COMPLEMENTOS V:

La predestinación y la reprobación

I. — Noción y existencia de la predestinación

 

Es la predestinación aquel acto misterioso con que Dios desde la eternidad amó, gratuitamente, escogió libremente y con toda eficacia dirige hacia la suprema bienaventuranza a cuantos han de salvarse. Los términos de esta definición son harto claros y comprensibles. Si toda gracia es una misericordia, debemos mirar como soberanamente misericordioso aquel acto divino que garantiza la eterna corona de la gracia, el sin igual beneficio de la gloria bienaventurada. . .

Los predestinados son escogidos y predilectos, pues la elección presupone amor. Desde la eternidad ama Dios con un amor totalmente gracioso, pues nada pudo hacer para merecerlo la inexistente criatura; y al dichoso escogido lo orienta y dirige el Señor de tal modo a su destino, que infaliblemente llegará al término de la salvación.

La predestinación es mucho más que la Providencia general; más todavía que la misma Providencia sobrenatural común. Es un don tan singular que pueden contarse como seguras para el elegido las gracias eficaces en el tiempo y la bienaventuranza del cielo en la eternidad.

Todos los católicos creen, contra los pelagianos, la existencia de una predestinación en Dios. Algunos teólogos de la escuela de Molina, sin poner prácticamente en trance de duda la predestinación, pensaron que teóricamente los mismos efectos se habrían seguido, aunque sólo pusiéramos en Dios una Providencia general. Ambrosio Catarino distingue dos clases de predestinados, diciendo que para la Santísima Virgen y los Santos más heroicos y excelsos hace falta una especial predestinación, que no es necesaria para el común de los predestinados.

Esta opinión quedó totalmente aislada y abandonada; los demás teólogos declaran, con Báñez, que sin detrimento de la fe nadie puede negar la predestinación[1].

Prescindiendo de la cuestión teórica sobre la necesidad absoluta, la predestinación, además de un hecho, es una verdad de fe.

Recordemos, ante todo, las palabras tan expresivas del mismo Señor:   »Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde el origen del mundo»[2].

Desde la eternidad, pues, tienen preparada la bienaventuranza y la gloria, los escogidos, los benditos del Padre. Esta preparación es una elección, una predestinación especial, no concedida a todos los hombres, ni siquiera a todos los cristianos.

San Pablo, el Doctor de la predestinación, se expresa así: «A los que Dios ha predestinado, los ha llamado; a los que ha llamado, los ha justificado; y a los justificados, los ha glorificado»[3]. Tres grandes efectos atribuye el Apóstol al acto misterioso de la predestinación: la vocación a la salud, la justificación por la gracia y la glorificación en el cielo.

Vuelve en otro pasaje a esta doctrina, diciendo: »Dios nos ha elegido en Cristo, antes de criar el mundo, para ser santos e inmaculados ante sus ojos en la caridad; nos ha predestinado en hijos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad en alabanza de la gloria de su gracia»[4].

En este breve texto se condensa toda la teología de la predestinación. Desde la eternidad ha escogido Dios sus almas predilectas, para formarlas conforme al ideal o modelo por excelencia, que es Jesucristo, cuya filiación natural es el tipo de nuestra filiación adoptiva; nos eligió gratuitamente, según su beneplácito, y para que nuestra dicha se convierta en gloria suya.

Dice San Agustín: «Nadie puede combatir sin error esta predestinación que defendemos, apoyados en las santas Escrituras»[5]. «Ningún católico, añade San Próspero, niega la predestinación divina»[6]. «Creed firmemente, concluye San Fulgencio, que, antes de la constitución del mundo, predestinó Dios, como hijos adoptivos, a todos aquellos que, por su graciosa bondad, quiso convertir en vasos de misericordia»[7].

Ved ahora las no menos explícitas declaraciones de la Iglesia:

«El hombre, dice el Concilio de Kiersy, pecó y cayó; de aquí la perdición de todo el género humano. En esta masa, el Dios justo y bondadoso escogió por su presciencia a aquellos que, por su gracia, eran predestinados a la vida, y para éstos predestinó la vida eterna»[8]. Así, el acto eterno de Dios es una elección; esta elección es gratuita, don de pura gracia; esta elección predestina los elegidos para la vida eterna y la vida eterna para los elegidos.

Sobre este punto, el Concilio de Valencia (855) enseña tres verdades principales: Iº, hay una predestinación de escogidos a la vida; 2º, esta elección es una misericordia que se adelanta a todas las obras buenas de los Santos; 3º, por la predestinación decreta Dios desde la eternidad cuanto ha de realizar en el tiempo por su graciosa misericordia[9].

El Concilio de Trento se refiere a la predestinación como a un misterio tan insondable: »Que nadie en esta vida mortal puede tener la presunción de penetrar el misterio escondido de la divina predestinación, hasta el punto de afirmar absolutamente que pertenece al número de los escogidos, como asegurando que si está en gracia, ya no puede pecar, o si peca, seguramente se ha de arrepentir. Fuera de una revelación especial, nadie puede saber cuáles son los escogidos por Dios»[10]. «Anatema a quien diga que el hombre regenerado y justificado está obligado a creer que ya pertenece al número de los predestinados»[11]. «Anatema al que afirme que la gracia de la predestinación sólo se otorga a los predestinados, y que los demás llamados son también llamados, mas no reciben la gracia, por lo mismo que están destinados al mal por la potencia divina»[12].

Podemos resumir así las enseñanzas del Concilio: 1º, la predestinación divina es un dogma de fe; 2º, es un misterio insondable, y, fuera de una revelación, nadie en el mundo puede contarse infaliblemente entre los predestinados; 3º, puede haber verdaderos justos no predestinados; éstos recibieron realmente la gracia santificante, y si la han perdido y no han perseverado en el bien, a su propia culpa deben atribuirlo; de ningún modo a que Dios los había destinado al mal.

¿Qué nos dice la razón teológica? La perfección de Dios inmutable, cuya ciencia y causalidad infinita y universal desciende hasta las semínimas de las cosas, desde toda la eternidad tiene ordenado cuanto ha de ejecutar en el tiempo. Ya que por su gracia ha de llevar a feliz complemento la eterna bienaventuranza de sus escogidos, quiso a la vez destinar a tales y a tales, decretando al mismo tiempo concederles las gracias y medios eficaces para conseguir infaliblemente tan alto y soberano fin. «Ver este fin y este medio sobrenatural, preparar adecuadamente el medio al fin, esto es lo que entendemos por predestinación… En la inteligencia divina es obra de la más alta sabiduría; en la divina voluntad, obra de una infinita misericordia totalmente gratuita»[13].

II. — Efectos de la predestinación

Este nombre damos a cuanto en el plan divino y bajo su dirección conduce eficazmente a la gloria. Tales efectos son de dos clases: unos directos e inmediatos; los demás indirectos.

Los efectos directos pertenecen por sí mismos al orden sobrenatural, que deben llevar al hombre al término definitivo. Son aquellos que nos indicó San Pablo[14].

En primer lugar, la vocación, principio indispensable para llevar a cabo la gran obra. Entendemos por vocación tanto las gracias interiores transeúntes, que solicitan la inteligencia y la voluntad, como los auxilios exteriores adecuados, v. gr., la predicación, buenos ejemplos y otros medios, empleados por la Providencia para llevar las almas a la salvación. «Quos praedestinavit hos et vocavit»; «los predestinados son los mismos llamados por Dios»[15].

Viene luego la justificación, que nos hace hijos de Dios y herederos del cielo, habilitando a los adultos para merecer el premio, como una especie de conquista y corona. La justificación, que consiste en la gracia santificante, es nuestra real deificación; comprende la obra que Santo Tomás llama exquisita del buen uso de la gracia, y, sobre todo, el don por excelencia (magnum donum)[16] de la perseverancia final, que nos lleva al más feliz término de la carrera. «Et quos vocavit hos et justificavit»; «a los que llamó los justificó».

Por último, los justos predestinados, llamados y justificados, alcanzan el premio esencial, la visión de Dios y el amor beatífico, al que suelen acompañar las aureolas y otros premios accidentales, y después de la resurrección, la eterna gloria y bienaventuranza de los mismos cuerpos. «Ya los justificados los glorificó.» «Quos autem, justificavit illos et glorificavit».

Llámanse efectos indirectos de la predestinación los hechos, realidades y propicias circunstancias que, aunque de suyo no rebasen el orden de la naturaleza, se ordenan por la Providencia al fin sobrenatural, que es la salvación. La salud, la riqueza y el poder como estimulantes de la virtud y motivos de amor de Dios; la enfermedad y calamidades de mil géneros, como ocasión de penitencia, paciencia y mérito el más generoso, de caridad la más pura y desinteresada, pueden ser para los justos efectos de la predestinación, prendas del Amor infinito.

Esta consoladora doctrina no es invención de teólogos soñadores; los teólogos se limitan a comentar las muy expresivas palabras del Apóstol: » Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum»; «para los que aman a Dios todo se convierte en bien»[17] en ese bien esencial que llamamos la salvación.

III. — La reprobación. Los errores y la fe católica

Se atribuye a Lucido, sacerdote galo del siglo v, la herética opinión de que los no elegidos para la vida eterna necesariamente obrarán el mal. Sea quien quiera este Lucido, de quien sabemos que se retractó,[18] su error fue renovado en el siglo IX por Gottescalco, monje de la abadía de Orbais, cuyas doctrinas sucesivamente se condensaron en un sistema llamado el predestinacionismo. Gottescalco ponía una doble predestinación: la de los elegidos destinados a la felicidad de la gloria, y la de los réprobos, destinados para la muerte eterna. Todos los réprobos están forzados al mal, lo mismo que los escogidos obran el bien fatalmente[19].

Wiclef, Juan Hus y Jerónimo de Praga resucitaron tales blasfemias, repetidas luego por Lutero y Calvino. Lutero hace a Dios no menos responsable del pecado que del mérito. Todavía se expresa más descaradamente Calvino, diciendo que no todos los hombres son creados en igual condición: Dios predestina los unos a la vida eterna y los otros a la eterna condenación.

Los jansenistas dan a entender que Dios no quiere sinceramente la salvación de todos los hombres, y por eso Cristo ha muerto sólo por los predestinados, quedando los demás abandonados en su propia ruina.

Opongamos cuanto antes a tan monstruosas teorías las enseñanzas de la Iglesia católica.

El Concilio de Orange (529) declara: «No sólo no creemos que ciertos hombres están predestinados al mal por la potencia divina, sino que desde luego lanzamos con indignación nuestro anatema contra los obstinados en sostener tan enorme maldad»[20].

De un modo similar dice el Concilio de Kiersy: «Por su presciencia ha conocido Dios a los que deben perderse; mas no los ha predestinado a la perdición; y, por ser justo, ha predestinado una pena eterna a su culpa»[21].

Aun es más explícito el Concilio de Valencia (855): «Confesamos firmemente la predestinación de los elegidos a la vida, y la predestinación de los impíos a la muerte, con esta diferencia: que en la elección de los que han de salvarse, la misericordia de Dios precede al mérito, mientras que en la condenación de los que se pierden el demérito precede al juicio de Dios. Por la predestinación ha decretado Dios solamente lo que Él mismo había de hacer por su misericordia, o por su justo juicio. Dios previó su malicia, que viene de ellos mismos; no la ha predestinado, porque no viene de Él. Cuanto a la pena, consecuencia de las malas obras, Dios la ha previsto y la ha predestinado, porque es justo, como advierte San Agustín, que pronuncia sobre todas las cosas su sentencia irrevocable como cierta es su ciencia… Con el Concilio de Orange lanzamos anatema contra el que ose decir que algunos hombres están predestinados al mal por la potencia divina»[22].

Recordemos finalmente las definiciones del Concilio de Trento: El pecado no viene de Dios; los mismos hombres son los que convierten en malos sus caminos.

La doctrina católica se reduce a los puntos siguientes :

Iº. Hay una reprobación para los malos, es decir, un justo juicio de Dios que, desde toda la eternidad, tiene decretado que estos indignos sean castigados por sus culpas. La Escritura no emplea la palabra        »reprobación», pero afirma su realidad con expresiones equivalentes. Llama a los réprobos malditos: ‘‘Id, malditos, al fuego eterno»[23], hijos de perdición, «Yo he guardado los que me has dado, y ninguno de ellos ha perecido sino es el hijo de perdición»[24] ; los llama vasos de cólera, destinados a la ruina: »Vasa irae apta in interitum»[25].

2°. La reprobación no es un acto que decrete el pecado, como la predestinación decreta el bien; decreta sólo el castigo por los pecados, que únicamente proceden de la malicia de la criatura. Cuando Nuestro Señor dice a los réprobos: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno», razona su sentencia: »Tuve hambre y no me disteis de comer», etc.

3º. En la reprobación no decreta la pena sin haber previsto la culpa; en la predestinación determina dar, al menos, la gracia, antes de previsto el mérito.

4º. En la predestinación se decide a dar sus auxilios a los escogidos para la salvación; en la reprobación, lejos de ayudar a los malvados a perderse, decide otorgarles los necesarios auxilios y medios para cumplir su deber; no los excluye de su común Providencia, hasta en el orden sobrenatural, de suerte que al perderse, no es porque les haya sido imposible ser buenos, sino por haberlo rehusado: «Nec ipsos malos ideo perire quia boni esse non potuerunt, sed quia boni esse noluerunt»[26].

IV. — La gracia de la predestinación y la justicia de la reprobación. Lo que hay de cierto y lo que es discutible.

Los pelagianos, al negar la necesidad de la gracia, deshacían de un golpe el fundamento de la predestinación, sosteniendo que, sin intervención gratuita de Dios, puede alcanzar el hombre la bienaventuranza. Los semipelagianos, sin negar la gracia sobrenatural, decían que por nuestras fuerzas naturales podíamos procurarnos el comienzo de la salud, preparándonos para la primera gracia, y que, una vez justificados por ésta, teníamos derecho a la perseverancia final y, por tanto, a la gloria. Nada, pues, de predestinación gratuita.

Todos los católicos están conformes en los siguientes puntos fundamentales:

1º. La reprobación es un acto de justicia perfecta, pues fulmina la sentencia para castigar una culpa ciertamente provista como cierta.

2º. No otorgándose la gloria sino a los obradores del bien, puede llamarse, en muy verdadero sentido, recompensa al mérito, o según expresión de San Pablo, corona de justicia[27].

3º. Para merecer la gloria, sin embargo, es necesario poseer la gracia, y como la primera gracia es puramente gratuita, se sigue que Dios, al coronar nuestros méritos, corona sus propios dones.

Tal es la expresión que se complacen en repetir los Papas y los Concilios, haciendo suyas las palabras de San Agustín. »Tan grande es la bondad de Dios, dice Celestino I, que hasta de sus dones quiere hacer nuestros méritos, a los que tiene reservada una eterna recompensa»[28]. «La corona se debe a nuestros méritos, si es que las obras dan a ello lugar, dice el Concilio de Orange; mas la gracia, que no se nos debe, se adelanta para que den lugar»[29].

4º. La predestinación en conjunto, desde la vocación a la gloria, y aun el mismo llamamiento a la gracia, es dádiva graciosa en absoluto. Es de fe que nadie puede prepararse para la gracia por sus fuerzas naturales[30].

Lo discutible y libremente disputado entre los teólogos católicos es el problema de si es, o no, absolutamente gratuita la elección divina que destina los predestinados a la gloria, o está influida por la previsión de los méritos. ¿En qué sentido elige Dios los hombres para la gloria, sabiendo de antemano que han de utilizar la gracia?

A grandes rasgos expondremos las soluciones principales.

Según la escuela tomista, Dios quiere sinceramente la salvación de todos los hombres, a nadie predestina para el pecado y la condenación; sin embargo, ante toda previsión de méritos, por sola su bondad escogió tales y tales hombres para la gloria eterna, y, en virtud de esta elección, les prepara todos los auxilios y gracias que infaliblemente, no sin su cooperación personal, los han de conducir a la eterna bienaventuranza. Esto es lo que se llama predestinación. Igualmente, ante toda previsión de actos humanos, quiere Dios permitir que otros hombres, sólo por su propia culpa, no alcancen la gloria y se condenen. Pero a estos mismos les prepara todas las gracias suficientes para la salvación, de tal modo que, si se pierden, de ningún modo es por falta de gracia, sino por falta de voluntad; he aquí la reprobación negativa. Sólo después de haber Dios previsto que tales hombres, abusando de la gracia y del libre albedrío, se habían de obstinar en el mal, decreta castigarlos; aquí tenemos la reprobación positiva. Este sistema resulta la más fiel expresión de aquella sentencia del Concilio de Kiersy: «Que tales hombres se salven, don de Dios es; que tales otros se pierdan, a su propia culpa únicamente se debe atribuir»[31].

Los molinistas puros rechazan la reprobación negativa; no admiten que la elección de los predestinados sea totalmente gratuita. Dios quiere igualmente la salvación de todos los hombres, aunque no otorgue a todos gracias iguales. Tiene previsto, por su ciencia media, que tales hombres han de cooperar a la gracia hasta el fin, y por este motivo los predestina a la gloria; tiene previsto que tales otros se empeñarán en el mal hasta el fin, y por esto los reprueba.

Los congruístas, con Suárez, Belarmino, etc., dicen: Dios tiene previsto que, al colocar tales hombres en tales circunstancias propicias, o congruas (de aquí el nombre de Congruísmo dado a su sistema), han de cooperar a la gracia y se salvarán. He aquí por qué los escoge. La elección es gratuita en el sentido de que Dios, independientemente de la previsión de los méritos, predestina a la gloria y quiere colocar tales sujetos en circunstancias congruas o favorables. Mas, por otro lado, la divina elección nos es de todo punto gratuita, pues por su ciencia media e independientemente de su decreto, sabe el Señor que tales hombres han de utilizar debidamente las gracias ofrecidas.

Contentos con exponer breve y sencillamente lo más substancial de los sistemas, quedamos al margen de toda suerte de polémicas y críticas impropias de este lugar[32].

Recordemos que el molinismo y el congruísmo son perfectamente libres en la Iglesia, y que si el tomismo apela al misterio, tiene en su abono la lógica, la independencia absoluta de Dios y el don gratuito de sus elecciones. Nada tiene por qué temer el tomista a la lógica que conduce a la verdad, ni al misterio que nos lleva a Dios. Prácticamente, no tienen por qué preocupar al cristiano las teorías de escuela; el medio esencial e infalible para resolver a satisfacción el problema, es amar sinceramente a Dios y según su ley, conforme a la recomendación de San Pedro: »Esforzaos, hermanos míos, en asegurar por las buenas obras vuestra vocación y vuestra elección».

[1] Cf.  BÁSEZ  y  demás  comentadores  de  Santo   TOMÁS in P. I., q. 23.

[2] MATH., XXV, 34.

[3] Eom., VIII, 28-30.

[4] Ephes.j I, 4 y sigs.

[5] San AGUSTÍN, De dono persver*, a. XIX, n. 48; P. L., XLV,  1023.

[6] S. PROSP., Besp. I ad olject. Gall.; P. L., LI, 157.

[7] S. FULGEN., De Fide ad Petrwm, cap. XXXV; P. L., LXV, 703.

[8] DENZINGER, 316.

[9] ID., 322.

[10] Sess> VI, cap. 12; DENZINGER, 805.

[11] DENZINGER, 825.

[12] ID., 827.

[13] MONSABRÉ, Conferencias, 23″ Conf.

[14] Rom., VIII, 28-30.

[15] Santo TOMÁS, Comm. in Ep. ad Rom., VIII, 28-30.

[16] DENZINGER, 826.

[17] Eom., VIII, 28.

[18] Esta retractación está reproducida en la Bibl. Max,, VIII, 525.

[19] Cf. SCHWANE, Historia de los Dogmas, t. V, cap. 4.

[20] DENZINGER, 200.

[21] ID., 316.

[22] ID., 816.

[23] MATH., XXV, 41.

[24] JOANN.,   XVII,   12.

[25] Rom., IX, 22.

[26] DENZINGER, 321.

[27] San CELESTINO, Carta a los obispos de las Galias, cap. 12; DENZINGER, 184.

[28] DENZINGER,   191.

[29] Cf.  Cone.  de  Orange,  can.  V y  sigs.;   Conc.  Trid., Ses. VI, can. 3;  DENZINGER, 178 y aigs. Véanse, además, los textos citados de los Concilios de Kiersy y de Valencia, donde se dice que Dios predestina por gracia o por misericordia,

[30] DENZINGER, 317.

[31] Cf. nuestra obra Tractatus dogmatici, t. I, De Veo Uno, y t. II, Ve Gratia.

[32] ii Pet., I, 10. Pueden consultarse San AGUSTÍN, De Praedistinatione Sanct.; P. L., XLIV, De dono. Perseveran-tiae, P. L., XLV; Santo TOMÁS, Sum. Theol., I. P., Q. 23, y el comentario del P. PEGUES; P. MONSABRÉ, Cuaresma de 1876; Ed. HUGON, Sors de l’Eglise point de salut, París, Téqui.