LAS INDULGENCIAS
Debemos ayudar a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado insensible seria quien no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; mas insensible es el que no auxilia a un amigo que esta en el purgatorio, pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí.
Santo Tomás
Sobre el Credo, 5, 1. c., p. 73
Ofrecer el sacrificio por el descanso de los difuntos (…) es una costumbre observada en el mundo entero. Por eso creemos que se trata de una costumbre enseñada por los mismos Apóstoles. En efecto, la Iglesia católica la observa en todas partes; y si ella no creyera que se les perdonan los pecados a los fieles difuntos, no haría limosnas por sus almas, ni ofrecería por ellas el sacrificio a Dios.
San Isidoro de Sevilla
Sobre los oficios eclesiásticos, 1
Un tesoro al alcance de los católicos, más necesario hoy en día, dada la apostasía de la iglesia conciliar que,
al fin y al cabo es cada vez más claro una secta protestante, entre los que no se cree en el Purgatorio.
La palabra indulgencia (del latín indulgentia, de indulgeo, «ser amable» o «compasivo») significa, originalmente, bondad o favor; en el latín post-clásico llegó a significar la remisión de un impuesto o deuda. En la Ley Romana y en la Vulgata del Antiguo Testamento (Is. LXI, 1) se usaba el término para expresar la liberación de una cautividad o castigo. En el lenguaje teológico también se suele usar en su sentido original para significar la bondad o el favor de Dios. Pero en el sentido estricto del término -sentido en el que se lo considera en este artículo- «indulgencia» es la remisión del castigo temporal debido al pado cuya culpabilidad ha sido ya perdonada. Entre los términos equivalentes usados en la antigüedad se encuentran: pax, remissio, donatio, condonatio.
- Qué cosa no es una Indulgencia
- Qué es una Indulgencia
- . Varios tipos de Indulgencias
- Quien puede conceder Indulgencias
- Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia
- Enseñanza Autoritativa de la Iglesia
- Bases de la Doctrina
- El Poder de Conceder Indulgencias
- Abusos
- Efectos Saludables de las Indulgencias
Qué cosa no es una Indulgencia
A fin de facilitar la explicación, puede ser provechoso comenzar por afirma lo que NO es una indulgencia. No es un permiso para par, ni un perdón para pecados futuros: ninguna de estas dos cosas pueden ser concedidas por poder alguno. No es tampoco el perdón de la culpa del pecado, y supone que el pecado ha sido ya perdonado con anterioridad. No es una excepción que exima de alguna ley o precepto, ni mucho menos de una obligación contraída por algún pecado, como por ejemplo, la restitución de la cosa robada; al contrario, significa una satisfacción más completa de la deuda que el pecador tiene ante Dios. No confiere ninguna inmunidad con respecto a posibles tentaciones ni elimina la posibilidad de subsecuentes caídas en el pecado. Y de ninguna manera la indulgencia puede entenderse como la compra del perdón de los pecados que aseguraría la salvación al comprador o la salida de algún alma del Purgatorio. Lo absurdo de todas estas nociones será evidente para cualquiera que tenga una idea correcta sobre lo que la Iglesia Católica verdaderamente enseña sobre el tema. Ir al inicio.
Una indulgencia es una remisión extra-sacramental de la pena temporal debida -según la justicia de Dios- por el pecado que ha sido ya perdonado, remisión que es otorgada por la Iglesia en consecuencia del poder de las llaves, mediante la aplicación de los méritos sobreabundantes de Cristo y de los santos, y por justos motivos. Para entender esta definición, hay que tener en cuenta los siguientes puntos:
- En el Sacramento del Bautismo se perdona no solamente la culpa del pecado, sino también toda la pena adjunta al pecado. En el Sacramento de la Penitencia se remueve la culpa del pecado y, conjuntamente con ella, también la pena eterna merecida por el mismo; pero el castigo temporal requerido por la justicia divina permanece, y este requerimiento debe ser satisfecho sea en esta vida o en la vida futura, es decir, en el Purgatorio. La indulgencia ofrece al pecador arrepentido la posibilidad de saldar o aligerar esta deuda durante su vida en la tierra
- Algunos escritos indulgenciales -ninguno de ellos, sin embargo, emitido por algún papa o concilio (Pesch, Tr. Dogm., VII, 196, no. 464)- contienen la expresión «indulgentia a culpa et a poena», es dir, liberación de la culpa y del castigo; esto ha producido considerable confusión (cf. Lea, «History» etc., III, 54ss). El verdadero significado de la fórmula es que las indulgencias, presuponiendo el Sacramento de la Penitencia, hace que el penitente, después de recibir el perdón sacramental de la culpa de su pecado, se libera también, por la indulgencia, del castigo temporal (Bellarmine, «De Indulg.», I, 7). En otras palabras, el pecado es totalmente perdonado, es decir, sus efectos totalmente borrados, sólo cuando se ha realizado la completa reparación, lo que significa perdón de la culpa y remisión de la pena. De aquí que el papa Clemente V (1305-1314) condenara la práctica de aquellos proveedores de indulgencias que pretendían absolver «a culpa et a poena» (Clement, l. v, tit. 9, c. ii); el Concilio de Constanza (1418) revocó (sesión XLII, n. 14) todas las indulgencias que contenían esa fórmula; Benedicto XIV (1740-1758) las trataba como indulgencias espurias concedidas con esta fórmula, que él atribuye a las prácticas ilícitas de los «quaestores» o proveedores (De Syn. dioes., VIII, viii.7)
- La satisfacción, comúnmente llamada «pena», impuesta por el confesor cuando éste administra la absolución es parte integral del Sacramento de la Penitencia; una indulgencia, por el contrario, es extra-sacramental: presupone los efectos obtenidos por la confesión, la contrición y la satisfacción sacramental. También se distingue de las obras penitenciales que se puedan realizar por iniciativa del penitente -como son la oración, el ayuno y la limosna-, dado que estas son obras personales del penitente, y su valor depende del mérito de éste, mientras que la indulgencia brinda al penitente los méritos de Cristo y de los santos, que son el «Tesoro» de la Iglesia.
- La indulgencia es válida tanto en el tribunal eclesiástico cuanto en el tribunal de Dios. Esto significa que no sólo libra al penitente de sus deudas ante la Iglesia o de la obligación de cumplir con una pena canónica, sino que también lo libra del castigo temporal del que sea ha hecho merecedor ante Dios, castigo que, sin la indulgencia, el pecador debería recibir a fin de satisfacer la justicia divina. Esto no significa, sin embargo, que la Iglesia pretenda dejar de lado los reclamos de la justicia divina, o que ella permita al pecador despreciar su la deuda contraída con su pecado. Como dice Sto. Tomás (Suppl., xxv. a. 1 ad 2um): «El que gana indulgencias no se libra absolutamente de la pena que merece, sino que se le conceden los medios para saldarla». La Iglesia, entonces, no deja al penitente irremediablemente en su deuda, ni lo libra de tener que responsabilizarse por sus obras; al contrario, la Iglesia le permite cumplir con las obligaciones que contrajo.
- Al conceder una indulgencia, el que la otorga (papa u obispo) no ofrece sus méritos personales en lugar de lo que Dios pide al pecador, sino que obra según su autoridad oficial como quien tiene jurisdicción en la Iglesia, de cuyo tesoro espiritual se conceden los medios con los cuales se salda la deuda adquirida. La Iglesia en sí misma no es la dueña sino la administradora de los méritos sobreabundantes que contiene ese tesoro. Aplicándolos, la Iglesia no pierde de vista tanto los designios de la misericordia de Dios como los requerimientos de la justicia de Dios. Así, ella determina la cantidad de cada concesión, como también las condiciones que el penitente debe cumplir si desea ganar la indulgencia.Ir al inicio.
Una indulgencia que puede ganarse en cualquier parte del mundo es una indulgencia universal, mientras que la que se puede ganar en un sitio determinado (Roma, Jerusalén, etc.) es indulgencia local. Otra distinción es entre indulgencias perpetuas, que pueden ganarse en cualquier momento, e indulgencias temporales, que se ganan solamente en determinados días o en un determinado período de tiempo. Las indulgencias reales se conceden en relación con el uso de ciertos objetos (crucifijo, rosario, medalla); las personales son las que no requieren del uso de ningún objeto, o bien que se conceden a una determinada clase de personas, como por ejemplo a los miembros de una orden o confraternidad. Sin embargo, la distinción más importante es la que distingue entre indulgencia plenaria e indulgencia parcial. Por indulgencia plenaria se entiende la remisión de toda la pena temporal merecida por el pecado, de tal modo que no es necesaria ninguna otra expiación en el Purgatorio. Indulgencia parcial condona sólo una parte de la pena; la porción que se condona se determina según la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva. Decir que se concede una indulgencia de una cantidad determinada de días o de años significa que se cancela una cantidad de pena de Purgatorio equivalente con lo que hubiese sido cancelado, en la presencia de Dios, por la práctica de tantos días o años según la antigua disciplina penitencial. En este caso, evidentemente, la computación no pretende ser exacta, sino más bien posee un valor relativo.
Sólo Dios sabe la cantidad de pena que debe ser saldada y cuál es su preciso valor en severidad y duración. Finalmente, algunas indulgencias se conceden a favor de los vivos solamente, mientras que otras pueden aplicarse a favor de los que ya murieron. Debe notarse, sin embargo, que la aplicación no tiene la misma significación en ambos casos. La Iglesia, al conceder una indulgencia a los vivos, ejerce su jurisdicción; sobre los difuntos ella no tiene ninguna jurisdicción, y por lo tanto hace disponible la indulgencia para ellos a modo de sufragio (per modum suffragii), es decir, la Iglesia pide a Dios que acepte las obras satisfactorias y, en consideración de estas, que mitigue o acorte los sufrimientos de las almas en el Purgatorio. Ir al inicio.
Quien puede conceder Indulgencias
La distribución de los méritos contenidos en el tesoro de la Iglesia es un ejercicio de autoridad (potestas iurisdictionis), no del poder concedido por el Sacramento del Orden Sagrado (potestas ordinis). De este modo el Papa, como cabeza suprema de la Iglesia en la tierra, puede otorgar todo tipo de indulgencias a todos y cada uno de los fieles, y sólo él puede otorgar indulgencias plenarias. El poder de los obispos, previamente irrestringido, fue limitado por Inocencio III (1215) al poder de otorgar una año de indulgencia por la dedicación de una iglesia, y de cuarenta días en otras ocasiones. León XIII (Rescripto del 4 de Julio de 1899) autorizó a los arzobispos de Sudamérica el poder de otorgar ocho días (Acta S. Sedis, XXXI, 758). Pío X (28 de Agosto de 1903) permitió a los cardenales en sus iglesias titulares y diócesis otorgar 200 días, a los arzobispos 100 y a los obispos 50. Estas indulgencias no son aplicables a los fieles difuntos. Pueden ser ganadas por personas que no pertenecen a esa diócesis, pero temporalmente y dentro de sus límites; también por los súbditos del obispo que las concede, sea que se encuentre en la diócesis o fuera de ella, excepto si la indulgencia es local. Los sacerdotes, vicarios generales, abades y generales de órdenes religiosas no pueden conceder indulgencias, a menos que se les autorice a hacerlo específicamente. Por otro lado, el Papa puede permitir a un clérigo no sacerdote conceder alguna indulgencia (St. Tomás, «Quodlib.», II, q. viii, a. 16).Ir al inicio.
Disposiciones necesarias para ganar una Indulgencia
El sólo hecho que la Iglesia conceda una indulgencia no significa que la misma pueda ganarse sin esfuerzo por parte del fiel. De lo que se dijo más arriba es claro que el que recibe le indulgencia debe estar libre de la culpa del pecado mortal. Además, para la indulgencia plenaria habitualmente se requiere confesión y comunión, mientras que para las indulgencias parciales la confesión no es obligatoria, aunque es prescripción habitual que el que las quiera ganar tenga «al menos un corazón contrito» (corde saltem contrito). Con respecto al tema, debatido entre los teólogos, si una persona en pecado mortal puede ganar una indulgencia aplicable a los difuntos, véase el vocablo PURGATORIO [de la Encl. Católica]. También es necesario tener la intención, aunque sea de modo habitual, de ganar las indulgencias. Finalmente, por la misma naturaleza del caso, es obvio que se deben realizar las buenas obras, oraciones, limosnas, visita de una iglesia, etc., que han sido prescritas para la adquisición de una indulgencia. Ir al inicio.
Enseñanza Autoritativa de la Iglesia
El Concilio de Constanza condenó entre los errores de Wyclif la siguiente proposición: «Es necio creer en las indulgencias concedidas por el papa o los obispos» (Sess. VIII, 4 de Mayo de 1415; ver Denzinger-Bannwart, «Enchiridion», 622). En la bula «Exsurge Domine», del 15 de Junio de 1520, León X condenó la afirmación de Lutero según la cual «las indulgencias son píos fraudes de los fieles», y que «las indulgencias no aprovechan a aquellos que las ganan para la remisión de la pena debida al pecado actual ante la justicia de Dios» (Enchiridion, 75S, 759). El Concilio de Trento (Sess. XXV, 3-4 de Diciembre de 1563) declaró: «Dado que el poder de conceder indulgencias fue dado por Cristo a la Iglesia, y dado que la Iglesia desde los primeros tiempos ha hecho uso de este poder dado por Dios, el santo sínodo enseña y manda que el uso de las indulgencias, muy provechoso para los cristianos según ha sido aprobado por la autoridad de los concilios, deberá ser mantenido en la Iglesia; además [este sínodo] pronuncia el anatema contra los que declaran que las indulgencias son inútiles, o bien niegan que la Iglesia tenga el poder para concederlas (Enchiridion, 989). Por lo tanto es de fe (de fide)
- que la Iglesia ha recibido de Cristo el poder de conceder indulgencias y
- que el uso de las indulgencias es de provecho para los fieles. Ir al inicio.
Un elemento esencial en las indulgencias es la aplicación a una persona de la satisfacción hecha por otras. Este traspaso se basa en tres cosas: la Comunión de los Santos, el principio de la Satisfacción Vicaria y el Tesoro de la Iglesia.
- La Comunión de los Santos
Nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros unos de otros» (Rom., xii, 5). Como cada órgano participa de la vida de todo el cuerpo, así cada uno de los fieles aprovecha de las oraciones y buenas obras de todos los demás, un beneficio que enrique, en primer lugar, a los que están en gracia de Dios, pero también, aunque con menos plenitud, a los miembros en pecado.
- El principio de la Satisfacción Vicaria.
Cada obra buen que realiza el hombre tiene un doble valor: uno de mérito, otro de satisfacción o expiación. El mérito es personal, y por lo tanto no puede transferirse; pero la satisfacción puede aplicarse a otros, como escribe S. Pablo a los Colosenses (i, 24) hablando de sus mismas obras: «Me alegro ahora en mis sufrimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia» (ver SATISFACCIÓN).
- El Tesoro de la Iglesia.
Cristo, como lo declara San Juan en su Primera Epístola (ii,2) «es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino por los pecados de todo el mundo». Dado que la satisfacción de Cristo es infinita, constituye un recurso inextinguible, que es más que suficiente para pagar la deuda ocasionada por el pecado. Además, están las obras satisfactorias realizadas por la Santísima Virgen María, que no han sufrido ninguna mengua debida a la pena del pecado, y las virtudes, penitencias y sufrimientos de los santos que exceden abundantemente todo castigo temporal que estos siervos de Dios han podido merecer. Estos se añaden al Tesoro de la Iglesia de modo secundario, no independiente del mérito de Cristo, sino más bien adquirido en base a éste. La explicitación de esta doctrina se debe al trabajo de grandes escolásticos, particularmente Alejandro de Hales (Summa, IV, Q. xxiii, m. 3, n. 6), Alberto Magno (In IV Sent., dist. xx, art. 16), y Santo Tomás (In IV Sent., dist. xx, q. i, art. 3, sol. 1). Como lo declara el Aquinate (Quodlib., II, q. vii, art. 16): «Todos los santos pretendieron que todo lo que ellos hacían o sufrían sería provechoso no sólo para ellos, sino también para toda la Iglesia». Y luego señala (Contra Gent., III, 158) que lo que uno sufre en beneficio de otros, siendo una obra de caridad, es más aceptable como satisfacción a los ojos de Dios que lo que uno sufre en beneficio propio, dado que en este último caso se trata de una obra necesaria. La existencia de una tesoro infinito de méritos en la Iglesia ha sido declarado dogmáticamente en la bula «Unigenitus», publicada por Clemente VI el 27 de Enero de 1343, y más tarde insertada en el «Corpus Iuris» (Extrav. Com., lib. V, tit. ix. c. ii): «Sobre el altar de la Cruz -dice el Papa- Cristo derramó no solamente una gota de su sangre, aunque ello hubiese sido suficiente, por razón de su unión con el Logos, para redimir a todo el género humano, sino que derramó un copioso torrente… fundando así un tesoro infinito a favor de la humanidad. Este tesoro Cristo no sólo no lo envolvió en un manto y lo escondió en el campo, sino que lo encomendó a Pedro, el portador de las llaves, y a sus sucesores, de modo que ellos pudiesen, por justas y razonables causas, distribuirlo a los fieles en forma de remisión plena o parcial de la pena temporal debida por el pecado». De aquí brota la condenación por parte de León X de la afirmación de Lutero que «los tesoros de la Iglesia del cual el papa concede indulgencias no son los méritos de Cristo y los santos» (Enchiridion, 757). Por el mismo motivo, Pío VI (1794) catalogó como falso, temerario e injurioso a los méritos de Cristo y de los santos el error del sínodo de Pistoya, según el cual el tesoro de la Iglesia era una invención de sutileza escolástica (Enchiridion, 1541).
Según la doctrina católica, por lo tanto, la fuente de las indulgencias se constituye por los méritos de Cristo y de los santos. Este tesoro ha sido entregado en custodia no al fiel en particular, sino a la Iglesia. Consecuentemente, para hacerlo disponible al fiel, se requiere un ejercicio de autoridad que determine, sólo él, de qué modo, bajo qué condiciones y hasta qué punto se conceden las indulgencias. Ir al inicio.
El Poder de Conceder Indulgencias
Una vez que se admite que Cristo dejó a su Iglesia el poder de perdonar los pados (ver PENITENCIA), el poder de conceder indulgencias se infiere lógicamente. Dado que el perdón sacramental se extiende tanto a la culpa como al castigo eterno, se sigue sin dificultad que la Iglesia puede también librar al penitente de la pena menor o temporal. Esto se vuelve más claro aún, sin embargo, cuando consideramos la amplitud del poder concedido a Pedro (Mat., xvi,19): «Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que atares sobre la tierra será atado también en el cielo, y todo lo que desatares sobre la tierra será también desatado en el cielo.» (Cf. Mat., xviii,18, donde un poder semejante es concedido a todos los Apóstoles). No se pone límite a este poder de desatar, «el poder de las llaves» como se lo llama; por tanto debe extenderse a todas y cada uno de las ataduras contraídas por el pado, tanto de la pena como de la culpa. Cuando la Iglesia, por lo tanto, mediante una indulgencia, remite esta pena, su acción -según las palabras de Cristo- es ratificada en los cielos. Que este poder, como afirma el Concilio de Trento, haya sido ejercido desde el inicio, se muestra por las palabras de San Pablo (II Cor., ii, 5-10), cuando trata del caso del hombre incestuoso de Corinto. El pecador había sido excluido, por orden de San Pablo, de la compañía de los fieles, pero se había arrepentido sinceramente; por ello el Apóstol juzga que a aquél hombre «este castigo, impuesto por varios, le es suficiente», y agrega: «a quien habéis perdonado algo, yo también lo perdono; porque en verdad, lo que yo he perdonado, si algo he perdonado, lo hice por vosotros en la persona de Cristo». Pablo había sujetado al culpable con los lazos de la excomunión; ahora libra al penitente del castigo por un acto de autoridad -«en la persona de Cristo»-. Aquí tenemos todos los elementos esenciales de una indulgencia.
Estos elementos esenciales permanecen en la práctica subsiguiente de la Iglesia, aunque los elementos accidentales varían según van surgiendo nuevas condiciones. Durante las persuciones, aquellos cristianos que habían caído y que deseaban ser readmitidos a la comunión con la Iglesia, fruentemente obtenían de los mártires una nota (libellus pacis) que presentaban al obispo, de modo que éste, en consideración de los sufrimientos del mártir, pudiese admitir al penitente a ser absuelto de su pecado, librándolo consuentemente del castigo en el que habían incurrido. Tertuliano se refiere a esto cuando dice (Ad martyres, c. i, P.L., I, 621): «La cual paz algunos, no teniéndola en la Iglesia, suelen suplicarla de parte de los mártires en la prisión; por lo tanto tú debes poseerla, apreciarla y preservarla en ti, de modo que, si es necesario, puedas concederla a otros.» Más luz se ha sobre este asunto si consideramos el vigoroso ataque que el mismo Tertuliano hizo después de haberse vuelto Montanista. En la primera parte de su tratado «De pudicitia», ataca al papa por su supuesta relajación al admitir a los adúlteros a la penitencia y al perdón, y desdeña el perentorio edicto del «pontifex maximus episcopus episcoporum». Al final del tratado se queja de que el mismo poder de remisión se concede ahora también a los mártires, y argumenta que debería ser suficiente que los sufrimientos de los mártires sirvan para purgar sus propios pecados – «sufficiat martyri propria delicta purgasse». Y también, «¿Cómo puede el aceite de tu pequeña lámpara bastar para ti y para mí?» (c. xxii). Es suficiente notar que muchos de sus argumentos aplicarían con la misma mucha o poca fuerza a las indulgencias de las edades posteriores.
Durante la época de S. Cipriano (m. 258) el herético Novaciano pretendía que ninguno de los lapsi sea readmitido a la Iglesia; otros, como Felicissimus, sostenían que tales pecadores debían ser readmitidos sin pena ninguna. Entre estos extremos, San Cipriano mantiene el punto medio, insistiendo en que esos pecadores debían ser readmitidos cumpliendo las condiciones propias. Por un lado, condena los abusos en conexión con el libellus, en particular la costumbre de los mártires de hacerlos en blanco para ser completados por cualquiera que lo nesitase. «Con respecto a esto debéis estar particularmente atentos» escribe a los mártires (Ep. xv), «a fin de designar por el nombre a aquellos a los que deseáis sea devuelta la paz.» Por otro lado ronoce el valor de estos memoriales: «Aquellos que han recibido un libellus de parte de los mártires y con su ayuda pueden, en la presencia del Señor, obtener la liberación en sus pecados, permitidles que, si están enfermos o en peligro, después de la confesión y la imposición de tus manos, partan hacia el Señor en aquella paz que le ha sido prometida por los mártires» (Ep. xiii, P.L., IV, 261). San Cipriano, por lo tanto, creía que los méritos de los mártires podían ser aplicados a los cristianos menos dignos por medio de una satisfacción vicaria, y que tal satisfacción era aceptable a los ojos de Dios como de la Iglesia.
Después que las persecuciones cesaron, la disciplina penitencial permaneció en uso, aunque se vio una más grande condescendencia en aplicarlas. El mismo San Cipriano fue acusado de mitigar la «severidad evangélica» sobre la cual él había insistido en un comienzo; a esto respondió (Ep. lii) que semejante severidad era exigida durante el tiempo de persecución, no sólo para estimular a los fieles en la práctica de la penitencia, sino también para apresurarlos a que busquen la gloria del martirio; cuando, por el contrario, la paz para la Iglesia fue asegurada, la relajación de la disciplina fue necesaria a fin de prevenir a los pecadores de no caer en desesperación ni de llevar la vida de los paganos. En el 380 San Gregorio de Nyssa (Ep. ad Letojum) declara que la penitencia debe ser acortada en los casos en los que se muestra sinceridad y celo en su práctica – «ut spatium canonibus praestitum posset contrahere» (can. xviii; cf. can ix, vi, viii, xi, xiii, xix). En este mismo espíritu San Basilio (379), después prescribir un tratamiento más condescendiente en relación a varios crímenes, estable el principio general que en todos los casos semejantes no es sólo la duración de la penitencia lo que debe considerarse, sino la manera en la que se lleva a cabo (Ep. ad Amphilochium, c. lxxxiv). La misma condescendencia se muestra en varios Concilios: Ancyra (314), Laodicea (320), Nicea (325), Aries (330). Llegó a ser muy común durante este período favorecer a aquellos que estaban enfermos o en peligro de muerte (ver Amort, «Historia», 28ss). Los antiguos penitenciales de Irlanda e Inglaterra, aunque si exigentes en lo que toca a disciplina, prevén la relajación en ciertos casos. San Cummian, por ejemplo, en su Penitencial (del séptimo siglo), tratando del pecado de robo (cap. v) prescribe que aquel que ha cometido hurtos en varias oportunidades deberá hacer penitencia por siete años o por tanto tiempo como lo considere oportuno el sacerdote, debe siempre reconciliarse con aquel al que provocó el daño y debe hacer restitución proporcionada al daño cometido, en cuyo caso su penitencia deberá acortarse considerablemente (multum breviabit poenitentiam ejus). Pero si la persona en cuestión muestra falta de interés o imposibilidad (en cumplir con estas condiciones), deberá cumplir la penitencia por todo el tiempo que le ha sido impuesta, y en todos sus detalles. (Cf. Moran, «Essays on the Early Irish Church», Dublin, 1864, p. 259.)
Otra práctica que muestra claramente la diferencia entre la absolución sacramental y la concesión de indulgencias era la solemne reconciliación de los penitentes. Estos, al inicio de la cuaresma, recibían de parte de los sacerdotes la absolución por sus pecados y la penitencia que imponían los cánones; el Jueves Santo se presentaban ante el obispo, que les imponía las manos, los reconciliaba con la Iglesia y los admitía a la comunión. Esta reconciliación estaba reservada al obispo, como está explícitamente declarado en el Penitencial de Teodoro, Arzobispo de Canterbury; en casos de necesidad el obispo podía delegar a un sacerdote para este propósito (lib. I, xiii). Dado que el obispo no oía sus confesiones, la «absolución» que él impartía debía ser una liberación de alguna penalidad en la que habían incurrido. En efecto, el resultado de esta reconciliación era restaurar al penitente a su estado de inocencia bautismal, y consecuentemente de libertad de todas las penalidades, según apare en las así llamadas Constituciones Apostólicas (lib. II, c. xli), donde se dice: «Eritque in loco baptismi impositio manuum» – es dir, la imposición de manos tiene el mismo efto que el bautismo (cf. Palmieri, «De Poenitentia», Roma, 1879, 459s).
En un período posterior (desde el siglo ocho al doce) se volvió costumbre permitir la substitución de alguna pena menor por aquello que prescribían los cánones. Así, el Penitencial de Egberto, Arzobispo de York, declara (XIII, 11): «Para aquel que puede realizar lo que prescribe el penitencial, está muy bien que lo haga; para aquel que no lo puede realizar, damos consejo según la misericordia de Dios. En vez de un día a pan y agua, que cante cincuenta salmos de rodilla o setenta salmos sin arrodillarse… Pero si no sabe los salmos y no puede ayunar, en lugar de un año a pan y agua que de veintiséis solidi en limosnas, que ayune hasta la hora de Nona en un día de cada semana, y hasta la hora de Vísperas en otro día, y en tres cuaresmas que de en limosnas la mitad de lo que recibe.» La práctica de sustituir la recitación de los salmos o la limosna por una parte del ayuno se estable también en el Sínodo de Irlanda, en el 807, el cual dice (c. xxiv) que el ayuno del segundo día de la semana puede «redimirse» cantando un salterio o dando un denarius a un pobre. Aquí tenemos los comienzos de las así llamadas «redenciones» que prontamente pasarán a ser de uso común. Entre otras formas de conmutación estaban las peregrinaciones a santuarios bien conocidos como el de San Albano en Inglaterra o el de Compostela en España. Pero el lugar más importante de peregrinación era Roma. Según Beda (674-735) la «visitatio liminum», o visita a la tumba de los Apóstoles, ya era vista como una buena obra de gran eficacia (Hist. cl., IV, 23). En un principio los peregrinos venían sólo a venerar las reliquias de los Apóstoles y mártires; pero con el paso del tiempo su objetivo principal fue ganar las indulgencias concedidas por el papa y colegadas a las Estaciones. Jerusalén, también, fue por mucho tiempo la destinación de estos viajes de piedad, y los relatos de los peregrinos sobre el modo en el que eran tratados por los infieles finalmente provocó las Cruzadas (q.v.). En el Concilio de Clermont (1095) la Primera Cruzada fue organizada, y se declaró (can. ii): «El que, por pura devoción y no por motivo de ganancia u honor, vaya a Jerusalén a liberar la Iglesia de Dios, que ese viaje le sea computado en lugar de todas las penalidades». Indulgencias semejantes se concedieron a lo largo de las cinco centurias siguientes (Amort, op. cit., 46s), siendo el objeto de ellas incentivar estas expediciones que significaban tantas penurias, pero que eran a la vez tan importantes para la Cristiandad y la civilización. El espíritu con el cual estas concesiones fueron hhas queda manifiesto en las palabras de San Bernardo, el predicador de la Segunda Cruzada (1146): «Ribe el signo de la Cruz, y obtendrás también la indulgencia por todo lo que has confesado con un corazón contrito» (ep. cccxxii; al., ccclxii).
Concesiones similares eran otorgadas fruentemente en ciertas ocasiones, como las dedicaciones de las iglesias, por ejemplo la de la antigua Iglesia del Temple en Londres, que fue consagrada en honor de la Santísima Virgen María el 10 de Febrero de 1185 por Lord Heraclius, que concedió sesenta días de indulgencia para las penas que hubiesen tenido a todos aquellos que visitasen el templo anualmente, como atestigua la inscripción sobre la entrada principal. La canonización de los santos estaba marcada fruentemente por la concesión de indulgencias, como por ejemplo en honor de San Laurencio O’Toole por parte de Honorio III (1226), en honor de San Edmundo de Canterbury por Inocencio IV (1248), y en honor de Santo Tomás de Hereford, por Juan XXII (1320). Una famosa indulgencia es la de la Portiuncula (q.v.), obtenida por San Francisco en 1221 de parte del papa Honorio III. Pero la más importante concesión durante este período es la indulgencia plenaria otorgada por Bonifacio VIII en 1300 a aquellos que, arrepentidos sinceramente y habiendo confesado sus pecados, visitasen las basílicas de los Santos Pedro y Pablo (ver JUBILEO).
Entre las obras de caridad que eran incentivadas por las indulgencias, el hospital tuvo un lugar prominente. Lea en su «History of Confession and Indulgences» (III, 189) menciona solamente el hospital de Santo Spirito en Roma, mientras que otro autor protestante, Uhlhorn (Gesc. d. Christliche Liebesthatigkeit, Stuttgart, 1884, II, 244) estable que «siempre que se repasan los archivos de cualquier hospital, se encuentran numerosas cartas de indulgencias». El hospital de Halberstadt en 1284 tenía no menos de catorce semejantes concesiones, cada una otorgando una indulgencia de cuarenta días. Los hospitales en Lucerna, Rothenberg, Rostock y Augsburgo tenían privilegios similares. Ir al inicio.
Parecería extraño que la doctrina de las indulgencias significase semejante piedra de escándalo y provocase tantos prejuicios y oposición. Pero la explicación de este hecho puede encontrarse en los abusos que poco felizmente se han asociado con lo que en sí mismo es una práctica saludable. En este sentido, claro está, las indulgencias no son una excepción: no existe institución, por más santa que sea, que haya escapado a los abusos que provocan la malicia y la indignidad de las personas. Incluso la misma Eucaristía, como lo declara San Pablo, implica el comer y beber la propia condenación para aquel que no discierne el cuerpo del Señor (1 Cor., xi, 27-29). Y, así como la paciencia de Dios es constantemente abusada por parte de los que raen en sus pecados, así también no es de sorprenderse que el ofrecimiento del perdón en la forma de las indulgencias haya conducido a malas prácticas. Estas han sido especial objeto de ataque debido, sin duda, a su conexión con la revuelta de Lutero (ver LUTERO). Por otro lado, no debe olvidarse que la Iglesia, mientras mantiene firmemente el principio e intrínseco valor de las indulgencias, ha condenado repetidamente sus abusos: de hecho, fruentemente nos enteramos de cuán grave esos abusos habían sido precisamente viendo la severidad de la condena por parte de la Iglesia.
Indulgencias Apostólicas
Las indulgencias conocidas como Apostólicas o apostolares, son esas que el Romano pontífice, el sucesor del Príncipe de los apóstoles, impone a las cruces, crucifijos, guirnaldas, rosarios, imágenes y medallas a las que bendice, también con su propia mano, o con esos de quienes fue delegada esta facultad. Los principios puestos en el artículo general de indulgencias aplica aquí también. Pero desde estas indulgencias apostólicas están entre las más fruentes y abundantes de esos ahora en uso a través de la Iglesia, ellas paren requerir un separado y más detallado tratamiento. Como el nombre implica, ellas son indulgencias garantizadas por el Papa mismo. Algunas de ellas son plenarias, otras indulgencias parciales. Podría ser observado que la posesión de la cruz o medalla u otro objeto de indulgencia no es solo o condición inmediata para ganar indulgencias ligadas a ello por la bendición del Santo Padre o su delegado. Pero la posesión habilita al reptor a ganar las varias indulgencias en la ejecución de ciertos trabajos buenos prescritos o actos de piedad. En este respecto, la posesión del objeto podría mirar como análogo a lo local o limitación personal u otras indulgencias. Para la bendición de objetos presentados a el, el Santo Padre, de ahí garantiza indulgencias, no a toda creencia indiscriminadamente, pero a ciertas personas, ingeniosas la actual o posesor prospectivo de estas cruces, medallas etc. Que podrían ser vistas como marcas o toques distinguiendo a esas personas de las que el privilegio especial ha sido dado. En el mismo tiempo desde que fue abierto a toda la fe, para obtener como objetos benditos, especialmente ahora cuando la facultad para dar esta bendición es prontamente garantizada al clero a través de la palabra, las indulgencias apostólicas pueden fuertemente ser reconocidas con esos que son meramente personal o local.Ir al inicio.
Efectos saludables de las indulgencias.
A través de los Papas ha sido en el hábito de garantizar indulgencias de muy temprana fecha, algunas a los que teniendo una limitación análoga o conexión con el llevar o traer un objeto bendito, las indulgencias apostólicas, como nosotros conocemos, datan solo del año 1587, hasta nuestros tiempos, después de la publicación de Lutero famosas estas indulgencias en contra. Y un curioso interés las liga al primer origen a esta práctica familiar. Antes esa fecha los Papas tenían simplemente medallas benditas u otros objetos presentados a ellos para este propósito. Pero como el Papa Sixto V, fijo en adelante en esta Bula «Laudemus viros gloriosos» (2 de diciembre 1587) los hombres trabajadores involucrados en su restauración y adorno de la Basílica Laterna, derribando algunas muy viejas paredes, trajo accidentalmente a brillar un numero de viejos rincones conduciendo a un lado de la cruz y en el otro como de uno a otro de los tempranos emperadores cristianos. Este remarcable descubrimiento permitió al pontífice en acuerdo con las palabras abiertas de esta Bula, cantar los rezos de esas viejas reglas de la Cristiandad, como Constantino, Teodosio y Marciano. Y por un feliz pensamiento que hace sus viejos rincones nuevamente paso corriente, como conduciendo, como fijando su nueva vida, no una mundana, pero fuertemente valores espirituales. En otras palabras, garantiza un numero de indulgencias en la ejecución de ciertas palabras pías, a todos los que se vuelven poseedores de los viejos rincones enriqueciendo con su nueva bendición. La lista de indulgencias especiales fijo en adelante en esta Bula como ligada a los rincones de emperadores cristianos en la primera instancia de las indulgencias apostólicas que los Papas ahora ligan a las medallas, etc., presentadas por su bendición. No puede ser supuesto sin embargo, que las indulgencias apostólicas, ahora son generalmente dadas en manera familiar, son en todo respecto a las mismas como esas garantizadas en esta espial ocasión por el Papa Sixto V. En comparación con la anticipada dicha Bula, «Laudemus viros gloriosos» con la lista en la instrucción anexa a la facultad costumbrista para bendecir rosarios etc. Ligando indulgencias de ahí, mostrara muchos puntos de diferencia, ambos en la extensión de las indulgencias y en los buenos trabajos prescritos como condiciones para ganarlas. Y será encontrado, como posibilidad anticipada, que en algunos casos las indulgencias dadas en la Bula Sixtina son más abundantes que las otras. En al menos un punto importante amas listas están de acuerdo. Estos serán vistas, que en ambos casos la indulgencia plenaria puede ser ganada con esos que devotamente invocan el Sagrado Nombre de Jesús en la hora de la muerte (Articulo mortis) Pero del otro lado, la indulgencia plenaria por confesión y comunión que los poseedores de los rincones lateranos pueden aparentemente ganas en un día con solo ser ganada por los poseedores de indulgencia ordinaria, objetos, en ciertos grandes festivales y que en la condición fija de rezar algunos rezos. Ir al inicio.
Enciclopedia Católica. W H. KENT Transcrito por Charles Sweeney. S. J.
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Buenos días,
Por lo que entiendo, para ganar una indulgencia es necesario, aparte de cumplir la obra o la oración prescrita, confesarse, comulgar y rezar por el Papa.
Mi pregunta es ¿puede alguien ganar indulgencias si habitualmente no tiene acceso a la Santa Misa o, si nos encontramos en una situación de sede vacante?
Gracias y un saludo.
David
No todas la indulgencias exigen las mismas condiciones, aunque en general, la mayoría, piden esas tres condiciones. ¿Cómo se resuelve el asunto en tiempo de Sede vacante? Es sencillo, pues no se pide por la intenciones en particular de tal o cual Papa, sino por las intenciones en general, que son éstas:
1.El adelanto de la Fe y el triunfo de la Iglesia.
2.La paz y la unión entre los príncipes y gobernantes cristianos.
3.La conversión de los pecadores.
4.El desarraigo de las herejías.
Cuando se oraba genéricamente por las intenciones del Papa para ganar la indulgencia plenaria, se oraba implícitamente por estas cuatro intenciones específicas y objetivas.
Como ve, esas intenciones son comunes al Papado, esté o no la Sede legítimamente constituida o vacante. Por lo tanto, estimamos, que orando en general por las intenciones del Papado, ya que la Sede ahora está vacante o usurpada, se cumple con la intención del Papa que aprobó la indulgencia y se gana dicha indulgencia.
Con respecto a cumplir con la confesión y comunión, en el caso que sea esa la condición de la obra indulgenciada; pensamos que Dios no pide imposibles, y que en la mente del legislador- el Papa que concedió la indulgencia- no estaba el propósito de hacerlas estériles, ya que la Iglesia es una buena madre que usa de su tesoro para la salvación de su hijos y no da agua al que necesitan pan; y que, toda vez que el Papa que concedió la indulgencia no podía prever esta situación de escasez de sacerdotes, no habría ningún inconveniente en cumplir con esas obligaciones, cuando se pueda, puesto que la grave incomodidad no obliga, y que se recibe el fruto de ellas aunque no se pueda hacer- no por desprecio- el cumplimiento de esas obligaciones en los tiempos previstos. De hecho, en nuestra Pía Unión ganamos ganamos indulgencia plenaria todos los días- la indulgencia plenaria sólo se puede recibir, en general, una vez cada día- y varias indulgencias parciales, ya que en estas no hay límites. Y eso tanto por nosotros, como por los difuntos.
Con multitud de temas, indulgencias, dispensas matrimoniales, dispensas de irregularidades, beneficios, etc., hemos de acudir a la virtud de la Epiqueya o Equidad, que tan estupendamente explica Santo Tomás de Aquino, mientras no tengamos un Papa, poniendo siempre en primer lugar la Ley divina, cuando la ley eclesiástica positiva no se puede cumplir, no por desprecio, sino por ser situaciones no previstas por el legislador humano.
Espero que le sirva nuestra respuesta para tranquilidad de su conciencia.
-Exaltación de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
-Extirpación de las herejías.
-Propagación de la Fe.
-Conversión de los pecadores.
-Paz y concordia entre los príncipes cristianos.
-Los demás bienes del pueblo cristiano.