NATURALEZA DEL CULTO DADO A MARIA

     Siendo el culto de la Santísima Virgen culto absoluto y no sencillamente culto relativo como el de las imágenes, no puede ser la Señora, en modo alguno, objeto de «latría». Sin embargo, porque su excelencia es esencialmente dependiente de la grandeza y de la bondad divina, el honor que se le rinde va derechamente de suyo a la glorificación de Dios, Nuestro Señor.
     Las cuestiones provocan nuevas cuestiones. Después de las que acabamos de tratar surge otra, también de gran importancia. El culto que reclama de nosotros la maternidad divina, ¿es culto absoluto, o sencillamente culto relativo? Esta cuestión, decimos, es de gran importancia porque nos pondrá en ocasión de refutar un error y dar luz a ciertas controversias que, en otro tiempo por lo menos, dividieron las escuelas.
I. Ante todo, definiremos los términos. Las denominaciones formales del culto relativo y del culto absoluto apenas se encuentran en los Padres y los antiguos maestros; son de invención, o al menos de uso más reciente. Pero la cosa que se ha querido significar por ellos ha sido siempre reconocida por nuestros Doctores. Todos, en efecto, están de acuerdo en distinguir dos sujetos del culto: uno que encierra en sí mismo la excelencia o la dignidad que es motivo del culto; otro, en el cual no se halla ni dignidad ni excelencia propia para motivar el culto, sino únicamente una relación más o menos estrecha con el sujeto que posee en sí mismo tal excelencia y tal dignidad. Si honramos al primer sujeto dicho es con cultoabsoluto; cuando nuestros homenajes se dirigen al segundo, el culto es relativo y puramente relativo. Aclaremos esta distinción con ejemplos. Si veneráis a un Santo del cielo, el culto que le rendís es culto absoluto, porque ese amigo de Dios posee en sí mismo la perfección de gracia y de gloria sobre la cual se apoya vuestro culto. Si veneráis su imagen, el culto, en cuanto se refiere a la imagen, es relativo, porque no la honráis por razón de su materia o de su forma artística, sino únicamente por razón de las perfecciones sobrenaturales que brillan en el ejemplar que aquella imagen pone ante vuestros ojos.
De aquí se sigue una consecuencia bien digna de notarse. Y es que el segundo género de culto, el que se dirige inmediatamente a la imagen, no podría, sin impiedad, detenerse en esa imagen, porque sería reconocer en ella una excelencia que no puede convenir a criaturas privadas de razón, y profesarle sentimientos de dependencia incompatibles con la dignidad humana. Precisa, pues, que el móvil de nuestro culto pase más allá, y que vaya, por medio de la imagen, al ejemplar que ella representa (Por donde se echa de ver que el culto absoluto puede ir solo, mientras que el culto relativo, el de una imagen, por ejemplo, es a la vez, y por una conexión necesaria, el culto absoluto del prototipo).
Esto nos enseñaron los padres reunidos en Nicea para condenar la herejía de los iconoclastas: «Cuando se adora la imagen de Cristo, a Cristo es a quien se adora: a Cristo, de quien tiene esa imagen la semejanza.» Esto decía uno de los Padres, con aplauso del Concilio, y esto sancionó el Concilio mismo con su definición: «El honor prestado a la imagen pasa al prototipo de tal modo que adorar la imagen es adorar la persona representada por la imagen» (Labbe, Coll. Conc., Concil. VII. act. 7, t. VII, 866. etc. 556). Por consiguiente, deducía el sacerdote Juan, hablando en el mismo Concilio en nombre de los Obispos orientales, y según San Basilio; por consiguiente, no hay aquí dos adoraciones, una de la imagen y otra del ejemplar, sino una sola e idéntica adoración, porque «el honor rendido a la imagen va directamente y todo entero al ejemplar».
Así, el mismo culto es absoluto y relativo a la vez: absoluto, en cuanto sé dirige al prototipo; relativo, en cuanto se ejercita sobre la imagen considerada formalmente como imagen, porque el honor que ella recibe pasa al prototipo: Quoniam honos qui eis exhibetur refertur ad protypa.
     Por consiguiente, todos los homenajes que ofrecéis a Cristo los podéis ofrecer a su imagen, porque una misma cosa es adorarle en Sí mismo, o en su representación. Por esto le hablamos y le rogamos en sus imágenes como si estuviéramos en su presencia. Ahora bien lo que decimos de las imágenes, hay que entenderlo, guardada la debida proporción, de los objetos santificados por el contacto de su carne adorable. En ellos también honramos a Cristo, y con el mismo culto que si lo tuviéramos delante. Cuando un niño besa la mano enguantada de su madre, o el borde de su vestido, ¿no le da la misma prueba de ternura filial que si posara sus labios en los labios maternales, y no sería ridículo el reprocharle que ni el guante ni el vestido merecen por sí mismos tal demostración de afectuoso respeto?
He aquí por qué los grandes escolásticos del siglo XIII, seguros de no ser mal comprendidos o mal interpretados por los herejes, que en su tiempo no existían, no vacilaron en dar el nombre de latría al culto de veneración prestado por la Iglesia, sea a la Cruz del Salvador, sea a los otros objetos que lo representan. «Es —decía San Buenaventura— porque la imagen, la del Crucificado, por ejemplo, no se ofrece a nosotros por sí misma, sino por Cristo, a quien ella representa» (In III Setent., D. 3. a. 1, q. 2); porque es una misma cosa el mirar a la imagen como imagen, es decir, a la imagen haciendo acto de imagen, y ver en ella el sujeto que representa (S. Thom., 3 p.. q. 25, a. 3); porque el movimiento del alma hacia la imagen, en tanto que es imagen, no se detiene en ella, sino que alcanza en ella y por ella al ejemplar que se presenta a las miradas en ella y por ella (8).     El Concilio de Trento ha expuesto esta doctrina muy claramente: «Hay que conservar en loe templos las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de los Santos, y rendirles el honor y la veneración que les son debidos, no porque se crea que tienen ellas algo de divino, digno de nuestro culto, ni tampoco porque se les deba dirigir oraciones, o confiar en ellas, a ejemplo de los gentiles que ponían su esperanza en los ídolos, sino porque el honor que lee presta se refiere a los prototipos que ellas representan: de suerte que por las imágenes que besamos, y ante las cuales nos descubrimos y nos prosternamos, adoramos a Cristo y veneremos a los Santos, de quienes tienen la semejanza» (Con. Trident., s.css. 25).
     De esto podemos darnos cuenta nosotros mismos: Cuando estamos prosternados antes nuestro crucifijo, ¿en quién pensamos al contemplarle?, ¿a quién hablamos?, ¿a quién rogamos? No es sino en Jesucristo y a Jesucristo, que está representado sufriendo y muriendo por nosotros en ese símbolo doloroso. Y si ponemos humildemente nuestros labios en las manos y pies traspasados del Salvador, es con el mismo respeto y el mismo amor que si nos fuese dado besar el cuerpo de Cristo en persona; porque, lo repetimos, es Él a quien vemos y a quien vamos en su imagen («Cuando adoramos la imagen de Cristo, nuestra intención no es adorar la materia de que está formada, sino adorar al mismo Cristo en la imagen que lo hace presente a nuestros ojos» (S. Theodor. Studit., Adversus Iconomachos, c. 2, col. c. 7. P. G., XCIX, 488, 497).
Pero, ¿a qué hablar de nuestros propios sentimientos cuando podemos apelar a los de la Iglesia? ¿Qué canta ella adorando la Cruz de Jesús y diciendo O crux, ave, spes única (Salve, ¡oh, Cruz!, única esperanza nuestra)? ¿A quién quiere saludar doblando las rodillas y postrándose en tierra, y a quién proclama su única esperanza? ¿Es acaso a la materia ciega e inerme, a la que ha dado forma de cruz el artista? ¡No!, ciertamente. Es a Cristo mismo; pero a Cristo presente por su imagen y contemplado en esa imagen. Si la Cruz recibe esas demostraciones de adoración, es para referirlas a Aquel de quien es símbolo y memorial; a Aquel que la ha consagrado con el contacto de sus miembros y la efusión de su sangre.
Esta teoría sobre el culto de las imágenes hará más clara la solución que hemos dado, según Santo Tomás y Suárez (2» parte, I. VII, c. 5, p. 131), a la objeción que podría proponerse respecto de las apariciones no personales de Nuestro Señor y de los Santos. Se entienden, según decíamos, por apariciones no personales esas manifestaciones en las cuales los personajes no están realmente presentes en su subtancia: lo que que presenta inmediatamente es una pura representación, la cual es formada a veces solamente en la imaginación, y a veces fuera de los sentidos o por los ángeles o por Dios mismo. Supongamos, pues, una aparición de esta clase, y de tal manera que excluya toda la intervención diabólica. ¿Serán los actos de culto prestados en semejante ocurrencia, materialmente, por lo menos, algo desordenados, puesto que se dirigen, según nuestra hipótesis, a un objeto diferente de aquel al cual se debería honrar? No, ciertamente, porque el culto de la imagen no es otro en el fondo que el culto del sujeto representado en la imagen. Por consiguiente, aunque la Virgen y la Humanidad del Señor estén presentes en su substancia misma, o sólo en una representación podemos rendirles el culto que merecen: al Dios hecho hombre, el culto delatría; a su Madre, el de hiperdulía.
     Se ha preguntado qué clase de honor es debido al nombre de María. La respuesta no es difícil, después de estas consideraciones sobre las imagenes. Seguramente el nombre por sí mismo, en cuanto es un sonido articulado por el órgano de la voz o reproducido por las letras, no merece honor alguno, como tampoco las imágenes materiales. Pero este mismo nombre, formalmente considerado en su acto de signo, desempeña el mismo papel que la imagen, y representa, como ella, a una persona. Por consiguiente, honrarlo es honrar a la persona misma. Por consiguiente, también, si se trata del nombre de María, Madre de Dios, hay que prestarle el culto de hiperdulía, como el nombre de Jesús debe ser adorado con culto de latría. Tal es la enseñanza general, y especialmente del Doctor Seráfico: «Hay que dar al nombre de María, no solamente honor de dulía. sino también de hiperdulía; porque este nombre con el cual designamos a la Madre de Dios es de tan alta dignidad, que no sólo los viadores, sino también los comprensores; no solamente los hombres, sino también los ángeles mismos le atribuyen una prerrogativa especial en sus homenajes y en su veneración» (S Bonav in III Sentent., D. 19, q. 3).
     Esta distinción, tan natural y tan sencilla, de las dos clases de culto, basta, por sí sola, para desvanecer toda sombra de oposición entre los teólogos de la Edad Media y ciertas expresiones de los monumentos eclesiásticos. Aquéllos no vacilan en decir que las imágenes de Nuestro Señor deben ser honradas con culto de latría. Estos parecen rechazar, por el contrario, semejante culto como idolátrico. En el fondo es idéntica la doctrina; no hay diferencia sino en el punto de vista desde el cual es considerado ese culto. Los escolásticos hablan de un culto relativo; los Concilios, de un culto absoluto. Si los Santos mismos no tienen la excelencia increada que motiva, ella sola, el culto delatría, aún más desprovistas de ella están las imágenes de madera, de metal o de piedra. Así, pues, adorar a éstas por sí mismas, ¿qué sería sino pura idolatría? Pero si el culto es relativo, es decir, si no hace más que pasar a través de la imagen para ir a Cristo, su primer objeto, ¿por qué no ha de ser culto de latría?
     II. Gracias a estas nociones sobre las dos formas de culto podemos ahora responder convenientemente a la cuestión propuesta sobre la Madre de Dios. ¿Puede ser esta Señora legítimamente honrada con culto de latría? Si se tratase de culto absoluto, la respuesta afirmativa sería una herejía formal. Por eso, la Santa Iglesia condenó expresamente como tal el error de los antiguos colliridianos, que no temían adorar a la Virgen Madre y hasta honrarla con sacrificios. Pero cuando no se trata sino de culto relativo, es decir, de un culto semejante a aquel que rendimos a las imágenes de Cristo y a los objetos santificados por el contacto de su sagrado cuerpo, la solución no es ya tan clara. Algunos teólogos no han retrocedido ante la afirmativa.
¿Acaso no fué María santificada por el contacto de la carne del Salvador, como jamás lo fueron ni la cruz, ni los clavos, ni la corona de espinas? Si, pues, este contacto basta para asegurar a estos objetos el culto relativo de latría, ¿por qué no ha de recibirlo María por el mismo título? Y, además, ¿no es Ella la más fiel, la más viva y la más perfecta de todas las imágenes de Cristo? Por consiguiente, nada nos impide el contemplar y adorar a su Hijo en Ella, como le contemplamos y adoramos en sus otras representaciones, y hasta parece que con más justicia y propiedad.
Estas razones parecieron de tanto peso al mismo Suárez, que declara que no reprobaría un culto secundario de latría, entiéndese un culto relativo, es decir, motivado por la excelencia de Cristo, si se lo prestase a María una persona bastante ilustrada para discernir los diferentes modos de adoración. Sin embargo, no admite que un culto de esta clase pueda ser público y pasar al uso común (De Mysteríis vitae Christi, D. XII, s. 2, 8 Prima igitur ratio). Las dos razones que trae para ello son las mismas por las cuales Santo Tomás y San Buenaventura rechazan sin restricción esta misma latría (S. Thom., 3 p. 26, a. 6: S. Bonav., in III Sentent., D. 9. a. 1, q. 4, ad 2). Una y otra razón parten del principio de que los seres racionales son los únicos que, considerados en sí mismos, son aptos para recibir un tributo de honor y de veneración. En cuanto a las naturalezas inferiores, no podemos ni debemos rendirles culto alguno por razón de su propia dignidad. Están por todo y en sí mismas por debajo de nosotros. «El honor y la veneración —dice el Doctor Angélico— se deben exclusivamente a la criatura racional; en cuanto a las criaturas insensibles, no pueden ser objeto de culto sino en su relación con la criatura dotada de razón».
De este principio se deduce esta primera conclusión. Y es que el culto relativo de un objeto inanimado, como la Cruz del Salvador, no podría ser ocasión de escándalo, puesto que la naturaleza misma de las cosas nos advierte que este objeto no es honrado en sí mismo, sino por aquel a quien representa y que lo ha santificado con su contacto. Nadie, a menos de estar ciego, se puede persuadir que queremos agradar a un leño y rogar a la madera cuando nos postramos ante un crucifijo. La criatura racional, por el contrario, como puede recibir nuestros homenajes por sí misma y para sí misma, porque puede tener en sí misma una dignidad que los motive, sería peligroso honrarla con culto de latría, porque los ignorantes podrían creer que se adora a ella misma y por su propia dignidad; en otros términos: que es adorada como cosa, y no sólo como el signo en el cual se contempla y se honra a Jesucristo.
En confirmación de esta doctrinn se puede citar una decisión del Santo Oficio que no conocemos sino por la siguiente ocurrencia. Cayó hace tiempo en nuestras manos un ejemplar del tratado de la Encarnación, que formaba el tomo X del Curso de Teología de los Carmelitas de Salamanca, tratado impreso en Colonia en 1691 Coloniae Agrippinae, sumptibus fratrum Hugeton, MDCXCI. El autor, después de haber demostrado que las reliquias de los santos, consideradas como tales, deben de ser honradas con el mismo culto que las personas a las cuales pertenecen, prosigue en estos términos (tr. XXI, D. XXXVIII):«Pero si se les considera desde otro punto de vista, no repugna en modo alguno el que se rinda un culto superior al que es debido a las personas mismas».
Por consiguiente, las reliquias personales, como el corazón de santa Teresa, por ejemplo (el autor tambien cita los miembros estigmatizados de San Francisco y el corazón de San Nicolás).
A esta consideración hay que añadir otra que no es menos decisiva. Siendo la naturaleza racional capaz de recibir culto absoluto, no se podría, sin rebajarla, contentarse para ella con un culto puramente relativo. ¿Y por qué? Porque este último género de culto es manifiestamente inferior al primero. En efecto, mientras que éste prueba que hay una excelencia propia en el que lo recibe, aquél demuestra únicamente la dignidad del sujeto representado por la imagen. Y esto es lo que San Buenaventura expresa también cuando escribe: «El honor de adoración prestado por nosotros a la imagen de Cristo va derecho todo entero a Cristo, como sujeto: he aquí por qué adorar la imagen de Cristo es adorar a Cristo, y no su imagen», en tanto que es una cosa en su realidad propia y material (S. Bonav., I. c., ad 1). Por consiguiente, y es la segunda conclusión, honrar a la Virgen Santísima con culto puramente relativo, aunque fuese culto de latría, sería lo mismo que echar en olvido los inefables privilegios que esta Señora tiene en sí misma, y rebajarla en vez de elevarla. Con mucha más razón habría que condenar una doctrina que le negara toda otra veneración que no fuese ésta.
Tal fue, volviendo a los antiguos errores, la opinión blasfematoria del detestable emperador Constantino Coprónimo. No contento con perseguir furiosamente el culto de las imágenes santas, atacó a la Virgen Santísima y proscribió el nombre venerado de la Madre de Dios. Según este teólogo de nuevo género, María dejó de merecer nuestros homenajes desde el momento en que dió a luz al Verbo hecho carne. El argumento empleado para demostrar esta extraña doctrina era digno de semejante hombre. Tomaba una bolsa llena de oro, y la enseñaba con demostración de respeto; después, vaciando la bolsa, la arrojaba con desprecio. He aquí —decía— lo que hay que pensar de María: digna de nuestro culto cuando llevaba a Cristo en sus entrañas, a causa de la excelencia de Cristo; indigna después que Cristo se separó de Ella corporalmente, porque ya no tiene en Ella lo que únicamente la hacía apta para recibir nuestro culto. Era esto rehusarle claramente toda dignidad personal, fuera de la que le venía por el contacto actual del Verbo Encarnado, y, por consiguiente, no reconocerle otro derecho que el de un culto relativo, un culto aminorado.
En esto mismo concordaba lógicamente con el error que le llevaba a proscribir las imágenes; porque las imágenes, aun cuando sean la representación fiel de sus prototipos, no están ni identificadas ni realmente unidas con ellos. Por consiguiente, en virtud del mismo principio, no pueden, sin una especie de sacrilegio, ser objeto material del culto religioso. Admiradlas, si queréis, por la riqueza de la materia o lo acabado de la forma; pero guardaos de rendirles culto alguno, siendo así que no son dignas de él, ni por sí mismas, ni por lo que ellas contienen. Inútil es, el refutar de nuevo esos dichos del triste teólogo coronado. Lo que antecede demuestra superabundantemente su necedad (El Patriarca de Constantinopla, San Nicéforo, en su Refutación de Constantino Coprónimo y de sus partidarios, cita en favor de la doctrina católica sobre el uso y el culto de las imágenes estas palabras que dice haber tomado de San Cirilo Alejandrino: «Si alguno contempla la imagen del rey, pintada o esculpida…, la imagen le dirá, en cierto modo: Quien me ha visto, ha visto al rey. Y también: Yo estoy en el rey, y el rey está en mí, al menos en cuanto a la forma exterior; de una parte, en efecto, la pintura o retrato tiene los rasgos del rey, y de la otra el rey lleva en sí mismo lo que la pintura presenta a los ojos.» (S. Nicephor. Patr. Ct., Antirrhet., III, n. 24. P. G„ C. 413; col. Cirill. Alexand.: Thesaur: Assert., 12, P. G., LXXV, 184).
Entre las proposiciones prohibidas por el Papa Alejandro VII en su decreto dogmático de 1690 hay una concebida en estos términos: «La alabanza dada a María, en cuanto es María, vana es.» Es la proposición vigésimosexta («Laus quae defertur Mariae, ut Mariae, vana est» (Denzinger, Enchirid., n. 1183). Estaba sacada de un librito publicado algunos años antes de este decreto, libro del cual tendremos que hablar más adelante. Es conocido bajo el siguiente título: Avisos saludables de la Virgen Santísima a sus indiscretos devotos. El objeto del autor y de aquellos que le movieron a que lo escribiese era el de disminuir en los pueblos la devoción a la Madre de Dios, bajo el especioso pretexto de disminuir los abusos. He aquí cómo hace hablar a María sobre la cuestión que nos ocupa: «Las alabanzas que me dirigen, referidas a mí misma como a mí misma, son vanas; referidas a mí como a la Madre y a la esclava del Señor, son santas… Yo soy, como vosotros, sierva de Dios. Cuando, pues, me alabéis, alabad principalmente a Dios y glorificadle, porque miró la humildad de su esclava» (Avis salut., 8 3, n. 1).
Comparad estas proposiciones capciosas con estas otras del mismo autor puestas también en labios de María: «A Dios sólo pertenece todo honor, toda alabanza y toda gloria… Yo no busco mi propia gloria, sino la de Aquel que me ha creado y me ha redimido»; comparadlas, decimos, con la conducta de los fautores e inspiradores del libro y de su doctrina, que suprimían los más hermosos elogios de la Virgen Santítima en la Liturgia de la Iglesia y transformaban en cuanto les era posible sus fiestas más solemnes, las fiestas de la Anunciación y Purificación; por ejemplo, llevando toda la atención de los fieles a Jesucristo; comparadlas, volvemos a decir, y comprenderéis entonces todo el veneno oculto bajo el equívoco de la fórmula.
Desprendida o despojada de términos ambiguos, la proposición viene a decir: No honréis a María por su dignidad propia, ni por los dones supereminentes que ha recibido de Dios, sino honrad más bien a Dios en Ella, que la ha hecho su Madre; a Dios, delante del cual ella misma confiesa que es nada. En otros términos, que vuestro culto por la Madre de Dios no sea un culto absoluto, sino un culto relativo, poco más o menos como el de la Cruz del Salvador. He aquí, si no nos equivocamos, el por qué de la proscripción que hizo el Papa de la fórmula abreviada de los Avisos saludables. Lo merecía, porque su sentido verdadero es pernicioso. Es, en el fondo, la impía doctrina de Constantino Coprónico. De ambas partes pretenden que María sea únicamente glorificada como el templo en que el Dios hecho carne se encerró, con un culto, por consiguiente, que se refiere inmediata y formalmente a Cristo. Hay, sin embargo, que notar dos diferencias: primera, que el emperador de Oriente, ya citado, no veló su manera de pensar; después que redujo el culto religioso de la Madre divina al tiempo en que Jesús habitaba en su seno, mientras que el presunto dador de avisos no admite semejante restricción. Tomad un vaso sagrado: Coprónimo, en virtud de sus principios, lo venerará mientras contenga el Cuerpo y la Sangre del Señor. Los Avisos saludables pretenden, en cambio, que se le guarde veneración respetuosa aun cuando no contenga el Cuerpo y Sangre divinos, pero únicamente en atención a su contenido.     III. El culto de la Bienaventurada Virgen es culto absoluto, porque Ella posee en sí misma la razón de los honores y de las alabanzas que le prestamos; esto es: su maternidad divina y su gloria sobre toda otra gloria después de la de su Hijo. Y, sin embargo, este culto, por absoluto que sea, tiene algo de relativo. Cuando es Dios a quien adoramos, nuestro culto no pasa más allá; se detiene en Él. ¿Por qué? Porque no tiene de otra persona alguna la sobreeminente dignidad que reclama nuestra adoración. El mismo, y por Sí mismo, es la Bondad, la Belleza, la Omnipotencia y la Perfección por esencia; nuestro primer principio y nuestro último fin. Pero lo que honramos en los Santos, aunque lo posean en propiedad, no lo tienen de sí mismos; es un don de Dios, un arroyuelo de su plenitud infinita. Los Santos son la hechura, la maravilla de la gracia. Por consiguiente, cuanto más los consideremos y más los admiremos, menos podemos detenermos en ellos. Todos cuantos títulos vemos en ellos, acreedores a nuestro respeto, a nuestro amor, a nuestros homenajes, nos elevan para subir a Dios: su santidad nos dice la santidad de su principio, y su gloria canta las grandezas infinitas.
¿Podemos glorificar al arroyuelo sin glorificar al mismo tiempo la fuente de donde mana? ¿Podemos celebrar al siervo y al amigo de Dios como siervo y como amigo sin que nuestro alabanza se eleve a Aquel de quien es siervo y amigo? Cosa muy digna de notarse: los Santos a quienes honramos más son aquellos mismos en quienes glorificamos más también a Dios, Autor y Fautor de su santidad, porque la gloria y perfección de ellos es la medida y porporción de la gracia que de El han recibido.
Por consiguiente, el culto de los Santos, lejos de apartar con provecho de la criatura el honor que a Dios corresponde, tórnase finalmente a la glorificación de Dios. Es Él a quien honramos en sus servidores, por las gracias que les ha hecho, por los méritos que han sido su fruto y por la gloria de que los corona como Autor, como Objeto y como Recompensa de su santidad. Y esto es lo que la Santa Iglesia nos da a entender claramente en los himnos que canta en honor de los Santos. Porque, después de haber celebrado los actos de su celo, de sus virtudes, de su apostolado o de su martirio, es decir, de lo que hicieron y sufrieron por la gloria de Dios, termina invariablemente esos cánticos con la doxología, es decir, con la glorificación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, reconociendo así que toda la gloria de los Santos de Dios desciende y a Dios vuelve a subir. Por consiguiente, nada más falso ni más injusto que la acusación frecuentemente hecha al catolicismo de que resta al culto de Dios los honores que rinde a sus elegidos. Lo contrario resalta con evidencia de las consideraciones anteriores, y los Padres lo han proclamado cien veces en sus escritos.
«No hay que dudarlo: todas las alabanzas que damos a la Madre pertenecen al Hijo; y, recíprocamente, el honor que prestamos al Hijo no nos aparta de la glorificación de la Madre. Si, según Salomón, un hijo sabio es la gloria de su padre (Prov., XI, 1), ¡cuánto más glorioso es ser Madre de la misma Sabiduría!» (S. Bernard., hom. 4 in Missus est. n. 1. P. L., CXXXIII, 78).     «¡No!, no es posible separar de la Madre la potencia y el principado del hijo. Una es la carne de Cristo y de María, uno el espíritu, una la caridad… Ahora bien, la unidad no sufre ni división, ni partición. Aun cuando lo que la compone venga de dos, no puede ser separado; de tal modo que, a mi juicio, la gloria del Hijo y la gloria de la Madre son menos una gloria común que una sola e idéntica gloria» (Ernald Bonaeval., ep. Carnot., de Laudibm B. V. P. L. CLXIX, 1729). «Es, pues, cosa indudable que la gloria de Dios se aumenta con todo lo que se hace y se canta en honor de su Madre». Esta era la razón por la cual el antiguo autor de donde hemos sacado esta sentencia exhortada a los cristianos a celebrar dignamente la Asunción de la Virgen Santísima. Es también uno de los motivos que determinaron a Pío IX para definir la Concepción Inmaculada de la Madre de Dios. Lo hizo, «no sólo para satisfacer los piadosísimos deseos del mundo católico y su propio y personal amor a la divina Señora, sino también para honrar más y más en Ella a su Unigénito, Jesucristo Nuestro Señor, porque todo honor y alabanza hecha a la Madre recae sobre el Hijo« (Bulla Ineffabilis Pii P. IX).
Insistamos en esta verdad, puesto que la herejía nos ha reprochado, y nos reprocha todavía, el olvidar al hijo para honrar exclusivamente a la Madre. Aun cuando la razón y la autoridad enmudecieran sobre este punto, bastarían los hechos para refutar la acusación lanzada contra la Iglesia por las sectas protestantes. Ya lo hemos advertido (1° parte, I. I, c. 3): el culto de adoración a Cristo aumenta o disminuye según que su Madre es más honrada o más olvidada. Si hay comarca en el mundo cristiano en donde la creencia en la divinidad de Nuestro Señor va disminuyendo y desvaneciéndose, y en donde, por consiguiente, cada día se le paga peor el tributo de adoración que se le debe, son, ciertamente, aquellas mismas en las cuales se ha repudiado el culto de su Madre. «Despide a la esclava y a su hijo», decía Sara, celosa de apartar de Isaac la competencia que tenía contra éste de parte de Ismael, el primogénito de Abraham. Tal es la táctica del enemigo de Cristo. Queriendo desterrar al Hijo de las almas cristianas y arrebatarle el doble homenaje de su fe y de su amor, les persuade que arrojen a la Esclava del Señor, sabiendo por experiencia que el destierro de Ella trae, después de breve espacio, la expulsión de Él. Por el contrario, cuando Dios quiere establecer plenamente el reino de su Hijo en un corazón, levanta en ese corazón un trono de amor a María.
Para no hablar sino de los Santos más cercanos a nuestros tiempos, no hallaréis uno solo que no se haya declarado siervo apasionado de la Madre de Dios, ni uno solo tampoco que no haya sido al mismo tiempo caballero fidelísimo de Cristo, dispuesto a dar su tiempo, sus sudores y hasta la última gota de su sangre para hacer reinar sobre los hombres a la Madre y al Hijo. María no es la rival, sino la esclava de su Hijo. Ir a su altar es ir al de Jesús por el camino más seguro. El hecho evangélico de la adoración de los Magos se reproduce en todas partes y siempre. Yendo a María es como se llega a Jesús. Si en el seno de la Iglesia anglicana hay actualmente cristianos que aspiran a ponerse más y más cerca del Dios Salvador, es porque al mismo tiempo, y con gran escándalo de sus compañeros de cisma, cantan las alabanzas de su Madre y rivalizan con los católicos en los honores que le rinden. Y esta es, digámoslo de paso, una de las cosas que parecen preparar mejor la vuelta de esos hermanos extraviados al seno de la Iglesia católica, madre y maestra, abandonada por sus antecesores (He aquí algunos versos de uno de los más ilustres convertidos del anglicanismo, que hacen resaltar muy felizmente el encadenamiento de la devoción hacia la Madre con la devoción hacia el Hijo. Han brotado de la piedad del P. Faber, y según Newmann son los mejores que ha escrito. Los tomamos del opúsculo del célebre oratoriano intitulado Du Culte, de la S. Vierge dans I’glise Catholique (Lettre au Dr. Pusey… Traduit par G. du Pré de Saint-Maur) p. 112. «Hombres desdeñosos han dicho fríamente que mi amor hacia Ti me apartaba de Dios. ¡Oh Madre!, amándote, no he seguido otro camino sino el que anduvo y siguió mi Salvador. «¡Qué poco saben lo que vale mi Madre, los que me han dirigido esas palabras descorazonadoras! ¿A quién dió Jesús sobre la tierra ni la mitad del amor que te tenía? «Hazme la gracia de amarte más aún. Pídelo, y Jesús me lo dará. Entonces, Madre mía. cuando hayan pasado las penas de la vida, entonces sí que te amaré verdaderamente. «En su última agonía. Jesús te entregó a mí, desde la cruz. ¿Cómo amaría yo a tu Hijo, dulce Madre mía, si no te amase?»).
Nada, por consiguiente, ni más claro ni mejor justificado que la unión íntima entre el culto de Nuestro Señor y el de su Madre divina. El uno va con el otro. ¿Recordáis aquella mujer que, transportada de admiración escuchando al Salvador Jesús, le tributó aquella alabanza tan frecuentemente recordada por la Iglesia: «¡Benditos el vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron!»? Ya lo veis: quiere glorificar al Hijo, y ¿qué hace? Glorificar a su Madre. Y así será siempre; porque, lo repetimos, los homenajes prestados a Ésta se elevan necesariamente a Aquél, no sólo por la razón general de que todo buen hijo se encuentra muy honrado con las deferencias que se tienen con su madre, sino también por una causa exclusivamente propia de la perfección de María; y es que todo lo que provoca nuestro amor, nuestra veneración, nuestra devoción hacia Ella, todo —bien lo sabemos— le viene únicamente de Jesús, su Hijo y su Dios, como de fuente fecundísima.
Añadamos la última consideración, y confirmará lo que hemos aprendido por el testimonio de los Santos, por la experiencia y por la misma naturaleza de las cosas. Es que cuanto más amemos a la Virgen bendita, más nos llevará este amor, por sí mismo, al amor y, por consiguiente, a la glorificación de Nuestro Señor, porque sabemos que el mayor deseo de esta divina Madre es ver amado a su Hijo; porque, cuanto mejor lo sirvamos, más se complacerá en nosotros la Señora; porque el Corazón de María recompensará nuestros homenajes con el don más precioso de todos: el de hacernos crecer en amor de su Hijo.
No podemos terminar mejor estas reflexiones que con la hermosa oración de San Ildefonso, que las resume todas: «A Ti vengo, oh, Virgen Unica, Madre de Dios. Dígnate conseguirme la gracia de unirme con todas las fuerzas de mi alma a Dios y a Ti, de servirte a Ti y a tu Hijo: a Él, como a mi Criador; a Ti, como a la Madre de mi Criador… A Él, como a mi Dios; a Ti, como a la Madre de Dios; a Él, como a mi Redentor; a Ti como a su Asistente en la obra de Redención… Si Él ha sido el precio de mi rescate, ha sido por lo que ha recibido de la carne tuya: si me ha salvado de mis heridas es porque ha hecibido de Ti el cuerpo mortal que las ha curado con sus llagas. Siervo tuyo soy, porque tu Hijo es mi Señor; tú eres mi Dueña y mi Señora…, porque eres Madre de mi Dios… En cuanto a mí, si quiero someterme a la Madre, es para ser siervo del Hijo; si aspiro a convertirme en posesión suya, es a fin de demostrar con más seguridad a mi Dios el testimonio de mi sujeción… El honor que doy a la Sierva se eleva hasta el Dueño; el amor que tengo a la Madre refluye naturalmente hasta el Hijo, y los homenajes que ofrezco a la Reina van por Ella a la gloria del Rey» (S. Hildefons., De Virginit. perpetua S. M.. c. 12. P. L.. XCVI, 105, 180. Un hecho referido en las Insinuaciones de la Divina Piedad de Santa Gertrudis, pero desfigurado en ciertas traducciones, confirma claramente esta doctrina: «Un día de la Anunciación se extendió tanto el predicador en las alabanzas de la Virgen Santísima, que apenas si dijo algunas palabras de la Encarnación del Hijo de Dios. Chocóle esto a la Santa, y al pasar después del sermón ante el altar de la Virgen, no sintió, al saludarla, su plenitud habitual de suave afecto hacia Ella, yéndose todos los movimientos de su corazón a Jesús, fruto bendito de sus entrañas virginales. Gertrudis tuvo miedo entonces de haber incurrido en la indignación de la poderosa Reina de los cielos. «No temas, amada mía —le dijo Jesús para tranquilizarla—; las alabanzas que das a mi Madre, aunque tu pensamiento se dirija a Mí principalmente, le son muy agradables. Pero como tu conciencia te reprende de haberla descuidado, ten cuidado en adelante de saludar más devotamente la imagen de mi purísima Madre, aunque no saludes la mia»«No quiera Dios, ¡oh mi Único Amor y todo mi bien -respondió Gertrudis-, que yo te descuide a Ti, a Ti, de quién depende mi salvación; a Ti que eres la vida de mi alma, para dirigir a otra parte mis saludos y mi corazón». Y el Divino Maestro le respondió con dulzura: Haz lo que te pido, amada mía. Cada vez que así me dejes para saludar a mi Madre yo te lo agradeceré, y te premiaré, como premio Yo a todo verdadero fiel que de corazón me deja, a Mí, el Bien Sumo, para trabajar en mi mayor gloria» /Insinuat. divinae pietatis, 1, III, c. 20, Coloniae, 1579).
¿No hay, por consiguiente, diferencia esencial entre el culto de Nuestro Señor y el de su Santísima Madre, y podemos considerarlo como una adoración puramente relativa? No, ciertamente; y sería comprender muy mal la doctrina expuesta hasta el presente el venir a parar en semejante conclusión. Oíd a los maestros resolver esta dificultad. Tratando también del culto de latría, la han resuelto: «Parece —dice San Buenaventura— que se debe adorar a la Madre de Cristo con culto de latría. Porque, según San Juan Damasceno, el honor que se le rinde se refiere a Aquel que se encarnó en Ella (S. Joan. Damasc., de Orthod. Fide, 1. IV. c. 17. P. G.. XCIV). Por consiguiente, si hay que rendir culto latréutico a la imagen de Cristo, porque el culto de la imagen pasa a Cristo, su prototipo, se debe, por el mismo título, pari ratione, honrar a la Virgen con un culto semejante, puesto que el honor de la Madre se eleva naturalmente al Hijo.» Tal era la objeción. He aquí la respuesta del Doctor Seráfico: «El honor se refiere a uno de dos maneras: o como a su sujeto, o como a su fin. El honor prestado a la Madre de Cristo va al Hijo, pero como a su fin; el honor a la imagen de Cristo se eleva hasta Él, pero como a su sujeto. Por eso, quien adora la imagen de Cristo, adora a Cristo y no a la imagen (es decir, a la materia de la imagen); pero quien adora a la Madre de Cristo, adora a la vez a Cristo y a su Madre» (S. Bonavent, in Sentent.. III, D. 9, a. 1, q. 3 ad 1).
Es, en sustancia, la solución dada por el Doctor Angélico sobre el mismo texto de San Juan Damasceno. Sí: «el honor de la Madre se refiere al Hijo, porque por causa de Él es digna de nuestro culto. Sin embargo, no es de la manera que la imagen se refiere al ejemplar representado por ella, porque la imagen, considerada en sí misma y en su realidad propia y material, es refractaria a toda veneración». Lo repetimos: el movimiento de nuestro espíritu y de nuestro corazón no se detiene en la imagen; va derechamente por ella al prototipo que ella representa. Así, cuando, llenos de admiración ante una obra genial, decimos, mostrándola: ¡qué hermoso, qué maravilloso libro!, no hablamos del libro material, sino de los pensamientos de los cuales es la señal y la expresión.Aun cuando, por consiguiente, haya algo relativo en el culto de la Madre de Dios, como en el de los Santos, este culto se distingue en sí mismo plenamente del que se rinde, sea a la Cruz del Salvador, sea a los otros instrumentos de su Pasión. Y la Santa Iglesia lo demuestra bien en los oficios consagrados a la memoria de ellos. Jamás, ni con una palabra, alaba en esos objetos materiales lo que son en sí mismos, mientras que en María exalta las cualidades inherentes que la han hecho tan santa, tan grande y tan bella.
De todo lo dicho se deben sacar tres conclusiones: el culto de Dios solamente es puramente absoluto, porque sólo Dios es el Ser absoluto por naturaleza, el Ser independiente de todo ser que no sea Él; el culto de los objetos inanimados, sea que representen al Salvador, o a sus miembros vivos y gloriosos, es simplemente relativo, porque no tienen nada en sí mismos por lo que merezcan nuestros homenajes; en fin, el culto de la Virgen Santísima y de los Santos participa a la vez del culto relativo y del culto absoluto, porque su excelencia, aunque proceda de Dios, les es propia. Sin embargo, por temor de caer en equívocos lamentables, hay que designarlo con el nombre de culto absoluto, así como la substancia creada se coloca también en la categoría del Ser absoluto, aunque sea esencialmente dependiente del Ser increado.

J. B. Terrien S.I.
LA MADRE DE DIOS Y MADRE DE LOS HOMBRES