija del pecado, y proclama la vida, la vida inmortal que nos ha conquistado. No es ya la humildad de los pañales, ni los dolores de la agonía y de la cruz; es la gloria, primero para él, después para nosotros. En el día de Pascua, Dios recupera, en el Hombre-Dios resucitado, su obra primera: el tránsito por la muerte no ha dejado en él huella ninguna, como tampoco la dejó el pecado, cuya semejanza se había dignado asumir el Cordero divino; y no es solamente él quien vuelve a la vida inmortal; es todo el género humano. «Así como por un hombre vino la muerte al mundo, nos dice el Apóstol, por un hombre debe venir también la resurrección de los muertos. Y así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados»

LA PREPARACIÓN DE LA PASCUA. — Así, pues, el aniversario de este acontecimiento constituye cada año el gran día, el día de la alegría, el día por excelencia; a él converge todo el Año litúrgico y sobre él está fundado. Mas, como este día es santo entre todos, ya que nos abre las puertas de la vida celestial, donde entraremos resucitados como Cristo, la Iglesia no ha querido luciera sobre nosotros antes de que hubiésemos purificado nuestros cuerpos por el ayuno y corregido nuestras almas por la compunción. Con este fin instituyó la penitencia cuaresmal, y también nos advirtió desde Septuagésima que habla llegado el tiempo de aspirar a las alegrías serenas de la Pascua y de disponernos a los sentimientos que su venida debe despertar. Ya hemos terminado esta preparación y el Sol de la Resurrección se eleva sobre nosotros.

SANTIDAD DEL DOMINGO. — Mas no basta festejar el día solemne que contempló a Cristo-Luz huyendo de las sombras del sepulcro; a otro aniversario debemos tributar el culto de nuestra gratitud. El Verbo encarnado resucitó el primer día de la semana, el día en que el Verbo increado del Padre había comenzado la obra de la creación, al sacar la luz del seno del caos y separarla de las tinieblas, inaugurando así el primero de los días. Por tanto, en la Pascua nuestro divino resucitado santifica por segunda vez el domingo y desde entonces el sábado deja de ser el día sagrado. Nuestra resurrección en Jesucristo, realizada en domingo, colma la gloria de este primero de los días; el precepto divino del sábado es abolido con toda la ley mosaica; y los Apóstoles mandarán en lo sucesivo a todo fiel celebrar como día sagrado el primer día de la semana, en el que la gloria de la primera creación se une a la de la divina regeneración.

FECHA DE LA FIESTA DE PASCUA. — L a resurrección del Hombre-Dios realizada en demingo, pedia no se la solemnizase anualmente en otro día de la semana. De aquí la necesidad de separar la Pascua de los cristianos de la de los judíos que, fijada de modo irrevocable en el catorce de la luna de marzo, aniversario de la salida de Egipto, caía sucesivamente en cada uno de los días de la semana. Esta Pascua no era más que una figura; la nuestra es la realidad ante la cual la sombra desaparece. Era necesario, pues, que la Iglesia rompiese este último lazo con la sinagoga, y proclamase su emancipación celebrando la más solemne de las fiestas un día que no coincidiese nunca con aquel en que los judíos celebrasen su Pascua, en lo sucesivo estéril de esperanzas. Los Apóstoles determinaron que desde entonces la Pascua para los cristianos no sería ya el catorce de la luna de marzo, aun cuando ese día cayese en domingo, sino que se celebraría en todo el universo el domingo siguiente al día en que el calendario caducado de la sinagoga continuaba colocándola.

Con todo, en consideración al gran número de judíos que habían recibido el bautismo y que formaban entonces el núcleo de la Iglesia cristiana, para no herir su sensibilidad, se determinó que se aplicase con prudencia y paulatinamente la ley relativa al día de la nueva Pascua. Además, Jerusalén no tardaría en sucumbir debajo de las águilas romanas, según el vaticinio del Salvador; y la nueva ciudad que se levantaría sobre sus ruinas y que albergaría a la colonia cristiana, tendría también su Iglesia, pero una Iglesia completamente disgregada del elemento judaico, que la justicia divina había visiblemente reprobado en aquellos mismos lugares. La mayor parte de los Apóstoles no tuvieron que luchar contra las costumbres judías en sus predicaciones en tierras lejanas, ni en la fundación de las Iglesias que establecieron en tantas regiones, aun fuera de los límites del imperio romano; sus principales conquistas las hacían entre lós gentiles. La Iglesia de Roma, que llegaría a ser Madre y Maestra de todas las demás, jamás conoció otra Pascua que aquella que hermana al domingo el recuerdo del primer día del mundo y la memoria de la gloriosa resurrección del Hijo de Dios y de todos nosotros, que somos sus miembros.

LA COSTUMBRE DE ASIA MENOR. — Una sola provincia de la Iglesia, el Asia Menor, rehusó largo tiempo asociarse a este acuerdo. San Juan, que pasó muchos afios en Efesó y terminó allí su vida, creyó no debía exigir, de los numerosos cristianos que de las sinagogas habían pasado a la Iglesia en aquellas regiones, el renunciamiento a la costuftibre judía en la celebración de la Pascua; y los ñeles salidos de la gentilidad que fueron a acrecentar la población de aquellas florecientes cristiandades, llegaron a apasionarse con exceso en la defensa de una costumbre que se remontaba a los orígenes de la Iglesia del Asia Menor. Como consecuencia, al correr de los años, esta anomalía degeneraba en escándalo; allí se aspiraban efluvios judaizantes y la unidad del culto cristiano sufría una divergencia que impedía a los fieles vivir unidos en las alegrías de la Pascua y en las santas tristezas que la preceden.

El Papa San Víctor, que gobernó la Iglesia desde el año 185, puso toda su solicitud sobre este abuso y creyó que había llegado el momento de hacer triunfar la unidad exterior sobre un punto tan esencial y tan central en el culto cristiano. Anteriormente, con el Papa San Aniceto, hacia el año 150, la Sede Apostólica había intentado, por medio de negociaciones amistosas, atraer las Iglesias de Asia Menor a la práctica universal; no fué posible triunfar sobre un prejuicio fundado en una tradición conceptuada como inviolable en aquellas regiones. San Víctor creyó tendría más éxito que sus predecesores; y a fin de influir en las asiáticos por el testimonio unánime de todas las Iglesias, ordenó se reuniesen concilios en los diversos países en que el Evangelio había penetrado, y se examinase en ellos la cuestión de la Pascua. La unanimidad fué perfecta en todas partes; y el historiador Eusebio, que escribía siglo y medio después, atestigua que todavía en su tiempo se guardaba el recuerdo de las decisiones que habían tomado en esta encuesta, además del concilio de Roma, los de las Galias, de Acaya, del .Ponto, de Palestina y de Osrhoena en Mesopotamia. El concilio de Efeso, presidido por Polícrato, obispo de aquella ciudad, resistió solo a las insinuaciones del Pontífice y al ejemplo de la Iglesia Universal.

San Víctor, juzgando que esta oposición no podía tolerarse por más tiempo, publicó una sentencia por la que separaba de la comunión de la Santa Sede las Iglesias refractarias del Asia Menor. Esta pena severa, que no se imponía por parte de Roma sino después de prolongadas instancias encaminadas a extirpar los prejuicios asiáticos, excitó la conmiseración de muchos obispos. San Ireneo, que ocupaba entonces la silla de Lyon, intercedió ante el Papa, en favor de dichas Iglesias, que no habían pecado, según él, sino por falta de luces; y obtuvo la revocación de una medida cuyo rigor parecía desproporcionado con la falta. Esta indulgencia produjo su efecto: al siglo siguiente, San Anatolio, obispo de Laodicea, atestigua en su libro sobre la Pascua, escrito en 276, que las Iglesias del Asia Menor se habían adaptado analmente, desde hacia algún tiempo, a la práctica romana.

LA OBRA DEL CONCILIO DE NICEA. — P o r u n a coincidencia extraña, hacia la misma época, las Iglesias de Siria, de Cilicia, y de Mesopotamia dieron el escándalo de una nueva desaveniencia en la celebración de la Pascua. Dejaron la costumbre cristiana y apostólica, para adoptar el rito judío del catorce de la luna de marzo. Este cisma en la liturgia, afligió a la Iglesia; y uno de los primeros cuidados del concilio de Nicea fué promulgar la obligación universal de celebrar la Pascua en domingo. El decreto restableció la unanimidad; y los Padres del concilio ordenaron «que sin controversia, los hermanos de Oriente solemnizasen la Pascua en el mismo día que los romanos, los alejandrinos y todos los demás fieles». La cuestión parecía tan grave por su conexión con la esencia misma de la liturgia cristiana, que San Atanasio, resumiendo las razones que habían impulsado la convocatoria del concilio de Nicea, asigna como motivos de su reunión la condenación de la herejía arriana y el restablecimiento de la unión en la solemnidad de la Pascua.

El concilio de Nicea reglamentó también que el obispo de Alejandría fuese el encargado de mandar hacer los cálculos astronómicos que ayudasen cada año a determinar el día preciso de la Pascua, y que enviase al Papa el resultado de los descubrimientos realizados por los sabios de aquella ciudad, tenidos por los más certeros en sus cómputos. El Pontífice romano dirigiría después a todas las Iglesias cartas en que intimase la celebración uniforme de la magna fiesta del cristianismo. De este modo, la unidad de la Iglesia se trasparentaba por la unidad de la liturgia; y la Silla apostólica, fundamento de la primera, era al mismo tiempo el medio para la segunda. Además, ya antes del concilio de Nicea, el Pontífice romano tenía como costumbre dirigir cada año a todas las Iglesias una encíclica pascual en que señalaba el día en que debía celebrarse la solemnidad de la Resurrección. Así nos lo muestra la carta sinodal de los Padres del concilio de Arlés, en 314, dirigida al papa San Silvestre. «En primer lugar, dicen los Padres, pedímos que la observación de la Pascua del Señor sea uniforme en cuanto al tiempo y en cuanto al día, en todo el mundo, y que dirijáis a todos cartas para este fin, según la costumbre».

Con todo, este uso no perseveró por mucho tiempo después del concilio de Nicea. La carencia de medios astronómicos acarreaba perturbaciones en la manera de computar el día de la Pascua. Es verdad que dicha fiesta quedó definitivamente fijada en domingo; ninguna Iglesia se permitió en adelante celebrarla en el mismo día que los judíos; mas, por desconocer la fecha precisa del equinoccio de primavera, sucedía que el día propio de la solemnidad variaba algunos años según los lugares. Paulatinamente fué descartándose la regla que había dado el concilio de Nicea de considerar el 21 de marzo como el día del equinoccio. El calendario exigía una reforma que nadie estaba preparado para realizar; se multiplicaban los calendarios en contradicción los unos con los otros, de manera que Roma y Alejandría no siempre llegaban a entenderse. Por este motivo, de tiempo en tiempo, la Pascua se celebró sin la unanimidad absoluta que el concilio de Nicea había procurado; pero se procedía de buena fe por ambas partes.

LA REFORMA DEL CALENDARIO. — Occidente se agrupó en torno de Roma, que terminó por triunfar de algunas oposiciones en Escocia y en Irlanda, cuyas Iglesias se habían dejado extraviar por ciclos erróneos. Finalmente la ciencia hizo adelantos considerables en el siglo xvi, y permitió a Gregorio XIII emprender y terminar la reforma del calendario. Se trataba de restablecer el equinoccio en el 21 de marzo, conforme a la disposición del concilio de Nicea. Por una bula del 24 de febrero de 1581, el Pontífice tomó esta medida suprimiendo diez días del año siguiente, del 4 al 15 de octubre; de este modo restablecía la obra de Julio César, que en su tiempo también había tomado medidas acertadas sobre las computaciones astronómicas. Pero la Pascua era la idea fundamental y el fin de la reforma implani tada por Gregorio XIII. Los recuerdos del concilio de Nicea y sus normas dominaban siempre sobre esta cuestión capital del año litúrgico; y así, una vez más, el Romano Pontífice señalaba la celebración de la Pascua al universo, no sólo por un año, sino por largos siglos.

Las naciones herejes experimentaron, a su pesar, la autoridad divina de la Iglesia en esta promulgación solemne que influía al mismo tiempo en la vida religiosa y en la civil; y protestaron contra el calendario como habían protestado contra la regla de la fe. Inglaterra y los Estados luteranos de Alemania prefirieron conservar aún mucho tiempo el calendario erróneo que la ciencia rechazaba, antes que aceptar de manos de un papa una reforma reconocida por el mundo como indispensable. Hoy es Rusia la única nación europea que, por odio a la Roma de San Pedro, persiste en tener su calendario retrasado diez o doce días respecto del que se usa en el mundo civilizado.

HECHOS MILAGROSOS.—Todos estos pormenores, que damos en síntesis, muestran la gran importancia que tiene la fecha de la festividad de la Pascua; y el cielo ha manifestado más de una vez con prodigios que no le era indiferente esta sagrada fecha. En la época en que la confusión de ciclos y la imperfección de medios astronómicos ponían tanta incertidumbre sobre la fecha exacta del equinoccio de primavera, en ciertas ocasiones los hechos milagrosos suplieron las indicaciones que ni la ciencia ni la autoridad podían suministrar con certeza. Pascasino, obispo de Lilibea en Sicilia, atestigua en carta dirigida a San León Magno en 444, que, en el pontificado de San Zósimo, siendo cónsul Honorio por undécima vez y Constancio por la segunda, una intervención celestial vino a revelar el auténtico día de la Pascua en una población humilde y religiosa. En un paraje olvidado de Sicilia se escondía entre montañas inaccesibles y espesos bosques una aldea llamada^ Meltina. Su iglesia era de las más pobres, pero Dios se abajó hasta ella en su bondad; porque cada año, durante la noche pascual, en el momento en que el sacerdote se dirigía hacia el baptisterio para bendecir el agua, la fuente sagrada se encontraba milagrosamente llena, sin que hubiese ningún canal, ni otra fuente próxima que la alimentase. Terminada 1& administración del bautismo, el agua desaparecía por sí misma y la pila quedaba seca. Ahora bien, en el año referido sucedió que, habiéndose reunido el pueblo durante la noche que, engañado por un falso cómputo, se figuraba era la de Pascua, cuando, acabada la lectura de las profecías, el sacerdote fué con sus ñeles al baptisterio, se vio la pila seca sin agua. Los catecúmenos esperaron en vano la presencia del líquido por el cual se les debía conferir la regeneración, y se retiraron al amanecer del día. El 22 de abril siguiente, el diez antes de las calendas de mayo, la fuente apareció llena hasta los bordes, atestiguando que este día era la verdadera Pascua para aquel año.

Casiodoro, escribiendo en nombre del rey Atalarico, a un personaje llamado Severo, refiere otro prodigio que se efectuaba anualmente con fin idéntico, la noche de Pascua, en Lucania, cerca de la pequeña isla de Leucotea, en un lugar llamado Marcilianum. Había allí una gran fuente que se había escogido para la administración del bautismo en la noche de Pascua. Apenas el sacerdote había comenzado las solemnes preces de la bendición debajo de la bóveda natural que cubría dicha fuente, cuando el agua, como queriendo tener parte en los transportes de la alegría pascual, creció en el estanque; de manera que si antes se elevaba hasta la quinta grada, ahora se la veía subir hasta la séptima, como anticipándose a las maravillas de la gracia, de que ella iba a ser instrumento; mostrando Dios de este modo que la misma naturaleza insensible puede asociarse, cuando él lo permite, a las santas alegrías del más grande de los días del año.

San Gregorio de Tours habla de una fuente que existía en su tiempo en cierta iglesia de Andalucía, en un lugar llamado Osen, en la que ocurría un hecho milagroso que servía también para comprobar el verdadero día de Pascua. Todos los años el obispo se dirigía con su pueblo a esta iglesia el Jueves santo. El seno de la fuente tenía forma de cruz y estaba adornado de mosaicos. Se comprobaba si estaba enteramente seca; y después de algunas preces todos salían de la iglesia, y el obispo cancelaba la puerta con su sello. El Sábado santo el obispo volvía rodeado de su pueblo; se abrían las puertas después de haber verificado la integridad del sello, y, al entrar en el recinto sagrado, contemplaban la fuente colmada de agua hasta por encima de la superficie del suelo, sin que jamás se desbordase. El obispo pronunciaba los exorcismos sobre aquella agua milagrosa y derramaba sobre ella el crisma. Luego se bautizaba a los catecúmenos; y, cuando el sacramento había sido conferido a todos, el agua desaparecía inmediatamente, sin que se supiese adonde se iba. Los cristianos de Oriente también fueron testigos de prodigios semejantes. Juan Mosch habla, en el siglo vn, de una fuente bautismal de Licia que se llenaba de agua cada año, la vigilia de la fiesta de Pascua; mas permanecía los cincuenta días completos, y se agotaba de repente después de la fiesta de Pentecostés

En la Historia del Tiempo de Pasión hemos recordado las leyes de los emperadores cristianos que prohibían los procesos civiles y criminales durante todo el curso de la quincena de Pascua, es decir, después del domingo de Ramos hasta la octava de la Resurrección. San Agustín, en un sermón pronunciado en esta octava, exhorta a los fieles a extender a todo el resto del año la suspensión de los procesos, querellas y enemistades, que la ley civil quería suspender al menos durante estos quince días.

EL DEBER DE LA COMUNIÓN. — La Iglesia impone a todos sus hijos la obligación de recibir la Sagrada Eucaristía en tiempo de Pascua; y este deber se funda en la intención del Salvador, que, aunque no fijó por sí mismo la época del año en que los cristianos debían acercarse a este augusto sacramento, dejó a su Iglesia el cuidado y la obligación de determinarla. En los primeros siglos la comunión era frecuente, y aun diaria según los lugares. Más tarde los fieles se resfriaron con respecto a este divino misterio; y vemos, según el canon 18 del concilio de Agda, en 506, que en las Galias muchos cristianos hablan decaído de su primitivo fervor. Se declaró entonces que los seglares que no comulgasen en Navidad, Pascua y Pentecostés, no serían considerados como católicos. Esta disposición del concilio de Agda se adoptó como ley casi general en la Iglesia de Occidente. La encontramos en» otros lugares en los reglamentos de Egberto, arzobispo de York, y en el tercer concilio de Tours. Con todo, en diversos lugares, vemos prescrita la comunión para los domingos de Cuaresma, para los tres últimos días de la Semana Santa, y para la fiesta de Pascua.

A principios del siglo XIII, en el IV concilio general de Letrán, en 1215, la Iglesia, considerando la tibieza que invadía constantemente a la sociedad, determinó muy a pesar suyo que los cristianos no estarían estrictamente obligados a hacer más que una sola comunión al año, y que esta comunión se haría en la Pascua. A fin de hacer comprender a los fieles que esta condescendencia es el límite máximo que puede concederse a su negligencia, el santo concilio declara que a aquel que osare infringir esta ley, se le podrá prohibir la entrada en la iglesia durante toda su vida, y privarle de la sepultura eclesiástica después de su muerte, como si él mismo hubiese renunciado al lazo exterior de la unidad católica (más tarde, el papa Eugenio IV, en la constitución Fide digna, dada en el año 1440, declaró que esta comunión anual podía hacerse desde el domingo de Ramos hasta el domingo de Quasimodo inclusive). Estas disposiciones de un concilio ecuménico muestran la gran importancia del deber que con ellas se sancionaba; al mismo tiempo nos hacen apreciar con dolor el lamentable estado de una nación católica donde millones de cristianos desafían cada año las amenazas de la Iglesia su Madre, al rehusar someterse a un deber cuyo cumplimiento constituye la vida de sus almas, al mismo tiempo que es la profesión esencial de su fe. Y cuando es necesario también excluir del número de los que no se muestran sordos a la voz de la Iglesia y vienen a sentarse al festín pascual, a aquellos para los cuales la penitencia cuaresmal es como si no existiese, hay que temer e inquietarse por la suerte de ese pueblo si algunos indicios no vienen de tiempo en tiempo a levantar las esperanzas, y a prometer un futuro de generaciones más cristianas que la nuestra.

RITOS LITÚRGICOS. — El período de cincuenta días que separa la fiesta de Pascua de la de Pentecostés ha sido constantemente objeto de respeto particular en la Iglesia. La primera semana, consagrada principalmente a los misterios de la Resurrección, debía ser celebrada con esplendor especial; pero el resto de los cincuenta días no dejó de tener también sus honores. Además de la alegría que distingue a toda esta parte del año, y cuya expresión es el Aleluya, la tradición cristiana asigna dos usos al tiempo pascual que le diferencian del resto del año. El primero es la abolición del ayuno durante los cuarenta días: es la extensión del precepto antiguo que prohibe el ayuno el domingo; todo este gozoso período debía ser considerado como un solo y único domingo. Las Reglas religiosas, aun las más austeras, de Oriente y de Occidente aceptaron esta práctica.

La otra práctica especial, que se ha conservado literalmente en la Iglesia de Oriente, consiste en no doblar las rodillas en los oficios de Pascua a Pentecostés. Nuestros usos occidentales han modificado esta costumbre, que se observó entre nosotros durante muchos siglos. La Iglesia latina admitió después de mucho tiempo la genuflexión en la misa durante el tiempo pascual; y los únicos vestigios que ella ha conservado de la antigua disciplina en esto, se han hecho casi imperceptibles a los fieles que no están familiarizados con las rúbricas del servicio divino.

Así, pues, el tiempo pascual es todo él como una fiesta continuada; ya lo proclamaba Tertuliano en el siglo ni, cuando, al reprochar a ciertos cristianos sensuales el sentimiento que experimentaban de haber renunciado por su bautismo a tantas fiestas como ilustraban el año pagano, les decía: «Si amáis las fiestas, también las encontráis entre nosotros: no fiestas de un solo día, sino de muchos. Entre los paganos la fiesta se celebra una sola vez al año; para vosotros ahora cada ocho días es fiesta. Reunid todas las solemnidades de los gentiles, no llegaréis a la cincuentena de nuestro Pentecostés»‘. San Ambrosio, escribiendo a los fieles sobre este mismo tema hace la siguiente observación: «Si los judíos, no contentos con su sábado semanal, celebran otro sábado que se prolonga durante todo un año, ¡cuánto más debemos nosotros hacer para honrar la Resurrección del Señor! Por esto nos han enseñado a celebrar los cincuenta días de Pentecostés como parte integral de la Pascua. Son siete semanas completas, y la fiesta de Pentecostés da comienzo a la semana octava. Durante estos cincuenta días la Iglesia suspende el ayuno, como en el domingo, en que el Señor resucitó; y todos estos días son como un solo y mismo domingo»‘.

CAPITULO II
MÍSTICA DEL TIEMPO PASCUAL

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger


Mística del Tiempo Pascual

CORONACIÓN DEL AÑO LITÚRGICO. — De todas las estaciones del Año litúrgico, el Tiempo pascual, es ciertamente el más fecundo en misterios; más aún: puede decirse que este tiempo es el culmen de toda la mística de la liturgia en el período anual. Quien tenga la dicha de entrar con plenitud de espíritu y de corazón en el amor y en la inteligencia del misterio pascual, ha llegado a la medula misma de la vida sobrenatural; y por esta razón, nuestra Madre la Santa Iglesia, acomodándose a nuestra flaqueza, nos propone de nuevo cada año esta iniciación. Todo lo que ha precedido no es más que la preparación; la espera del Adviento, las alegrías del tiempo de Navidad, los graves y severos pensamientos de Septuagésima, la compunción y la penitencia de Cuaresma, el espectáculo desgarrador de la Pasión, toda esta gama de sentimientos y maravillas, no han servido sino para llegar al término a que hemos llegado. Y a fin de hacernos comprender que en la solemnidad pascual se trata del mayor interés del hombre terrestre, Dios ha querido que estos dos grandes misterios, Pascua y Pentecostés, que tienen un mismo fin, se ofreciesen a la Iglesia naciente con un pasado que contaba ya quince siglos: período incalculable que a la divina Sabiduría no pareció demasiado prolongado, para preparar, por medio de figuras, las grandes realidades que nosotros poseemos ahora.

En estos días se juntan las dos grandes manifestaciones de la bondad de Dios para con los hombres: la Pascua de Israel y la Pascua cristiana; el Pentecostés del Sinaí y el Pentecostés de la Iglesia; los símbolos concedidos a un solo pueblo, y las verdades mostradas sin sombras a la plenitud de las naciones. Mostraremos particularmente la realización de las figuras antiguas en las realidades de la nueva Pascua y Pentecostés, el crepúsculo de la ley mosaica iluminado por el día perfecto del Evangelio; mas ¿no nos sentimos desde ahora impresionados de santo respeto, al pensar que las solemnidades que celebramos cuentan ya más de tres mil años de existencia, y que deben renovarse cada año hasta que resuene la voz del ángel que clamará: «Ya no habrá más tiempo» (Apoc., X, 6) y se abran las puertas de la eternidad?

LA PASCUA DE LA ETERNIDAD. — La eternidad bienaventurada es la verdadera Pascua; y por esta razón la Pascua terrena es la fiesta de las fiestas, la Solemnidad de las solemnidades. El género humano había muerto, estaba abatido con la sentencia que le retenía en el polvo del sepulcro; las puertas de la vida se le habían cerrado. Mas he aquí, que el Hijo de Dios se levanta del sepulcro y entra en posesión de la vida eterna; y no es él solamente el que ya no morirá; su Apóstol nos enseña que «es el primogénito entre los muertos» (Col., I, 18). La Santa Iglesia quiere, pues, que nos consideremos ya como resucitados con él y como en posesión de la vida eterna. Estos cincuenta días del tiempo pascual, nos enseñan los Padres, son imagen de la bienaventurada eternidad. Están consagrados plenamente a la alegría; está desterrada toda tristeza; y la Iglesia no sabe decir nada a su Esposo sin mezclar el Aleluya, ese grito del cielo que resuena sin fin en las calles y plazas de la Jerusalén celestial, como nos lo dice la liturgia.

Durante nueve semanas nos hemos visto privados de este cántico de admiración y de gozo; sólo nos restaba morir con Cristo nuestra víctima; mas ahora que hemos salido del sepulcro con él, y que no queremos morir en lo sucesivo con la muerte que mata al alma y que hizo expirar sobre la cruz a nuestro Redentor, el Aleluya, vuelve a ser nuestro.

LA PASCUA DE LA NATURALEZA. — L a sabiduría providencial de Dios, que ha ordenado en plena armonía la obra visible de este mundo y la obra sobrenatural de la gracia, quiso colocar la resurrección de nuestro divino Jefe en estos días que la misma naturaleza parece también resucitar del sepulcro. Los campos se visten de verdor, la arboleda del bosque recobra su follaje, el acento de las aves pone notas armoniosas en las auras, y el sol, símbolo radiante de Jesucristo triunfador, lanza torrentes de luz sobre la tierra regenerada. En tiempo de Navidad, este astro, abriéndose paso con premura entre las sombras que amenazaban extinguirle para siempre, se muestra en armonía con el nacimiento del Emmanuel, en el misterio de una noche profunda, envuelto en pañales de humildad; hoy, apropiándonos las palabras del salmista, «es un gigante que se lanza a la carrera; y no hay criatura que no se sienta reanimada por su vivificante calor». (Sal., XVIII, 7.) Escuchad su voz en el Cantar cLe los cantares (II, 10-13), donde convida al alma fiel a incorporarse a la vida nueva que él comunica a todo lo que alienta: «Levántate, paloma mía, la dice, y ven. El invierno ha pasado, las lluvias han cesado; las flores despuntan en nuestra tierra; se han oído los arrullos de la tortolilla, la higuera arroja sus brevas y la viña en flor esparce su aroma.»

NOBLEZA DEL DOMINGO. — Hemos explicado en el capítulo anterior por qué el Hijo de Dios quiso escoger el domingo con preferencia a los demás días, para triunfar de la muerte y proclamar la vida. No podía mostrar más enérgicamente que toda la creación se renueva en la Pascua, sino abriendo en su persona la inmortalidad al hombre el día mismo en que había sacado la luz de la nada. No solamente el aniversario de su resurrección será en adelante el más grande de los días; sino, cada semana, el domingo será también una Pascua, un día sagrado. Israel festejaba por orden de Dios el sábado, para honrar el reposo del Señor después de los seis días de su obra; la Santa Iglesia, que es la Esposa, se asocia también a la obra del Esposo. Ella deja pasar el sábado, el día que su Esposo estuvo en el reposo del sepulcro; pero, iluminada de los esplendores de la Resurrección, consagra desde entonces a la contemplación de la obra divina el primer día de la semana, que vió sucesivamente salir de las sombras la luz material, primera manifestación de la vida sobre el caos, y también a aquel que, siendo el esplendor eterno del Padre, se dignó decirnos: «Yo soy la luz del mundo.» (San Juan, VIII, 12.)

Transcurra, pues, la semana toda completa con su sábado; a nosotros Cristianos nos basta el octavo día, aquel que rebasa la medida del tiempo; nos basta el día de la eternidad, el día en que la luz ya no tendrá eclipses, ni se dará con medida, sino que iluminará sin fln y sin límites. Así hablan los santos doctores de nuestra fe, cuando nos revelan las grandezas del domingo y la razón de la abrogación del sábado. Sin duda convenía al hombre tomar como día de su reposo religioso y semanal aquel mismo día en que el autor de este mundo visible descansó; pero con todo, no existía entonces más que el recuerdo de la creación material. El Verbo divino se muestra en este mundo, que él había creado en el principio; esta vez oculta los fulgores de su divinidad con el velo de nuestra carne; viene para dar cumplimiento a las figuras. Antes de abrogar el sábado, quiere realizarle en su persona, como todo lo demás de la ley, pasándole por completo como un día de reposo, después de los trabajos de la Pasión, en el nicho fúnebre del sepulcro; pero apenas da comienzo el día octavo, cuando el divino cautivo se lanza a la vida e inaugura el reino de la gloria. «Dejemos, pues, dice Ruperto, dejemos al judío, esclavo del amor de los bienes de este mundo, entregarse a las alegrías pretéritas de su sábado, que no recuerdan más que el aniversario de una creación material. Absorto en las cosas terrenales, no supo reconocer al Señor que creó al mundo; no quiso ver en él al Rey de los judíos, porque proclamaba: Bienaventurados los pobres. Para nosotros nuestro Sábado es el octavo día, que al mismo tiempo es el primero; y el gozo que en él saboreamos no procede del recuerdo de la creación, sino más bien de que el mundo fué en él redimido»‘.

El misterio del septenario seguido de un día octavo, que es el día sagrado, recibe una aplicación nueva y aún más amplia en la misma disposición del Tiempo Pascual. Este tiempo se compone de siete semanas, que forman una semana de semanas cuyo día siguiente, el día de Pentecostés, también es un domingo. Estos números misteriosos, que Dios señaló el primero instituyendo en el desierto de Sinaí el primer Pentecostés, cincuenta días después de la primera Pascua, fueron recogidos por los Apóstoles para aplicarlos al período pascual de los cristianos. Esto mismo nos lo enseña San Hilario de Poitiers, cuya doctrina repiten San Isidoro, Amalarlo, Rabano Mauro, y generalmente todos los antiguos expositores de los misterios de la liturgia. «Si multiplicamos el septenario por siete, dice, vemos que este santo tiempo es en verdad el Sábado de los sábados; pero lo que le corona y le eleva a la plenitud del Evangelio, es el octavo día que sigue, día que es a la vez el primero y el octavo. Los Apóstoles dieron a estas siete semanas un carácter tan sagrado que durante su duración nadie debe doblar la rodilla para adorar, ni turbar con el ayuno las alegrías espirituales de esta fiesta prolongada. El mismo carácter se extiende a cada domingo, ya que este día, el siguiente al sábado, ha llegado a ser, por la aplicación del progreso evangélico, la perfección del sábado, y el día que transcurrimos en fiesta y en alegría».

Así, pues, encontramos en la estructura del Tiempo pascual ampliamente el misterio que nos recuerda cada domingo; en adelante todo data para nosotros del primer día de la semana, ya que la resurrección de Cristo le ha iluminado para siempre con su gloria, de la que no era más que una sombra la creación de la luz material. Acabamos de ver que esta institución estaba ya esbozada en la antigua ley, aunque el pueblo de Israel no poseía el secreto. El Pentecostés judío caía el quincuagésimo día después de Pascua, y este día era el que seguía a las siete semanas. Otra figura de nuestro Tiempo pascual se encontraba también en una de las instituciones que Dios dió a Moisés para su pueblo en el Año jubilar. Cada cincuenta años volvían a sus primeros poseedores las casas y los campos que habían sido vendidos durante los cuarenta y nueve años precedentes, y los israelitas que por pobreza se habían visto obligados a esclavizarse, recobraban la libertad. Este año, llamado propiamente el año sabático, seguía a las siete semanas de años que habían precedido, y significaban también nuestro octavo día, en que el Hijo resucitado de María, nos libraría de la esclavitud del sepulcro y nos pondría en posesión de la herencia de nuestra inmortalidad.

USOS LITÚRGICOS. — Los usos litúrgicos que distinguen el Tiempo pascual en la disciplina de ahora, se reducen a dos principales: la repetíción continua del Aleluya, de que poco ha hemos hablado, y el empleo de los colores blanco y rojo, según lo piden las dos solemnidades, de las cuales la una abre este período y la otra le termina. El color blanco le exige el misterio de la Resurrección, que es el misterio de la luz eterna, luz sin sombras ni manchas, y que produce en aquellos que le contemplan el sentimiento de una inefable pureza y de una beatitud cada vez mayor. Pentecostés, que ya en esta vida nos da al Espíritu Santo con su fuego que abrasa, con su amor que consume, exige la expresión de un color distinto. La Santa Iglesia ha escogido el rojo para expresar el misterio del divino Paráclito manifestado en las lenguas de fuego que descendieron sobre todos los que estaban encerrados en el Cenáculo. Ya antes dijimos que apenas queda en la liturgia latina alguna huella de la antigua costumbre de no doblar la rodilla en el Tiempo pascual.

Las fiestas de los santos, que fueron suspendidas en el transcurso de la Semána Santa, lo serán también durante los ocho primeros días del Tiempo pascual; pero después vuelven a reaparecer en el Ciclo, alegres y copiosas, en torno al Sol divino. Ellas le harán cortejo en su gloriosa Ascensión; mas es tal la grandeza del misterio de Pentecostés, que, desde la vigilia de este día, de nuevo quedan suspendidas hasta la terminación completa del Tiempo pascual.

Los ritos de la Iglesia primitiva con respecto a los neófitos que fueron regenerados en la noche de Pascua, ofrecen también numerosas pinceladas del más conmovedor interés. No es éste el momento de tratar de ellos, ya que solamente se refieren a las dos octavas, la de Pascua y la de Pentecostés. Daremos su explicación a medida que se nos vayan presentando a través de la Liturgia.

CAPITULO III
PRÁCTICA DEL TIEMPO PASCUAL

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger


Andrea Mantegna, La Resurrección

LA ALEGRÍA ESPIRITUAL. — La práctica de este santo tiempo se resume en alegría espiritual que debe producir en las almas resucitadas con Jesucristo, alegría que es un anticipo de la bienaventuranza eterna, y que el cristiano debe ya desde ahora mantener en sí, buscando cada vez con más ardor la Vida que alienta a nuestro divino Jefe, y huyendo constantemente de la muerte, hija del pecado. Durante el período que ha precedido, debimos afligirnos, llorar nuestras faltas, entregarnos a la expiación, seguir a Jesucristo hasta el Calvario. La Iglesia nos incita ahora a la alegría. Ella misma ha desechado todas sus tristezas; ya no gime como la paloma; canta como la Esposa que ha hallado de nuevo al Esposo.

A fin de hacer este sentimiento de alegría pascual más universal, ella se acomoda a la flaqueza de sus hijos. Después de haberles recordado la necesidad de la expiación, concentró toda la rigidez de la penitencia cristiana en los cuarenta días que acaban de transcurrir; y después, dando libertad a nuestros cuerpos al mismo tiempo que a los sentimientos de nuestras almas, nos ha hecho llegar a una región donde todo es alegría, luz y vida, donde todo es gozo, calma, dulzura y esperanza de la inmortalidad. De este modo ha producido en las almas, aun las menos elevadas, un sentimiento análogo al que experimentan las más perfectas; de suerte, que en el concierto de las alabanzas que suben de la tierra a nuestro adorable triunfador, no hay disonancias, y, todos, fervorosos y tibios, unen sus voces con júbilo universal.

Ruperto, Abad de Deutz, el más profundo liturgista del siglo xn, expresa así esta feliz estratagema de la Santa Iglesia: «Hay, dice, hombres carnales que no saben abrir sus ojos para contemplar los bienes espirituales, a no ser a impulso de ciertos incentivos corporales que los estimulan. La Iglesia supo encontrar un medio proporcionado a su flaqueza para moverlos. Con este fin estableció el ayuno cuaresmal, que es el diezmo del año ofrendado a Dios; este espacio de tiempo no termina sino con la solemnidad de la Pascua, a la que luego siguen cincuenta días consecutivos sin un solo ayuno. Así los hombres mortifican sus cuerpos, sostenidos por la esperanza de que la fiesta de Pascua vendrá a librarlos de este yugo de penitencia; por sus anhelos se anticipan a la solemnidad; cada uno de los días de Cuaresma es para ellos como la parada del caminante; los enumeran con cuidado, convencidos de que el número decrece progresivamente, y por eso esta fiesta, deseada de todos, es amada por todos, como lo es la luz para los que caminan en las tinieblas, la fuente copiosa para los que tienen sed y la tienda levantada por el Señor mismo para el viajero fatigado».

¡Dichosos tiempos en que todo el ejército de los cristianos, como expone San Bernardo, nadie claudicaba en el deber, en que justos y pecadores caminaban unidos en la práctica de las observancias cristianas! Ahora la Pascua no produce la misma sensación en nuestra sociedad. Ciertamente la causa radica en la molicie y en la falsa conciencia, que arrastra a tantos hombres a preterir la ley de la Cuaresma, como si no existiese para ellos. De aquí proviene que tantos fieles vean llegar la Pascua como una gran fiesta, es verdad, pero apenas, se dejan impresionar por el anhelo de alegría intensa que lleva impresa la Iglesia durante estos días en toda su actitud. Pero todavía están mucho menos dispuestos para conservar y fomentar, durante un período de cincuenta días, la alegría de que participaron en corta medida, el día tan deseado por los verdaderos cristianos. No ayunaron, no guardaron la abstinencia durante la santa Cuaresma; ni siquiera la misma condescendencia de la Iglesia para con su flaqueza fué suficiente; pidieron otras dispensas; y demos gracias si no se eximieron por sí mismos y sin remordimientos de estos últimos restos del deber cristiano. ¿Qué sensación puede producir en ellos el retorno del Aleluya? No fueron purificadas sus almas por la penitencia; ¡cómo van a tener sus almas ágiles para seguir a Cristo resucitado, cuya vida es ya más del cielo que de la tierra!

Pero no desarmonicemos las intenciones de la Iglesia, entristeciéndonos con pensamientos descorazonadores; pidamos más bien al divino Resucitado que con su bondad omnipotente ilumine esas almas con los fulgores de su victoria sobre el mundo y la carne y que las levante hasta sí. Nada debe distraernos de nuestra felicidad en estos días. El mismo Rey de la gloria nos dice: «¿Acaso los hijos del Esposo pueden entristecerse mientras el Esposo está con ellos?» (S. Matth. IX, 15.) Jesús permanece aún durante cuarenta días con nosotros; ya no padecerá más, ya no morirá: estén, pues, nuestros sentimientos en armonía con su estado de gloria y de felicidad que debe perdurar siempre. Es cierto que nos dejará para ascender a la diestra de su Padre; pero desde allí nos enviará el divino Consolador que permanecerá en nosotros, para que no quedemos huérfanos. (San Juan, XIV). Sean, pues, estas palabras nuestra comida y nuestra bebida durante estos días: «Los hijos del Esposo no deben entristecerse mientras el Esposo esté con ellos.» Son la clave de toda la liturgia en estaestación; no las olvidemos ni un solo instante, y experimentaremos que, si la compunción y la penitencia de la Cuaresma nos fueron saludables, la alegría pascual no lo será menos. Jesús en cruz y Jesús resucitado es siempre el mismo Jesús; pero en este momento nos quiere en torno suyo, con su Santa Madre, con sus discípulos, con Magdalena, todos deslumhrados y extasiados por su gloria, olvidando en esas horas demasiado fugaces, las angustias de la Pasión.

EL DESEO QE LA PASCUA ETERNA. — Pero este tiempo lleno de delicias tendrá fin; sólo nos quedará el recuerdo de la gloria y de la familiaridad con nuestro Redentor. ¿Qué haremos después nosotros en este mundo cuando el que era su vida y su luz no sea ya visible? Cristiano, aspirarás a una nueva Pascua. Cada año te traerá esta dicha que supiste comprender; y de una Pascua a otra Pascua llegarás a la Pascua eterna que durará mientras Dios sea Dios, y cuyos fulgores llegarán hasta ti como un preludio de los goces que ella te reserva. Pero esto no es todo; escucha a la Santa Iglesia; ha previsto la desilusión con que puedes ser tentado y en la que puedes caer; escucha lo que ella pide para ti al Señor: «Haz que tus siervos expresen en su vida el misterio que han recibido por la fe» 1. El misterio de la Pascua no debe dejar de ser visible sobre la tierra; Jesús resucitado sube al cielo; pero deja en nosotros la impronta de su resurrección; y la debemos conservar hasta que retorne.

VIDA NUEVA EN CRISTO. — Y en efecto, ¿por qué esta divina impronta no ha de permanecer en nosotros, sabiendo, como sabemos, que todos los misterios de nuestro Jefe nos son comunes con él? Después de su venida en carne mortal, no dió ni un solo paso sin nosotros. Si nació en Belén, nosotros nacimos con él; si fué crucificado en Jerusalén, nuestro viejo hombre, según la doctrina de San Pablo, estuvo unido a la cruz con él; si fué sepultado, nosotros lo fuimos con él: de aquí se sigue que, si resucita de entre los muertos, nosotros también debemos caminar en una nueva vida. (Rom., VI, 6-8).

Así, pues, «Jesucristo, resucitado de entre los muertos, añade el mismo Apóstol, no muere ya otra vez; la muerte na tiene ya dominio sobre él; porque muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios». (Ibíd., 9-10.) Nosotros somos sus propios miembros: su suerte debe ser la nuestra. Morir de nuevo por el pecado será renunciar a él, separarnos de él, hacer para nosotros inútil esta muerte y esta resurrección que compartimos con él. Velemos, pues, para mantenernos en esta vida que no es nuestra, pero que nos pertenece como propia; porque quien la conquistó a la muerte, nos la dió con todo lo que es suyo. Pecadores que habéis recuperado la vida de la gracia en la solemnidad pascual, no volváis a morir; haced obras de vida resucitada. Vosotros, justos, a quienes ha reanimado el misterio pascual, dad muestras de una vida más abundante en vuestros sentimientos y en vuestras obras. De este modo todos caminaréis en la vida nueva que nos recomienda el Apóstol.

No explicaremos aquí las maravillas del misterio de la Resurrección de Jesucristo; irán aflorando por sí mismas en nuestro sencillo comentario, y pondrán en mayor evidencia el deber de imitación impuesto al flel con respecto a su divino Jefe, al mismo tiempo que nos ayudarán a comprender la magnificencia y la amplitud de la obra capital del Hombre-Dios. Es ahora en el Tiempo pascual, con sus tres magnas manifestaciones del amor y del poder divinos, Resurrección, Ascensión, venida del Espíritu Santo; es ahora ^cuando la Redención llega a su punto culminante. En el orden de los tiempos, todo ha servido para preparar este final, desde la promesa que el Señor irritado y misericordioso hizo a nuestros primeros padres después que pecaron; y en el orden de la liturgia, desde las semanas de espera del Adviento; he aquí que hemos llegado al término, y Dios se nos muestra con un poder y una sabiduría que sobrepasa infinitamente todo lo que nosotros podemos vislumbrar. Los mismos espíritus celestes se sobrecogen de admiración y de pavor; lo canta la Iglesia en uno de los himnos del Tiempo pascual: «Los Angeles, dice, están enmudecidos de terror al ver el cambio que se opera en el estado de la naturaleza humana. La carne pecó, y la carne es quien la purifica; un Dios viene para reinar, y la carne se une en él a la divinidad».

Además el Tiempo pascual pertenece a la Vida iluminativa; forma él su parte más elevada; porque no manifiesta solamente, como los tiempos que le han precedido, los abatimientos y padecimientos del Hombre-Dios. Nos le muestra en toda su gloria; nos le hace ver expresando en su humanidad el último grado de la transformación de la criatura en Dios. La venida del Espíritu Santo asocia también sus esplendores a esta iluminación; ella revela al alma las relaciones que deben unirla con la tercera de las divinas Personas. Así se manifiesta el camino y el progreso del alma fiel, que, habiendo llegado a ser objeto de la adopción del Padre celestial, es iniciada en esta feliz vocación por las lecciones y los ejemplos del Verbo encarnado, y consumada por la visita y la inhabitación del Espíritu Santo. Este es el origen de todo el conjunto de ejercicios que la conducen a la imitación de su divino modelo, y la preparan a la unión a que es invitada por aquel que «ha dado a todos los que le recibieron, el poder de llegar a ser hijos de Dios, por un nacimiento que no es de la carne, ni de la sangre, sino de Dios mismo.» (San Juan, 1, 12, 13).