NECESIDAD DE SEGUIR A UN DIRECTOR EXPERIMENTADO

El que ha escogido vivir según esta filosofía, gusta de conocer con exactitud cómo ha de conducirse en cada su­ceso de la vida, qué es lo que ha de precaver, en qué ocu­paciones ha de ejercitarse, cuál haya de ser la medida de su continencia, cuál su modo de proceder y cuáles, en fin, las cosas todas que se refieren a la vida orientada a un tal ideal. Existen ya muchas instrucciones escritas en que se enseña todo esto. Cierto que la dirección con palabras es menos eficaz que la llevada a cabo con obras.

No implica tampoco grandes molestias este negocio, como si fuera necesario encontrar un preceptor para emprender un gran viaje o una larga travesía marítima; sino que, como dice el Apóstol, cerca de ti está la palabra y de tu propio hogar procede la gracia. Aquí está la oficina de las virtu­des, donde esta vida queda purificada en su camino hacia lo más alto de la perfección. Es grande la facilidad que tienen aquí, tanto los que hablan como los que callan, para aprender por medio de las obras este modo celestial de con­ducirse, porque cualquier discurso que se percibe despro­visto de obras, aun cuando se presente muy embellecido, se asemeja a una estatua muy bien adornada con tintes y colores, que muestra cierta figura externa, pero sin alma.

En cambio, el que hace y enseña, como se dice en cierto lugar del Evangelio, éste es un verdadero hombre con vida, de aspecto hermoso, eficaz y activo. A él deben acu­dir cuantos traten, según lo dicho, de conseguir la virgini­dad. Porque de igual modo que quien desea estudiar una lengua extranjera no se basta a sí mismo en calidad de maestro, sino que debe instruirse con los peritos, y por este medio logra hablar lo mismo que los de la otra nación, asi también, según yo pienso, este género de vida no progre­sará con la sola ayuda de la naturaleza, sino que se des­viará por la novedad del camino, y nadie aprenderá la per­fección deseada, si no es conducido por la mano de un buen director. Y todas las demás cosas de esta vida en que nos ocupamos, se llevarían hasta el fin con más éxito por el que las emprende si cada uno aprendiese dicha ciencia jun­to a buenos maestros, en vez de llevarlas a cabo por sí mismo. No es tan evidente esta enseñanza que por sí misma nos proporcione el éxito de lo que más nos conviene, puesto que el acometer experiencias de lo desconocido nunca está exento de peligros.

Así como con experiencias descubrieron los hombres la medicina que antes desconocían, enriqueciéndola poco a poco con nuevas observaciones, hasta tal punto que por el testimonio de las cosas experimentadas llegaban a distin­guir lo que es saludable de lo que es dañino, y estos datos se recogían para la formación de la ciencia, teniendo lo ob­servado anteriormente por norma en las sucesivas actua­ciones, ahora, en cambio, el que se dedica a esta ciencia ya no tiene necesidad de experimentar por sí mismo la efi­cacia de los medicamentos para ver si son saludables o de­letéreos, sino que, teniendo en cuenta los progresos de los anteriores, ejercita felizmente su arte; de la misma manera en la medicina de las almas, quiero decir en la filosofía, en la cual aprendemos la curación de los sufrimientos que aquejan al alma, ya no es necesario hacer su aprendizaje con conjeturas y tanteos, sino que hay suma facilidad de conseguirlo de quien lo posee por larga y continua expe­riencia.

La juventud es, por lo general, en todo peligrosa con­sejera , y rara vez encontrará un éxito grande que merezca la pena si no va la vejez acompañándola en el trabajo de la investigación. Y cuanto es más alto que los otros este ideal que aquí se nos propone, tanto mayor ha de ser nuestro cuidado para precaver peligros; porque en los otros negocios la juventud no regida por la razón acarrea daño a los bienes temporales u obliga a perder alguna honra mundana o alguna dignidad; pero en esta nuestra excelsa y sublime aspiración no son riquezas lo que se arriesga, ni honra al­guna mundana y efímera, ni nada de cuanto nos viene de fuera, cosas que, aunque se administren mal, no interesan mucho a los hombres de juicio, sino que el desacierto toca al alma misma, y el riesgo de su daño no es perder cosa que se pueda quizá recuperar, sino perder y arruinar la propia alma.

Quien ha despilfarrado la hacienda paterna, no desconfía tal vez de volver por la reflexión a la antigua abundancia mientras viva en este mundo; pero el que ha perdido ya la vida, ha perdido también toda esperanza de un cambio en mejor. Por tanto, como la mayoría emprenden la virginidad siendo aún jóvenes y de poca discreción, deben por encima de todo buscarse un guía en este camino y un buen maestro.

Evidentemente, el texto griego es defectuoso en este pasaje, en que ha de suplirse, como lo hemos hecho, con varios traductores latinos, la palabra peligrosa, a no ser que se introduzca una partícu­la de negación, no sea que, por la inexperiencia en que se hallan, se descarríen del camino recto a sendas extraviadas y peligrosas.

Más valen dos que uno, dice el Eclesiastés. El que está solo es fácilmente vencido por el enemigo que acecha los senderos divinos. Y a la verdad: ¡Ay del solo cuando caiga, porque no tiene quien le levante! Algunos han emprendido con ímpetu ordenado la vida veneranda de la santidad, y habiendo tocado la perfección, apenas se habían lanzado ha­cia ella, resbalaron con caída fatal por su soberbia, enga­ñándose a sí mismos en su locura y teniendo por bueno el capricho de su corazón.

A éstos pertenecen aquellos varones a quienes la Sabi­duría denomina perezosos, los cuales alfombraron su camino con espinas: los que miraron como dañosa la voluntad de cumplir fielmente los mandamientos de Dios; los que hicie­ron vanas las exhortaciones apostólicas y no comen honra­damente el pan, sino que hambrean el del vecino haciendo de la inacción un método de vida. De aquí los soñadores, los que dan más crédito a las fantasías de sus sueños que a los mandatos evangélicos y tienen por revelaciones divinas sus propias imaginaciones (de entre éstos salen los allana­dores de las casas ajenas), y, por fin, otros que, teniendo por virtud a la rusticidad y la fiereza, no conocen los frutos de la mansedumbre y la humildad.

¿Quién podrá recorrer todas las otras caídas semejantes en que se deslizan los tales por no querer recurrir a los que han sido aprobados por Dios? Conocí a algunos que sopor­taron el hambre hasta la muerte, como si Dios se aplacase con tales sacrificios; y a otros, a su vez, que se arrojaron a lo diametralmente contrario, pues profesando sólo de nom­bre el celibato, apenas se apartaron de la vida vulgar. No sólo condescienden con el placer de su estómago, sino que aun viven a la luz del día con mujeres, denominando a esta convivencia fraternidad y ocultando así con un nombre ho­nesto las sospechas de cosa peor. A causa de ellos es tan blasfemada por los extraños esta veneranda y casta pro­fesión.