Esta parte crítica, tomada del nº 51 de la revista soladalitium, comporta, es verdad, graves acusaciones respecto de la Fraternidad San Pío X, pero siempre pronunciadas, al menos nos lo parece, en los límites de la corrección, y con pruebas irrefutables en apoyo. En la conclusión nos dirigimos con sinceridad a los superiores, así como a los simples miembros de la Fraternidad San Pío X, para invitarlos a abrir una discusión sobre los puntos de doctrina de su congregación que plantean, en nuestra opinión, serias dificultades. De este examen sincero la Fraternidad saldrá fortalecida, si tiene el coraje de dejar de lado una institución como la Comisión Canónica, y de asumir que Juan Pablo II II  Benedicto XVI, y Francisco;  no pudieron gozar de la autoridad pontificia; no estuvieron divinamente asistidos; no se puede estar en comunión con ellos (entre otras cosas, en el Canon de la Misa); no se plantea, a su respecto, el problema de la obediencia e infalibilidad del Papa (verdades de fe, ambas, vigorosamente defendidas , tanto en el  sedevacantismo absoluto como en la Tesis Cassiciacum, a diferencia de la Fraternidad); al menos a estos «papas» porque no lo son, ni formaliter ( tesis de Cassiciacum) ni siquiera materialiter ( tesis del resto de los reconocen en estos «papas» unos meros usurpadores de la Sede de San Pedro) .

Es, pues, posible que este artículo interese menos a una parte de nuestros lectores, y nos excusamos, no sin antes advertir que, la aplicación de la sentencias de estos tribunales ilegítimos a las almas, pueden poner a éstas en una irresoluble zozobra sobre la certeza de sus situaciones morales. De estas consecuencias se habla al final del articulo. 

Las pruebas en que se basa esta crítica son evidentes, pero para no hacer más dificultoso este artículo, de por sí muy largo, le remitimos a ellas, las cuales están contenidas en el nº 51 de soladalitium, y que pueden descargar aquí en pdf. Allí se encuentran documentos, formularios, de la FSSPX, etc. Igualmente, en el archivo encontrarán las notas que aquí, para abreviar no ponemos.

 

Un problema real: 

RECONOCER A UN HEREJE COMO VERDADERO PAPA Y RESISTIRLE CON TRIBUNALES PARALELOS

 

Breve historia de las dificultades y soluciones propuestas

El drama que vivimos comenzó en el Concilio Vaticano II, cuando la doctrina de la Iglesia Católica fue abandonada -en varios puntos- a favor de una nueva doctrina. Siguieron reformas disciplinarias que pusieron en aplicación los principios del Vaticano II; recordamos en particular la reforma litúrgica con su punto culminante, la promulgación de un nuevo misal en 1969 y la reforma canónica, realizada con el nuevo código de 1983.

La cuestión de la Autoridad

Muy rápidamente, los opositores al Vaticano II se hallaron enfrentados a problemas teóricos y prácticos de importancia. Por un lado, el rechazo del Concilio y de sus reformas planteó el problema de la legitimidad de la Autoridad que quiso ese Concilio y esas reformas. Es el problema de la Autoridad o – como se dice- del Papa. A él está conectado, por vía de consecuencia, el problema -más práctico- de la obediencia que todo católico debe a la jerarquía y, particularmente, al Papa (3). Nuestra posición es la siguiente: Pablo VI y Juan Pablo II no gozan de la Autoridad pontificia divinamente asistida (no son formalmente papas), entonces -en lo que concierne a la obediencia- el problema no se plantea, ya que solo se está obligado a obedecer a la autoridad legítima. Por el contrario, Mons. Lefebvre y su Fraternidad reconocen la legitimidad de aquellos que promulga- ron el Concilio y las reformas ulteriores (“mal Papa, pero Papa”), por lo que rápidamente se vieron obli gados a teorizar la licitud de la desobediencia (habitual) al Papa, tanto en lo que mira a la recepción de su enseñanza como en lo que hace a las cuestiones disciplinarias. La regla práctica adoptada fue entonces: “Aceptamos las novedades íntimamente con- formes a la Tradición y a la Fe. No nos sentimos ligados por la obediencia, respecto de las nove- dades contrarias a la Tradición, que amenazan nuestra Fe” (4). Recuerdo este principio porque será aplicado por los sucesores de Mons. Lefebvre en el caso presente, especialmente en lo que mira a la recepción del nuevo código de derecho canónico.

La cuestión de la jurisdicción

Mons. A. de Galarreta, actual obispo encargado de los religiosos después de Mons. Fellay. Es él quién dispensaba en la fecha del artículo de los votos de religión

El otro problema -el que nos interesa directamente- es el de la jurisdicción necesaria en el ejercicio del ministerio sacerdotal. Por derecho e institución divina, existen en la Iglesia dos poderes: orden y jurisdicción. “El poder eclesiástico se divide en poder de orden y poder de jurisdicción. El poder de orden está inmediatamente destinado a la santificación de las almas y al ofrecimiento del Sacrificio de la Misa y a la administración de los Sacramentos. El poder de jurisdicción, a su vez, está inmediatamente destinado al gobierno de los fieles en orden a la vida eterna. Se ejerce por la enseñanza autorizada de las verdades reveladas (sagrado magisterio); por la promulgación de leyes (poder legislativo); por la auténtica decisión de las causas surgidas entre los súbditos (poder judicial); por la aplicación de sanciones penales contra los transgresores de las leyes (po- der coercitivo)” (5). Los dos poderes (y sus jerarquías respectivas) “son realmente distintos”, pero están “estrechamente ligados por una mutua relación”, “se diferencian por su origen; en efecto, el orden se confiere con un sacramento apropia- do, mientras que la jurisdicción se otorga por la misión canónica; y [se diferencian] por su propiedad, pues el uso válido del orden, en la mayoría  de los casos, no puede quitarse, mientras que la jurisdicción puede ser revocada. Sin embargo se relacionan mutuamente, pues la jurisdicción su pone el orden y viceversa, el ejercicio del orden está reglado por la jurisdicción” (5).

La publicación del nuevo misal (1969) levantó para los opositores al Vaticano II, la primera dificultad práctica: o continuar y organizar por todas partes

-con los “viejos” libros litúrgicos- el ejercicio del poder de orden (Misa, Sacramentos…) incluso sin go- zar del poder de jurisdicción; o abstenerse de actos de ministerio en caso de privación de la misión canónica, que viene de la “jerarquía”. En la práctica (y no sin numerosos tirones de la regla) el abbé de Nantes, fue el único en elegir la segunda vía, mientras que todos los demás siguieron la primera.

La posición de la Fraternidad de 1975-76 a 1980. Crítica

Para Ecône, si el problema no se planteaba entre 1970 y 1974, período durante el cual la Fraternidad San Pío X fue canónicamente aprobada, con la supresión de la Fraternidad el 6 de mayo de 1975, el retiro de las cartas dimisorias requeridas para ordenar a los seminaristas (27 de octubre de 1975) y la suspensión de la autorización a Mons. Lefebvre para conferir las órdenes sagradas (12 de junio de 1976), se planteó entonces de la manera más dramática: a partir de 1976, los sacerdotes ordenados en la Fraternidad estarían pues suspendidos a divinis (prohibición de celebrar la Misa y de administrar los sacramentos), exactamente como lo había sido su fundador (22 de julio de 1976). Una vez tomada la decisión de administrar los sacramentos sin la jurisdicción requerida -y eso fueron las ordenaciones del 29 de junio de 1976- se presentó una nueva dificultad: en esta situación, si algunos sacramentos son de to- dos modos administrados válidamente en virtud del poder de orden, que es indeleble, otros sacramentos (Penitencia y Matrimonio) requieren justamente -bajo pena de ser administrados inválidamente- la jurisdicción que falta. Si para el sacramento del matrimonio la solución es relativamente fácil (el canon 1098 prevé, en ciertos casos, la dispensa de la forma canónica), el sacramento de la penitencia presentaba y presenta las mayores dificultades: en efecto, la necesidad de la jurisdicción del confesor sobre el penitente es requerida por la naturaleza misma del sacramento tal como fue instituido por Cristo, y entonces no depende solamente del derecho eclesiástico (Concilio de Trento, DS 1686; Pío VI, Auctorem fidei, DS 2637; Santo Tomás, Supl. q. 8, a. 4). Es verdad que el derecho prevé casos en que la Iglesia suple la jurisdicción (“Ecclesia supplet”) faltante en el sacerdote: en caso de peligro de muerte, por ejemplo, todo sacerdote puede absolver válidamente (can. 882); de la misma manera que puede hacerlo, según la prescripción del canon 209 (6), en caso de duda positiva y probable (de poseer o no la jurisdicción), o de error común (los penitentes piensan erróneamente que el sacerdote tiene jurisdicción) (7). Sin embargo, era evidente que los cánones invocados no son suficientes para justificar la práctica de confesar habitual y constantemente sin jurisdicción, por lo que Mons. Lefebvre extendía el caso de peligro de muerte física del penitente -previsto por el código- al de peligro de muerte espiritual en que se hallan todos los católicos por la situación actual de la Iglesia. ¿No era esto razonar “como si”, de hecho, no se reconociese más la legitimidad de la jerarquía y la validez de los nuevos sacramentos? Y, en efecto, Mons. Lefebvre duda -durante el verano del ‘76- respecto de la legitimidad de Pablo VI; pero después de haber sido recibido en audiencia (11 de septiembre) opta por la legitimidad, decisión hecha oficial con la famosa declaración del 8 de noviembre de 1976, titulada: Posición de Mons. Lefebvre sobre la nueva misa y    el Papa” (Cor Unum, nº 4, págs. 1-9), la cual también tomó forma en el clima que siguió a la audiencia concedida por Juan Pablo II a Mons. Lefebvre el 18 de noviembre de 1978. Esta posición (reconocimiento teórico de la legitimidad de Pablo VI y de Juan Pablo II, pero acción práctica como si este reconocimiento no existiera) se volvió uno de los puntos débiles de su movimiento. Veamos cómo, en la época, el cardenal Seper, delegado por Pablo VI y Juan Pablo II para el examen de la causa tradicionalista, expuso el problema: “Y su ‘praxis’ -objetaba el cardenal Seper a Mons. Lefebvre en carta del 28 de enero de 1978- no corrige en absoluto las cosas. En efecto, usted ordena sacerdotes contra la voluntad formal del Papa y sin las ‘litteræ dimissoriæ’ requeridas por el Derecho Canónico; usted envía los sacerdotes que ordena a prioratos en que ejercen su ministerio sin la autorización del Ordinario del lugar; usted pronuncia discursos aptos para difundir sus ideas en diócesis en que el obispo le niega el consentimiento; con sacerdotes que ha ordenado y que no dependen de hecho sino de usted; usted comienza, lo quiera o no, a formar un grupo capaz de convertirse en una comunidad eclesial disidente. Al respecto hay que notar la sorprendente declaración que ha hecho (Conferencia de prensa del 15/9/1976, en ‘Itinéraires’, dic. 1976, págs. 126-127) sobre la administración del sacramento de la penitencia por los sacerdotes que usted  ha ordenado ilícitamente y que no están provistos de la facultad para oír confesiones. Usted consideraría que dichos sacerdotes tendrían la jurisdicción prevista por el Derecho Canónico para el caso de necesidad: ‘Pienso -afirmaría- que nos hallamos en circunstancias no físicas, sino morales extraordinarias’. ¿No es esto razonar como si la jerarquía legítima hubiera dejado de existir en las regiones en que se encuentran esos sacerdotes?” (8). La respuesta de Mons. Lefebvre, por completo pertinente sobre las cuestiones doctrinales, contrariamente no lo fue sobre las que lo habrían conducido -lógicamente- a negar de derecho (y no solamente de hecho) la legitimidad del “Papa” y los “obispos” (9). En su respuesta del 26 de febrero de 1978, Mons. Lefebvre contesta vaga- mente (10), la cuestión le fue nuevamente propuesta por el cardenal Seper, en términos casi idénticos, el 16 de marzo (11), luego -de modo más difuso- en el interrogatorio del 11-12 de enero de 1979 (12). Al final del interrogatorio, Seper volvió una vez más a la cuestión: “Un obispo -así resumió la posición de Mons. Lefebvre- juzgando en conciencia que el Papa y el Episcopado no ejercen más en general su autoridad en orden a asegurar la transmisión fiel y exacta de la fe, ¿puede legítimamente, para mantener la fe católica, ordenar sacerdotes sin ser obispo diocesano, sin haber recibido cartas dimisorias, y contra la prohibición formal y ex- presa del Papa, atribuir a esos sacerdotes el cargo del ministerio eclesiástico en las diversas diócesis? (…) ¿Esta tesis es conforme a la doctrina tradicional de la Iglesia a la que usted entiende atenerse?”. La reacción de Mons. Lefebvre fue in- mediata: “¡Me está tendiendo una trampa!”. La respuesta más meditada no fue mejor. Primero el pragmatismo: “No. No he actuado partiendo de un principio como ese. Son los hechos, las circunstancias en que me hallado, las que me han obligado a tomar ciertas posiciones (…)”. Luego un argumento que lo autocondena: “Creo que la historia puede proporcionar ejemplos de actos similares realizados, en ciertas circunstancias, no ‘contra’ sino ‘præter voluntatem Papæ’ ” [pero justamente Mons. Lefebvre actuaba “contra” y no “más allá” de la voluntad del “papa”]. Finalmente, la reedición lógica definitiva: “Con todo, esta pregunta es demasiado importante y demasiado grave para que pueda contestarla inmediatamente. Pre fiero, pues, suspender mi respuesta” (13). Los coloquios con el “Santo Oficio” continuaron y no hubo ninguna respuesta ulterior…

Hasta entonces la posición de la Fraternidad San Pío X era contradictoria -a causa de la posición sobre la autoridad del Papa-, pero se limitaba a postular una “suplencia” de la Iglesia solo para la administración de los sacramentos. De hecho, nosotros también invocamos a este respecto una suplencia (no tanto de la Iglesia sino más bien de Cristo, como veremos enseguida), para el ejercicio lícito y válido del poder de orden (y exclusivamente del poder de orden). La posición correcta sobre el problema y la crítica a esta primera desviación de la Fraternidad, está perfectamente explicada por el Padre Belmont en el siguiente texto publicado en los Cahiers de Cassiciacum:

“Admitimos perfectamente que en la situación de anarquía (en sentido propio) (14) en que nos hallamos, hay una suplencia divina en favor de los fieles en lo relativo al poder de santificación de la Iglesia (15). Pero, por lo que parece, son necesarios tres factores para la existencia de una tal suplencia (fuera de los expresamente previstos por el Derecho):

–           la necesidad general y no un caso particular;

–           la imposibilidad del recurso a la Autoridad. Es la Autoridad la que juzga sobre los actos sacramentales que debemos realizar, una deficiencia accidental de la Autoridad no puede dar lu- gar a la suplencia. Si la deficiencia es esencial y habitual, la existencia misma de la autoridad está en causa (16);

– un fundamento real en quien debe  actuar en virtud de la suplencia. Un tal fundamento no puede ser sino el Carácter impreso por el Sacramento del Orden.

Es porque el sacerdote católico posee este Carácter sacerdotal, que Nuestro Señor Jesucristo y la Iglesia suplen para hacer actuar al Carácter, cuyo ejercicio normal está impedido para ruina de las almas.

Están pues excluidos los actos de pura jurisdicción (dispensar de un impedimento de matrimonio, conceder una indulgencia), que no hacen actuar al Carácter sacramental y los actos en que el sacerdote no es sino ministro extraordinario (confirmar, conferir las órdenes menores). En el caso del Sacramento de la Penitencia, la suplencia no confiere jurisdicción, sino que Cristo y la Iglesia suplen el defecto de jurisdicción en cada absolución, ya que el sacerdote está, por su Carácter sacerdotal, metafísicamente ordenado a dar una tal absolución. La jurisdicción normalmente necesaria no confiere al sacerdote el poder de confesar, sino que le da un súbdito sobre el cual ejercer su poder” (17).

La posición sostenida por el Padre Belmont en el último número de los Cahiers de Cassiciacum (1981) es también la nuestra, y se distingue tanto de la que niega absolutamente la licitud del ministerio privado de jurisdicción (abbé de Nantes, ciertos sedevacantistas [ N. R. en realidad casi ninguno lo niega]…), como de la que considera lícito el ministerio “contra” la misma voluntad del “Papa”, posición que -de hecho- fue la de la Fraternidad San Pío X de 1976 a 1980.

Las “Ordenanzas” de 1980: primera usurpación de los poderes de  jurisdicción reservados al Papa

Mons. Tissier de Mallerais

No es por casualidad que escribo: hasta 1980, ya que ese año tuvo lugar un hecho que agrava considerablemente la posición de la Fraternidad San Pío X, contra el cual reaccionó precisamente el citado artículo del Padre Belmont. “En un acto fechado el 1º de mayo de 1980, Mons. Lefebvre concedió a sus sacerdotes un cierto número de poderes y facilidades canónicas y litúrgicas. Así justificó esta delegación:

‘En virtud de facultades concedidas a los Ordinarios por la Carta Apostólica Pastorale Munus del 30 de noviembre de 1963, facultades concedidas a todos los Obispos de Misión y luego extendidas a toda la Iglesia, delegamos los siguientes poderes… ” (18).

Se trataba de la primera edición de las “Ordenanzas sobre los poderes y facultades de que gozan los miembros de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X” (19).

Dejando de lado toda consideración sobre las cuestiones de la legitimidad de Pablo VI (promulgador de la Carta Apostólica Pastorale Munus) y de la existencia canónica de la Fraternidad San Pío X (págs. 2 y 3), el Padre Belmont señalaba primeramente dos cosas:

1.- En 1980 Mons. Lefebvre no era un Ordinario, y menos un Ordinario de lugar; luego, las “facultades” eventualmente concedidas por Pablo VI a los Ordinarios de lugar no le estaban destinadas. El asunto era evidente, pero ahora -en la nueva edición de las “Ordenanzas”, de 1997, que publicamos parcialmente- incluso Mons. Fellay lo admite cándidamente: “Mons. Lefebvre, como obispo y como Superior general de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, aunque no era ya Ordinario de lugar como lo era en Dakar, estimó gozar de una suplencia que le permitía, en favor de los fieles, conceder a sus sacerdotes facultades análogas. Las promulgó por sus Ordenanzas para uso de la Fraternidad,  el 1 de mayo de 1980, según la fórmula facultatum decennalium de 1960” (págs. 8-9). La Fra ternidad cambia entonces sus propios argumentos: en 1980, Mons. Lefebvre, basándose en un acto de Pablo VI, pensó poder “delegar” facultades que le correspondían en cuanto Ordinario. En 1997, Mons. Fellay afirma que estos poderes no pertenecían a Mons. Lefebvre, que ya no era Ordinario, sino que los había recibido por “suplencia”.

2.- De los 51 poderes “delegados” por Mons. Lefebvre, 36 no se encuentran en Pastorale Munus, 4 fueron extendidos en relación a la concesión de Pablo VI, y 3 no eran delegables (cfr. Belmont, pág. 4).

El Padre Belmont concluía que “sea lo que sea de la Autoridad de Pablo VI, esta delegación de poderes a los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X es nula y sin valor propio. Sobre esto no hay ninguna duda posible. No se puede alegar  el hecho de que Mons. Lefebvre utiliza los am plios poderes de que gozaba como Obispo misionero , ya que (…) Mons. Lefebvre no es más Ordinario de Lugares de Misión; y si lo fuese todavía, no podría delegar más que en los límites geográficos de su jurisdicción” (pág. 5). Un sacerdote de la Fraternidad que leyó, antes de la publicación, las observaciones del Padre Belmont, admitió que Mons. Lefebvre no podía delegar estos poderes en cuanto Ordinario (“en efecto, eso sería un poco grueso”, escribió), sino en base a la suplencia de la Iglesia (pág. 8). El Padre Belmont respondió con el texto que hemos citado, recordando que una suplencia de la “Iglesia” (para el caso, de Cristo), fuera de los casos previstos por el Derecho, no es concebible sino en favor del poder de Santificación, y no para ejercer el poder de gobierno sobre las almas.

En base a este principio, el Padre Belmont denunciaba en particular dos facultades concedidas por Mons. Lefebvre inválidamente a la Fraternidad y a sus sacerdotes: la facultad de Confirmar y la de dis- pensar de impedimentos matrimoniales. Estas facultades han sido mantenidas por las Ordenanzas de 1997 y, en lo que mira a las dispensas matrimoniales, se han convertido en el “fundamento” de un desarrollo ulterior de “poderes” de la Fraternidad: los de los Tribunales canónicos para las nulidades matrimoniales (cf. el documento de Mons. Tissier que publicamos en este número, tomado de Cor Unum, nº 61, III, 3, pág. 42) (20). Volveremos a esta “facultad”; sin embargo señalamos que ya desde 1980, la Fraternidad San Pío X se arrogaba poderes puramente jurisdiccionales que son privilegio del Papa y de sus delegados…

Esta era la situación de la Fraternidad -en lo relativo a nuestro tema- de 1980 a 1988, año en el cual, Mons. Lefebvre -después del fracaso de las tratativas con el Vaticano- consagra cuatro obispos “auxiliares”, junto a Mons. de Castro Mayer.

Las consagraciones de 1988, ¿Obispos sin jurisdicción?

Mons. Fellay y Mons. Wiliamson, dos caras de una misma moneda: la resistencia falsa, a la izquierda; la falsa resistencia a la derecha.

Previstas por lo menos desde 1983, anunciadas en 1987, finalmente las consagraciones episcopales, primero fijadas en acuerdo con Ratzinger, tuvieron lugar en 1988 sin mandato romano (no obstante, durante la ceremonia se leyó un grotesco “mandato apostólico”escrito, no por el Papa sino por la Fraternidad, en el cual se pretendía haber recibido un mandato de la “Iglesia Romana” -puesta en oposición “a las autoridades de la Iglesia Romana”– para las consagraciones) (21).

Por el Motu proprio Ecclesia Dei adflicta, Juan Pablo II declara a Mons. Lefebvre excomulgado y su movimiento, cismático. Pero Mons. Lefebvre continúa reconociendo la autoridad de Juan Pablo II, lo que -en nuestra opinión- hace ilegítimas las consagraciones episcopales de 1988, dado que fueron realizadas no “præter”, sino “contra” la voluntad del “Papa”(no más allá, sino contra la voluntad del “papa”), para retomar la expresión ya citada de Mons. Lefebvre.

Pero para seguir en nuestro tema, veamos si las consagraciones de 1988 fueron realizadas según la lógica -aunque errónea sobre la autoridad de Juan Pablo II- del primer período de la Fraternidad (1975- 1980) o del segundo (a partir de 1980); o sea, si Mons. Lefebvre atribuía a sus “obispos” una suplencia exclusivamente para ejercer el poder de orden en favor de la santificación de las almas o si les atribuía también una verdadera jurisdicción -aunque de suplencia- para el gobierno de las almas. En efecto, hay que distinguir en el episcopado el poder de orden (que confiere al obispo el poder de ordenar sacerdotes y confirmar, por ejemplo) y el poder de jurisdicción; el primero proviene del rito de consagración episcopal, en cambio el segundo viene del Papa (normalmente por medio del mandato pontificio). Los obispos consagrados sin aprobación pontificia tienen entonces el poder de orden, pero no el de jurisdicción. Consagrar obispos -en la situación actual- es lícito, a condición de no atribuirles un poder de jurisdicción que solo pueden recibir del Papa, sino solamente el poder de orden. Esta es, en resumen, la línea seguida por Mons. M.L. Guérard des Lauriers y, tras él, por nosotros mismos (22).

Mons. Lefebvre parecía también haber adopta- do -en un primer momento- esta posición: no sola- mente dio como fin de la consagración el ejercicio del poder de orden [“El fin principal de esta trasmisión es conferir la gracia del orden sacerdotal para la continuación del verdadero Sacrificio de la Santa Misa, y para conferir la gracia del sacramento de la confirmación a los niños y a los fieles que se la pidan”] (23), sino que excluía explícitamente para sus obispos un poder de jurisdicción: “Si un día fuese necesario consagrar obispos – escribía el 27 de abril de 1987-, ellos no tendrían por función episcopal más que el ejercicio de su poder de orden y no tendrían poder de jurisdicción, al carecer de misión canónica” (24).

Sin embargo, aún antes de las consagraciones episcopales, se había comenzado a aplicar al caso la teoría de la “jurisdicción supletoria”, invocada precedentemente solo para la administración de los sacramentos. Los obispos eventualmente consagrados por Mons. Lefebvre gozarían de una verdadera jurisdicción, recibida no del Papa sino de la Iglesia, la cual podría actuar sin (e incluso contra) el Papa, jefe visible de la Iglesia (25). En un opúsculo sobre las futuras consagraciones, aprobado por Mons. Lefebvre, el Padre Pivert, uno de los miembros de la Comisión canónica, ya invocaba, sin ningún fundamento, el can. 20 para justificar las consagraciones episcopales y el ejercicio por esos obispos de una verdadera jurisdicción (de suplencia) (26).

En el texto del Padre Pivert (que es sin duda alguna uno de los “teólogos” inspiradores de la Comisión canónica) no se comprende si esta “jurisdicción” que él atribuye a los obispos lefebvristas subsiste únicamente para administrar lícitamente los sacramentos de Orden y Confirmación, o bien si, en enero de 1988, ya teorizaba en una autoridad de tales obispos sobre los fieles. Esta segunda hipótesis se convirtió poco a poco en la posición de la Fraternidad y del mismo Mons. Lefebvre, como ya lo habíamos denunciado en por lo menos tres artículos de Sodalitium (27). Dos cartas de Mons. Lefebvre (4 de diciembre de 1990 y 20 de febrero de 1991) en vista de la consagración episcopal de Mons. Rangel, atribuían al futuro obispo el carácter de sucesor de Mons. de Castro Mayer como obispo de Campos, en cuanto designado por los sacerdotes fieles y por el pueblo, de los cuales recibiría incluso una verdadera jurisdicción. Por su parte, el Padre Laguérie no dudaba en considerarse como párroco de Saint Nicolas du Chardonnet… En público, Mons. Tissier de Mallerais expresa -creo que por primera vez- la opinión de la Fraternidad San Pío X sobre la cuestión, en la conferencia sobre Jurisdicción de suplencia  y sentido jerárquico, pronunciada en París el 10 de marzo de 1991(Mons. Lefebvre vivía aún), para los Círculos de Tradición Católica (28). Veamos como el mismo obispo lefebvrista resume la tesis que sos- tiene: “Vuestros sacerdotes -porque son vuestros sacerdotes- vuestros obispos, vuestros párrocos tradicionales, no tienen una autoridad ordinaria, sino una autoridad extraordinaria, una autoridad de suplencia” (pág. 94) que constituye una jerarquía, también de suplencia, definida por él como “la jerarquía de la Tradición” (pág. 106).  La jurisdicción de suplencia -que Mons. Tissier a- tribuye a la jerarquía de la Fraternidad, la jerarquía de la Tradición- no se limita a hacer lícitos y válidos los actos sacramentales; se extiende al poder de enseñar con autoridad al rebaño de los fieles que lo requieren (págs. 96-98). De ahí a crear verdaderos Tribunales “de Tradición”, el paso es rápidamente franqueado, e incluso ya estaba franqueado, a espaldas de todos y por Mons. Lefebvre en persona… Los documentos auténticos de la Fraternidad que hemos publicado y que comentamos aquí, son la de- mostración sin discusión posible de lo que acabamos de decir.

Los Tribunales canónicos de la Fraternidad se atribuyen un verdadero poder de jurisdicción para gobernar a los fieles

Ciertamente no es difícil demostrar esta afirma- ción, ya que el hecho es admitido espontáneamente por el mismo Mons. Tissier de Mallerais: “es una verdadera jurisdicción y no una exención del derecho y de la obligación que los fieles tienen de recibir una sentencia. Así, pues, tenemos poder y deber de dar verdaderas sentencias, teniendo potestatem ligandi vel solvendi [de atar y de satar]. Ellas tienen, pues, valor obligatorio. (…) Nuestras sentencias no son simples opiniones privadas (…)” ya que “hay que tener un poder en el foro externo público” (Cor Unum, nº 61, IV, 4, pág. 43).

La Fraternidad se atribuye entonces -aunque se trate de suplencia- el poder de jurisdicción, y más exactamente el poder de jurisdicción en el foro externo, que tiene “efectos jurídicos públicos” (29). Recordamos que esta jurisdicción “está inmediatamente destinada al gobierno de los fieles en orden a la vida eterna”, y no “a la santificación de las almas por el ofrecimiento del Sacrificio de la Misa y la administración de los sacramentos”, lo cual es propio del poder de orden (29). La jurisdicción así definida “se ejerce por la enseñanza autorizada de las verdades reveladas (sagrado magisterio); por la promulgación de leyes (poder legislativo); por la auténtica decisión de las causas surgidas entre los súbditos (poder judicial); por la aplicación de sanciones penales contra los transgresores de las leyes (poder coercitivo). Son estas tres últimas funciones las que hacen de la Iglesia una sociedad perfecta [como  el Estado]” (ibidem).

La Fraternidad, al atribuirse este poder de jurisdicción, se arroga de hecho el poder de gobernar a los fieles (potestas regiminis), poder que es propio de la Iglesia. No se ha privado de atribuirse los diversos poderes con los cuales se ejerce la mencionada jurisdicción.

La Fraternidad se atribuye el poder de Magisterio propio de la Autoridad eclesiástica

En la conferencia pronunciada en París en 1991, ya citada, Mons. Tissier de Mallerais atribuía a los sacerdotes y obispos de la Fraternidad una jurisdicción de suplencia. Ahora bien, él mismo entiende por poder de jurisdicción, ante todo el poder de enseñar: “Se distingue, ustedes lo saben bien, en la Iglesia el poder de orden y el poder de jurisdicción. ‘Id por el mundo entero a predicar el Evangelio’, docete omnes gentes, ‘enseñad a todas las naciones’, esto es el poder de jurisdicción. ‘Enseñad’ o ‘enseñadles a cumplir todo lo que  Yo  os he mandado’, a guardar los mandamientos de Dios; dirigid el rebaño, este es el poder de jurisdicción” (l.c., págs. 96-97). Estas palabras en su sentido evidente significan que la Fraternidad se atribuye -aunque por suplencia- el poder de enseñar con autoridad, lo cual depende del poder de jurisdicción, y no solamente la capacidad de exhorta al bien, lo cual puede desprenderse del poder de orden. Esta interpretación es absolutamente cierta respecto de la persona de Mons. Lefebvre, ya que en un artículo publicado en 1989 en la revista Fideliter (nº 72, pág. 10), Mons. Bernard Tissier de Mallerais considera a Mons. Lefebvre no solo como una voz del magisterio sino como el mismo magisterio, olvidando que no siendo más obispo residencial, Mons. Lefebvre no era más miembro tampoco de la jerarquía de jurisdicción ni un órgano del magisterio eclesiástico. “¿Qué queda del magisterio en la Iglesia? -escribía Mons. Tissier- Es de fe que el Señor ha dotado a Su Iglesia de un Magisterio vivo y perpetuo, vale decir de voces pontificia y episcopales que,  en cada época y  en el presente, se hacen eco   de la revelación divina, que repiten la tradición.   Y bien, este magisterio, al menos en cuanto a las verdades negadas por los conciliares, lo hemos hallado de modo seguro en Mons. Lefebvre. Él es el verdadero eco de la tradición, el testigo fiel, el buen pastor, que las ovejas simples saben distinguir en medio de los lobos cubiertos con pieles  de oveja. Sí, la Iglesia tiene un magisterio viviente y perpetuo y Mons. Lefebvre es su salvador. La indefectibilidad de la Iglesia es el Arzobispo in- flexible (…)”.

Si es así, ¿dónde hallar el magisterio vivo y perpetuo, así como la indefectibilidad de la Iglesia, luego del fallecimiento de Mons. Lefebvre? ¿Acaso en los obispos consagrados por él? Un teólogo de la Fraternidad San Pío X, el Padre Arnaud Sélegny, entonces profesor del seminario Santo Cura de Ars en Flavigny, lo sostuvo en la revista Le Sel de la terre (nº 1, págs. 39-50 y nº 3, págs. 51-61). Recordamos lo que ya hemos publicado a este respecto en Sodalitium (nº 33, oct. 1993, pág. 52). En nuestra opinión, “se atribuye a la Fraternidad y a sus obispos los caracteres propios de la única Iglesia Católica y de los obispos dotados de autoridad por el Papa. Para Sélegny, las consagraciones del 30 de junio de 1988 son ‘una prueba de la indefectibilidad de la Iglesia’ (Le Sel de la terre, nº 1, pág. 38), y además: ‘esto muestra (…) la necesidad de las consagraciones del 30 de junio de 1988; ya que, para que se pueda hablar de indefectibilidad de la Iglesia, es necesario que en todas las épocas y en todos los momentos de   su historia, haya un magisterio que predique infaliblemente y fieles que adhieran del mismo modo a esta enseñanza, cualquiera sea el número efectivo de estos Obispos y fieles. Mons. Lefebvre (…) no podía dejar de dar a la Iglesia  el medio de salvaguardar su indefectibilidad.

Tradidi quod et accepi: nos toca ahora, bajo la dirección del magisterio, conservar este depósito’ (Le Sel de la terre, nº 3, pág. 66). El profesor de los jóvenes seminaristas de la Fraternidad (!), el Padre Sélegny, afirma por tanto explícitamente:

  1. a) que solo los Obispos de la Fraternidad aseguran la indefectibilidad de la Iglesia;
  2. b) que solo ellos ejercen el magisterio infalible. Posiciones absurdas, ya que es exclusivamen- te por medio del Sumo Pontífice que el poder magisterial se transmite a los Obispos. Ahora bien, el Sumo Pontífice jamás ha concedido tal poder a los la Fraternidad (…)”.

Mons. Lefebvre, lo hemos dicho, habiendo renunciado a las diócesis de Dakar y Tulle no era más un órgano del magisterio eclesiástico; no obstante haber ejercido durante largos años -con Pedro y bajo Pedro- esta tarea. En cambio, los obispos consagrados por él (así como los consagrados por Mons. Thuc) no recibieron jamás del Papa tal oficio y no pueden ejercer de ninguna manera, y jamás han ejercido éstos, el poder de enseñar en la Iglesia en cuanto doctores auténticos (¡y menos todavía, infalibles!).

Nos parece haber demostrado la tesis de este capítulo: “La Fraternidad se atribuye el poder de Magisterio propio de la Autoridad eclesiástica”. Nos parece haber probado lo infundado de esta pretensión. El problema de la indefectibilidad de la Iglesia (y por consiguiente también el de la indefectibilidad de su poder de magisterio) permanece; se trata de una cuestión vital, pero que está fuera de nuestro tema (29 bis). En todo caso, las consagraciones del 30 de junio de 1988 no son suficientes -es lo menos que puede decirse- para asegurar esta necesaria indefectibilidad.

La Fraternidad se atribuye el poder legislativo propio de la Autoridad eclesiástica

Hacer leyes es lo propio de la Autoridad (cfr. Sodalitium nº 48, págs. 6-7). Ahora bien, la Fraternidad se atribuye la facultad de legislar en materia eclesiástica. Luego, se atribuye la Autoridad eclesiástica.

La menor del razonamiento no es difícil de probar.

Primero, se trata de una consecuencia implícita del poder de jurisdicción en el foro externo que se atribuye la Fraternidad, como ya hemos demostrado. Ahora bien, en este poder está incluido el poder legislativo. Ergo..

También en los hechos la Fraternidad se atribuye este poder, al menos en dos casos: crear una nueva legislación canónica y atribuirse el poder de dispensar.

Examinemos el primer caso. Hubo un tiempo, quizás todavía hoy, en que los candidatos al sacerdocio en la Fraternidad debían jurar -entre otras cosas- aceptar la posición que tomaran los superiores respecto del nuevo código de derecho canónico. Hoy estas decisiones fueron tomadas, como se deduce de las “Ordenanzas…” de 1997, aplicando al derecho de la Iglesia el principio lefebvrista del “filtro”, “colador” o “tamiz” (30), ya evocado y aplicado precedentemente al magisterio y a la disciplina: “aceptamos las novedades íntimamente conformes a la Tradición y a la Fe. No nos sentimos ligados por la obediencia respecto de las novedades contrarias a la Tradición, que amenazan nuestra Fe” (31). En otras palabras, las autoridades de la Fraternidad se atribuyen el poder de elegir (“herejía”, en griego, significa justamente “elección”) en el magisterio y en la legislación de Juan Pablo II lo que se considera como “tradicional”, y descartar el resto. Así es como las “Ordenanzas” de 1997 (en pág. 4) aplican el mencionado principio al nuevo código de derecho canónico promulgado por Juan Pablo II: “el nuevo código de derecho canónico, promulgado el 25 de enero de 1983, imbuido de ecumenismo y de personalismo, peca gravemente contra la finalidad misma de la ley (32). Por  eso nosotros seguimos en principio el código de 1917 (con las modificaciones introducidas posteriormente). Sin embargo, en la práctica y sobre puntos precisos, podemos aceptar del nuevo código lo que corresponde a un desarrollo homogéneo, a una mejor adaptación a las circunstancias, a una simplificación útil; aceptamos también en general lo que no podemos rechazar sin ponernos en una situación de disconformidad con la legislación recibida oficialmente, cuando está en juego la validez de los actos. Y en este último caso, reforzamos nuestra disciplina para apro- marla de la del código de 1917 (Cf. Cor Unum,

  1. 41, pp. 11-13)”. Si el código de 1983 reemplazó al de 1917, ¿cómo pueden subsistir en la Iglesia dos legislaciones que se excluyen? Si Juan Pablo II es Papa, la única legislación en vigor es la de 1983. Si no lo es, la de 1983 no existe, y subsiste la de 1917. En cambio, para la Fraternidad San Pío X están en vigor ambos códigos de leyes, los dos. O más bien: está en vigor un tercer código, cuyo autor no es ni Benedicto XV (que promulgó el de 1917) ni Juan Pablo II (autor del de 1983) sino Mons. Fellay, superior general de la Fraternidad, y sus colaboradores; un código compuesto “en principio” de las leyes de 1917 y “en la práctica”, en ciertos casos, de las leyes de 1983, cada vez por un híbrido de las dos legislaciones con el agregado de novedades creadas ex novo por la Fraternidad (por ejemplo -en la pág. 46 de las Ordenanzas- la extensión del impedimento matrimonial prohibente de religión mixta, hasta incluir, al menos en la práctica, a los “católicos conci- liares”!). Me parece entonces probado que la Fraternidad, de hecho sino de derecho, se atribuye el poder legislativo, creando una nueva legislación canónica que no es ni la preconciliar ni la posconciliar. Pero la Fraternidad se atribuye el poder legislativo también en las dispensas de impedimentos, irregularidades y votos, y eso, desde 1980.

En efecto, el poder de dispensar de la ley es de competencia exclusiva de quien puede hacer leyes.

Ahora bien, la Fraternidad se atribuye el poder de dispensar de la ley. Por consiguiente, la Fraternidad se atribuye el poder legislativo en la Iglesia, lo cual, en último análisis, es propio de la Suprema Autoridad.

La “mayor” de nuestro razonamiento está clara- mente expresada en el canon 80: “la dispensa, o relajación de la ley en un caso especial, puede concederse por el autor de la ley, por su sucesor o Superior y por aquel a quien alguno de los mismos hubiera concedido la facultad de dispensar” (32 bis). Los cánones siguientes (81-82-83) precisan que el poder ordinario de dispensar es propio del Papa para las leyes generales de la Iglesia, y del Ordinario (y no del Párroco) para las leyes particulares.

En particular, las dispensas a los impedimentos matrimoniales son competencia del Papa (canon 1040) por medio de las Congregaciones Romanas; las dispensas a las irregularidades para recibir el Orden Sagrado, del Ordinario del lugar (can. 990), y las dispensas de los votos reservados corresponden también al Papa (can. 1309). En todo caso, señalo para el lector el principio general relativo a las dispensas: la dispensa es siempre un acto de jurisdicción -y en consecuencia, de autoridad- que pertenece al legislador (o a su delegado).

La “menor” de nuestro razonamiento (la Fraternidad se atribuye el poder de dispensar de la ley) es incontestable, y está ampliamente demostrada por los documentos que publicamos. En particular, se atribuye a las “autoridades” de la Fraternidad el poder de dispensar de impedimentos matrimoniales (Ordenanzas de 1980, págs. 17 y 18; Ordenanzas

de 1997, cap. 6 y 7, pág. 7: institución, desde 1991, de la Comisión canónica) y de votos religiosos (en la Fraternidad, es Mons. de Galarreta quien está encargado de la tarea, con jurisdicción no solamente sobre los miembros de la Fraternidad, sino también sobre los pertenecientes a las otras sociedades religiosas: Ordenanzas, págs. 36-38; Cor Unum, nº 61, pág. 34).

La Fraternidad se atribuye el poder judicial propio de la Autoridad eclesiástica

Además del poder de hacer leyes, ¿la Fraternidad también se atribuye el poder de juzgar en base a estas leyes? La respuesta será positiva si constatamos la existencia en la Fraternidad de verdaderos Tribunales, procesos, juicios y sentencias. Ahora bien, es muy fácil probarlo, puesto que, como hemos visto, la Fraternidad ha instituido Tribunales para “juzgar las nulidades matrimoniales” “por diversos tribunales instituidos ad casum” (Cor Unum, pág. 33): todo el estudio de Mons. Tissier de Mallerais que publicamos apunta a la defensa de la “legitimidad de nuestros tribunales matrimoniales”. Se nos podría objetar que no se trata de verdaderas sentencias, sino solamente de consejos u opiniones expresadas por teólogos de la Fraternidad para tutelar la conciencia de sus fieles. Pero no es así. Monseñor Tissier de Mallerais precisa explícitamente que “tenemos poder y deber de dar verdaderas sentencias, teniendo potestatem ligandi vel solvendi (…). Nuestras sentencias no son simples opiniones privadas” (Cor Unum, IV, 4, pág. 43). En consecuencia, es evidente e innegable que la Fraternidad se atribuye el poder judicial.

La Fraternidad se atribuye el poder coercitivo propio de la Autoridad eclesiástica

Esta última tesis es un corolario de las precedentes; en efecto, el Código de derecho canónico recuerda que “los que tienen potestad de dar leyes o imponer preceptos, pueden también añadirles penas a unas y a otros…” (can. 2220 § 1).  Si la Fraternidad se atribuye el poder legislativo, como hemos visto, ¿por qué no gozaría también del poder coercitivo? El capítulo 7 de las “Ordenanzas” trata justamente “de los delitos y de las penas”, allí se afirma seguir las penas establecidas por el nuevo código. Las “Ordenanzas” insisten ante todo en el “poder” atribuido a los sacerdotes de la Fraternidad de absolver de penas y censuras (págs. 58-61), ¡presentando el caso verdaderamente paradojal de sacerdotes “excomulgados” que absuelven de excomuniones! En vez de remitir a los culpables a órga- nos competentes tales como la Sagrada Penitenciaría o el Obispo diocesano (recordamos que la Fraternidad reconoce la autoridad de Juan Pablo II, [ N. R.: y de Benedicto XVI y Francisco]), las “Ordenanzas” (pág. 59) establecen el principio general de dirigirse a las autoridades de la Fraternidad, superior general o presidente de la comisión canónica, ¡incluso para los casos reservados a la Santa Sede!

Pero la Fraternidad no solamente prevé la posibilidad de absolver por sí misma de las censuras y de las penas, incluidas las reservadas al Papa, ¡también prevé la posibilidad de infligir por sí misma las penas! “Además de las censuras latæ sententiæ, están las censuras ferendæ sententiæ, las penas vindicativas, los remedios penales y las penitencias de las que se puede usar para castigar un delito” (pág. 55). Ese “se puede”, ¿a qué autoridades se refiere? ¿a las de la Iglesia, o a las de la Fraternidad? Ciertamente, a las de la Fraternidad, como se prevé más adelante para la absolución de las penas (pág. 59): “una pena infligida por un superior es sometida al mismo, pero si se trata de un superior ‘novus ordo’ [luego, está previsto también el caso de una pena infligida por el superior ‘tradicionalista’, n.d.r.], puede ser sometida al superior de rango equivalente en la Fraternidad, por quien corre la cuenta de consultar a su cofrade ‘novus ordo’ , si lo juzga útil. Todas las demás penas pueden ser sometidas al superior de distrito (…) donde el delito fue per petrado”.

Al atribuirse los poderes legislativo, judicial y coercitivo independientemente de todo poder superior, la Fraternidad se constituye de hecho como una Iglesia autónoma

Habíamos visto antes como la Iglesia posee los tres poderes -legislativo, judicial y coercitivo- en cuanto sociedad perfecta; es decir, independiente, en la prosecución de su fin, de cualquier otra sociedad. Ahora bien, la Fraternidad se atribuye de hecho los tres poderes (sin hablar del magisterial). Luego, la Fraternidad se constituye como sociedad perfecta, como Iglesia autónoma (aunque se trate de suplencia). Y esto es tanto más verdadero cuanto que la Fraternidad, mientras reconoce un poder superior, el de Juan Pablo II, lo vacía de toda eficacia y realidad, al atribuirse por un lado poderes papales y prohibir por otro, a sus propios fieles el recurso al Papa.

Este vaciamiento de los poderes del Papa en favor de la autoridad de la Fraternidad, es una constante en los documentos que estamos examinando (33). El mismo Mons. Tissier admite, respecto de los Tribunales de la Fraternidad: “es cierto que nuestras sentencias en tercera instancia reemplazan a las sentencias de la Rota Romana, que juzga en nombre del Papa como tribunal en tercera instancia” (Cor Unum, IV, 5, pág. 43). El mismo Mons. Lefebvre atribuía a la Comisión canónica de la Fraternidad la tarea de “suplir en cierto modo a la defección de las Congregaciones romanas”. Ahora bien, las Congregaciones romanas junto a los Tribunales constituyen la Curia romana (can. 242), y sus actos son actos de la Santa Sede (can. 7 y 9) (34). Por lo tanto, la pretensión de la Fraternidad y de Mons. Lefebvre de suplir a las Congregaciones romanas equivale, de su parte, a pretender suplir nada menos que a la Santa Sede.

Pero la Fraternidad no solamente suplanta así a la Santa Sede, sino que prohíbe a sus fieles -bajo juramento- recurrir a esta, ¡aún cuando, lo recordamos, reconoce la autoridad! Por ejemplo, quien desee recibir de la Fraternidad la anulación del matrimonio debe jurar “no acercarme a un tribunal eclesiástico oficial para hacer examinar o juzgar mi causa” (Cor Unum, pág. 45), ya que el principio es que lo fieles “no tienen derecho a ir a los tribuna- les novus ordo” (Cor Unum, II, 1, pág. 40) “incluso si, por un imposible, se pudiese encontrar uno  u otro tribunal oficial que juzgase los casos matrimoniales según las normas tradicionales” (Cor Unum, IV, 3, pág. 43) (35). Ahora bien, el recurso a la Santa Sede es un derecho de todo fiel a causa del primado del Romano Pontífice (can. 1569): prohibir este recurso es una negación práctica del primado y una clara declaración de cisma.

Una confirmación de cuanto acabo de demostrarnos es dada por la institución por la Fraternidad de una jerarquía paralela que suple y suplanta a la jerarquía “oficial” de la Iglesia, que sin embargo es reconocida como tal por Ecône…

Confirmación de la tesis precedente: la Fraterni- dad -de hecho- ha instituido una jerarquía paralela

La ocupación de la iglesia parroquial de Saint Nicolas du Chardonnet, en París, ofreció a los miembros de la Fraternidad la ocasión de atribuir al sacerdote que oficia en esa iglesia el título de “párroco”. El Padre Laguérie tomó a tal punto en serio esta pretensión que en una carta al Presidente de la república, Mitterand, ¡lo calificó como su parroquiano! (36). Es evidente para todos que no es suficiente ocupar una parroquia para ser párroco, para revestir tal cargo es necesario ser nombrado por el obispo local; así como la ocupación de la Basílica de San Pedro o de Letrán no daría al ocupante los poderes del Vicario de Cristo… Pero Mons. Lefebvre no se limitó al caso de Saint Nicolas en su pretensión de constituir “verdaderas parroquias”. El 27 de octubre de 1985, en Ginebra, durante la homilía de la Misa de Cristo Rey, pronunció las siguientes palabras: “Creo que debemos considerar desde ahora nuestros lugares de culto como verdaderas parroquias. Son nuestras parroquias, donde hacemos bautizar a nuestros hijos, donde asistimos al Santo Sacrificio de la Misa, donde los niños reciben el verdadero Sacramento de la Confirmación, donde confesarse (…). Debemos también recibir en nuestras capillas todos los Sacramentos, incluso el Sacramento del Matrimonio” (Fideliter, nº 49, enero-febrero de 1986, págs. 20-21). Más tarde, después de las consagraciones episcopales, hizo su camino la idea de una “jerarquía de la Tradición” que debería suplir, y suplanta de hecho, a la “jerarquía oficial”.

El 10 de marzo de 1991, Mons. Tissier de Mallerais resumía así esta tesis: “vuestros sacerdotes – porque son vuestros sacerdotes- vuestros obispos, vuestros párrocos tradicionales, no tienen una autoridad ordinaria, sino una autoridad extraordinaria, una autoridad de suplencia” (op. cit., pág. 94). Después de definir la jurisdicción como “un poder del superior sobre su rebaño, del pastor sobre sus ovejas” (pág. 96), Mons. Tissier atribuye a los sacerdotes de la Fraternidad un rebaño que no les sería confiado ni por los obispos ni por el Papa, sino por la “Iglesia”: “en situación de crisis -decía a los fieles que lo escuchaban- es evidente que vuestros sacerdotes no pueden recibir de sus superiores de la Iglesia oficial, de los obispos diocesanos, ni del mismo papa, un rebaño, porque les es negado. Entonces, esta autoridad sobre el rebaño les va a ser dada de otra manera: por suplencia. Es la Iglesia que va a dar a   los sacerdotes un poder, como el poder del pastor sobre su rebaño” (pág. 97).

Este texto de Mons. Tissier encierra ya algunas contradicciones. Primero y principal, opone los obispos diocesanos y el Papa (la Iglesia jerárquica) a la Iglesia (en cuanto Cuerpo Místico de Jesucristo, pág. 99): la Iglesia podría conceder lo que el Papa rechaza. Además, parece ignorar o negar que quien otorga la jurisdicción de suplencia es justamente el Papa: dado que Mons. Tissier admite que el Papa niega la jurisdicción a los sacerdotes de la Fraternidad, no se ve como el mismo Papa podría concederla al mismo tiempo. Finalmente, atribuye a la jurisdicción de suplencia la capacidad de confiar al sacerdote un rebaño a gobernar: lo cual implica una pluralidad de personas confiadas de manera estable a un pastor. Ahora bien, el mismo Mons. Tissier explica poco después como la jurisdicción de suplencia se ejerce en cambio caso por caso, sobre simples individuos (pág. 99) (37). ¿Cómo se puede hablar en este caso de rebaño?

La ambigüedad de la tesis de Mons. Tissier de Mallerais -tal como la expuso en 1991- se verifica igualmente cuando habla -por primera vez, que yo sepa- de una “jerarquía de la Fraternidad” o “jerarquía de la Tradición” (pág. 106). No es la jerarquía de la Iglesia (pág. 104), aunque “se parece” (pág. 105). La Fraternidad -lo sabemos- no acepta el sedevacantismo, se considera siempre en comunión con la jerarquía de aquella que llama “Iglesia conciliar” o “Iglesia oficial”: Papa y obispos diocesanos (pág. 104). Sin embargo, a esta jerarquía ella añade una jerarquía “de suplencia”, la “jerarquía de la Tradición”. Pero en la práctica el fiel no deberá dirigirse a la jerarquía “oficial”, sino siempre y solamente a la de la “Tradición”. Ya que “la jerarquía (cf. can. 108 § 3) se aleja en gran parte  de la fe católica, los fieles no pueden generalmente recibir de ella los socorros espirituales sin peligro en la fe” (Ordenanzas, pág. 5). Por eso, “incluso en el caso en que, de hecho, no haya necesidad” (ibidem, pág. 6), los fieles deberán recurrir a la “jerarquía de la Tradición”, que por lo de más en la práctica no está constituida por todos los sacerdotes fieles a esa tradición, sino por los de la Fraternidad. Y como la Fraternidad posee ya una jerarquía (simple sacerdote, prior, superior de distrito, superior general), también la jerarquía de la Tradición estará estructurada del mismo modo. “En sí mismo, respecto a los fieles, los simples sacerdotes no tienen menos poder de suplencia que un prior o que un superior de distrito. Pero por disposición práctica, a fin de conservar el sentido jerárquico que pertenece al espíritu de la Iglesia, y de remitir los casos más graves a una instancia más elevada, ciertos poderes son reserva- dos a la autoridad superior, en virtud de una analogía con la jerarquía normal, según las re glas siguientes:

*          Los priores y sacerdotes responsables de capillas son equiparados a párrocos personales, como los capellanes militares [no se trata entonces de una verdadera jurisdicción de suplencia, caso por caso, sino de una prelatura personal, que es una jurisdicción ordinaria, n.d.r.].

*          Los superiores de distrito, seminario y de casa autónoma, como el Superior general y sus Asistentes, aunque no tengan en principio jurisdicción sino sobre sus súbditos (sacerdotes, seminaristas, hermanos, oblatas, familiares), son equiparados a Ordinarios personales, como los Ordinarios militares, en relación a los fieles. cuya cura de alma tienen sus sacerdotes [misma observación que la anterior, n.d.r.].

* Los obispos de la Fraternidad, desprovistos de toda jurisdicción territorial, tienen sin embargo la jurisdicción supletoria necesaria para ejercer los poderes ligados al orden episcopal y    a ciertos actos de la jurisdicción episcopal ordi naria [se sigue que ellos reivindican la jurisdicción no solo para la santificación de las almas mediante el poder de orden, sino también para el gobierno de las almas, n.d.r.]” (Ordenanzas, págs. 6-7).

Además de esta estructura jerárquica paralela, la Fraternidad ha creado igualmente en 1991 la “Comisión canónica” y un “obispo encargado de los religiosos” “para continuar después de su muerte el oficio que Monseñor Lefebvre cumplió de manera supletoria, en estas materias, desde 1970 hasta 1991” (Ordenanzas, pág. 7), para suplir a la defección de las Congregaciones Romanas (en particular, las dispensas y sentencias de los tribunales de la Fraternidad reemplazan -y usurpan- los poderes del Santo Oficio, de la Sagrada Penitenciaría, de la Propaganda Fide, de la Congregación para los Religiosos, de los Sacramentos y de las Iglesias Orientales).

La Fraternidad ha creado entonces, de hecho sino de derecho y en principio, una estructura jerárquica estable que reemplaza, para el fiel, al párroco, al obispo diocesano y a la Santa Sede (Congregaciones y Tribunales). No falta a la jerarquía de la Fraternidad más que el Papa, pero no por eso Juan Pablo II -reconocido de palabra como tal- cumple esta función, ya que normalmente está prohibido recurrir a él. Señalemos finalmente que los poderes de esta jerarquía “de la tradición” no se ejercen  solamente sobre los miembros de l Fraternidad y sobre sus fieles, sino también sobre las otras realidades “tradicionales” que existen fuera de la Fraternidad. Si existiese una jurisdicción de suplencia tal como la concibe la Fraternidad, esta debería lógicamente corresponder -de igual manera- a “todos los obispos y todos los sacerdotes fieles a la tradición”, como  lo reconocen las Ordenanzas (pág. 6). No se ve entonces porqué todos deberían someterse a los Tribunales de la Fraternidad, y no a los que podrían crear -con la misma autoridad- otros Institutos tradicionalistas (38); ni tampoco porqué los “religiosos” extraños a la Fraternidad deberían someterse -por ejemplo, para la dispensa de los votos- al “obispo para los religiosos” instituido por la misma Fraternidad, cuando los miembros de la Fraternidad deben dirigirse al superior general (Ordenanzas, pág. 37). Nos preguntamos en virtud de qué, el obispo para los religiosos, Mons. de Galarreta, tendría más poderes que el superior de los dominicos de Avrillé o que el de los capuchinos de Morgon, por ejemplo, para conceder un “indulto de secularización” a los frailes de dichos conventos (en realidad, ninguno de ellos tiene poder para concederlo). La única respuesta posible es que la Fraternidad San Pío X, aunque lo niegue de palabra y en los principios (39), de hecho considera su propia jerarquía interna como la verdadera jerarquía de la Iglesia.

La Fraternidad intenta justificar la posición propia con la autoridad de Mons. Lefebvre, presuponiendo falsamente su infalibilidad

Hemos visto como la institución de una jerarquía paralela y de verdaderos tribunales eclesiásticos por la Fraternidad, son cosas de extrema gravedad; no pocos han hablado, con razón, de cisma. Ahora bien, ante una cuestión tan grave, ¿cuál es el primer argumento propuesto por Mons. Tissier de Mallerais en Cor Unum para demostrar la legitimidad de los tribunales de la Fraternidad? “Monseñor Lefebvre (…) -escribe- ha previsto la creación de la Co- misión canónica, para resolver en particular los casos matrimoniales después de un primer jui- cio hecho por el Superior de Distrito. La autoridad de nuestro Fundador es suficiente para que nosotros aceptemos estas instancias, de la misma manera que aceptamos las consagraciones episcopales de 1988” (Cor Unum, pág. 37, Status quæstionis). No es la primera vez que Mons. Tissier hace declaraciones de este género, y justamente respecto de consagraciones episcopales. Ya hemos dicho en Sodalitium lo que hay que pensar de tales “cándidas admisiones” (40) de Mons. Tissier, o de otros representantes de la Fraternidad (41). Ellos restringen al extremo la infalibilidad del Papa, mientras que no ponen límites a la de Mons. Lefebvre. Así, Mons. Tissier -como ya hemos escrito- “sustituye como criterio de catolicidad un obispo al Papa. (…) De ese modo, Mons. Tissier revoluciona totalmente la divina constitución de la Iglesia, oponiendo el carisma de una (supuesta) santidad al  de la autoridad papal”. El texto de Mons. Tissier que estamos comentando -contemporáneo del que denunciamos en su momento, son ambos de 1998- confirma desgraciadamente la tendencia “carismática” de la Fraternidad, pero ciertamente no aporta un argumento suficiente para legitimar sus tribunales, a pesar del respeto y la estima que se pueda tener por Mons. Lefebvre.

La Fraternidad intenta justificar la posición propia negando usurpar los poderes del

Papa. En realidad, esta se opone al primado de jurisdicción del Papa

En su artículo publicado en Cor Unum, Mons. Tissier intenta justificar la “legitimidad (…) de nuestros tribunales matrimoniales”. Pero, ¿cómo no sorprenderse de las pocas líneas consagradas a la que parece la primera e insuperable dificultad: haciendo esto, la Fraternidad no usurpa un poder que corresponde al Papa por derecho divino? Mons. Tissier se limita a responder: “Es cierto que nuestras sentencias en tercera instancia reemplazan a las sentencias de la Rota Romana, que juzga en nombre del Papa como tribunal en tercera instancia. Pero no es una usurpación de poder de derecho divino del Papa, ya que la reserva de esta tercera instancia al Papa ¡es solamente de derecho eclesiástico!” (Cor Unum, IV, 5, pág. 43).

El entusiasmo de los signos de exclamación no puede ocultar la debilidad de la respuesta del presidente de la Comisión canónica de la Fraternidad. Puede ser que, históricamente, la Santa Sede se haya reservado tardíamente el último grado de juicio en los procesos matrimoniales, y entonces por derecho eclesiástico; exactamente como impuso poco a poco la obligación del mandato romano para las consagraciones episcopales, transeamus. El punto en cuestión es más bien el siguiente: atribuyéndose poderes puramente jurisdiccionales y de gobierno fuera del Papa (e incluso contra él, suponiendo la legitimidad de Juan Pablo II), ¿la Fraternidad no viola el primado de jurisdicción del Papa, que es de derecho divino? La respuesta no puede ser sino a- firmativa.

Ante todo recuerdo lo que ya se dijo respecto del canon 1569 § 1, conservado tal cual por el nuevo código (canon 1417 § 1). Dice: “Por razón del Primado del Romano Pontífice, puede cualquier fiel en todo el orbe católico llevar o introducir ante la Santa Sede una causa, para que la juzgue, sea contenciosa o criminal, en cualquier grado del juicio y cualquiera que sea el estado del pleito” (cf. Concilio Vaticano I, Const. dogmática Pastor æternus, Denz. Sch. 3063).

Ahora bien, al reemplazar las sentencias de la Fraternidad el juicio en tercera instancia (42), en las causas matrimoniales, de la Rota Romana (es decir, el tribunal de la Santa Sede), se impide a los fieles llevar su causa al juicio de la Santa Sede.

Por consiguiente, la institución de los tribunales de la Comisión canónica de la Fraternidad para reemplazar a los de la Santa Sede, atenta contra el primado del Romano Pontífice.

Ahora bien, el primado de jurisdicción corresponde al Romano Pontífice por derecho divino (Denz. Sch. 3059).

Luego, la institución de los tribunales de la Fraternidad es contraria al derecho divino y no solo al derecho eclesiástico, por lo que no puede ser justificada ni siquiera en caso de necesidad.

Es posible llegar a la misma conclusión a través de un razonamiento todavía más radical; es decir, haciendo abstracción de la cuestión del recurso a la Santa Sede. En efecto, la Fraternidad podría renunciar a suplantar a la Rota y limitarse a reemplazar a los tribunales diocesanos: ¿sería posible hacerlo sin negar de hecho el primado de jurisdicción del Sumo Pontífice (aunque la sede esté vacante o, con mayor razón, ocupada)? Pensamos que no.

En efecto, “El Romano Pontífice, Sucesor de San Pedro en el primado, posee no solamente un primado de honor, sino también un supremo y pleno poder de jurisdicción sobre toda la Iglesia, tanto en lo que concierne a la fe y a la moral, como en lo que concierne a la disciplina y al gobierno de la Iglesia dispersa en el mundo entero. Este poder es verdaderamente episcopal, ordina- rio e inmediato, tanto sobre todas las iglesias y cada una de ellas, como sobre todos los pastores y fieles y cada uno en particular, (poder) independiente de cualquier autoridad humana” (can. 218; cf. Vaticano I, Const. dogmática Pastor æternus, Denz. S. 3059-3064). En consecuencia, él es “juez supremo en todo el mundo católico” (can. 1597; cf. Denz. Sch. 3063).

Ahora bien, los jueces de la Fraternidad pretenden tener una jurisdicción -aunque de suplencia- fuera, e incluso contra quien detenta el pleno poder de jurisdicción sobre toda la Iglesia, y juzgar haciendo abstracción del juez supremo, e incluso contra su juicio. En consecuencia, los tribunales de la Fraternidad, sus jueces, sus sentencias, hacen vano y reducen a una vana palabra el primado de jurisdicción del Papa. Para comprender mejor este argumento, señalaré que si los obispos diocesanos o metropolitanos son jueces en la Iglesia, es porque han recibido del Papa una diócesis o arquidiócesis para gobernar.

Instituir tribunales que suplanten a los tribunales diocesanos independientemente de una autorización del juez supremo, el Papa, equivale a atribuirse la autoridad del obispo diocesano: “en la Iglesia (es dogma de fe) el Papa tiene la plenitud de la jurisdicción: no existe otra jurisdicción fuera de la suya; todo acto jurisdiccional, en cualquier nivel, no es sino una parte del todo que es ejercido en su nombre y, en última instancia, en nombre de Jesucristo que se la ha conferido (al Papa), y debe ejercerse en armonía con el todo y de la manera establecida. La autoridad viene de Dios al Papa y,  a  través de él, a los obispos y, a través de ellos, a los jueces; es por eso que, en última instancia, toda jurisdicción es papal” (O. Fedeli). Análogamente, las sentencias civiles son dictadas por el juez en nombre de la autoridad pública. Un tribunal y sentencias dictadas por particulares -individualmente o asociados entre ellos-, son inconcebibles e inadmisibles. Ahora bien, es justamente lo que hace la Fraternidad en la Iglesia, como lo subraya Orlando Fedeli: “ni la Escritura ni el Magisterio han enseñado que personas privadas  puedan  instituir  una  justicia  ad hoc…”

Una instancia. La Fraternidad intenta justificar su posición afirmando que la jurisdicción no viene del Papa (sino de la consagración episcopal). Pío XII refuta este error

Los teólogos de la Fraternidad podrían objetar a nuestro razonamiento que, aunque el Papa goza del primado de jurisdicción por el que todos deben estar- le sometidos, es posible recibir la jurisdicción sin pa- sar por el Papa. Es lo que sostiene, por ejemplo, quien es a la vez el inspirador de la Comisión canónica y u no de sus tres miembros (con Mons. Tissier y el Padre Laroche): el Padre François Pivert. En efecto, él ha escrito: “en vez de decir que en la Iglesia todo poder deriva del papa, sería más verdadero decir que todo poder debe estar sometido al papa” (43). El autor de esta afirmación no parece -al menos en su artículo- darse cuenta realmente de lo que ha escrito ni parece justificar su posición. Me contentaré con probar que es falsa.

Los Padres del Concilio de Trento discutieron largamente para decidir si el poder de jurisdicción del obispo venía directamente de Dios (por la consagración episcopal), o bien a través del Papa. En el primer caso, tendría razón el Padre Pivert (en la Iglesia todo poder de jurisdicción no deriva del Papa, aunque le debe estar sometido); en cambio en el segundo, estaría equivocado. En mi respuesta al Padre Belmont ya he tratado ampliamente la cuestión; a ella remito entonces al lector (44).

En lo que respecta a este estudio, bastarán dos citas; una en favor de la tesis de Pivert, la otra en contra. En favor, y siguiendo a los galicanos de todo género, está la enseñanza del Concilio Vaticano II (Lumen gentium, nº 21): “La consagración episcopal confiere, además del oficio de  santificar,  el de enseñar y gobernar; los cuales no obstante, por su naturaleza, no pueden ejercerse sino  en comunión jerárquica con el jefe del colegio y sus miembros” (cf. también el can. 375 § 2 del nuevo código). El poder de jurisdicción, a pesar del primado, no vendría entonces del Papa, ¡exactamente como sostiene el Padre Pivert! Pero, contra su posición (y del Vaticano II) existen numerosos textos del magisterio ordinario. Citaré solo uno, la Encíclica Ad apostolorum principis, del Papa Pío XII (29 de junio de 1958): “Pues la jurisdicción viene a los Obispos únicamente por medio del Romano Pontífice, como ya hemos tenido ocasión de recordar en la Carta Encíclica ‘Mystici Corporis’: ‘Los Obispos… en lo que mira a sus propias diócesis, son verdaderos pastores, que guían y rigen en nombre de Cristo el rebaño asignado a cada uno. Sin embargo, no son plenamente independientes, ya que están sometidos a la legítima autoridad del Romano Pontífice y si gozan de la potestad ordinaria de jurisdicción, es porque les es comunicada inmediatamente por el mismo Sumo Pontífice’. Doctrina que hemos también tenido ocasión de recordar en la Carta, a vosotros destinada, ‘Ad sinarum gentem’: ‘La potestad de jurisdicción, que es conferida directamente al Sumo Pontífice por derecho divino, les viene a los Obispos del mismo derecho, pero solamente a través del Sucesor de San Pedro’...”. En consecuencia, el Papa no solo tiene el primado de jurisdicción en el sentido de que nadie puede usar de la jurisdicción sin su consentimiento, sino que tiene el primado de jurisdicción también en el sentido de que todo poder de jurisdicción deriva de él. Ahora bien, el Papa (dejando de lado la cuestión de la legitimidad de Juan Pablo II) nunca ha concedido jurisdicción a los Obispos consagrados por Mons. Lefebvre y como la jurisdicción del Obispo no puede pasar sino por el Papa, se sigue que estos Obispos no tienen jurisdicción y todavía menos, entonces, la Comisión canónica de la Fraternidad San Pío X. Por lo tanto, atribuirse una jurisdicción -como hace la Comisión canónica en cuestión- equivale a negar en la práctica el Primado y realizar un acto cismático.

Otra instancia. La Fraternidad intenta justificar su posición afirmando que la jurisdicción no viene del Papa sino de la Iglesia, por suplencia. Refutación de esta tesis

Acabamos de demostrar que “el Romano Pontífice es la fuente de todo poder de jurisdicción en la Iglesia” (45). Pero, ¿no podemos hallar en la doctrina de la jurisdicción de suplencia una excepción a este principio? Toda jurisdicción -ordinaria o delegada- viene del Romano Pontífice, de acuerdo; pero no la jurisdicción de suplencia, que viene de la Iglesia: ¡Ecclesia suplet! Y es justamente a la jurisdicción de suplencia que se refiere la Fraternidad, para justificar el poder de jurisdicción que se atribuye. Hemos visto dentro de cuales límites y en qué sentido se puede recurrir a la jurisdicción de suplencia en la actual situación de la Iglesia, valiéndonos de un excelente artículo del Padre Belmont. En el can. 209 (nuevo código, can. 144), el código de derecho canónico prevé explícitamente la suplencia de jurisdicción en los casos de error común y en la duda positiva y probable, a los cuales puede agregarse el peligro de muerte (can. 882; nuevo código, can. 976). “Así, en todo el código de derecho canónico – admite un sacerdote de la Fraternidad-, solamente dos cánones tratan de la jurisdicción de suplencia”; “la jurisdicción de suplencia nos coloca en una situación muy particular: el sacerdote al que el fiel se dirige no goza de la jurisdicción ordinaria [en nuestro caso, tampoco existe una duda positiva y probable de que tuviera la jurisdicción, n.d.r.]. El acto sacramental entonces realizado  es sin embargo lícito, sea porque el fiel no conoce la situación del ministro: es el error común; sea porque hay una necesidad urgente e imperiosa del sacramento: es el peligro de  muerte”. Al admitir que el error común no existe normalmente en nuestro caso (“las personas que se dirigen habitualmente a nosotros saben que los obispos nos niegan todo poder”), no queda entonces más que el peligro de muerte (46). ¡Pero ningún sacerdote tradicionalista limita su ministerio a las salas de reanimación! Mons. Lefebvre invocaba entonces, lo hemos visto, el peligro de muerte espiritual en el que se hallan todos los fieles a causa del modernismo.

 Que la situación actual justifica el ministerio sacerdotal sin jurisdicción, estamos perfectamente de acuerdo; pero que uno pueda basarse en el derecho canónico para legitimar este ministerio, sea extrapolando totalmente el can. 882 (peligro de muerte… espiritual), sea invocando el can. 20 (47), ¡nos parece absolutamente infundado! ¿Y qué decir, además, cuando la suplencia no es invocada para hacer lícitos (o incluso válidos) los actos sacramentales, sino para reemplazar el poder legislativo o judicial de la Iglesia, considerado no fiable? Con razón, Fedeli (op. cit.) objeta: “si se aplica el criterio empleado en la creación de las comisiones, no habría en la práctica ningún organismo de gobierno en la Iglesia que sea legítimo y que no deba ser suplido, sería necesario reemplazar a la misma Iglesia. ¿Adónde iremos a parar?”; “si esto [el estado de necesidad en el que se hallan los fieles] nos da el derecho de constituirnos como alternativa de un juicio válido asumiendo una autoridad supletoria, no veo por qué no podríamos igualmente, y con mayor razón, asumir todos los órganos de gobierno, especialmente litúrgicos y doctrinales, ya que en este caso la necesidad y el derecho en justicia a estar seguros incluye no solamente a las personas que tienen problemas matrimoniales, sino a toda la Iglesia y a la humanidad, que tiene el derecho de conocer la verdadera doctrina católi- ca que no es profesada por la autoridad, que sin embargo reconocemos como tal. Las nulidades [de matrimonio] no son más que un aspecto parcial del problema. Hay muchos derechos en  justicia de muchas personas que piden ser protegidas de los errores, no solo personalistas, sino en todos los dominios; pero de ahí a sentirse llamado e investido de poder judicial para satisfacer y resolver este vacío real” ¡hay distancia!

Pero esta crítica de la posibilidad de aplicar la jurisdicción de suplencia para legitimar la Comisión canónica de la Fraternidad, puede ser sostenida con un argumento más radical. En efecto, ¿cuál es el verdadero sentido de la frase Ecclesia supplet, la Iglesia suple? Veamos cómo explica este adagio jurídico Mons. Tissier de Mallerais, en su conferencia del 10 de marzo de 1991: “se trata de suplir el defecto de jurisdicción del sacerdote o del obispo, Ecclesia supplet. No será ni el Papa, ni la jerarquía diocesana que otorgará el rebaño, sino la misma Iglesia, Nuestro Señor Jesucristo, como cabeza de su Cuerpo Místico, que va a sancionar, que va a declarar en suma el caso de necesidad de los fieles” (op. cit., pág. 100). Y también: “es el caso en que la iglesia va a conceder directamente la jurisdicción al sacerdote, sin pasar por los diversos grados de la jerarquía; será el mismo Cuerpo Místico de Nuestro Señor, Nuestro Señor mismo en cuanto jefe de su Iglesia, que va   a otorgar en los casos particulares, jurisdicción   a los sacerdotes”; y después de citar los tres casos previstos por el código (error común, duda positiva y peligro de muerte), el obispo de la Fraternidad repite: “en ese caso, la Iglesia abre todas las puertas de su misericordia y otorga jurisdicción al sacerdote. Es la misma Iglesia, sin pasar por la jerarquía” (op. cit., pág. 95). Según el presidente de la Comisión canónica la “Iglesia”, que en ciertos casos particulares concede la jurisdicción al sacerdote desprovisto de la misma, es totalmente distinta de la Jerarquía en cuanto tal y debe identificarse, sea con el Cuerpo Místico de Cristo (Nuestro Señor unido a todos los fieles), sea con Cristo Jefe de la Iglesia. Esta interpretación del término “Iglesia” empleado por el código de derecho canónico, es completamente falsa (48).

Hablando de jurisdicción de suplencia, el cardenal Staffa escribe, por ejemplo, en la Enciclopedia Católica: “el canon 209 elimina, en efecto, toda incertidumbre [sobre la posibilidad de una suplencia], declarando que la Iglesia (es decir, el Legislador Supremo) suple la jurisdicción, tanto para  el  foro  externo como para  el  foro interno: a) en caso de error común; b) en la duda positiva y probable tanto de derecho como derecho” (49). El cardenal Palazzini no se expresa de otro modo: la jurisdicción de suplencia, escribe, “es la jurisdicción que no se posee por revestir un cargo, ni es conferida por delegación del Superior, sino que es dada por el derecho mismo, o sea por la Iglesia y por el Supremo Legislador eclesiástico, en el mismo momento en que ella se ejerce (ad modum actus), por el bien de las almas, que de otra manera, sin culpa de su parte, sufrirían perjuicio” (50). Por lo tanto, cuando el código atribuye la jurisdicción in abstracto a la Iglesia, in concreto la atribuye al Supremo Legislador eclesiástico; es decir, al Papa. Y es lógico, ya que las disposiciones del código (al menos las de derecho eclesiástico) ¡solo tienen valor en cuanto promulgadas justamente por el Supremo Legislador, el Papa! En consecuencia, la jurisdicción de suplencia de que habla el código no tiene nada que ver con la “suplencia” imaginada y descripta por Mons. Tissier de Mallerais, el cual le da como característica particular el hecho de obrar “sin pasar por la jerarquía”, y entonces no más por el Papa. La razón por la que Mons. Tissier se obstina en negar que el Papa sea la fuente de la jurisdicción de suplencia reivindicada por la Fraternidad, es evidente: Juan Pablo II, reconocido como Papa por Ecône, les niega toda jurisdicción, como el mismo Mons. Tissier admite. Por lo tanto, si es el Papa quien concede la jurisdicción de suplencia, incluso mediante el derecho promulgado por él mismo, ciertamente no se puede pretender que Juan Pablo II concede a la Fraternidad San Pío X, excomulgada por él mismo, poderes tan exorbitantes que además les niega explícitamente (51). También esta instancia de la Fraternidad queda entonces refutada: los sacerdotes de la Fraternidad no gozan de la jurisdicción de suplencia que les atribuyen Mons. Tissier de Mallerais y el Padre Pivert (52).

Una última posibilidad: ¿la jurisdicción podría venir de los fieles?

Si la jurisdicción que la Fraternidad pretende poseer no viene de arriba (Cristo, Iglesia, Papa), se podría emitir la hipótesis de que tiene su origen abajo, en los fieles. Si la Fraternidad no lo afirma explícitamente, no faltan frases infelices que lo hacen creer, como lo reconoce con honestidad un sacerdote de la misma Fraternidad: “en su carta circular del 30 de junio de 1994 (53), el Padre Berger señalaba con razón esta imposibilidad: ‘la tesis sobre la jurisdicción que hace autoridad en la Fraternidad San Pío X es la de Mons. Tissier, expresada en su conferencia de París, en marzo  de 1991 (…) Jurisdicción de suplencia en que, finalmente, es el pedido de los fieles que nos da jurisdicción, caso por caso. (…) Muy embarazosa por su lado democrático, no veo cómo conciliarla con la estructura jerárquica de la Iglesia, en la que el apostolado está necesaria- mente fundado en la misión que no puede venir sino de arriba’. Este recuerdo no es inútil. (…) Es claro que la jurisdicción de suplencia no  tiene su origen en el fiel. En la  alocución menciona- da por nuestro ex-colega [o sea, el Padre Berger, que salió de la Fraternidad San Pío X y aceptó el Vaticano II, n.d.r.], Mons. Tissier de Mallerais usaba entonces de expresiones impropias cuando afirmaba: ‘es una jurisdicción que depende esencialmente de los fieles y no del sacerdote’ y ‘se puede decir que ustedes ‘dan’ al sacerdote la jurisdicción necesaria” (54). Sodalitium (nº 26, dic. 1991) ya había denunciado también estas “expresiones impropias”, en un artículo (que ya he citado) con título significativo: “La autoridad del obispo, ¿viene a través del Papa o de los fieles?”. Me parece oportuno transcribir tal cual una parte de este artículo, que refería expresiones de Mons. Lefebvre todavía más impropias que las de Mons. Tissier: “Cuando, en junio de 1988, Mons. Lefebvre con- sagra cuatro obispos sin mandato romano, viola  la primera condición de licitud (declarar que Juan Pablo II no es Papa verdaderamente); pero no la segunda: no atribuye a sus Obispos ningu- na jurisdicción ordinaria. Por eso, la lectura de tres documentos póstumos de Mons. Lefebvre, publicados en ‘Fideliter’ (nº 82, julio-agosto de 1991, págs. 13-17) nos ha dejado estupefactos. Se trata de una carta a Mons. de Castro Mayer  del 4 de diciembre de 1990 y de otra, al Padre Rifán del 20 de febrero de 1991 con una ‘Nota respecto del nuevo obispo, futuro sucesor de Mons. de Castro Mayer’. En ellas, Mons. Lefebvre precisa los poderes de que gozará el futuro con- sagrado (Mons. Licinio Rangel, efectivamente consagrado en Campos el 28 de julio de 1991). Esto es lo que escribe Mons. Lefebvre: ‘… el caso de la diócesis de Campos es más simple, más clásico, porque se trata de la mayoría de sacerdotes diocesanos y de fieles, que con el consejo del antiguo obispo, designan al sucesor y piden a otros obispos católicos que lo consagren. Es así como la sucesión de los obispos se realizó durante los primeros siglos en unión con Roma, como nosotros también lo estamos, con la Roma católica y no con la Roma modernista’ (págs. 13-14). Pueblo y clero designan al Obispo, y todo bien. Pero, ¿también le dan la autoridad y jurisdicción? Nos surge la sospecha: ‘Son el clero y el pueblo fiel de Campos, quienes se procuran un sucesor de los Apóstoles, un Obispo católico y romano, porque no pueden obtenerlo de la Roma modernista’ (pág. 14). Ya hay en Campos un ‘obispo’ nombrado por el ‘papa’ y entronizado, en su momento, por Mons. de Castro Mayer. El nuevo ‘sucesor de los Apóstoles’, ¿recibe sola- mente el poder de orden (para ordenar sacerdo- tes, confirmar, etc.) o también la jurisdicción? El poder de orden lo dan los Obispos; ¿qué dan entonces ‘el clero y los fieles de Campos’, la autoridad? Sí, la autoridad; Mons. Lefebvre habla  de ‘autoridad episcopal’ (pág. 15). El nuevo obispo no es obispo residencial (pág, 16), pero tiene una jurisdicción que viene… del clero y de los fieles: ‘no tiene otro título de jurisdicción [¡luego, hay uno! n.d.r.] que aquel que le viene del llamado de los sacerdotes y de los fieles… que le han pedido de aceptar el episcopado’ (pág. 16). ¿Se trata de una simple autoridad de hecho, del simple poder de dar los sacramentos y guiar las almas, incluido en el poder de orden? Se puede dudarlo, ante la insistencia de Mons. Lefebvre (pág. 17) en hablar de ‘autoridad jurisdiccional del Obispo, que no le viene de una nominación romana sino de la necesidad de la salvación de  las almas’. A este ‘sucesor de los Apóstoles’, fie- les y sacerdotes deben ‘facilitarle el ejercicio de su autoridad por una generosa obediencia’ (pág. 17). Finalmente, viene una afirmación más explí- cita: ‘La jurisdicción del nuevo obispo no es territorial, sino personal, y tiene por fuente el de- ber de los fieles de salvar el alma. Si un grupo de fieles en diócesis vecinas recurre al obispo para tener un sacerdote, ellos dan -por el hecho mis- medio del sacerdote que les envía’ (pág. 17). ‘Un grupo de fieles da entonces poder, autoridad, jurisdicción al Obispo. Distinguir entre jurisdicción territorial y personal, no cambia la gravedad de la afirmación: un obispo castrense, por ejemplo, que tiene jurisdicción personal sobre todos los militares de una nación; y un obispo residencial, que tiene jurisdicción sobre los residentes en la diócesis, se hallan en la misma relación, respecto a la jurisdicción, ante el Papa que la da” (Sodalitium nº 26, págs. 5-7). A esta tesis (la jurisdicción viene del pueblo), no puedo responder sino con el argumento utilizado ya hace nueve años: “Nadie da lo que no tiene: si el pueblo (o la Igle- sia distinta del Papa) da el poder, es porque el pueblo o la Iglesia son la autoridad. Es la tesis jansenista del Conciliábulo de Pistoya, según la cual el poder es dado por Dios a la Iglesia (o comunidad de fieles) y por ella, a los Pastores, que son ministros de la Iglesia para la salvación de las almas. Esta tesis fue condenada como herética por Pío VI (DS 2603)” (ibidem, pág. 6).

La solución “jurisdicción de los fieles” se revela entonces todavía peor que las precedentes; no creo que sea realmente sostenida por la Fraternidad. Cuanto he escrito en este parágrafo basta para evitar la tentación de seguir esta peligrosa ruta.

Consecuencias prácticas: muchos fieles de la Fraternidad vivirán en una continua incertidumbre sobre el estado de su alma

Cuanto hemos escrito hasta aquí es ya ampliamente suficiente para justificar la tesis de este parágrafo: muchos fieles de la Fraternidad vivirán  en una continua incertidumbre sobre el estado y la salvación de su alma. En efecto, hemos demostrado que la Fraternidad está ya estructurada, y sigue estructurándose cada vez más, de hecho, como una Iglesia independiente que debe suplir y suplantar a la Iglesia “oficial” (reconocida sin embargo como la auténtica Iglesia Católica). Para fieles que se enorgullecen -con razón- de defender el dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, el temor de adherir a una estructura cismática no puede sino provocar una continua turbación de conciencia. Y de hecho algunos, escandalizados por el descubrimiento de la existencia de estos Tribunales, sino secretos al menos reservados, han retirado su confianza en la Fraternidad para seguir, desgraciadamente, a las “autoridades” fieles al Vaticano II. El problema de conciencia que esta evolución de la posición de la Fraternidad plantea a los fieles de Mons. Lefebvre, está agravado por el hecho de que la turbación no deriva solo ni tanto de una doctrina puramente abstracta, posiblemente fuera de la capacidad de comprensión de los fieles y privada de consecuencias prácticas, como de una posición que implica hasta la validez de los Sacramentos.

Si un simple sacerdote de la Fraternidad administra la Confirmación fundándose en los “poderes” concedidos en las “Ordenanzas”, por ejemplo, ¿el sacramento es válido? El confirmado y su familia pueden preguntárselo legítimamente. Pero hay más: un religioso, una religiosa, un subdiácono, “secularizados” y dispensados de sus votos por un “decreto” del obispo para los religiosos de la Fraternidad, o por Mons. Fellay, ¿están verdaderamente liberados de sus votos ante Dios? Un eventual sucesivo matrimonio, por ejemplo, ¿estará bendecido por el Señor, o se tratará de un sacrílego concubinato?

Pero el caso más grave y más corriente, es ciertamente el de las anulaciones matrimoniales “decretadas” por la Comisión canónica de la Fraternidad San Pío X.

Se trata, lo admitimos, de un problema pastoral extremadamente grave, que no nos deja indiferentes, y cuya solución es difícil sino imposible. Las c- ticas que formula Mons. Tissier de Mallerais a los nuevos principios teológicos y canónicos aceptados luego del Vaticano II, las hacemos nuestras y compartimos plenamente. Nuestra postura teológica no hace sino agravar, si es posible, las consecuencias deducidas por Mons. Tissier de su análisis (cf. todo el primer capítulo del estudio publicado en Cor Unum) de la nueva doctrina matrimonial personalista condenada bajo Pío XII, y vuelta doctrina “oficial” bajo Juan Pablo II (55). Según Mons. Tissier, que reconoce a Juan Pablo II como verdadero papa, las sentencias de sus Tribunales “no pueden ser ni admitidas ni rechazadas a priori sin ser examinadas”; y en el plano práctico se impide a los fieles “ir a un tribunal novus ordo, por temor a que la sentencia sea nula” (Cor Unum, cit., pág. 44, reglas prácticas 1 y 2). Para nosotros, que no reconocemos la autoridad de Juan Pablo II [Ni de Benedicto XI ni Francisco: n. r.], la imposibilidad de recurrir a sus tribunales no es solamente práctica sino una cuestión de principios: no solo sus sentencias son ciertamente nulas, sino que el recurso a estos tribunales implicaría un reconocimiento práctico de la autoridad en cuestión, reconocimiento que consideramos, a la luz de la fe, inadmisible (56). Nos damos cuenta de todas las graves dificultades pastorales que comporta nuestra postura para los fieles cuyo matrimonio es efectiva o dudosamente nulo, y que no tienen los medios para demostrarlo legalmente (57); pero la solución adoptada a partir de un cierto período (58) por la Fraternidad San Pío X para obviar este grave inconveniente, nos parece -como acabamos de demostrar- absolutamente infundada e ilusoria.

Cuanto acabamos de afirmar puede parecer duro al lector, pero las citas que siguen lo ayudarán a aceptar la triste realidad, ya que, sin darse cuenta, las mismas autoridades de la Fraternidad confirman nuestra conclusión.

De hecho, Mons. Tissier de Mallerais cree demostrar la licitud de sus tribunales partiendo del derecho que tienen los fieles de saber con certeza si su propio matrimonio está, sí o no, válidamente celebrado: los fieles, escribe, “tienen el derecho en justicia de estar seguros de la validez del sacramento recibido una segunda vez y, por lo tanto, de la validez de la sentencia de nulidad… (…) pues (…) en esta situación, los obispos fieles (Mons. Rangel en Campos) y nuestra Comisión canónica (…) tienen los poderes de suplencia para juzgar los casos matrimoniales” (Cor Unum, cit., II, 4, pág. 41). Si las palabras tienen un sentido, las sentencias de los “tribunales tradicionalistas” son válidas porque no hay otro modo para los fieles de tener la certeza de la nulidad de su primer matrimonio. Pero Mons. Tissier se contradice, al quitar a las sentencias en cuestión toda certeza, haciendo así recaer al fiel lleno de dudas en la más grande angustia y perplejidad sobre el estado de la propia alma: “Por fin -escribe el presidente de la comisión canónica-, nuestras sentencias, como todos nuestros actos de jurisdicción de suplencia, y como las mismas consagraciones episcopales de 1988, 1991, etc. (59), deberán ser confirmadas ulteriormente por  la Santa Sede” (Cor Unum, IV, 6, pág. 43). Si la Santa Sede (60) no confirma en el futuro las sentencias dictadas por la Fraternidad, ¿qué sucederá? Sucederá que todas las sentencias deberán ser tenidas por nulas y sin efecto, y eso, desde el principio. Así, permaneciendo siempre válido el primer matrimonio, las nupcias sucesivas eventualmente celebradas,

¡serán nulas y sin efecto desde el principio! Ahora bien, si esta hipótesis no puede ser excluida, ya que el mismo Mons. Tissier la contempla y cree posible, se puede deducir que hasta aquí todos los fieles que han recibido la anulación del matrimonio por los tribunales de la Fraternidad ignoran -la misma Fraternidad lo admite- si esta anulación es válida o no. Ignoran entonces si son válidas las primeras o las segundas nupcias y si la persona con la que viven es el cónyuge legítimo o un amante y, en consecuencia, si están o no en regla ante Dios. Pero hay más: como el mismo Mons. Tissier sostiene que si la jurisdicción es concedida a los tribunales de la Fraternidad, es porque solo ellos darían a los fieles aquella certeza a la que todo fiel tiene derecho; y constatado por admisión misma de Mons. Tissier, que no hay ninguna certeza hasta declaración ulterior de la Santa Sede, se deduce que los tribunales de la Fraternidad no tienen jurisdicción en ningún caso, y que sus sentencias son no solamente dudosas sino nulas. Por lo tanto, los fieles que contrajeron nuevo matrimonio basándose en la validez de estas sentencias, serían en realidad concubinos y no cónyuges legítimos.

Consecuencias prácticas: ¿cuál es el deber de los fieles y de los miembros de la Fraternidad?

Un llamado de Sodalitium a la unidad en la verdad

La grave conclusión del capítulo anterior, así como de todo nuestro escrito, debería plantear a nuestros lectores, fieles o miembros de la Fraternidad, otro caso de conciencia: ¿puedo todavía sostener a la Fraternidad San Pío X si verdaderamente continúa constituyéndose como Iglesia independiente y si llega al punto de administrar a sus propios fieles sacramentos (como el matrimonio) que pueden ser inválidos y sacrílegos? ¿Un fiel puede todavía seguir con confianza a guías que yerran tan gravemente? Los sacerdotes -aún en desacuerdo con sus propios superiores-, ¿pueden ser cómplices, aunque sea solo con su silencio, de una doctrina y de una praxis con consecuencias tan importantes?

Los miembros del Instituto Mater Boni Consilii salieron de la Fraternidad San Pío X ya en 1985, considerando que no se podía, en conciencia, sostener más la obra de Mons. Lefebvre. Esta decisión nos pareció y nos parece válida todavía, prescindiendo de la cuestión que hemos tratado en este dossier. Pero la creación de la “Comisión canónica San Carlos Borromeo” en 1991, es cosa tan grave que plantea este problema incluso a quien no consideró oportuno seguirnos en 1985. Y, en efecto, no han faltado los sacerdotes que abandonaron la Fraternidad San Pío X por no avalar el cisma de hecho, realizado con la creación de esta Comisión, verdadero embrión de una nueva Iglesia. Sabemos -es verdad- que muchos fieles ignoran totalmente la institución o naturaleza de estos tribunales; que muchos sacerdotes y miembros de la Fraternidad no están de acuerdo con esta institución; que de hecho, en algunos distritos, entre los cuales probablemente Italia, los “tribunales” son ignorados e inutilizados. Sin embargo, permanece el hecho de que estos tribunales y la doctrina que pretende justificarlos, no son una iniciativa personal y la opinión privada de algunos miembros de la Fraternidad; sino que son, respectivamente, un órgano (por ignorado y poco conocido por el público que sea) y un punto de doctrina oficial de la Fraternidad. Creemos entonces poder concluir que no sostener más la Fraternidad San Pío X, es objetivamente una obligación en conciencia, al menos para aquellos que están al corriente de esta triste cuestión (salvo buena fe de particulares, solo por Dios conocida).

No obstante, ¿no habrá un medio de evitar una conclusión tan amarga, y que parece no tener en cuenta el bien innegable que dicha Fraternidad -que reúne la casi totalidad de los católicos que permanecieron fieles a la Tradición- realiza, un poco por todos lados sobre la tierra? ¿Debemos verdaderamente abandonar a la Fraternidad a su destino?

Me parece que para continuar sosteniendo a la Fraternidad San Pío X a causa del bien que todavía podría hacer en el futuro, es necesario obtener de sus responsables una revisión de su postura doctrinal. Es decir, que la Fraternidad San Pío X debería, ante todo, reexaminar su posición sobre la jurisdicción supletoria y -luego de este serio examen de la cuestión- llegar a la supresión de la Comisión canónica San Carlos Borromeo, o al menos a su transformación de tribunal eclesiástico en simple órgano consultivo sobre cuestiones morales y canónicas; así como revisar las “Ordenanzas” de 1997 (y 1980).

Pero sería ilusorio corregir efectos erróneos, sin revisar simultáneamente la causa de tales efectos. La larga introducción histórica que hemos hecho preceder al examen de la doctrina difundida en la Fraternidad San Pío X desde 1991, exponiendo la evolución de la postura de la Fraternidad sobre el problema de la jurisdicción, tenía justamente por fin hacer comprender al lector que las desviaciones hallables actualmente en la Fraternidad, hunden sus raíces en la posición que Mons. Lefebvre consideró deber adoptar ante el “problema de la autoridad” (o “del Papa”), por lo menos desde 1979. Solo una postura clara y teológicamente correcta sobre la autoridad del Concilio, de Pablo VI y de Juan Pablo II [ Benedicto XVI, Francisco; nd.r.], puede permitir luego todas las aplicaciones particulares que la crisis actual plantea a los católicos fieles. Mons. Lefebvre,…, rechazó siempre la solución sedevacantista y … en este rechazo… también la Tesis de Cassiciacum elaborada por el Padre Guérard des Lauriers O.P., el teólogo más prestigioso que haya tomado -desde el comienzo- la defensa de la Tradición Católica. La marginalización, luego la “diabolización”, finalmente la misma eliminación de la memoria del Padre Guérard des Lauriers, autor del Breve Examen Crítico del novus ordo Missæ, atribuido a los Cardenales Ottaviani y Bacci que lo suscribieron, privó a Mons. Lefebvre y su Fraternidad de un guía seguro y con autoridad, para las decisiones doctrinales y teológicas que se impusieron ineluctablemente.

Desgraciadamente, la posición del Padre Guérard fue rechazada prácticamente sin … Por otro lado, la Tesis de Cassiciacum comparte con los sedevacantistas sus posiciones esenciales: Juan Pablo II II [ Benedicto XVI, Francisco; nd.r.] no pudo gozar de la autoridad pontificia; no estáuvo divinamente asistido; no se puede estar en comunión con él (entre otras cosas, en el Canon de la Misa); no se plantea, a su respecto, el problema de la obediencia e infalibilidad del Papa (verdades de fe, ambas, vigorosamente defendidas en la Tesis y … también en el sedevacantismo absoluto, a diferencia de la Fraternidad.