La Historia de la Iglesia nos enseña cómo, en circunstancias en que no se puede aplicar el derecho positivo eclesiástico, humano al fin, la Esposa Inmaculada de Cristo nunca pierde la competencia de elegir un Papa en Sede Vacante, para cumplir siempre y sin excepción con el derecho divino, a saber, que al frente de la Iglesia siempre debe haber un legítimo sucesor de San Pedro por ser una sociedad perfecta, para lo cual la Iglesia no se ha ceñido siempre a las leyes eclesiásticas que no son de mandato divino, sino sólo decretos legítimos humanos, como veremos en el siguiente hecho histórico.Hay que recordar, especialmente a los que manejan el CIC como los protestantes la Biblia, que El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado, o ¿A quién de vosotros se le cae un hijo o un buey en un hoyo en día de reposo – sábado para los judíos, o los días de precepto para los católicos-, y no lo saca inmediatamente?, nos dijo nuestro Señor. Pues bien, esa postura farisea que nuestro Señor denuncia es la de muchos acéfalos que alegan que no se puede elegir un papa por x, y, z motivos, por ejemplo, que en sede vacante nada se innova como dice su santidad Pío XII. Pero ¿acaso pudo querer Pío XII la muerte de la Iglesia, o sea, descabezar a la Iglesia por los siglos de los siglos? ¿ Pudo pensar temerariamente Pío XII en una intervención divina para elegir un Papa, sin el cual la Iglesia pereciera? No; eso es imposible en un legítimo Papa.  Pío XII no quiso que la Iglesia se extinguiera – no quería que, si en día domingo a algún católico se le caía lo más querido a un pozo, su hijo, dejara que éste se ahogase, alegando que en día de precepto no se puede trabajar-; Pío XII dictó una ley eclesiástica y humana para tiempos ordinarios – al mismo fin, la Iglesia ha venido dictando más de 20 leyes distintas, por tanto mudables, a través de la Historia-, no para las épocas en las que  no hubiera cardenales de la Iglesia por un atentado terrorista masivo, por ejemplo, o como ocurre  en el presente, que no los hay porque todos los cardenales han abrazado las herejías conciliares y están, ipso facto, fuera de la Iglesia. Para algunos, nos da tristeza comprobarlo, Jesucristo habló en vano y desoyen las palabras de Nuestro Señor que deberían golpear su duros corazones y sus oscuras conciencias; están encadenados a cuestiones leguleyas mudables, y los árboles les impiden ver el bosque, constituyéndose, lo sepan o no, en enemigos de la Ley divina.

Al fin de ayudar a las almas de buena fe, extractamos un texto de la Enciclopedia Católica sobre la solución del Cisma de Occidente, en el cual la cristiandad estaba dividida en tres obediencias ( es decir, había tres pretendientes que se proclamaban papas legítimos). Creemos que la Enciclopedia Católica por nadie puede ser considerada como modernista, al contrario, es fuente frecuente del mundillo tradicionalista. Al texto sólo hemos añadido los títulos de los párrafos y algunos paréntesis con el fin de dar más luz sobre la situación que se vivió para el que desconoce la historia, y de ayudar a los entendimientos que aman la verdad para que puedan extraer las conclusiones al momento presente en el que llevamos más de sesenta y un años sin papa, situación que algunos pretenden prolongar indefinidamente ¿Se imagina usted, si seguimos a estos ciegos, 200 años sin Papa o 500 años? ¿ En qué nos diferenciaríamos, en la práctica, de los ortodoxos cismáticos? El resultado inevitables será que las sectas de los clerigus vagus y acéfalos se habrán multiplicado por miles, porque ya hay en el presente unas cuántas cada una con una teología moral distinta entre sí, cada cual con un puñado de herejías y errores ,y ya existen, en España al menos, hasta algunos de estos ilegítimos clérigos anunciando la fecha, a sus fieles, del segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, con mes, día y año, al igual que hacen en la secta de los Testigos de Jehová. Del principio de no querer la unidad para la elección de un Papa, surgirán miles de sectas tradis con distintos credos. Así como hay en el presente más de 33.000 congregaciones separadas entre sí de los herederos de la reforma luterana, no serán menos entre los que se proclaman a sí mismos católicos, pasados unos años, si no se quiere elegir a un Papa que es el único que manifiesta la visibilidad de la Iglesia, el principio de unidad de ésta, y el único que tiene potestad de Nuestro Señor Jesucristo para confirmar a sus hermanos. Mantengámonos, pues, unidos a aquellos obispos, sacerdotes y fieles que hacen todo lo que está en sus manos para elegir a ese principio de unidad y fundamento de visibilidad que es el legítimo sucesor de San Pedro.

Porque, de lo contrario, díganme ustedes cuál de las iglesias siguientes capillas es la Iglesia católica ¿la de Williamson enfrentada con la FSSPX, la del P. Altamira enfrentado con Williamson, la de Méramo enfrentado con todo lo que respira, la de mons. Pivarunas pelaado con Sanborn y otros, la de French enfrentado con Mons. Shart, la de Ramiro Ribas que no quiere sujetarse a ningún obispo, la de Ceriani, ayer una cum con wojtila y Ratzinger hoy diciendo lo contrario, la del Palmar aceptando a Montini y enfrentados entre sí sus obispos, la de Ramolla enfrentado con mons. Petko (RPI) y otros, la del Patriarcado católico bizantino, enfrentados entre sí, y que canoniza al hreje Juan Hus anatematizado por la Iglesia en el siglo XV y reconoce la inválida misa de Montini, o la sociedad de San Luis Rey de Francia en desavenencia con el herético instituto Mater Boni Consili, o éstos en división con Morello, etc., etc.? ¿ Cuál, cuál, cuál, por favor? Díganlo -porque urge para la salvación de las almas sedientas-; ¿cuál de estas congregaciones es la Iglesia verdadera?, porque a todas ellas les falta, para empezar, la nota esencial de la unidad por la que se distingue la Iglesia verdadera de Cristo: la católica; y peor aún, no quieren elegir un Papa del cual proviene el principio visible de unidad y de jurisdicción, y de ningún otro más; cualquier observador apreciará que en muchas de ellas son evidentes las desviaciones doctrinales y desacuerdos mutuos sobre doctrina y disciplina; el diablo, pues, se goza en ellas. En ninguna de ellas puede estar la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación; cada una es una simulación de la Iglesia verdadera de Nuestro Señor Jesucristo. Y si no tienen la nota de unidad, no pueden ser la Iglesia de Cristo, vida nuestra. Y no digamos de la falta de la nota de la catolicidad, ya que son capillas generalmente cerradas a sus propias convicciones, pareceres, obsesiones, y sentimientos. La unidad, amigos lectores, creemos con fe católica, que sólo puede venir del legítimo sucesor de San Pedro y la visibilidad de la Iglesia sólo puede provenir de él, porque donde está Pedro está la Iglesia. No cabe, pues, otro deber más grave y urgente para todos los miembros de la Iglesia, clérigos, religiosos y seglares, que el de proponer la unidad para el sólo fin primario de convocar un cónclave, ya que no hay cardenales con fe católica, o un concilio para elegir un Papa, al que Cristo le dará la autoridad.

Sepan los seglares laicos que es su deber grave hablar con sus pastores para que se dispongan, si quieren, a construir esa unidad con el único fin primario de elegir un Papa; y si sus pastores no desean proceder a este objeto, tienen la obligación moral ante Dios de abandonar sus capillas y no sostener económicamente a tales pastores, enemigos de la Esposa Inmaculada de Cristo, y forjadores de sectas, y ello porque su rechazo es signo inequívoco de que esa capilla, fraternidad, sociedad, congregación, etc.,  no es la Iglesia católica; porque no posee ninguna de las notas de la Iglesia Católica, fuera de la cual no hay salvación; estarían simplemente en una secta más cuyos responsables usan bonetes, roquetes y exteriormente huelen a incienso. La obligación es gravísima, la misma que la que tiene un fiel de salir de la secta conciliar, falsa iglesia; ni más ni menos.

En este texto el lector podrá comprobar cómo la Iglesia usó del voto de naciones para elegir a un Papa en una de las más graves crisis en la Iglesia, con preponderancia sobre los cardenales; cómo participaron en la elección laicos, párrocos, y no faltó quien propuso que participaran profesores seglares; podrá observar también cómo la iglesia romana apenas tuvo participación en aquellos momentos críticos y sobre todo podrá tener conciencia del debate entre los componentes del concilio que se preguntaban ¿Qué es primero, la elección del Papa, o la reforma de la Iglesia? Resolvieron acertadamente atender primero a la elección del Papa, porque sólo el papa puede reformar legítimamente la Iglesia y acabar con los abusos y herejías, que tanto ayer como hoy, pululan entre sectas acéfalas; por desgracia, son muchos hoy los pretenden observar el orden inverso al correcto. Sobre estas cuestiones y más, podrá ilustrarle este extracto de la Enciclopedia Católica. He aquí, pues, el texto medítelo bien el que tenga amor a la verdad:

El concilio de Constanza se inauguró solemnemente el 5 de noviembre (de 1914) en la Catedral de Constanza, donde se celebraron todas las sesiones públicas. La primera se efectuó el 16 de noviembre bajo la presidencia de Juan XXIII (elegido a la muerte de Alejandro V, que a su vez había sido elegido por el Sinodo de Pistoya, produciendo así un intento fallido de resolver el cisma  ahora con tres reclamantes al Papado; la Iglesia no le reconoció como Papa legítimo) y por un momento se consideró una continuación del Concilio de Pisa y a Juan XXIII como el único Papa legítimo.

POCOS OBISPOS, PERO MUCHOS LAICOS ACERTARON CON UNA SOLUCIÓN VÁLIDA

Sin embargo, pronto fue palmario que muchos miembros de la nueva asamblea (comparativamente pocos obispos, muchos doctores en teología y derecho canónico y civil, procuradores de obispos, diputados de las universidades, capítulos de las catedrales, prebostes etc., agentes y representantes de los príncipes etc.) favorecían fuertemente la abdicación voluntaria de los tres Papas. Ésta era también la idea del emperador Segismundo, presente desde la víspera de Navidad de 1414, y destinado a ejercer una profunda y continua influencia a lo largo del concilio en su papel de protector imperial de la Iglesia. Especialmente los diputados franceses urgían esta solución de la intolerable crisis, liderados por Pierre d’Ailly (cardenal y obispo de Cambrai), Guillermo Fillastre (cardenal y obispo de San Marco), y Jean de Charlier de Gerson, canciller de la Universidad de París, representante del rey francés, y conocido, junto con d´Ailly, como “el alma del concilio”. Los muchos obispos italianos que habían acompañado a Juan XXIII apoyaban su legitimidad, pero fueron pronto anulados por los nuevos métodos de discusión y votación.

A principios de enero de 1415 aparecieron los enviados de Benedicto XIII, pero sólo para proponer una reunión personal en Niza entre su Papa y el emperador. A finales de mes, Gregorio XII (Angelo Corrario) ofreció, por medio de sus representantes, renunciar con la condición de que los otros Papas hicieran lo mismo. Pero la ejecución de este proyecto, el cual sería el principal objetivo del concilio, se fue posponiendo por razones que veremos más adelante. El emperador Segismundo y los miembros no italianos comenzaron a ejercer presión sobre Juan XXIII. Su resistencia se quebró por fin con la resolución de los miembros de votar por “naciones” y no por personas. La legalidad de esta medida, una imitación de las “naciones” de la universidad, era más que cuestionable, pero durante febrero de 1415 se llevó a término y de ahí en adelante se aceptó en la práctica, aunque nunca fuera autorizada por ningún decreto formal del concilio (Finke, Forschungen, 31-33) y contando con la oposición de d’Ailly y Fillastre, que querían una ampliación considerable del cuerpo electoral por la inclusión de profesores (doctores) de teología, párrocos, etc. y no deseaban que se abandonase el voto individual tradicional. D’Aily estaba dispuesto a comprometerse en un voto según las provincias eclesiásticas.

EL VOTO POR NACIONES COMPUESTO POR DIPUTADOS,

ECLESIÁSTICOS Y LAICOS

El voto por naciones era en gran medida el trabajo de miembros ingleses, alemanes y franceses y los italianos no resistieron mucho, de manera que sobre esta base, el trabajo del concilio se organizó y ejecutó de la siguiente manera: se nombraba varios diputados eclesiásticos y laicos por cada una de las cuatro naciones representadas en el concilio, es decir, Alemania (con la que se contaba a los pocos miembros de Polonia, Hungría, Dinamarca y Escandinavia), Inglaterra, Francia e Italia, para representar a la membresía total de la nación presente en Constanza. Estos diputados nacionales se reunían por separado con un presidente elegido por ellos, pero que se cambiaba cada mes. Sus decisiones se alcanzaban por mayoría y eran entonces comunicadas a la congregación general de las cuatro naciones en la que el voto de la mayoría (tres) era decisivo. Parece que también había (Finke, Forschungen, 36-37) un importante comité general nombrado por las naciones para preparar los temas de discusión de las naciones individuales y para actuar, en general, como intermediario.

LOS CARDENALES VOTAN COMO DIPUTADOS DE SUS RESPECTIVAS NACIONES, Y NO COMO CARDENALES INDIVIDUALMENTE

En la séptima sesión (2 de mayo de 1415) se privó a los cardenales del derecho a votar separadamente; de ahí en adelante sólo podían votar como otros diputados individuales en sus respectivas naciones.

LA IGLESIA ROMANA SIN REPRESENTACIÓN COMO TAL

Por consiguiente, la Iglesia Romana no estuvo representada como tal, mientras que la pequeña nación inglesa (20 diputados, 3 obispos) tenía la misma influencia que toda la representación italiana, que como individuos eran cerca de la mitad del concilio. Las decisiones de las congregaciones generales se presentaban en las sesiones públicas donde eran promulgadas, unánimemente, como decretos conciliares.

Mientras se tomaban estas medidas, Juan XXIII se volvía cada día más desconfiado del concilio. Sin embargo, y en parte por un ataque violento anónimo, de origen italiano, sobre su vida y carácter prometió bajo juramento (2 de marzo de 1415) resignar. Pero el 20 de marzo, huyó en secreto de Constanza y se refugió en Schaffhausen en tierras de su amigo Federico, duque de Austria-Tirol. Este acto llenó de consternación al concilio, pues amenazaba tanto su existencia como su autoridad. Sin embargo, el emperador Segismundo mantuvo reunida la dubitante asamblea.

El resto de marzo, y los meses de abril y mayo se consumieron en un trágico conflicto del concilio con Juan XXIII. No retiró su renuncia, pero puso condiciones que el concilio rechazó; llamó de Constanza a varios cardenales y miembros de la Curia, que, sin embargo, pronto fueron obligados a volver; presentó un alegato de falta de libertad; se quejó ante el rey de Francia respecto al método de la votación, así de cómo lo trataron el concilio y el emperador; y finalmente huyó de Schaffhausen a Lauenburg, dando razones al concilio para temer tanto su huída del alcance imperial o la retirada de los representantes italianos. El Papa volvió a huir enseguida, esta vez a Friburgo de Brisgovia y desde ahí a Breisach am Rhine, aunque pronto fue obligado a volver a Friburgo desde donde fue llevado (17 de mayo) por los diputados a las cercanías de Constanza, donde fue mantenido prisionero, mientras el concilio procedía a juzgarle. Había agotado todos los medios de resistencia y estaba moralmente derrotado. Renuente a sufrir la ordalía del inminente juicio, renunció al derecho de defensa y se entregó a la misericordia del concilio. Ya había sido suspendido en la décima sesión (14 de mayo) y en la décimo segunda sesión fue depuesto (29 de marzo 1415), no por herejía sino por notoria simonía, incitación al cisma y vida escandalosa. Dos días más tarde ratificó bajo juramento la acción del concilio y fue condenado a prisión indefinida bajo la custodia del emperador. Estuvo detenido sucesivamente en los castillos de Gottlieben, Heidelberg y Mannheim, pero eventualmente fue liberado, con la ayuda de Martín V, después de pagar un enorme rescate. En 1419 murió en Florencia siendo cardenal-obispo de Tusculum .

DEL CONCILIO ASAMBLEA CIVIL AL CONCILIO CONVOCADO POR EL PAPA

La prometida renuncia del Papa Gregorio XII estaba ahora en orden y se realizó con la dignidad esperada del Papa normalmente considerado por los historiadores católicos como ocupante legítimo de la cátedra de San Pedro, aunque en este momento su obediencia se había casi desvanecido, y estaba confinada a Rímini y unas pocas diócesis alemanas. A través de su protector y plenipotenciario, Carlo Malatesta, Señor de Rímini, puso como condiciones que el concilio volviera a ser convocado por él mismo y que en la sesión en que se aceptara su renuncia no estuviese presidida ni por Baldassare Cossa (Juan XXIII) ni por ninguno de sus representantes. El concilio aceptó dichas condiciones. Por lo tanto, la sesión decimocuarta (4 de julio de 1415) tuvo como presidente al emperador Segismundo, por lo que pareció, como querían los seguidores de Gregorio, que hasta ese momento el concilio era una asamblea convocada por la autoridad civil. El famoso dominico cardenal Dominici (Giovanni Dominici), amigo y consejero de Gregorio XII, y desde el 19 de diciembre de 1414 representante papal en Constanza, convocó de nuevo el concilio a nombre del Papa y autorizó sus actos futuros. Se proclamó entonces la reunión de ambas obediencias (Gregorio XII y Juan XXIII), tras lo cual el cardenal-obispo de Ostia (Viviers) asumió la presidencia y Malatesta pronunció, en nombre de Gregorio, la abdicación de éste a todos los derechos al papado. Gregorio confirmó estos hechos en la decimoséptima sesión (14 de julio) y fue confirmado como cardenal-obispo de Porto, Decano del Sacro Colegio y legado perpetuo en Ancona, posición en la que murió (18 de octubre de 1417) en Recanati, a sus noventa años en olor de santidad. Desde la décimo cuarta sesión, en la que él convocó el concilio, muchos lo consideran, al igual que George Phillips (Kirchenrecht, I, 256), un concilio general legítimo.

Quedaba por obtener la renuncia de Benedicto XIII (Pedro de Luna). Para este propósito, y porque él insistía en tratos personales de él mismo con el emperador Segismundo y diputados del concilio se trasladaron a Perpignan, entonces territorio español, para conferenciar con él, pero el obstinado anciano, a pesar de su pretendida voluntad de renunciar, no cedió (septiembre a octubre de 1415) en sus persistentes reclamos, los que había defendido en medio de tantas vicisitudes. Sin embargo, pronto lo abandonaron sus seguidores de Aragón, Castilla y Navarra, hasta ahí sus principales defensores. Por el tratado de Narbona (13 de diciembre de 1415) se comprometieron a cooperar con el Concilio de Constanza para la deposición de Benedicto y la elección de un nuevo Papa. San Vicente Ferrer, hasta entonces el principal apoyo de Benedicto, además de su confesor, le abandonó como perjuro. El concilio confirmó los artículos de Narbona (4 de febrero de 1416), cuya ejecución inmediata se retrasó, entre otras razones, porque Benedicto huyó (13 de noviembre de 1415) de la fortaleza de Perpignan a la roca inaccesible de Pañiscola, en la costa cerca de Valencia, donde murió en 1423, manteniendo hasta el fin su buen derecho. (Recordar que era el único cardenal legítimo, ya que todos los incuestionables cardenales habían ido falleciendo; sin embargo, como afirma San Vicente Ferrer el bien de la Iglesia, la única obediencia a un Papa,  estaba por encima de su derecho).

Varias causas impedían la comparecencia de los diputados españoles al concilio. Finalmente llegaron a Constanza para la vigésimo primera sesión (15 de octubre de 1416) y en adelante fueron contados como la quinta nación (Fromme, Die spanische Nation und das Konzil von Konstanz, Münster, 1896). Los siguientes ocho meses transcurrieron mayormente en complicados procedimientos canónicos destinados a obligar la abdicación o justificar la deposición de Benedicto XIII. Mientras éste había excomulgado solemnemente a sus anteriores seguidores reales y con una valentía digna de mejor causa mantenía que la Santa Iglesia, el Arca de Noé, estaba ahora en el piso desgastado por las olas de Peñiscola y en el pequeño grupo de unos pocos más miles de almas que aún aceptaban su ensombrecida autoridad, y no en Constanza. Finalmente fue depuesto en la sesión trigésimo séptima (26 de julio de 1417) como culpable de perjurio, cismático y hereje; nunca se hizo nada contra su vida privada ni su carácter sacerdotal, como en el caso de Juan XXIII. El Cisma de Occidente llegaba así a su fin, después de casi cuarenta años de vida desastrosa, un Papa (Gregorio XII) había abdicado voluntariamente, otro (Juan XXIII) había sido suspendido y luego depuesto, pero se había sometido en forma canónica; el tercero (Benedicto XIII) fue separado del cuerpo de la Iglesia, “un Papa sin una Iglesia, un pastor sin rebaño” (Hergenröther-Kirsch). Se había llegado a una situación tal, que cualquiera de los tres pretendientes que fuera el legítimo sucesor de San Pedro, reinaba en toda la Iglesia universal una incertidumbre e intolerable confusión, de manera que los sabios y santos y almas rectas, se hallaban en las tres obediencias. Sobre el principio de que un Papa dudoso no es un Papa, la Sede Apostólica aparecía como realmente vacante, y bajo esas circunstancias no podía volver a ser ocupada de otra manera que por la acción de un concilio general.

Las irregularidades canónicas del concilio parecen menos culpables cuando a esta vacante práctica del pontificado añadimos el disgusto universal y desánimo por la continuación del llamado cisma, a pesar de todos los esfuerzos imaginables para restaurar la unidad de primacía a la Iglesia, el temor justificado a nuevas complicaciones, el peligro inmediato de la doctrina y disciplina católicas entre el naufragio temporal de la autoridad tradicional de la Sede Apostólica y el rápido crecimiento de falsas enseñanzas ( al igual que en el presente entre los sedevacantistas acéfalos) igualmente ruinosas para el Estado e Iglesia.

IMPOSIBILIDAD DE LA ELECCIÓN POR LOS CARDENALES. Elección de Martín V

Bajo esas circunstancias, era imposible la forma usual de elección papal por los cardenales solos , aunque solo sea por el fuerte sentimiento hostil de la mayoría del concilio, que los hacía responsables no sólo de los errores del cisma( al igual, en el presente todos los cardenales son herejes por aceptar el concilíabulo Vaticano II y responsables de colaborar en la fundación de una iglesia conciliar cismática de la Católica), sino también de muchos abusos administrativos de la Curia Romana (ver abajo), cuya inmediata corrección parecía a muchos un asunto de no menor importancia, por decir lo menos, que la elección del Papa. Este objetivo no fue obscurecido por las disensiones menores, por ejemplo, el rango legítimo de la nación española, el número de votos de los aragoneses y castellanos, respectivamente, los derechos de los ingleses de constituir una nación etc.…

UNA IGLESIA SIN CABEZA ES UNA MONSTRUOSIDAD

Las naciones española, francesa e italiana deseaban una inmediata elección papal, ya que una Iglesia sin cabeza era una monstruosidad, como dijo d’Ailly. ( sentencia aplicable hoy a la posición acéfala y a la práctica de clerigus vagus)

ORDEN DE PRIORIDADES: PRIMERO LA ELECCIÓN DEL PAPA,

LUEGO LA REFORMA DE LA IGLESIA. NO AL REVÉS

Los ingleses se mantuvieron firmes, bajo la dirección del obispo Roberto de Salisbury en que había que llevar a cabo imperativamente las reformas de la administración papal y de la curia. El emperador Segismundo también sobresalía entre los alemanes por esa misma razón y estaba dispuesto a tomar medidas violentas a favor de sus intereses. Pero Roberto de Salisbury murió y curiosamente fue gracias a otro obispo inglés, Henry de Winchester, pariente cercano del rey de Inglaterra, que estaba de camino hacia Palestina, quien logró que la disputa de prioridades se inclinase hacia la elección Papal, pero con la seguridad, entre otros puntos, de que el nuevo Papa comenzaría inmediatamente la reforma de los abusos.

LOS REPRESENTANTES DE LAS NACIONES TENÍAN MAYORÍA

Finalmente, en la cuadragésima sesión (30 de octubre) se discutió la forma de la nueva elección papal. El concilio decretó que para esta ocasión a los 23 cardenales se debía añadir treinta diputados del concilio (seis por cada nación) constituyendo un cuerpo de 53 electores (Por decreto Ad laudem del 30 de octubre que preveía una asamblea electoral compuesta de veintidós cardenales presentes de las tres anteriores obediencias- y de seis representantes por cada una de las cinco naciones, por lo que los cardenales estaban en minoría). El mismo decreto preveía que el elegido tenía que obtener la mayoría de dos tercios de los votos de cada nación además de los dos tercios de los votos de los cardenales.

La cuadragésimo primera sesión (8 de noviembre) suministró los detalles de la elección y para ello hizo que se leyera la bula del Papa Clemente VI (6 de diciembre de 1351). Aquella tarde, los electores se reunieron en cónclave y tres días después eligieron Papa al cardenal romano Odo Colonna que tomó el nombre de Martín V. Como era sólo subdiácono, fue ordenado sucesivamente diácono, sacerdote y obispo. (Fromme, «Die Wahl Martins V.», en «Röm. Quartalschrift», 1896). Su coronación se efectuó el 21 de noviembre de 1417. El clausuró solemnemente el concilio en su cuadragésima quinta sesión (22 abril de 1418), tras lo cual, declinando las invitaciones a Aviñón o a alguna ciudad alemana, volvió a Italia y, tras una corta estancia en Florencia, entró a Roma (28 de septiembre de 1420), y estableció su residencia en el Vaticano, devolviendo así a la Sede de Pedro sus antiguos derechos y prestigio en toda la cristiandad.

REFORMA DE LA VIDA Y DEL GOBIERNO ECLESIÁSTICOS

HECHA POR EL PAPA ELEGIDO

Mucho antes del Concilio de Constanza existía una ardiente demanda por una reforma de las condiciones eclesiásticas, la cual fue creada por varias causas, a saber: la larga ausencia de los Papas de Roma en el siglo XIV, que acarreó la ruina del antiguo Patrimonio de San Pedro; los muchos y graves abusos conectados directa o indirectamente con la administración de los Papas franceses en Aviñón; los desórdenes civiles generales de ese tiempo (Guerra de los Cien Años, los Condottieri etc.), entre otras. Los escritos de los teólogos y canonistas y las declaraciones de varios santos populares (Santa Brígida de Suecia, Santa Catalina de Siena) son suficientes para mostrar lo bien justificada que estaba esa exigencia universal (Rocquain). En las mentes de muchos miembros del concilio esta reforma, como ya hemos visto, era de igual importancia que la terminación del cisma y para algunos, especialmente para los alemanes, parecía que ensombrecía hasta la necesidad de una cabeza para la Iglesia. Argüían que era precisamente la administración del Papa y los cardenales la que más necesitaba una reforma y ahora que ambos estaban muy débiles y por primera vez en su historia habían sentido el dominio de los teólogos y canonistas, les parecía el momento psicológico para incluir esas reformas entre las leyes eclesiásticas comunes, de donde no se pudieran eliminar fácilmente.

Desde julio de 1415 había habido una comisión de reforma de 35 miembros; se había nombrado otra nueva de 25 después de la entrada de la nación española en octubre de 1416. Durante todo este tiempo se habían presentado muchos memoriales al concilio respecto a todos los abusos imaginables. En las congregaciones y sesiones generales con frecuencia se expresaban amargos reproches sobre estos temas. La igualdad académica de muchos de sus miembros, la condición de postración de la dirección eclesiástica, la peculiar libertad de discusión en las reuniones de la “nación” y otras causas hicieron de este concilio un foro único para la discusión de todos los puntos y métodos de reforma. Ciertamente que se hubiera logrado más si los eruditos y los celosos predicadores hubieran sido capaces de llegar a algún grado de unanimidad respecto a la importancia y orden que las reformas requerían, y si hubiera habido un mayor deseo de reforma individual y menos pasión en la denuncia de los pasados abusos de las administraciones de los Papas y de la curia.

Los alemanes (Avisamenta nationis germanicæ) y los ingleses deseaban ardientemente la reforma de la Curia Romana de manera que un nuevo Papa santo y justo encontrara que se le había desbrozado el camino ante él. Los alemanes aseguraban que durante 150 años los Papas habían dejado de gobernar con la justicia que les había caracterizado durante doce siglos. Los cardenales, decían, habían amado demasiado las riquezas y habían descuidado los sínodos eclesiásticos. Según ellos, éstas eran las verdaderas causas de la corrupción del clero, de la decadencia de buenos estudios, de la ruina de las iglesias y abadías. En el Concilio de Pisa se habían prometido reformas, pero ¿qué había pasado con esas promesas? De hecho, sin embargo, las reformas que se pedía a gritos era la devolución a los obispos de su antigua libertad en la colación de beneficios, y una notable disminución de las varias cuotas y tributos que se pagaban a Roma de las propiedades eclesiásticas e ingresos de las varias naciones, que por varias razones habían ido creciendo en número y cantidad durante el siglo anterior y no siempre eran injustificadas o poco equitativas. Ya hemos visto fue muy en contra de su voluntad que los alemanes concordaron en la elección papal antes de recibir completa satisfacción sobre las reformas antedichas.

El día después de su coronación Martín V nombró una (tercera) comisión de reforma ( nótese que la legítima reforma es implementada por el Martín V, después de haber aceptado la elección y coronado, y no antes, como pretenden algunos galicanos en la actualidad) , pero sus miembros no mostraron más unanimidad que sus predecesores en el mismo puesto. El nuevo Papa declaró que estaba dispuesto a aceptar cualquier proposición que se acordara unánimemente. Eventualmente, después de muchas discusiones y varias sugerencias, se acordaron siete puntos en la cuadragésima tercera sesión (21 de marzo de 1418), Se suprimieron todas las excepciones concedidas durante el sínodo y en el futuro se concederían con dificultad; las uniones e incorporaciones de beneficios debían disminuir; el Papa renunció a los ingresos de los beneficios vacantes; se prohibió toda simonía, así como la costumbre de dispensar de la obligación de toma de órdenes a las personas que disfrutaban de beneficios; se restringió notablemente el derecho papal de imponer diezmos al clero e Iglesias; los eclesiásticos debían usar los hábitos de sus órdenes (Mansi, Conc., XXVII, 1114-77). Otras reformas se dejaron a la iniciativa de cada nación que proveían para ellas por concordatos especiales, término que se dice se empleó aquí por primera vez. El Concordato Alemán (que incluía Polonia, Hungría y Escandinavia) y el de Francia, España e Italia era válido por cinco años; el Concordato Inglés era indefinido (para detalles vea Mansi, op. cit., XXVII, 1189 ss., y Hübler, Die Konstanzer Reform und die Konkordate von 1418, Leipzig, 1867). Se fijó en veinticuatro el número de cardenales y se tomarían proporcionalmente de las grandes naciones. También se regularon estrictamente las reservas papales, anualidades, in commendam, indulgencias, etc. Sin embargo en el consistorio papal (10 de marzo de 1418) Martín V rechazó cualquier derecho de apelación de la Sede Apostólica a un concilio futuro y afirmó la suprema autoridad del romano pontífice como Vicario de Cristo en la tierra en todos los asuntos de fe católica (Nulli fas est a supremo judice, videlicet Apostolicâ sede seu Rom. Pontif. Jesu Christi vicario in terris appellare aut illius judicium in causis fidei, quæ tamquam majores ad ipsum et sedem Apostolicam deferendæ sunt, declinare, Mansi, Conc., XXVIII, 200).

Von Funk ha mostrado (op. cit., 489 ss.), que la frecuentemente mencionada confirmación de los decretos de Constanza por Martín V, en la última sesión del concilio (omnia et singula determinata et decreta in materiis fldei per præsens concilium conciliariter et non aliter nec alio modo) debe ser entendida sólo de un caso específico (Falkenberg, ver abajo), y no de cualquier parte notable de, y mucho menos de todos, los decretos de Constanza. Es cierto que en la Bula «Inter Cunctas», (22 de febrero de 1418), a propósito de los seguidores de John Wycliff y de Jan Hus, pide una aprobación formal de los decretos de Constanza in favorem fidet a salutem animarum, pero estas palabras se entienden fácilmente de la acción del concilio contra los antedichos herejes y sus esfuerzos por reinstalar un jefe a la cabeza de la Iglesia. En particular, los famosos cinco artículos de la quinta sesión que establecen la supremacía del concilio, nunca recibieron ninguna confirmación papal (Hergenröther-Kirsch, II, 862, and Baudrillart, in Dict. de théol. cath., II, 1219-23). 

Sin embargo el concilio de Constanza es a menudo considerado como el Decimosexto Concilio General; como se dijo antes, algunos lo reconocen como tal después de la décimo cuarta sesión (convocado de nuevo por el Papa Gregorio XII); otros (Salembier), luego de la trigésimo quinta sesión (llegada de la nación española); Hefele solamente en las últimas sesiones (42da a 45ta) bajo Martín V. Ninguna aprobación papal pretendía confirmar sus actas anti-papales. Así el Papa Eugenio IV (22 de julio de 1446) aprobó el concilio con la debida reserva respecto a los derechos, dignidad y supremacía de la Sede Apostólica (absque tamen præjudicio juris dignitatis et præeminentiæ Sedis Apostolicæ). Vea Bouix, «De Papa, ubi et de concilio oecumenico» (París, 1869), y Salembier (abajo), 313-23.

(Algunos temerarios  a golpe luterano de decretos humanos mudables  niegan lo que Santa Teresa de Ávila afirma, que Dios escribe en renglones torcidos, a saber, que Dios se vale en su Providencia no de leguleyos, como en estos hechos verídicos de la Historia de la Iglesia, en los que se actuó no conformándose a la ley eclesiástica humana, imposible de cumplir en aquellas circunstancia, sino al mandato divino: Tiene que haber papas a perpetuidad. Se comprobará también que aquellos fieles católicos se negaron a tentar a Dios pidiendo que San Pedro o alguien del cielo eligiese un papa, y les evitara a ellos, de esa forma, cumplir con su deber, porque escrito está: No tentarás al Señor, tu Dios.)

Sofronio.