EL ESTADO RELIGIOSO
Hemos escrito una seguidilla de resumidos artículos acerca de la manifestación en la Iglesia de las perfecciones inmanentes y transeúntes de la Augusta Trinidad, siendo Ella –la Iglesia- la que hace visible en su Constitución divina, como en espejo, lo que el Verbo Encarnado ha puesto como impronta y sello, pues la Iglesia –Esposa del Cordero- es en la tierra , “el comienzo y la razón de todas las cosas” al decir de San Epifanio, “y por causa de Ella fue ordenado el mundo”, porque es como un espejo donde se reflejan las perfecciones divinas.
Así hemos visto como todo lo que hace es lo que ha visto hacer al Verbo Encarnado y es Él quien ha encauzado su acción a través de los siglos para gloria del Padre.
Hoy nos referiremos a un elemento propio de la Iglesia que tiene sus raíces en su misma esencia y que por tanto no puede dejar de estar:
El Estado Religioso es esencial en la Iglesia Católica.
Sin necesidad de hacer un análisis histórico acerca de esta realidad, diremos que siempre ha existido y no podrá dejar de existir porque es esencial en la vida de la Iglesia, pues manifiesta –en cuanto estado perfecto- aquí en la tierra lo que será la vida de los Bienaventurados en el Cielo después del Juicio y entrega del Reino de Jesucristo al Padre. De este modo la “vida apostólica” de los primeros discípulos por la que dejaron todo y siguieron a Jesús que los llamaba, constituye el primer modelo de vida religiosa perfecta tal como lo entendemos ahora.
Vemos cómo desde el inicio nomás, después de la predicación y muerte de los Apóstoles, el Espíritu Santo fue moviendo los corazones de muchos cristianos, a quienes el mundo no los atraía, a “correr al olor de los ungüentos” del Amado, y poblaron los desiertos al punto de hacerle decir a San Jerónimo que durante todo el día y la noche no cesaban los rezos y los cánticos que brotaban desde las cuevas y las rocas habitadas por anacoretas y monjes.
El mismo Espíritu Santo a lo largo de los siglos fue inspirando la diversidad de las Órdenes Religiosas como manantial donde pudieran abrevar su sed espiritual las almas que querían seguir de cerca al Cordero, haciendo profesión de vida perfecta, dejándolo todo para poseer a Cristo, impulsados por el amor sobrenatural de la Caridad, y cada Orden fue marcada por un signo que manifestaba las “inconmensurables riquezas de Cristo”, sin agotar esta Fuente infinita de perfección que es el Corazón del Verbo Encarnado y constituyéndose como en diademas de la Corona del Verbo de Dios. “Son los que siguen al Cordero donde quiera que va” como dice San Juan, y a algunos los invita al desierto como monjes viviendo en comunidad o solitarios, a otros, el mismo Espíritu, los lleva a tierras de misión a predicar el Evangelio, pero a todos teniendo el común denominador de vida perfecta, viviendo como los futuros Bienaventurados, en perfecta castidad, pues “en la resurrección no se toma mujer ni marido, sino que se es como los ángeles en el cielo”(Sn. Mt. XXIII, 30). En pobreza, porque los bienaventurados no tienen ya propiedad alguna de los bienes de este mundo destinado a perecer por el fuego. Todo lo tienen en común, y su tesoro, que es la riqueza de Dios, les pertenece a todos sin ningún tipo de partición. Y en obediencia a los designios divinos, pues en el cielo no tienen otra voluntad que la Voluntad de Dios conocida plenamente por la visión y abrazada con la total adhesión de la caridad consumada.
La inestabilidad de los tiempos y del mundo cambiante no fueron ni son obstáculos para que el Espíritu Santo siga suscitando corazones ardientes, para entregarse en brazos de la Caridad, al Corazón de Cristo, para seguirlo haciendo profesión de vida perfecta.
Esta vida no añade nada al Bautismo, pues el Bautismo entraña en sí mismo la muerte al hombre viejo para renacer como hijos de Dios adoptivos, sino que es el cumplimiento acabado de esta nueva humanidad renacida en las fuentes salvadoras del Bautismo, es hacer de la vida en Cristo, una profesión de perfección. No todos están llamados a vivir efectivamente esta vida, pero todos los cristianos sí son llamados a vivir en espíritu, la castidad, la obediencia y la pobreza a las que efectivamente solo algunos son llamados, los que tienen esta vocación especial de ser profesionales de la perfección en la Iglesia, como modelos del renunciamiento que el cristiano debe tener de sí mismo y del mundo, para vivir en Dios, desasidos de lo transitorio y perecedero.
La vocación del cristiano es un llamado a la muerte, de todo aquello que va a perecer, y los llamados a esta vida perfecta se anticipan a la muerte, dejando antes lo que irremediablemente tendrán que dejar después.
La santidad es en cierto modo idéntica con el estado religioso porque la esencia de este es la de ser profesores de la santidad, y la Iglesia, que es toda santidad –porque Dios es Santo- toda entera está llamada a este estado que se consumará cuando “la ciudad santa, la Jerusalén nueva, descienda de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su Esposo” (Apoc. XXI. 2).
Por Simón del Temple
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