El 20 de noviembre 1964, en la sesión III, los obispos y cardenales reunidos votaron por gran mayorí­a el esquema provisorio que trata la posición de la Iglesia frente el judaí­smo. Léon de Poncins se apresuró a redactar un opíºsculo titulado el “Problema Judí­o frente el Concilio”. En su introducción, el autor comprueba «de parte de los Padres conciliares una ignorancia profunda de la esencia del judaí­smo».


DEL «MITO DE LA SUSTITUCIÓN» A LA RELIGIÓN NOÀQUIDA (1)

Por Michel Laurigan

«Cardenal» Bea con los rabinos

La crisis que actualmente sacude la Iglesia de Dios, vista desde los cielos, se inscribe necesariamente en el combate multisecular entre la Iglesia y la Sinagoga de Satanás (Ap 2, 9).

A este respecto, el siglo XIX fue testigo de la elaboración de un nuevo plan de asalto contra la ciudadela católica, estrategia revelada en 1884 por Elí­as Benamozegh.

Este rabino cabalista de Livorno, maestro del pensamiento judí­o contemporáneo, propuso entonces no borrar de la superficie de la tierra el catolicismo sino «transformarlo» según los criterios de la ley noáquida (2).

¿Fue el Vaticano II una intento de aplicar este plan? Esa es la cuestión que Michel Laurigan aborda en el presente artí­culo.

El lector percibirá toda su actualidad consultando en los documentos del presente número de la Sal de la Tierra el mensaje dirigido a la B’ nai B’ rith por Mons José Doré, arzobispo de Estrasburgo.

Le Sel de la Terre, nº 40. Otoño, 2003

«Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia» (Gn 3, 15).

Con motivo de la entrega del premio Nostra Aetate (3) el 20 de octubre de 1998 en la sinagoga Sutton Place (Nueva York) que conceden conjuntamente Samuel Pisar y el Centro para el Entendimiento entre judí­os y cristianos de la universidad del Sagrado Corazón de Fairfield (EE.UU), el cardenal Jean M. Lustiger, arzobispo de Parí­s, hizo una declaración (4) de tí­tulo prometedor: El mañana de judí­os y cristianos. Esta declaración, cuya importancia a nadie escapó en su momento, aún hoy merece nuestra atención. Frente los adalides mundo judaico, el cardenal presentó un panorama histórico de las relaciones judeocristianas e hizo un profundo análisis de la obra de salvación de la humanidad. Se podí­a esperar que recordase algunos datos de la teologí­a católica sobre la historia de la salvación. Lejos de ello, fue más bien el debut de una nueva teologí­a de la historia. Unas pocas citas del cardenal permitirán entender la gravedad de sus observaciones e introducirán este estudio.

En el momento de entrar en el tercer milenio de la era cristiana, ha comenzado una nueva época en la historia de la humanidad. Se está dando una vuelta de página en la historia de la humanidad. En las relaciones judeocristianas, los cristianos por fin abrieron sus ojos y sus oí­dos al dolor y a la herida de los judí­os. Quieren llevar el peso sin transferirlo a otros y no pretenden aparecer como inocentes (5).

¿Cuál es el pecado en virtud del cual cristianos deben llevar una carga? El cardenal se encarga de responderlo en el capí­tulo titulado «La elección y los celos», que deberí­a citarse por entero al describir tan erradamente la historia de la salvación.

La elección recae sobre el pueblo judí­o infiel; jamás ha sido revocada en razón del «escogimiento del pueblo elegido». Los celos, es cosa de los cristianos:

Los celos frente a Israel son tales, que rápidamente asumió la forma de una reivindicací­on de herencia. ¡Eliminar al prójimo, esto es, a alguien diferente de uno mismo! Los paganos convertidos tuvieron acceso a la Escritura y a las fiestas judí­as. Pero un movimiento de celo humano, muy humano, los condujo a poner al margen, o bien fuera, a los judí­os (es decir, a su judaí­smo (6), sus prácticas, sus ritos, sus creencias).

En efecto, dice el cardenal, «la cantidad y la fuerza de los paganos convertidos vino a trastornar, invertir la economí­a de la salvación.» Este movimiento tendió a vaciar la existencia judí­a de su contenido concreto, carnal e histórico, concibiendo la vida de la Iglesia bajo la figura de una realización definitiva de la esperanza y de la vida judaica (7). Así­ se desarrolló la “teorí­a de la sustitución” (8).

El cardenal Lustiger avanza, intentando probar que los cristianos desposeyeron a los judí­os de su papel de pueblo elegido y de pueblo sacerdotal, portador de la salvación a los hombres:

Cuando Constantino garantizó a los cristianos una tolerancia que equivalí­a a un reconocimiento del cristianismo en la vida del Estado y lo estableció como religión del Imperio, los judí­os fueron violentamente marginados. í‰ste era un modo simplista y grosero de rechazar los tiempos de la redención (9) y su trabajo de parto.

El mito (10) de la sustitución del pueblo cristiano por el pueblo judí­o se alimentaba, pues, de un secreto e inconfesable ataque de celos, y legitimaba la apropiación de la herencia de Israel, cuyos ejemplos podrí­an multiplicarse. Para citar sólo uno: la pretensión de los reyes de Francia de ser descendentes de David, que determinó a sus consejeros a hacer celebrar sus consagraciones según el ceremonial de los reyes de Israel, tal como nos lo narra la Bí­blica y se habí­a hecho en Bizancio (11).

Hacia el fin de su panorama histórico y de su singular teologí­a de la historia, el cardenal tranquiliza a los auditores. Las épocas han cambiado: el tiempo del menosprecio se extingue para dar lugar al del aprecio (12). Pronto la herencia será devuelta a su legí­timo propietario, el pueblo judí­o, verdadero Israel, que vuelve a convertirse en pueblo sacerdotal (13), que traerá la auténtica salvación a las naciones, la paz a los gentiles y … aquella unidad de que el mundo tiene necesidad. Su conclusión remata en esta esperanza:

La Iglesia Católica condensó esta toma de conciencia en la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II, que desde hace treinta años viene dando lugar a numerosas tomas de posiciones, especialmente bajo el impulso del papa Juan Pablo II. Pero a esta nueva comprensión aún le cabe transformar profundamente los prejuicios e ideas de tantos pueblos pertenecientes al espacio cristiano, cuyo corazón no está todaví­a purificado por el espí­ritu del Mesí­as. La experiencia histórica nos lo muestra: se precisa una larga «paciencia» y un gran esfuerzo de educación «para poseer el alma» (Lc 21, 8). Con todo, el rumbo emprendido es irreversible.

En pocas palabras, se trata de que los cristianos celosos se apropiaron de la herencia de los judí­os, suplantándolos en el papel de pueblo de Dios e instrumento de salvación del mundo; de la admisión y confesión de esta falta en el siglo XX, después de la toma de conciencia que tuvo lugar en el Concilio Vaticano II en cuanto a que esa herencia debe ser devuelta a los judí­os desposeí­dos; y de la necesidad de reparar la falta cometida, dando tiempo al tiempo a fin de cambiar el espí­ritu de los cristianos. El movimiento de la historia es irreversible.

Más recientemente, en el año 2002, el cardenal Lustiger intervino en un congreso judí­o europeo (14), en un congreso judí­o mundial (15) y ante el Comité Judí­o Norteamericano (16) exponiendo una «reflexión sobre la elección y la vocación de Israel y sus relaciones con las naciones».

Su judeocristianismo sincretista (16) parece agradar a las élites del judaí­smo, sin que nadie en el mundo católico se conmueva realmente por la heterodoxia de su pensamiento.

¿Cómo puede ser que un cardenal se permita reescribir la historia de la salvación hacia fines del siglo XX, al punto de negar toda la obra redentora de Jesucristo continuada por su Iglesia? ¿Cómo se operó la subversión espiritual del siglo XX? ¿Fue en el Concilio Vaticano II, como sugiere el cardenal Lustiger? Si la Iglesia ya no es el verdadero Israel, ¿qué ocurre con en esta nueva teologí­a de la historia? Este estudio intenta responde a estas importantes preguntas.

«Redescubrir la herencia»: tentativas a lo largo de la historia

Elegido por Dios, en un principio, para la magní­fica misión de traer el Salvador a los hombres, el pueblo judí­o fue la esperanza y el honor del humanidad durante los dos mil años que antecedieron la venida de Jesucristo. Guardaba la herencia de las promesas divinas, daba testimonio del verdadero Dios en medio de la idolatrí­a pagana, conservaba en el mundo la fe, la verdad, el culto puro y sustancial del Padre que está en los cielos y la esperanza del Salvador del mundo. Los judí­os han sido verdaderamente “el pueblo de Dios” hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo; al nacer de la raza de Abraham, Jesucristo la coronó y consagró con su propia santidad.

Pero el Calvario separó en dos al pueblo elegido: por un lado, los discí­pulos, apóstoles y los primeros cristianos, que reconocieron en Jesús crucificado al Mesí­as que vení­a a cumplir la Ley y los Profetas, adhiriendo plenamente a su mensaje, a su espí­ritu y a su cuerpo mí­stico, la Iglesia; por otro, aquellos sobre cuya cabeza ha caí­do, según su deseo, la sangre del Justo (18), lo cual les valió una maldición que durará mientras persista en su rebeldí­a.

Mons. Delassus señala que «el deicidio ha abierto un abismo entre el antiguo tiempo y el nuevo, abismo que la misericordia divina cerrará el dí­a que su justicia haya terminado su obra.”

Hace dos mil años que aquellos que repudiaron la ley de Moises para adherir al Talmud se dedican a obstaculizar la obra redentora. Estuvieron detrás de todas las rebeliones del espí­ritu humano contra Dios, contra su Ungido -al que no quisieron reconocer -, y contra su Iglesia, considerada como «usurpadora.»

Protegiéndose de ellos y recordando al mismo tiempo el horror del deicidio, la Iglesia nunca ha cesado de buscarlos por caridad a fin de traerlos al redil, a la fuente de la gracia, al Calvario, donde se derramó la sangre redentora. Esta caridad condujo a que la Iglesia incluso los protegiera, rechazados como fueron tantas veces por los pueblos cristianos. Los verdaderos convertidos (19) han confirmado frecuentemente la caridad de la Iglesia a su respecto.

Con todo, los artí­fices de iniquidad se dejaron tocar poco por esta mansedumbre de los pontí­fices romanos. En cada siglo redoblaron sus asaltos contra la Iglesia y la sociedad católica. Josué Jehouda, autor de El Antisemitismo, Espejo del Mundo (20) escribe a propósito de la era moderna y contemporánea:

El mundo judaico intentó tres veces purificar la conciencia cristiana de las miasmas del odio; se hicieron tres brechas en la vetusta fortaleza del obscurantismo cristiano, se cumplieron tres etapas en la obra de destrucción del catolicismo dogmático.

Tales son: Renacimiento, Reforma y Revolución.

El Renacimiento, la Reforma y la Revolución constituyen tres tentativas de rectificación del pensamiento cristiano, a fin de ponerlo en sintoní­a con el desarrollo progresivo de la razón y de la ciencia (21).

El autor precisa que «a pesar de estas tres tentativas de purificar el antisemitismo del dogma cristiano, la teologí­a católica aún no ha suprimido su menosprecio al respecto.» Es por eso que «en el curso del siglo XIX se operaron otras dos tentativas más para sanear la mentalidad del mundo cristiano: una por Marx y otra por Nietzche».

El pensador judí­o deplora el fracaso parcial de estos dos últimos intentos. La fortaleza del catolicismo le permite resistir. Será necesario esperar hasta después de la II Guerra Mundial para lanzar el asalto más sutil y más destructivo contra la Iglesia Católica romana: cambiar la teologí­a católica a través de los mismos hombres de Iglesia. «Una revolución de capa y tiara», iniciada por los Carbonarios del siglo XIX, continuada por los modernistas en el siglo XX y que triunfa en el Concilio Vaticano II.

Vaticano II: la puerta abierta…

A partir de la Segunda Guerra Mundial, las organizaciones judí­as comenzaron a desafiar el mundo cristiano en punto a la necesidad de revisar la enseñanza de la Iglesia sobre el judaí­smo.

En 1946 y bajo auspicios de las organizaciones judí­as norteamericanas y británicas, una conferencia tenida en Oxford reunió a católicos y protestantes para discutir los problemas surgidos después de la guerra: fue una simple toma de contacto.

Una segunda conferencia internacional organizada en Seelisberg (Suiza) trató el problema del antisemitismo en particular. En gran parte, era una reunión de expertos (22). Entre los sesenta participantes estaba el padre Journet (23). Por su parte, Jacques Maritain no pudo participar en la conferencia, pero envió un caluroso mensaje de aliento (24). Pero el personaje “clave” del encuentro fue Jules Isaac. La conferencia concluyó con un documento titulado Los diez puntos de Seeligsberg, de los cuales cabe hacer mención:

Nº 5. Evitar rebajar el judaí­smo bí­blico o post bí­blico con el fin de exaltar el cristianismo.

Nº 6. Evitar usar la palabra «judí­o» en sentido exclusivo de «enemigos de Jesús», o la frase «enemigos de Jesús” para designar todo el pueblo judí­o.

Nº 7. Evitar presentar la pasión de tal manera que cuanto hay de odioso en la condena a muerte de Jesús recaiga sobre todos los judí­os, o solamente sobre los judí­os.

Nº 9. Evitar conceder aval a la impí­a opinión de que el pueblo judí­o es réprobo, maldito, a cual está reservado un destino de sufrimiento.

Los archivos de Jules Isaac (25) dan testimonio de las abundantes actividades de este autor. Así­ lo muestra André Kaspi, que acaba de consagrar una biografí­a a la personalidad de Jules Isaac, confirmando muchos hechos conocidos y revelando otros. Una de las contribuciones más importantes de Jules Isaac fue la redacción del libro Jesús e Israel, pretendiendo probar que el pueblo judí­o no fue ni deicida ni maldito y que el cristianismo es responsable del antisemitismo ambiente por su antijudaí­smo teológico. En la obra expone seguidamente veintiún puntos, verdadera «carta» de una nueva teologí­a de las relaciones judeocristianas.

En 1948, Isaac funda la “Amistad Judeo-Cristiana” cuyo objetivo se indica claramente: «la rectificación de la enseñanza cristiana.» Muchos católicos liberales participan en las reuniones bien orquestadas. Kaspi escribe que «los diez puntos de Seelisberg y los veintiún puntos de Jesús e Israel (26) se distribuyen por todas partes.” Por ese tiempo, se convencìa a Isaac de entrevistar al jefe de la Iglesia Católica. Pí­o XII lo recibe brevemente el 16 de octubre de 1949 en Castel Gandolfo. Jules Isaac expone al Soberano Pontí­fice los diez puntos de Seelisberg. El resultado del encuentro es bastante poco satisfactorio para el autor de manuales de historia.

En octubre de 1959, Cletta Mayer y Daniel Mayer – fundadores del Centro para Estudios de Problemas Actuales, estrechamente ligada a la Liga Antififamación (asociación creada en 1913 por la logia masónica B’nai B’rith)- “se entrevistan con Jules Isaac en el hotel Terminus de Parí­s y le hablan de un posible contacto con Juan XXIII. Jules Isaac aprueba. » (27)

Juan XXIII habí­a lanzado la idea de convocar un Concilio algunos meses antes (28). Se puso en marcha una comisión preparatoria, en la cual intervinieron muchos teólogos y hombres eminentes. Pero un contra Concilio se preparaba a sus espaldas y debí­a suplantar al verdadero llegada la hora. Ralph Wiltgen lo prueba abundantemente en El Rin desemboca en el Tiber (29).

Montini con el ephod judío.

A mediados de junio de 1960 y por consejo de Mons. Julien, Isaac se dirigió al cardenal Agustí­n Bea, jesuita alemán. «Encontré en él un fuerte apoyo.» Es cierto que las malas lenguas decí­an que el cardenal Bea era “judí­o de corazón. (30)» Isaac obtuvo un apoyo mayor al que podí­a esperar ya que sin muchas dificultades logró una audiencia con Juan XXIII el 13 de junio de 1960. En esta ocasión Isaac entregó al Papa un memorandum titulado: Necesidad de una reforma de la enseñanza cristiana respecto a Israel. “Pregunté si podí­a abrigar alguna esperanza», recuerda Isaac. Juan XXIII respondió que tení­a derecho a tener algo más que esperanza, pero «que no era un monarca absoluto». Tras la partida de Isaac, Juan XXIII se esforzó en hacer comprender claramente a los oficiales de la Curia Vaticana que se esperaba una firme condena del “antisemitismo» católico durante el Concilio que terminaba de convocar. Desde entonces, se sucedieron gran número de intercambios entre las oficinas del Concilio y el Comité Judí­o Norteamericano, la Liga Antidifamatoria y la B’nai B’rith. Estas asociaciones judí­as supieron hacer escuchar fuertemente su voz en Roma (31).

En efecto, si Isaac trabajaba a destajo, no era el único en hacerlo. El rabino Abraham J. Heschel del seminario teológico judí­o de Nueva York, que treinta años antes habí­a oí­do hablar de Bea por primera vez en Berlin (32), trató de encontrar al cardenal en Roma. En esta ocasión, los dos hombres hablaron de dos expedientes preparados por el Comité Judí­o Norteamericano, uno sobre la imagen de los judí­os en la enseñanza católica y otro de veintitrés páginas sobre los elementos antijudí­os en la liturgia católica.

Heschel declaró que esperaba que el Concilio purgara la enseñanza católica de toda sugerencia de que los judí­os eran una raza maldita. De esta suerte, añadió Heschel, el Concilio en modo alguno debe exhortar a los judí­os a convertirse al cristianismo (33).

Detalle del ephod

Al mismo tiempo, el Dr. Goldmann, jefe de la Conferencia Mundial de Organizaciones Judí­as, también comunicó sus aspiraciones a Juan XXIII. Del mismo modo, la B’nai B’rith ejerció presión para que los católicos reformasen su liturgia y suprimiesen en ella toda palabra que pudiera parecer desfavorable a los judí­os o que recuerde el “deicidio.”

Doctas cabezas mitradas, próximas a la Curia, advirtieron que los obispos, en el momento del Concilio, harí­an bien en no “tocar” este tema, aunque fuera con báculos de tres metros de largo. Sólo quedaba consultar a Juan XXIII, que dijo que no debí­an hacerlo (34).

En Roma se trabajó, pues, en la redacción de un texto sobre el judaí­smo, en el cual intervinieron el padre Baum y Mons. John Osterreicher (35), miembros del estado mayor de Bea. La declaración que contení­a una refutación clara de la acusación de deicidio debí­a presentarse en la primera sesión del Concilio que iba a abrirse el 11 octubre de 1962. La redacción plugo al Congreso Judí­o Mundial, que comunicó su satisfacción y decidió enviar al doctor Cain Y. Wardi en calidad de observador oficioso al Concilio.

Inmediatamente llovieron sobre el Vaticano protestas de los paí­ses árabes, indignados por el tratamiento preferencial concedido a los judí­os. En consecuencia, en junio de 1962, la Secretarí­a de Estado, de acuerdo con el cardenal Bea, hizo retirar del orden del dí­a la discusión sobre el proyecto de declaración sobre los judí­os preparado por el Secretariado para la Unidad de los Cristianos (36).

Una agencia tan próxima a la Curia como para tener las direcciones privadas de 2.200 cardenales y obispos que residí­an temporalmente en Roma, envió a cada uno un libro de 900 páginas titulado “Complot contra la Iglesia” firmado bajo el seudónimo de Maurice Pinay. La tesis del libro, refrendada por muchos hechos y citas, consistí­a en que los judí­os siempre pretendieron infiltrar la Iglesia para subvertir su enseñanza, estando ahora a punto de lograr su objetivo. El libro debí­a prevenir a los Padres conciliares acerca de una maniobra subversiva en el seno del Concilio, de suerte que se imponí­a obrar con mucha prudencia.

La exclusión del proyecto de declaración sobre los judí­os en la primera sesión del Concilio fue todo un fracaso para Bea, pero no se dejó abatir. El 31 de marzo de 1963, rodeado del máximo secreto (37), se reunió en el hotel Plana de Nueva York con las autoridades del Comité Judí­o Norteamericano, que presionaron para que los obispos cambiasen la teologí­a de la Iglesia en punto a la historia de la salvación. «Se acusa a los judí­os globalmente –dijo- de ser culpables de deicidio y se supone que sobre ellos pesarí­a una maldición.» Refutó estas dos acusaciones y tranquilizó a los rabinos que, presentes en la sala, quisieron saber si la declaración dirí­a explí­citamente que el deicidio, la maldición y el rechazo del pueblo judí­o por Dios no eran sino errores de la doctrina cristiana. ¡Bea respondió de modo evasivo y todos se despidieron brindando con una copita de jerez!

Poco después se estrenó la pelí­cula El Vicario de Rolf Hochhuth, que calumniaba a Pí­o XII por su actitud durante la guerra. El medio de presión era poco elegante, pero podí­a influir la asamblea conciliar.

Durante la segunda sesión del Concilio, en otoño 1963, se entregó a los obispos la declaración sobre los judí­os. Hací­a parte del capí­tulo IV una declaración sobre ecumenismo, lo que aparentemente le permití­a pasar más inadvertida. El Sr. Schuster, director del área europea del Comité Judí­o Norteamericano, juzgó que la distribución del proyecto a los Padres conciliares fue uno «de los momentos más importantes de la historia». El texto fue largamente discutido (38) pero sorpresivamente retirado al final de la sesión. Los representantes de la ortodoxia católica terminaban de distribuir varios ejemplares de Los judí­os a la luz de la Escritura y la Tradición (39), que debí­a alertar a los Padres conciliares acerca de las maniobras del enemigo. Todo parece indicar que, una vez más, las advertencias fueron escuchadas. “Algo sucedió entre bastidores” –comentó la Conferencia Nacional Católica de Ayuda Social.

Sin entrar en el detalle de esta larga historia, digamos que otros dos proyectos serán propuestos y discutidos detenidamente durante las sesiones III y IV. Entre 1964 y 1965 se multiplicarán las intervenciones judí­as ante Pablo VI. Los personajes más influyentes ante el papa fueron Joseph Lichten, de la Liga Antidifamatoria de la B’nai B’rith, Zachariah Schuster y Leonard Sperry del Comité Judí­o Norteamericano, el cardenal estadounidense Spellman, Arthur J. Goldberg, juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos y el rabino Heschel.

Roddy revela que “(antes de la III sesión) seis miembros del Comité Judí­o Norteamericano fueron recibidos en audiencia papal. El Santo Padre manifestó a los visitantes su aprobación a las manifestaciones del cardenal Spellman en el sentido de la no culpabilidad de los judí­os.” Un poco más adelante, subraya que “Heschel se entrevistó con Pablo VI en compañí­a de Schuster, perorando enérgicamente sobre el deicidio (40) y la culpabilidad, y solicitando que el Pontí­fice ejerciera presión a fin de obtener una declaración prohibiendo a los católicos todo proselitismo respecto a los judí­os (41).

El 20 de noviembre 1964, en la sesión III, los obispos y cardenales reunidos votaron por gran mayorí­a el esquema provisorio que trata la posición de la Iglesia frente el judaí­smo (42). Léon de Poncins se apresuró a redactar un opúsculo titulado el Problema Judí­o frente el Concilio, que se distribuyó a todos los Padres antes de la cuarta y última sesión. Era la última advertencia. En su introducción, el autor comprueba «de parte de los Padres conciliares una ignorancia profunda de la esencia del judaí­smo (43)». El folleto produjo efecto, permitiendo a la “coalición por el rechazo (44)” aguzar sus argumentos. Este frente consiguió que se descartasen algunas frases de la primera versión tales como “aún cuando una gran parte del pueblo elegido permanece provisionalmente lejos de Cristo, es injusto llamarlo pueblo maldito o pueblo deicida”, que fue sustituida por aquella que aparece en la versión definitiva de Nostra Aetate, finalmente adoptada en la sesión IV del 28 de octubre de 1965 por 2221 votos contra 88: “Los judí­os no deben ser presentados ni como réprobos ni como malditos por Dios, como si tal se derivara de la Escritura.”

Un texto de compromiso sale a la luz después de años terribles de una guerra doctrinal sin precedentes, de luchas de influencia entre la Curia y entre los Padres conciliares, de difusión de numerosos libelos para defender la teologí­a de la salvación enseñada por la Iglesia durante dos milenios. En general, como esperaban más, los judí­os quedaron decepcionados por el contenido del documento. Pero una puerta terminaba de abrirse y era difí­cil volverla a cerrar. En efecto, con Nostra Aetate los obispos de la Iglesia Católica presentaban por primera vez una imagen positiva y atrevida de los judí­os infieles.

André Chouraqui lo destaca oportunamente: “de repente, la Iglesia, afectada por una amnesia más o menos total a lo largo de dos mil años, se acuerda del ví­nculo espiritual que la une a la descendencia de Abraham – Israel-, reinstalando así­ el privilegio del mayorazgo en el contexto de la familia del pueblo de Dios. Este reconocimiento teológico elemental fue enriquecido con un contenido que los siglos no podrán agotar (…) Se necesitaron veinte siglos para que la Iglesia tomara renovada conciencia de sus raí­ces judaicas. (…) Por añadidura, la Iglesia rechaza categóricamente toda forma de proselitismo a su respecto, proscribiendo lo que antes habí­a admitido.” (45)

Jean Halpérin, miembro de la oficina del Congreso Judí­o Mundial con sede Ginebra, confirma las observaciones de Chouraqui durante un coloquio tenido en Friburgo:

Hay que destacar que la declaración Nostra Aetate de 1965 abrió verdaderamente el camino hacia un diálogo absolutamente nuevo e inauguró una nueva perspectiva (46) de la Iglesia Católica respecto a los judí­os y al judaí­smo, manifestando su disposición a reemplazar la enseñanza del desprecio por la del respeto (47).

Menahem Macina (48) ratifica esta afirmación:

Es necesario no olvidar el inmenso progreso que representa la declaración Nostra Aetate respecto a la situación previa. Una sola observación permitirá apreciar el camino recorrido. Quizás sepan que cuando se promulgan documentos destinados a toda la cristiandad, los papas y los concilios tienen la costumbre de buscar y citar textos de sus antecesores que van en el sentido de lo que se proponen enseñar, con el fin de evidenciar la continuidad de la doctrina y tradición eclesiales. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre con el pasaje que el Concilio dedica a la religión musulmana, en la declaración sobre los judí­os no hay ninguna referencia a precedente alguno positivo, ya sea de Padres, escritores eclesiásticos o papas (49).

Podrí­an citarse muchos testimonios que confirman este análisis, pero concluyamos con el de Paul Giniewski en su importante obra Antijudaí­smo cristiano-El cambio:

El documento sobre los judí­os, que se podí­a considerar como la conquista de un objetivo, resultó, en cambio y muy rápidamente, el principio de una nueva era en la feliz evolución de las relaciones judeocristianas (50).

Se abrió una puerta (51)… Los hombre de Iglesia admití­an que los judí­os ya no eran «un pueblo maldito». Maldito no, ¿pero tampoco réprobo? «De ahora en más –dice incluso Chouraqui- la Iglesia reconoce la permanencia del judaí­smo en los planes de Dios y el carácter irreversible de los principios sentados por Nostra Aetate, que dan de plano con toda restricción y toda ambigüedad en el diálogo con los judí­os.” La semilla habí­a sido plantada, sólo bastaba esperar que creciera…

Por tanto, de allí­ en más habí­a que avanzar en el camino del mutuo reconocimiento de judí­os y cristianos. Era imposible hacer un saldo de beneficios y pérdidas de dos mi años ensangrentados (52).

La purificación del espacio cristiano (53) ya podí­a comenzar…

En la próxima edición publicaremos la segunda parte.

Fuente: Stat Veritas

NOTAS:

(1) Traducimos “noachide” por “noaquida”.

(2) La ley noáquida es aquella que Dios dio a Noé después del Diluvio. El plan en cuestión, revelado por Elí­as Benamozegh en su obra Israel y la humanidad (1884), se expondrá en este artí­culo. Citemos aquí­ tan sólo cuanto Jacob Kaplan, gran rabino de Parí­s, declaraba al respecto en 1966: “Según nuestra doctrina, la religión judí­a no es la única que asegura la salvación. Se pueden salvar quienes no siendo judí­os, creen en un Dios supremo y observan una regla moral, obedeciendo las leyes que el Creador ha prescripto a Noé (…) Por eso los rabinos enseñan que los justos de todas las naciones tienen derecho a la salvación eterna. Al margen de las leyes noáquidas, las reglas de la Torá y la ley de Moisés sólo cuentan para los judí­os, porque tienen su razón de ser en el divino proyecto de formar un pueblo destinado a cumplir una acción religiosa en el mundo. La esperanza de Israel no es, pues, la conversión del género humano al judaí­smo, sino al monoteí­smo. En cuanto a las religiones bí­blicas, según declaran dos de nuestros más grandes teólogos, son confesiones cuyo cometido es preparar junto a Israel la llegada de la era mesiánica anunciada por los profetas. Por eso desemos ardientemente trabajar conjuntamente en la realización de este ideal esencialmente bí­blico (…) De esta suerte, podremos acelerar la era mesiánica, que será la era del amor, la justicia, la paz” (Jacobo Kaplan, Diálogo con el padre Daniélou S.J. el 1 de febrero de 1966 en el teatro de los embajadores en Parí­s, Parí­s, 1966).

(3) Premio que recompensa la personalidad que trabajó más eficazmente durante el año en pro del acercamiento entre cristianos y judí­os.

(4) Ver la declaración í­ntegra en Nouvelle Revue Théologique, t. 120, nº 4, octubre/noviembre de 1998, p. 529-543. El cardenal abre su discurso exlamando: “¡Cuán conmovido estoy al ser recibido en esta célebre y venerable sinagoga de Nueva York, centenaria ya!!!” El cardenal acaba de publicar una sí­ntesis de su pensamiento, especie de judeocristianismo sincretista en una obra titulada La Promesa, edit. Parole & Silence, 2002. Claude Viguée juzga así­ la obra del cardenal: “Jean-Marie Lustiger pone de manifiesto que no se puede – so pena de destruir el núcleo mismo del cristianismo – rechazar la elección de Israel. Esa es la clave de su libro. Para escribir estas lí­neas, desde la situación social y espiritual donde se encuentra, se precisa tener mucho valor. Hay cristianos que no le perdonarán fácilmente haber recordado que sin la elección de Israel no es concebible la elección cristiana (…) Adviértase que si hubiese escrito lo mismo en tiempo de la Inquisición…¡de seguro estarí­a en la hoguera!” France catholique, nº 2857, noviembre de 2002, p. 10.

(5) Ibidem, p. 532.

(6) Esta precisión no aparece en el texto original.

(7) En su último libro, el cardenal Lustiger distingue dos iglesias, la de Jerusalén, “iglesia que es, dentro de la Iglesia Católica, la continuidad de la promesa hecha a Israel (…) y que no ha perdurado, a más tardar, hasta el siglo VI, destruida bajo la presión de Bizancio. Esta es una de las pérdidas más importantes de la conciencia de los cristianos. La memoria de la gracia (de la elección, n.d.t.) que se habí­a concedido fue virtualmente rechazada, no digo por la Iglesia en cuando esposa de Cristo, sino por los cristianos (p. 17)” y por los pagano-cristianos, a contar desde el siglo VI hasta el Vaticano II: «el pecado en que incurrieron los pagano-cristianos, tanto los clérigos como los prí­ncipes o el pueblo, fue apoderarse de Cristo para desfigurarlo, y hacer de esta desfiguración su dios (…) Su ignorancia sobre Israel es prueba de su ignorancia sobre Cristo, a quien dicen servir” (La Promesa, edit. Parole et Silence, 2002, p. 81). ¿Es todaví­a católico el cardenal Lustiger?

(8) Ibidem, p. 535.

(9) Leyendo estas lí­neas, parecerí­a que el cardenal Lustiger condena los beneficios del edicto de Milán del año 313. Más aún, Constantino habrí­a rechazado “los tiempos de la redención” por el apartamiento de los judí­os. ¡Curiosa lectura de la historia de la Iglesia!

(10) Para el cardenal de Parí­s, la sustitución del pueblo de la antigua Alianza por el pueblo cristiano serí­a simplemente ¡un mito…! “En vuestro libro La Promesa rechazáis la teologí­a de la sustitución, lo cual me place «, rabino Josy Eisenberg a J.M. Lustiger, Le Nouvel Observateur, nº 1988, del 12-18 de diciembre, 2002, p. 116.

(11) El cardenal reenví­a a La Franquerie, Ascendances davidiques des Rois de France, Villegenon, 1984.

(12) Lustiger asume aquí­ una expresión cara a Jules Isaac.

(13) Ver Patrick Petit-Ohayon, La Mission d´Israel, un peuple de prêtres, Parí­s, edit. Biblieurope & F. S. J. U., 2002.

(14) Parí­s, 28-29 de enero, 2002. La intervención se titula: «De Jules Isaac a Juan Pablo II: desafí­os para el futuro.» Ver el texto en La Promesa, p. 185-188 o en Rencontres européennes entre juifs et catholiques organisée par le Congrès Juif Européen, 28-29 de enero, 2002, edit. Parole et Silence, 2002.

(15) Bruselas, 22-23 de abril, 2002. “Judí­os y cristianos. ¿Qué deben esperar de su encuentro?” Intervención publicada en La Promesa, p. 189-202. Ver el párrafo que sabe a herejí­a intitulado: “La libertad religiosa, clave de la democracia.”

(16) Washington, 8 de mayo, 2002. “¿Qué significa el encuentro de judí­os y cristianos en marco del choque de las culturas?”. Ver La Promesa, p. 203-218.

(17) Lustiger cree en Jesucristo como Mesí­as, pero es un Mesí­as judí­o. Hay que releer la muy oportuna obra Dios, ¿es antisemita? Infiltración judaica en la Iglesia conciliar de Hubert Le Caron, edit. Fideliter, 1987. El autor estudia la «tentativa de judaización de la Iglesia romana” y las puntualizaciones del cardenal hechas a France-Soir, del 3 de febrero, 1981: “Yo soy judí­o. Para mi, las dos religiones son una sola; no traicioné la de mis antepasados” p. 83-115. Sin embargo, no todos los judí­os adhieren a este judeocristianismo. Ver el artí­culo “No, Señor Cardenal” del rabino Josy Eisemberg en Le Nouvel Observateur, nº 1988, p. 116. Los silencios del cardenal sobre la Virgen Marí­a son elocuentes. Los padres Lemann, verdaderamente convertidos, predicaron magní­ficamente a Marí­a Corredentora.

(18) Los judí­os infieles se convirtieron en instrumentos de Satanás en su lucha contra la Iglesia y contra la Madre de Dios. En el Evangelio según San Juan, c. 8 v. 24 y 41-44 se lee que Jesús dijo a los judí­os: «Si no creéis que soy el Mesí­as, moriréis en vuestro pecado (…) Si fueseis hijos de Abraham, harí­ais las obras de Abraham. Pero hacéis las obras de vuestro padre. Los judí­os le dijeron: No somos hijos de fornicación; tenemos un solo Padre, que es Dios. Jesús les dijo: si Dios fuera vuestro Padre, me amarí­ais, ya que he salido de Dios y vengo de í‰l (…) El padre del cual vosotros habéis salido es el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre”.

(19) Ver en particular la pequeña obra de Teodoro Ratisbona, El problema judí­o, Parí­s, edit. Dentu, 1856, 31 p. Disponible en internet en www.gallica.bnf.fr

(20) Josué Jehouda, El Antisemitismo, Espejo del Mundo, prefaciado por Jacques Soustelle, Ginebra, ed. Synthésis, 1958 283 p. Jehouda aspira a ser el continuador de Elí­as Benamozegh, rabino de Livorno. Sus otras obras son de máximo interés: La Tierra Prometida, Parí­s, Rieder, 1925,122 p.; Las Cinco Etapas del Judaí­smo Emancipado, Ginebra, edit.. Synthesis, 1946, 132 p. (Extracto de la revista judí­a de Ginebra, 1936-1937); La Vocación de Israel, Parí­s, Zeluck, 1947, 240 p.; El Monoteí­smo, doctrina de la unidad, Ginebra, edit. Synthesis, 1952, 175 p., Instituto para el estudio del monoteismo. Cahiers (I.E.M.), vol. 1, marzo de 1952; Sionismo y mesianismo, Ginebra, Synthesis 1954, 318 p. Cahiers (I.E.M.) vol. 2, octubre de 1954; Israel y la Cristiandad. La Lección de la Historia, Ginebra, Synthesis, 1956, 263 p.; Israel y el Mundo (sí­ntesis del pensamiento judí­o), Parí­s, edit. cientí­fico, s. d.; El Marxismo frente al Monoteí­smo y al Cristianismo, Ginebra, Synthesis, 1962, 71 p. José Jehouda también prologó la obra de í‰lí­as Benamozegh, Moral Judí­a y Moral Cristiana, edición revisada y corregida, Baconnière, 1946.

(21) Josué Jehouda, El Antisemitismo, Espejo del Mundo, p. 161-162. Citado en el folleto de Léon de Poncins, “El Problema judí­o ante el Concilio», p. 27. Este panfleto se distribuyó a todos los padres conciliares en 1965 antes de la cuarta sesií³n. Ver más adelante las circunstancias históricas de la difusión.

(22) La revista Unidad de los Cristianos, nº 109, publica la fotografí­a de todos los participantes.

(23) Ver Recuerdos de la Conferencia de Seelisberg y del padre Journet por el rabino A. Zafran, y La Carta de Seelisberg y la participación del cardenal Journet por Mons P. Mamie, en el Coloquio de la Universidad de Friburgo, 16-20 de marzo, 1998, sobre el tema: “Judaí­smo, Antijudaí­smo y Cristianismo «, San Mauricio, edit. San Agustí­n, 2000, p. 13-35. El padre Journet fue invitado a la conferencia dada por el R.P. de Menasce O.P., egipcio, judí­o convertido. En cuanto a Jacques Maritain, lo fue por el pastor de Ginebra Pierre Visseur.

(24) El texto í­ntegro fue publicado por la revista Nova y Vetera 1946-1947, p. 312-317. Se titulaba: “Contra el Antisemitismo”. Allí­ se lee: “Los cristianos comprenderán también que necesitan revisar diligentemente y purificar su propia lengua, pues una rutina no siempre inocente, pero en todo caso particularmente despreocupada por el rigor y la exactitud, filtró expresiones absurdas como la de raza deicida, o un modo más bien racista que cristiano de relatar la historia de la Pasión, que invita a los niños cristianos al odio de sus condiscipulos judí­os (…)

(25) André Kaspi, Jules Isaac, historiador, protagonista del acercamiento judeocristiano, Parí­s, Plon, 2002, p. 215.

(26) Ibidem, p. 216.

(27) Ibidem, p. 232.

(28) La famosa inspiración de Juan XXIII en San Pablo Extramuros sigue siendo un enigma. Serí­a interesante saber si Jules Isaac o las organizaciones judí­as desempeñaron algún papel en la decisión que tomó. Se sabe que en 1923 los cardenales desaconsejaron a Pí­o XI una convocatoria semejante. El cardenal Billot habí­a incluso predicho al Sumo Pontí­fice: ¿Acaso no debemos temer que el Concilio sea «maniobrado» por los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas, que como los informes muestran con evidencia, se prepararan para aprovecharse de los Estados Generales de la Iglesia (es decir, un Concilio–n.d.t) y hacer una revolución, un nuevo 1789? Citado por Mons Tissier de Mallerais en Marcel Lefebvre, Clovis 2002, p. 289.

(29) Edit. Du Cedre, Parí­s, 1982.

(30) Lo difundí­an los diarios egipcios. Ver la obra de Bea La Iglesia y los Judí­os, Cerf, 1967, y el artí­culo del cardenal J. Willebrands “Contribución del cardenal Bea al movimiento ecuménico, a la libertad religiosa y a la instauración de nuevas relaciones con el pueblo judí­o”, D.C. 79.(1982), p. 199-207.

(31) Ver el artí­culo «Cómo los judí­os cambiaron el pensamiento católico» de Joseph Roddy en la revista Look del 25 de enero, 1966, artí­culo traducido y publicado í­ntegramente en Le Sel de la Terre, nº 34, otoño 2000, p. 196-215. Estas lí­neas remiten a ese artí­culo.

(32) Mucho se podrí­a escribir sobre los años de preparación del Concilio (hombres, relaciones, redes, proyectos, publicaciones, planes, amistades, enemistades…)

(33) Léon de Poncins, El judaí­smo y el Vaticano. Tentativa de Subversión Espiritual, edit. Saint Rémi, 2001, p. 204. El parecido que se encuentra con las reflexiones vertidas en la declaración del episcopado norteamericano sobre los judí­os, del 13 de agosto de 2002, es algo espantoso: «¿Deberí­an los cristianos invitar a los judí­os a bautizarse? Es una cuestión compleja, no sólo en términos de la autodefinición teológica cristiana, sino también en razón de la historia de los bautismos forzados de judí­os por parte de los cristianos. En un estudio notable y siempre vigente presentado en el sexto encuentro del Comité de Enlace Internacional católico-judí­o en Venecia hace veinticinco años, el profesor Tommaso Federici examinaba las implicancias misiológicas de Nostra Ætate sobre bases históricas y teológicas, argumentando que en la Iglesia no deberí­a haber ninguna organización, del tipo que fuese, dedicada a la conversión de los judí­os.» Reflexiones sobre la Alianza y la Misión, documento publicado por el Comité del Episcopado Norteamericano para los asuntos ecuménicos e interreligiosos, junto al Consejo Nacional de Sinagogas, donde se afirma que la conversión de los judí­os es un objetivo inaceptable. Washington, 13 de agosto, 2002.

(34) Joseph Roddy, ibidem, p. 201.

(35) Estos dos personajes eran oficialmente conversos del judaí­smo.

(36) Historia del ConcilioVaticano II, obra dirigida por G. Alberigo, Parí­s, Cerf/ Peeters, 1997, t. 1., p. 440-441.

(37) Joseph Roddy escribe: «Bea no querí­a que la Santa Sede o la Liga írabe supieran que se encontraba ahí­ para escuchar las preguntas sobres las cuales los judí­os aguardaban una respuesta «, ibidem. p. 202.

(38) «Los capí­tulos IV y V, concernientes a los judí­os y a la libertad religiosa, provocarán los debates más tempestuosos entre renovadores y tradicionalistas. Lo que está en juego no es ni más ni menos que la renuncia, por parte de la Iglesia, al monopolio de la única verdad.» Henri Tincq, L´í‰toile et la Croix. Jean-Paul II-Israël-L´explication, Parí­s, J.C. Lattèse, 1993, p. 30. Los patriarcas orientales defenderán valerosamente la teologí­a de la Iglesia. Entre ellos hay que citar al cardenal Tappouni, patriarca sirio de Antioquí­a, a Maximos IV, patriarca melquita de Damasco, a patriarca copto Esteban I Sidarous y a patriarca latino de Jerusalén.

(39) Y también Los hebreos y el Concilio, obra de un cierto Bernardus. V. René Laurentin, La Iglesia y los Judí­os en el Vaticano II, Casterman, 1967.

(40) El deicidio a la luz del Concilioes todo un tema para estudio. En efecto, se produjeron debates de los más vivos y apasionantes. Por ejemplo, Bea afirma que «si bien es cierto que el Sanedrí­n de Jerusalém representaba al pueblo judí­o, ¿habrá comprendido plenamente la divinidad de Cristo? Si la respuesta es negativa, entonces no hubo deicidio formal». Por su parte, el arzobispo de Palermo, cardenal Ruffini, tomará la palabra para exclamar: «No se puede decir que los judí­os son deicidas por la sencilla razón de que no se puede matar Dios.» Ver Henri Tincq, ibid, p. 36 y R. Braun, «¿Es deicida el pueblo judí­o?», artí­culo publicado en la revista Encuentros de Cristianos y Judí­os, nº 10, suplemento, 1975, p. 54 a 71. El tema sigue siendo de extrema actualidad por la polémica levantada alrededor de la pelí­cula de Mel Gibson The Passion, cuya estreno se prevé para Pascua de 2004.

(41) Estos encuentros mantenidos oficialmente en secreto causaban inquietud entre buenos obispos. Roddy revela que «fue esta suerte de reuniones cumbres hechas bajo cuerda,g lo que condujo a los conservadores a afirmar que los judí­os norteamericanos formaban el nuevo poder que actuaba a espaldas la Iglesia», ibid. p. 206.

(42) Sobre el esquema preparatorio, comenta Henri Fesquet: «Noventa y nueve Padres votaron negativamente, mil seiscientos cincuenta por la afirmativa y doscientos cuarenta y dos afirmativo con reservas. Los obispos orientales intervinieron en bloque declarando su oposición de principio a toda declaración sobre los judí­os por parte del Concilio. Con todo, el escrutinio final recién tendrá lugar al fin de la sesión IV en 1965 «, Le Monde, 27 de noviembre, 1964.

(43) Léon de Poncins, El Problema Judí­o frente al Concilio, p. 7.

(44) Mons. Luigi Carli, fiel amigo de Mons. Lefebvre en el Cœtus internationalis Patrum, publicó en su boletí­n diocesano de febrero, 1965, que «los judí­os de la época de Cristo y sus descendientes hasta el dí­a de hoy son colectivamente culpables de la muerte de Cristo.»

(45) André Chouraqui, La Reconnaissance. Le Saint-Siège, les juifs et Israël, Parí­s, Robert Laffont, 1992, p. 200.

(46) En cursiva en el texto.

(47) Coloquio de la universidad de Friburgo, 16-20 de marzo, 1998, sobre el tema: Judaí­smo, Antijudaí­smo y Cristianismo, Saint Maurice, edit. S. Agustin, 2000, ibid, p. 129.

(48) Creador del sitio: www.chrétiens-et-juifs.org.

(49) El diálogo con la Iglesia,¿es bueno para los judí­os?, Bruselas, sept., 1997.

(50) Paul Giniewki, Antijudaí­smo cristiano. Un cambio, Parí­s, Salvator, 1993, p. 506. La lectura de esta obra se impone a todo el que quiera comprender los acontecimientos a la luz de la lucha entre la Iglesia y la sinagoga.

(51) En una intervención ante el Congreso Judí­o Europeo celebrado en Parí­s, 2002, el cardenal Lustiger supo resumir admirablemente la historia de las relaciones judeocristianas entre 1945 y 1965: «Los signatarios de Seelisberg se tomaron su tiempo, Jules Isaac golpeó a la puerta y el ConcilioVaticano II la abrió a través de la declaración Nostra Aetate. » Difí­cilmente se podrí­a sintetizar mejor. La Promesa, ibid, p. 187.

(52) Cardenal Lustiger, ibid., p. 187.

(53) La expresión pertenece a Lustiger, en un discurso pronunciado en la sinagoga de Nueva York: «La Iglesia condensó esta toma de conciencia en la declaración Nostra Aetate del ConcilioVaticano II, y desde hace treinta años, dio lugar a numerosas tomas de posición, particularmente bajo impulso del papa Juan Pablo II. Pero esta nueva comprensión aún debe transformar a fondo los prejuicios, las ideas de tantos pueblos pertenecientes al espacio cristiano, cuyo corazón todaví­a no está purificado por el Espí­ritu del Mesí­as”, ibid. ¿Qué es este “Espí­ritu del Mesí­as”?

Gentileza de Panorama Católico