INTRODUCCIÓN

Demostrada la posibilidad de la Revelación por parte de Dios- Veremos esta demostración en otra serie distinta a la presente-, nos toca investigar el hecho de la palabra divina en el mundo. Vamos a detectar la voz de Dios hecha carne en la historia y proyectada a lo largo del tiempo hasta nuestros días. Para ello nos es necesario conocer qué fuentes históricas de garantía nos ofrecen las eras pasadas en orden a nuestro fin. Una rápida vista panorámica nos pone ante los ojos una serie de escritos incubados en el seno del pueblo judío y otros también numerosos nacidos en el ambiente greco-romano, de manos palestinenses en su mayoría, que descubren la meta de nuestra búsqueda: son los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento. Antes de utilizar tales escritos debemos examinar a la luz de la crítica su autoridad histórica. En total suman 73 obras, 46 de las cuales forman el A. T. y 27 el N. T. El estudio detallado de cada una de ellas rebasaría los límites de nuestro libro y constituye una ciencia especial denominada Introducción general a la Sagrada Escritura.
A ella remitimos a nuestros lectores. Hay, sin embargo, cuatro de estos escritos que por su importancia crucial para nuestro tratado apologético, que ha de cimentarse principalmente sobre ellos, reclaman de modo especial nuestra atención. Su estudio nos podrá ofrecer un reflejo ejemplar del valor crítico de los restantes.

Tres son los problemas que su análisis nos plantea, y que examinaremos en otros tantos capítulos:

1) su autenticidad;

2) su transmisión substancialmente incorrupta hasta nuestros tiempos, y

3) su valor histórico.

Autenticidad de los evangelios

La palabra «evangelio», versión literal del griego = buena nueva, era voz corriente en los helenistas del Imperio y en el dialecto koiné para designar no precisamente un libro, sino el anuncio de una noticia feliz en general. Este contenido de la palabra griega «evangelio)» vino a coincidir con el concepto de la voz hebrea besorah, cuyo sentido desde los tiempos más antiguos era el de mensaje de alegría. En el A. T. fue poco a poco concretándose este significado dentro de una orientación religiosa, hasta que en los tiempos de la segunda parte de Isaías se adoptó ya de modo determinado para referirse al anuncio divino de la salud venidera, el mensaje de la salvación por el que se crearía la nueva época de la redención. En los escritos neotestamentarios y hasta mediados del siglo II la palabra «evangelio»  sigue empleándose exclusivamente para significar el mensaje oral de la buena nueva de salvación.
En el griego clásico de la antigüedad, ya en tiempo de Homero, la voz «evangelio», además de la buena noticia en sí misma, podía significar las albricias entregadas por ella o los sacrificios ofrecidos en acción de gracias. Los tiempos helénicos posteriores nos han transmitido una inscripción del año 9 a.C. con el sentido empleado por la primitiva cristiandad: «El día natal del dios (se refiere al emperador Augusto) fue el comienzo de los alegres anuncios (= de los evangelios que habían de realizarse por su medio).  En boca de Jesús y en la pluma de los escritores del Nuevo Testamento tiene siempre el sentido de la buena nueva o mensaje oral de la salvación. Hasta doce veces sale dicha palabra en los cuatro evangelios escritos, sesenta veces en San Pablo y setenta y seis en el conjunto del Nuevo Testamento, sea en forma aislada: «creed el evangelio)»  (Jesús en Mc 1), sea con diversos calificativos, como «el evangelio del reino» (Mt 4,23), «el evangelio de Jesús Mesías», «el evangelio  de nuestro Señor Jesús» (2 Tes 1,8),  «el evangelio de la paz» (Ef 6, 15), «el evangelio de la salvación)»  (Ef 1,13), «el evangelio de Dios)» (Act 20,24), «el evangelio de su Hijo»  (Rom 1,9), etc. En todos estos casos significa el anuncio de salvación hecho por Jesús y predicado por los apóstoles.
La buena nueva de salud se presentó desde el primer momento como un mensaje divino de forma oral, pues Jesús: a) no quiso fundar una escuela filosófica de letrados que comentaran un texto compuesto por El y que a su muerte cada uno interpretara como le pareciese, a la manera de lo sucedido con otras teorías especulativas o morales; b) ni era su intento presentarse como un doctor científico que ofrece una teoría fruto de largas meditaciones. Se manifestó al mundo como el Verbo, verdad viviente, profeta poderoso en palabras y en obras, en quien las acciones, conducta y santidad tenían tanta importancia como su doctrina, de la cual no podían disociarse. No apareció en el mundo como un autor, sino como una autoridad; c) Su fin era fundar una sociedad viva, borboteante de espíritu, prolongación suya en la tierra como cuerpo místico, que debía ser jerarquizada por los apóstoles, testigos únicos y transmisores exclusivos de su autoridad, a la que necesariamente debía acudirse. d) Los fieles incorporados a su Iglesia se caracterizarían por su adhesión a Cristo, serían los cristianos, los seguidores de su persona más bien que los partidarios de una doctrina. Para esto hubiera sido un obstáculo la obra escrita, que habría eclipsado la doctrina. La persona de Aristóteles ha quedado en segundo lugar tras sus libros; en Sócrates han seguido siendo de interés a través de los siglos sus acciones y sus gestos.

Ya en el siglo II se empieza a calificar como evangelio el escrito en que se consigna la buena nueva de salvación. Tal vez la Didajé, pero sin duda San Ignacio de Antioquía (+ 107) habla en este sentido al consignar que algunos le objetan: «Si no lo encuentro en los archivos, esto es, en el evangelio, no lo creo. Y al responderles yo que estaba escrito, me respondieron …». s. SanJ ustino, en su I Apología (ca.año 150), cita expresamente dos comentarios de los apóstoles, que se llaman «evangelios» . Sin embargo, el Evangelio o mensaje divino siguió siendo uno, transcrito en cuatro obras diversas.

El fragmento Muratoriano, refiriéndose a San Lucas, habla del «tercer libro del evangelio» ; San lreneo (ca. 140-202) nombra «el evangelio tetramorfo»  o de cuádruple forma:y al fin cristalizó el uso de citar a los evangelios y sus autores mediante la preposición «según», es decir, «el evangelio según la exposición de Mateo» , etc.

 

Orden de los evangelios.

 

Si se exceptúan algunos casos especiales en que el autor, v.gr., Clemente Alejandrino , empieza la enumeración por los evangelios que contienen la genealogía de Jesús: Mt, Lc, Mc, Jn, o en aquellos otros algo más frecuentes en que por reverencia a los evangelistas apóstoles se les consigna en primer lugar: Mt, Jn, Mc, Lc, como hace el códice D (Beza), la versión gótica y algunos códices latinos, el uso casi unánime desde los primeros tiempos de la antigüedad sigue el orden Mt, Me, Lc, Jn. Así aparece hacia el año 200 en el fragmento Muratoriano, en Ireneo, Orígenes, etc., en los códices griegos más antiguos, como el B (Vaticano), N (Sinaítico), A (Alejandrino), etc., y ha ido persistiendo en los siglos sucesivos hasta que el concilio Tridentino lo consagró definitivamente. La tradición y las consideraciones cronológicas lo apoyan resueltamente.

 

Lengua de los evangelios.

 

Jesús habló sin duda el arameo occidental, lengua corriente entre los judíos de su época. El hebreo, idioma propio de los libros del A. T., había caído en desuso desde cinco siglos antes, quedando reducido su empleo como lengua sagrada para la lectura de la Sagrada Escritura y actos litúrgicos de la sinagoga, de modo similar al latín dentro del catolicismo. En los evangelios se citan varias expresiones originales de Jesús y en estos casos aparece su redacción en arameo, como en la curación del sordomudo, al que dice el Señor: «Ephpheta», es decir, ábrete (Me 7,34), o en la resurrección de la hija de Jairo:« Talithá kumi» niña, levántate (Me 5,41).

 

Es probable que alguno de los apóstoles conociese más o menos la lengua griega dado su origen del norte de Galilea, donde este idioma estaba muy extendido por el intenso comercio de aquellas regiones con el mundo helénico. En todo caso no se puede dudar que entre los primeros convertidos al cristianismo hubo no pocos judíos de la diáspora, los cuales con frecuencia desconocían el hebreo y el arameo y únicamente dominaban el griego. Los primeros discursos de San Pedro después de Pentecostés fueron ciertamente en su propia lengua aramea, pero ya en aquellos días entraron en la Iglesia numerosos judíos helenistas (cf. Act 6,r) venidos accidentalmente a Jerusalén, que necesariamente debieron ser instruidos en la única lengua que entendían. Desde los primeros momentos tuvieron los Apóstoles que organizar una doble catequesis en arameo y en griego. Esto desembocó en una doble redacción de los evangelios, el primero de los cuales, el de San Mateo, fue escrito en arameo, para los judíos palestinenses antes de la dispersión de los apóstoles, al paso que los otros tres, los de Mc, Lc y Jn, redactados en griego, conservaron las instrucciones dadas al mundo helénico. Muy pronto se tradujo, asimismo, a la lengua griega el evangelio de Mt, cuyo original arameo se perdió más tarde, quedando así de hecho para los cuatro evangelios y para todo el N. T. como original la lengua griega.

 

No es el idioma de los evangelios el griego literario de los tiempos clásicos. A partir de Alejandro Magno, en el siglo III a.C., la lengua helénica se había extendido a través de casi todas las regiones

civilizadas, fundando emporios tan florecientes como Alejandría en Egipto, Seleucia y Antioquía en Siria, etc., de corte genuinamente griega, y dominando en la misma Roma y no pocas partes de su imperio, como la Italia meridional y las costas mediterráneas de las Galias y España. Como es obvio, esta difusión produjo numerosas transformaciones en su estructura, surgiendo la lengua KOINé o común, más simplificada en su gramática y mixtificada con palabras asimiladas de otras culturas. La mayor sencillez de sus períodos, la ausencia del número dual en los verbos, la parquedad del tiempo optativo y la desinencia mi (¡u) en los verbos, así como la introducción de frecuentes palabras extranjeras, v.gr., latinas, en lo concerniente a tributos, milicia, etc., son características notorias de esta lengua, que era la usual en cartas, contratos y conversación ordinaria en tiempo de Jesucristo. Esta lengua es la de los evangelios.

Además, presenta la cualidad fácilmente previsible de su tinte aramaizante en la concepción de sus pensamientos y en la forma gramatical de ideas y giros. Era inevitable, dado el origen judío de sus autores, excepción de San Lucas, y teniendo en cuenta que los discursos consignados y las fuentes históricas empleadas eran más bien aramaicas.

 

Al examinar, pues, en este capítulo la autenticidad de estos escritos es necesario recordar:

 

  1. Auténtico (del griego = tener autoridad) llámase el escrito que pertenece realmente al autor o a la época a que se atribuye, según se asigne a una persona o a un tiempo determinado. Apócrifo, por el contrario, es el que carece de tal condición.

 

  1. Tratándose de un hecho histórico como es la determinación del autor o el tiempo de una obra, es claro metodológicamente que el argumento de más fuerza es el externo, basado en los testimonios

fidedignos de aquellos que tuvieron noticia cierta de su origen. El estudio interno del libro puede sin duda ayudar y dar mucha luz sobre el problema, pero no ofrece una conclusión tan segura por prestarse a interpretaciones subjetivas de los elementos analizados.

 

Pues, con esta introducción, tomada de la Teología Fundamental de Vizmanos,  nos disponemos,  en adelante, a demostrar la autenticidad de los cuatro Evangelios, fundándola, especialmente en los testimonios externos tan abrumadores en su favor, que en contraste con la literatura universal, podemos decir que sobrepasa en testimonios cualquier obra clásica con una diferencia sobresaliente.

 

Estudiaremos, pues, el en  próximo artículo, Si Dios quiere, la Autenticidad del Evangelio de San Mateo.