COMPLEMENTOS IV: La providencia de Dios

La Teodicea de Santo Tomás (TESIS XXII a XXIV)

I. — Noción de la Providencia. Errores

La ciencia y la voluntad de Dios, que hemos estudiado, nos conducen a la Providencia, que presuponen e incluyen la una y la otra.

Oficio es de la Providencia el ordenar las criaturas a su fin por los más adecuados medios. No hemos de confundir dos cosas muy diferentes: el plan del orden, o la ordenación de los seres a su propio fin, y la ejecución de este mismo orden. La ordenación pertenece a la Providencia propiamente tal; la ejecución se refiere al gobierno divino. La Providencia es eterna, pues eternamente ordena Dios cuanto ha de suceder en el curso de las edades; el gobierno se verifica en el tiempo, pues temporales son los innumerables seres que han de ser movidos y regulados.

Hemos indicado que la Providencia supone inteligencia y voluntad: inteligencia previsora, provisora y ordenadora; voluntad que se endereza al fin y a los oportunos medios elegidos.

Hay una Providencia natural, concerniente al fin común o especial de los seres en el orden de la naturaleza, y otra sobrenatural, que tiene por objeto propio la salvación de las criaturas elevadas al orden de la gracia y llamadas a la gloria.

 De aquí una nueva subdivisión. La Providencia sobrenatural general tiene previstos y preparados todos los auxilios suficientes para la salud de todos los hombres ; la Providencia sobrenatural especial garantiza a los escogidos las gracias eficaces con que infaliblemente alcanzan la gloria eterna.

Esta singularísima Providencia se llama Predestinación.

Abundan en la historia y en nuestros días los blasfemadores del dogma de la Providencia. La niegan los ateos, los panteístas y los materialistas con todos los secuaces del inmanentismo o evolucionismo absoluto y fatal. Los deístas, que confiesan la existencia de Dios, no por esto le atribuyen una Providencia tan universal que descienda a todos los pormenores, y entre éstos podemos contar a los modernos racionalistas, que excluyen, con Cicerón[1], de la divina Providencia nuestros actos libres. Hay, además, teístas creyentes en la Providencia natural, pero incrédulos en orden a la intervención divina en el orden sobrenatural[2]. Bien antigua y siempre actual es, finalmente, la objeción de que la Providencia es incompatible con el problema del mal.

II. — Existe una Providencia universal

Claramente afirman los sagrados libros que el que es grande hizo lo grande y lo pequeño, cuidando igualmente de todo[3], aunque tenga una providencia especial del género humano. Arrojad en el seno del Señor toda vuestra solicitud, pues él cuida de vosotros[4].

Los testimonios de la Escritura y de los Padres anteriormente alegados, que muestran cómo la ciencia de Dios alcanza a cuanto existe, hasta en sus mínimos pormenores, se extienden a los futuros y futuribles[5], sirven también para probar esta tesis, pues dan a entender que, además de conocer Dios todas las cosas, de todas se cuida con indefectible solicitud.

No hay por qué aducir nuevos textos, ni repetir los suficientemente claros del capítulo quinto. Vamos directamente a las declaraciones oficiales del Magisterio eclesiástico.

La profesión de fe impuesta a los valdenses en 1208, manda creer que existe un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que gobierna y ordena todas las cosas, corporales y espirituales, visibles e invisibles[6].

El Syllabus de Pío IX, 8 de diciembre de 1864, condena esta proposición: «Es necesario negar toda acción de Dios sobre los hombres y sobre el mundo»[7]. Es, por consiguiente, verdadera la contraria: Dios actúa sobre el mundo material y sobre la criatura libre[8].

Los Padres del Vaticano exponen el mismo dogma en términos amplios y vigorosos: » Todo cuanto ha creado lo gobierna Dios; de todo se cuida mediante su Providencia, tocando todas las cosas, en expresión de la Escritura (Cap., VII, I), desde un fin al otro fin, con fuerza, disponiéndolo todo con suavidad. Todo efectivamente está al desnudo y descubierto ante sus ojos, según la Epístola a los Hebreos, hasta los mismos futuros procedentes del libre albedrío de las criaturas»[9].

Entraña y condensa esta fórmula conciliar numerosas e importantes verdades: Iº, hay una Providencia en Dios, Deus Providentia sua; 2º, esta Providencia es universal, no menos amplia que la creación misma, universa quae condidit; 3º, es inmediata, de todo tiene un exquisito cuidado, tuetur; 4º, gobierna, mueve, dirige, impulsa las cosas hacia su fin, gubernat; 5º, con fuerza, disponiendo todas las cosas con infalible eficacia; con suavidad, respetando la naturaleza e inclinaciones de cada ser sin la menor violencia, obrando en el fondo substancial, sin forzar los resortes, cual si por sí mismos funcionaran solos: fortiter et suaviter; 6º, la idea de la Providencia llega a nuestra mente previamente convencida de la infinita ciencia de Dios; a todo se extiende su cuidado, porque todo está presente a los divinos ojos: omnia enim nuda et aperta sunt oculis eius; 7º y último, contra los racionalistas de todos los tiempos se declara que la Providencia, lo mismo que la ciencia de Dios, se extiende hasta las mismas acciones libres de los ángeles y de los hombres: ea etiam quae libera actione creaturarum futura sunt[10].

No es posible conocer al verdadero Dios negando su Providencia. ¿Por qué no ha de llegar a todos los seres, a todas sus más mínimas circunstancias y condiciones?

O porque no los conoce, o porque no quiere ordenarlos al fin conveniente por los medios adecuados, o porque se niega a realizar el plan concebido. El absurdo de cada uno de estos extremos salta a la vista. La omnisciencia o sabiduría esencial infinita comprende sin sombra de error posible el fin propio de cada ser con todas las combinaciones y medios prácticos conducentes a tal fin; la Suprema Bondad no ha de mirar con indiferencia a la obra de sus manos; quiere, sin duda, el bien de todos; si es cierto que su justicia no le constriñe a crear, su clemencia le manda cuidarse de cuanto dio a luz. Por fin, al Todopoderoso nada puede resistir, adapta los medios a los fines y elimina o pulveriza cuantos obstáculos puedan ponerse a sus eternos decretos de bondad y de amor.

Concluyamos diciendo que hay una Providencia universal, pues todas las cosas obras son del Amor infinito que tiene a su servicio una infinita Sabiduría infalible y un Poder omnipotente al que nada ni nadie puede oponer impedimento[11].

III. — La Providencia y el problema del mal, según la doctrina católica

Fue muy célebre entre los persas la doctrina de los dos principios opuestos: el principio bueno, de donde vienen todos los bienes, y el principio malo, causa de todo mal. Tal teoría renació a través de los tiempos, entre los gnósticos[12], los maniqueos y los albigenses.

Los corifeos de la Reforma no se avergonzaron de convertir al mismo Dios en fuente del mal. En expresión de Calvino, Dios no sólo permite el mal, lo impulsa de tal suerte que viene a convertirse en verdadero autor del pecado. Melanchton, siguiendo a Lutero, afirma que tan autor es Dios del adulterio de David, de la enconada saña de Saúl y de la traición de Judas, como de la conversión de San Pablo[13].

La doctrina católica puede formularse en las conclusiones siguientes:

1º. De ningún modo quiere Dios el mal moral o el pecado.

La Sagrada Escritura dice: Nuestro Dios aborrece la iniquidad y a cuantos la cometen[14]. Detesta al impío y a su impiedad[15]; abomina el camino del malhechor; ama el que conduce a la justicia[16]; a nadie tienta o induce al mal[17]. Los sagrados libros están llenos de similares sentencias.

La Iglesia estigmatiza las doctrinas peligrosas, dañinas y blasfemas de la herejía. Juan XXII condenó la siguiente proposición de Eckart: «El varón justo debe conformar su voluntad a la divina hasta el punto de querer todo cuanto Dios quiere. Y puesto que de algún modo Dios ha querido que pecara, no deberá querer no haber cometido el pecado. Tal es la verdadera penitencia»[18]. Debemos, pues, estimar por verdadera la contradictoria: De ningún modo quiere Dios que yo haya cometido el pecado; jamás estaré satisfecho de haberlo cometido.

El Concilio de Trento fulmina su anatema «a quien diga que no está en manos del hombre el evitar sus malos caminos; que Dios obra en nosotros lo mismo el mal que el bien, no sólo en un sentido permisivo, sino en todo el rigor de la palabra hasta el punto de que la traición de Judas es no menos obra suya que la conversión de San Pablo»[19]. Esta verdad aparece no menos evidente a los ojos de la razón que a los de la fe. El mal moral es un apartamiento de Dios, una rebelión contra su Majestad. Repugna que pueda Dios querer su propio ultraje o la rebelión contra Él.

2°. Podía Dios impedir el Mal, pero no está forzado a evitarlo y lo puede permitir.

El Concilio de Soissons, de 1140, reprueba la siguiente proposición de Abelardo: «Que Dios ni debe ni puede impedir el mal»[20].

Puede impedirlo, pues no es el mal un igual o rival de Dios, cuya existencia sea en absoluto necesaria. ¿Cómo podría Dios impedir el mal? Pudo dejar de crear los seres capaces de pecado; pudo también acumular en ellos tal abundancia de gracias que, de hecho, resultaran impecables, como sucede con la Santísima Virgen; pudo desde el primer instante comunicarles la visión beatífica, que eternamente les hiciera amar el soberano bien.

Mas no estaba obligado a impedirlo. La criatura racional, falible por naturaleza, sometida a los vaivenes de su libre albedrío, sólo en virtud de un don puramente gratuito puede resultar impecable. Es evidente que Dios no está obligado a conceder lo puramente gratuito y extraordinario, hasta el punto de convertir en impecables las criaturas. No es la limosna una deuda, ni el privilegio y lo extraordinario es, de suyo, el plan normal. Para impedir el mal en todas sus formas, se vería Dios obligado a no crear seres cuya perversidad era de prever. En tal caso, la malicia de la criatura limitaría la potencia del Criador; se convertiría en un desafío a la soberana independencia.

3º. Al permitir Dios el mal, sin duda tiene razones superiores.

Siendo el mal de culpa un verdadero desorden y privación de un gran bien, por este lado no podría Dios consentirlo; lo permite únicamente por otros fines dignos de Él.

Estas razones superiores son las anteriormente indicadas: la inestabilidad del libre albedrío, la soberana independencia del Señor que no es justo se coarte por la malicia y abuso de la criatura; y además, la manifestación de los atributos de Dios: de su misericordia y de su poder, que levantan las almas del abismo de la culpa hasta la cumbre de la santidad; de su justicia, siempre admirable, aun con los mismos que se obstinan en la maldad. También para el mismo hombre las propias caídas pueden ser causa de muy excelentes virtudes: de la penitencia, que puede resultar tanto más heroica y sublime, cuanto más profunda había sido la caída; de la humildad, escarmentada de la propia malicia y asida a la entraña de la infinita bondad; del amor tanto más puro, inflamado y agradecido cuanto más grande y misericordioso fue el perdón por parte de Dios.

4º. En cuanto al mal físico natural, Dios lo quiere sólo indirectamente, por razón de un mayor bien que puede producir.

El mal físico, mera privación de una realidad o de un bien, no es elemento constitutivo del mundo, carece de realidad apetecible, no puede amarse directamente por sí mismo; sin embargo, las privaciones, destrucciones y corrupciones son necesarias en el reino material y físico para conseguir mayores bienes. No hay dorada mies sin previa corrupción de las semillas; no vivirá el león sin sacrificar otras vidas inferiores; las tristezas del otoño y lutos del invierno preparan las galas y flores de la primavera, la abundancia y satisfacciones del verano. De este modo, las alternativas de muerte y de vida concurren a la general perfección y encanto de la naturaleza. Si quitáramos todos los males, ¡cuántas perfecciones restaríamos al universo! Dice Santo Tomás: «Si omnia mala impedirentur, multa bona deesent universo»[21].

La Providencia, amante del fin de la creación, que principalmente consiste en el bien universal, indirectamente quiere cuantas privaciones y cambios, o males particulares, ayuden a realizar el ideal supremo, que es el bien y más alta armonía del conjunto.

5º. Otro tanto pasa con los males físicos de la humanidad: dolores, desgracias, calamidades. Indirectamente quiere Dios todo esto, para conseguir más altos fines.

Duro y muy cuesta arriba se nos hace a menudo el comprender cómo la calamidad puede concurrir a nuestro mayor bien; pero estamos seguros de que Dios sabe en qué consisten los fines superiores, universales y humanos, y por qué medios se deben conquistar. Sabemos los católicos que la humanidad está elevada a un orden sobrenatural, al que deben ceder y subordinarse todos los bienes de la naturaleza. Las mayores calamidades y catástrofes, lejos de ser un mal absoluto, pueden, bajo el imperio de la Providencia, ayudarnos muy eficazmente a procurar este fin inmortal. Nos ayudan, obligándonos a abrir los ojos para pensar en aquel Dios, tan olvidado en los tiempos de la prosperidad; nos recuerdan la vida eterna, que es nuestro verdadero y único destino; nos habilitan para hacer de este mundo un lugar de expiación, mucho más suave que podría serlo en el otro; la misma dureza de las dificultades puede y debe ser gimnasio de virtud y vivero de méritos. Otros misteriosos efectos, insondables hoy a nuestra inteligencia, tendrán sin duda nuestros dolores, que no podemos dudar están medidos y regulados por la infalible Sabiduría, que es Amor infinito. Hemos de partir del principio de que la Providencia, infinitamente sabia, infinitamente poderosa, infinitamente buena, no puede permitir cosa alguna que, de un modo o de otro, no se convierta en bien.

Lejos, pues, de murmurar y protestar contra lo que llaman fracaso de la Providencia, como lo han hecho no pocos ignorantes blasfemos, con ocasión de las nuevas catástrofes, el verdadero cristiano se complace en confesar que esta adorable Providencia es siempre bienhechora, siempre amante, aun en el acto mismo de castigar. Atengámonos a la sentencia del Apóstol: «Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum»[22]. «Todas las cosas (hasta los mismos males) se convierten en bien para los amadores de Dios.»

[1] Cf. CICERÓN, De divin., lib. II.

[2] Nótese la diferencia entre el ateísmo, el deísmo y el teísmo: el ateísmo rechaza toda idea de Dios personal; el deísmo confiesa la existencia de Dios negando su Providencia;  el teísmo concede a Dios alguna Providencia, excluyendo lo sobrenatural.

[3] Sap., VI, 8.

[4] I Pet., V, 7.

[5] Véase el cap. V anterior.

[6] DENZINGER, 421.

[7] Proposit. 26.

[8] DENZINGER, 1702.

[9] CONG. VAT., cap. I, De Deo omnium rerum creatore; DENZINGER, 1784.

[10] S. AMBROS., Ve Officiis, lib. I, cap. XIII; P. L., XVI, 41-42.

[11] No insistimos aquí en la Providencia sobrenatural, de que hablaremos en el siguiente capítulo de la Predestinación.

[12] Cf. P. TIXERONT, Histoire des dogmes, t. I, cap. IV, Herejías del siglo II.

[13] MELCHOR CANO, De locis. tJieol., lib. II, cap. IV.

[14] Sal., V.

[15] Sap., XIV, 9.

[16] Prov., XV, 9.

[17] Epist. Jac, I, 13.

[18] DENZINGER, 816.

[19] CONC. TRIDENT., Sess. VI, can. 6;  DENZINGER, 816.

[20] DENZINGER, 375.

[21] Santo TOMÁS, I. P., q. XXII, art. 2.

[22] Rom., VIII, 28. — Se pueden consultar: Santo TOMÁS, I. P., Q. XXII; Q. 19, a. 9; Q. XLIX; Comentario del P. PEGUES; P. MONSABRÉ, Cuaresma de 1876; P. SERTILLAN-GES, Les sources de la croyance en Dieu; FENEDÓN, Exposition des princip. verités de la Foi; Mons. GAY, Vie et vertus chrétien, III, «Del dolor cristiano»; H. PERSEYVE, La Journée des malades; P. DE DECKER, La Providence de Dieu dans les faits de  l’histoire;  P. GARRIGOU-LAGRANGE,  O. P., op.  cit.