NECESIDAD DE UN GUÍA Y DE LA IMITACIÓN DE CRISTO
CRUCIFICADO

Será, por lo tanto, conveniente que los jóvenes no se den a sí mismos las normas para este camino; pues no faltarán a esta nuestra edad ejemplos de gente buena, ya que si en algún tiempo, ahora de un modo particular, florece y se asienta en nuestra vida la gravedad de costumbres, que se va perfeccionando con nuevos progresos hasta alcanzar su mayor altura. Y de ella participará el que camine sobre tales huellas, y quien siga tras el aroma de este ungüento quedará lleno del buen olor de Cristo.

Cuando se enciende una lámpara, se puede, prender con su llama a todas las demás lámparas que se hallan próxi­mas, y esto sin que se mengüe para nada la primera luz, aunque lleguen a igualarla las otras que lucen por su par­ticipación; así también esta gravedad en la conducta se transfunde de los que la practican a los que se encuentran cerca de ellos, pues es verdadero el dicho profético: el que anda con el santo, con el inocente y con el escogido, viene a hacerse semejante a ellos. Si me preguntas acerca de las normas que imposibilitan apartarse del buen ejemplo, es fácil describirlas.

Si ves en medio de la vida y la muerte la existencia de un hombre que toma de ambos extremos lo conducente a la virtud, de modo que no se apropie de la muerte lo que en ella hay de inacción respecto al deseo de guardar los mandamientos, ni se lance con paso veloz tras la vida, por sentirse ajeno y más insensible aún que los mismos sujetos a las apetencias mundanas, donde bulle la vida de la carne, sino que, por el contrario, permanezca firme, enérgico y ani­moso para las obras de virtud, donde se reconoce a los que viven en espíritu, mira en él la norma de tu conducta. Ese tal sea para ti el blanco de tu proceder sobrenatural, como las estrellas brillando sin interrupción en el firmamento lo son para el timonel.

Imita su vejez y su juventud, o mejor dicho, imita la se­nectud que muestra en su adolescencia y la vida juvenil que conserva en su ancianidad; pues si el tiempo debilitó, al de­clinar ya la edad, la robustez y energía de su alma, ni la época de la juventud activa se dio a conocer como juventud activa en tales cosas, sino que se formó una mezcla admi­rable de caracteres contrarios, o mejor, una permuta de pro­piedades en cada una de las edades dichas, bullendo en la ancianidad el ímpetu para el bien y estando aletargada en la juventud la actividad para el mal.

Y si preguntas por los amores de aquella edad, imita el amor firme y ardoroso de la sabiduría divina, en el que fue creciendo desde su infancia y conservó hasta la ancianidad. Y si no puedes mirarle a Él, como no pueden mirar al sol los que padecen de la vista, torna tus ojos hacia el coro que Él ordenó, el coro de los santos, que resplandecen en el firmamento para ser imitados por todos sin distinción de eda­des. Este es el modelo que Dios propone a nuestra vida. Entre ellos hay muchos que desde su mocedad encanecieron ya en la pureza y en la prudencia, adelantándose a la vejez con la gravedad de su juicio y progresando en la disciplina de la vida más que en el tiempo. Estos no conocieron más amor que el de la Sabiduría, no porque fuesen distintos de los otros en cuanto a la naturaleza (pues la carne lucha en todos contra el espíritu) , sino porque entendieron bien al que dice que la templanza es como un árbol de vida para quienes, abrazándose firmemente con él y cruzando el mar proceloso de la vida sobre este árbol, como en una lancha, arribaron al puerto de la voluntad de Dios.

Y ahora su espíritu reposa en perfecta paz y tranqui­lidad después de una feliz travesía. Habiéndose asegurado con una firme esperanza, como con ancla sólida, tranquilos ya y lejos del oleaje, ofrecen el ejemplo brillante de su vida como luz que, saliendo de un faro, ilumina a los que siguen tras ellos. Ya tenemos, por tanto, a quién mirar para sor­tear con seguridad el embate de la tentación. ¿A qué viene ahora preocuparte de que algunos de los que siguieron por estos derroteros fueran vencidos, y por qué te arredras, como si fuera obra imposible? Pon los ojos, por el contrario, en el que consumó airoso la empresa, y con ánimo alentado lánzate a la buena navegación bajo el soplo del Espíritu Santo, con Cristo por patrón en el timón de la alegría.  Porque los marineros, que se lanzan a la mar en sus lanchas y hacen su trabajo en aguas profundas, no se arredran por el naufragio acaecido a otros, sino que, embrazando como escudo la esperanza, se apresuran por llevar a feliz térmi­no su empresa.

¿No sería el mayor de los absurdos llamar malvado al que en una vida santa se deslizó una vez en el pecado y juzgar que anda más acertado el que ha envejecido pasando toda su vida entre vicios?

Si es peligroso mancillarse una vez con el pecado y crees por ello no deber aspirar ya a un ideal más sublime, ¿cuán­to peor es ponerte el pecado como patrón de conducta y con ello permanecer privado por completo de una vida más per­fecta? ¿Cómo vas a oír al Crucificado, tú que estás tan vivo; al que murió por el pecado, tú que por el pecado estás robusto; al que exigió el seguimiento en pos de sí llevando sobre su cuerpo la cruz como trofeo contra el enemigo, tú que no estás crucificado al mundo ni aceptas la mortificación de la carne? ¿Cómo obedeces tú a Pablo, que te exhorta a presentar tu cuerpo como hostia viva, santa y agradable a Dios, tú que te amoldas a los caprichos de este siglo y no te ajustas a la renovación del corazón ni caminas en la novedad de esta vida, sino que vas en seguimiento de la vida del hombre viejo?

Y ¿cómo ejerces el sacerdocio del Señor, tú que has sido ungido para eso, para ofrecer a Dios un don, pero un don no ajeno por completo a ti ni un don subrepticio de cosas que te pertenecen, sino don en verdad tuyo, es decir, tu hombre interior, que debe presentarse perfecto e inmacula­do, según la ley del Cordero, y ajeno a toda mancha e im­pureza?

¿Cómo ofrecerás estas cosas a Dios, tú que no haces caso a la prohibición de que el impuro haga de sacerdote? Y si aspiras a que Dios se te comunique, ¿por qué haces caso omiso de Moisés, que ordenaba al pueblo la abstención del matrimonio para abrir paso a las manifestaciones del Señor?

Si te parecen pequeñas estas cosas: estar crucificado jun­tamente con Cristo, ofrecerte a Dios como hostia, ser sacer­dote del Altísimo, hacerte digno de sus grandes aparicio­nes, ¿qué cosas más altas que éstas podremos proponerte, si te han de parecer pequeñas aun las que de éstas se deduzcan, ya que del ser crucificado con Cristo se sigue el convivir con Él, el ser conglorificado con Él y el reinar con Él? De ofrecerse uno a sí mismo a Dios se signe el transformarse la naturaleza y dignidad humana en la an­gélica. Así lo dice también Daniel: Centenares de millares te rodeaban .El que ha recibido el verdadero sacerdocio y forma en las filas del gran Pontífice, también él permanece sacerdote perfecto por todos los siglos, y ni la misma muerte puede impedir su sacerdocio eterno.

Del decir que uno es digno de ver a Dios no se sigue otro fruto que ese mismo: el ser digno de verle. Pues ésta es la cima de toda nuestra esperanza, éste el término y corona­miento de todos los deseos, de toda alabanza al Señor, de todas las divinas promesas y de aquellos inefables bienes que esperamos, superiores a todo conocimiento y sentido. Esto es lo que anheló ver Moisés, esto por lo que suspira­ron muchos profetas y reyes.

Pero sólo son dignos de conseguirlo los limpios de cora­zón, los que por esto mismo son llamados y son en realidad bienaventurados, porque ellos verán a Dios. Esta es la razón por la que quiero que tú seas uno de esos concrucifi­cados con Cristo, que se ofrece a si mismo ante Dios como sacerdote inmaculado y se hace hostia limpia, y se prepara a la venida del Señor en toda pureza, mediante la castidad; para que también tú veas al Señor con corazón puro, según la promesa de Dios y de nuestro Salvador Jesucristo, a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén.