PRÁCTICA DEL ADVIENTO

Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger

VIGILANCIA. — Si nuestra Madre, la Santa Iglesia, pasa el tiempo del Adviento ocupada en esta solemne preparación al triple Advenimiento de Jesucristo; si, como las vírgenes prudentes, permanece con la lámpara encendida para la llegada del Esposo; nosotros, que somos sus miembros e hijos, debemos participar de los sentimientos que la animan y hacer nuestra esta advertencia del Salvador: «Cíñase vuestra cintura como la de los peregrinos; brillen en vuestras manos antorchas encendidas; y vosotros sed semejantes a los criados que están en espera de su amo'». En efecto, la suerte de la Iglesia es también la nuestra; cada una de nuestras almas es objeto, por parte de Dios, de una misericordia y de una providencia semejantes a las que emplea con la misma Iglesia. Si ella es el templo de Dios, es porque se compone de piedras vivas; si es la Esposa, es porque está formada por todas las almas invitadas a la unión eterna con El. Si es cierto que está escrito que el Salvador conquistó a la Iglesia con su sangre, cada uno de nosotros hablando de sí mismo puede decir como San Pablo: Cristo me amó y se entregó por mí. Siendo, pues, idéntica nuestra suerte, debemos esforzarnos, durante el Adviento, en asimilar los sentimientos de preparación que vemos embargan a la Iglesia.

ORACIÓN. — En primer lugar, es un deber nuestro el unirnos a los Santos del Antiguo Testamento para pedir la venida del Mesías y pagar así la deuda que toda la humanidad tiene contraída con la misericordia divina. Para animarnos a cumplir con este deber, transportémonos con el pensamiento al curso de estos miles de años, representados por las cuatro semanas del Adviento y pensemos en aquellas tinieblas, en aquellos crímenes de toda clase en medio de los cuales se movía el mundo antiguo. Nuestro corazón debe sentir con la mayor viveza el agradecimiento que debe a Aquel que salvó a su criatura de la muerte y que bajó hasta nosotros para ver más de cerca y compartir todas nuestras miserias, fuera del pecado. Debe clamar con acentos de angustia y de confianza, hacia Aquel que se dignó salvar la obra de sus manos, pero que quiere también que el hombre pida e implore por su salvación. Que nuestros deseos y nuestra esperanza se dilaten, pues, con estas ardientes súplicas de los antiguos Profetas que la Iglesia pone en nuestros labios en estos días de espera; abramos nuestros corazones hasta en sus últimos repliegues a los sentimientos que ellos expresan.

CONVERSIÓN. — Cumplido este primer deber, pensaremos en el Advenimiento que el Salvador quiere hacer en nuestro corazón: Advenimiento, como hemos visto, lleno de dulzura y de misterio, y que es consecuencia del primero, puesto que el Buen Pastor no viene solamente a visitar a su rebaño en general, sino que extiende sus cuidados a cada una de sus ovejas, aun a la centésima que se había extraviado. Ahora bien, para captar todo este inefable misterio, es necesario tener presente que así como no podemos ser agradables a nuestro Padre celestial sino en la medida que ve en nosotros a Jesucristo, su Hijo, este divino Salvador tan bondadoso se digna venir a cada uno de nosotros para transformarnos en El, si lo consentimos, de suerte que no vivamos ya nuestra vida sino la suya. Este es el objetivo del Cristianismo, la divinización del hombre por Jesucristo: tal es la tarea sublime impuesta a la Iglesia. Con S. Pablo dice Ella a los fieles: «Vosotros sois mis hijitos; pues os doy un nuevo nacimiento para que Jesucristo se forme en vosotros».

Pero, lo mismo que al aparecer en este mundo, el divino Salvador se mostró primeramente bajo la forma de un débil niño, antes de llegar a la plenitud de la edad perfecta necesaria para que nada faltase a su sacrificio, del mismo modo tratará de desarrollarse en nosotros. Ahora bien, es precisamente en la fiesta de Navidad cuando quiere nacer en las almas y cuando derrama sobre su Iglesia una gracia de Nacimiento, a la cual todos no son ciertamente fieles. Porque mirad la situación de las almas a la llegada de esta inefable fiesta. Las unas, el número más reducido, viven plenamente de la vida de Jesucristo que está en ellas y aspiran continuamente a crecer en esta vida. Las otras, en mayor número, están vivas ciertamente, por la presencia de Cristo, pero enfermas y endebles por no desear el aumento de esta vida divina; porque su amor se ha resfriado. Los demás hombres no gozan de esta vida, están muertos; porque Cristo dijo: Yo soy la vida.

Ahora bien, durante los días de Adviento pasa llamando a la puerta de todas estas almas, bien sea de una manera sensible, o bien de una manera velada. Les pregunta si tienen sitio para El, para que pueda nacer en ellas. Y, aunque la posada que reclama sea suya, porque El la construyó y la conserva, se queja de que los suyos no le quisieron recibir al menos la mayo – ría de ellos.

«Por lo que toca a aquellos que le recibieron, les dió poder para hacerse hijos de Dios y no hijos de la carne o de la sangre».

Preparaos, por tanto, vosotras, almas fieles, que le guardáis dentro de vosotras como un preciado tesoro y que desde tiempo atrás no tenéis otra vida que su vida, otro corazón que su corazón, otras obras que sus obras, preparaos a verle nacer en vosotras más hermoso, más radiante y más poderoso que hasta ahora lo habíais conocido. Tratad de descubrir en las frases de la santa Liturgia esas palabras misteriosas que hablan a vuestro corazón y encantan al del Esposo.

Ensanchad vuestras puertas para recibirle nuevamente, vosotras que le tenéis ya dentro pero sin conocerle; que le poseéis pero sin gozarle. Ahora vuelve a venir con renovada ternura; ha olvidado vuestros desdenes; quiere renovarlo todo3. Haced sitio al divino Infante; porque querrá crecer en vosotras. Se aproxima el momento: despiértese, pues, vuestro corazón; cantad y estad alerta, no os vaya a encontrar dormidas a su paso. Las palabras de la Liturgia son también para vosotras; hablan de tinieblas que sólo Dios puede deshacer, de heridas que sólo su bondad puede curar, de enfermedades que únicamente pueden sanar por su virtud.

Y vosotros, cristianos, para quienes la buena nueva es como si no existiera, porque vuestros corazones están muertos por el pecado, bien se trate de una muerte que os aprisiona en sus cadenas desde hace mucho tiempo, o bien de heridas recientes: he aquí que se acerca el que es la vida. «¿Por qué habréis de preferir la muerte? El no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva'». La gran fiesta de su Nacimiento será un día de universal misericordia para todos los que quieran recibirle. Estos volverán con El a la vida; desaparecerá toda su vida anterior, y la gracia superabundará allí donde la iniquidad había abundado2.

Y si la ternura y suavidad de este misterioso Advenimiento no te seduce, porque tu recargado corazón no es capaz todavía de experimentar confianza, porque, después de haber sorbido la iniquidad como el agua, no sabes lo que es aspirar por amor a la caricias de un Padre cuyas llamadas has despreciado: entonces debes pensar en ese otro Advenimiento terrorífico que ha de seguir al que se realiza silenciosamente en las almas. Escucha los crujidos del Universo ante la proximidad del Juez terrible; contempla los cielos huyendo ante tu vista, desplegándose como un libroaguanta, si puedes, su aspecto, su mirada deslumbrante; mira sin estremecerte la espada de dos filos que sale de su boca2; escucha, por fin, esos gritos lastimeros: ¡Oh montes, caed sobre nosotros, oh rocas, cubridnos, apartadnos de su vista amenazadora!3 Estos gritos son los que lanzarán en vano aquellas desgraciadas almas que no quisieron conocer el tiempo de su visitaPor haber cerrado su corazón al Hombre-Dios que lloró sobre ellas, ¡tanto las amaba! bajarán ahora vivas al fuego eterno, cuyas llamas son tan ardientes que devoran los frutos de la tierra y los más ocultos fundamentos de las montañas 5.

Allí es donde roe el gusano eterno de un pesar que no muere nunca.

Aquellos, pues, que no se conmueven ante la dulce noticia de la próxima venida del celestial Médico, del Pastor que generosamente da la vida por sus ovejas, mediten durante el Adviento en el tremendo pero innegable misterio de la Redención humana, inutilizada por la repulsa que de ella hace con frecuencia el hombre. Calculen sus fuerzas y, si desprecian al Infante que va a nacer’, consideren si serán capaces de luchar con el Dios fuerte el dia que venga, no a salvar, sino a juzgar. Y para conocer mejor a este Juez, ante cuya presencia temblará todo el mundo, pregunten a la Santa Liturgia; allí aprenderán a temerle.

Por lo demás, este temor no es sólo propio de los pecadores, es un sentimiento que debe experimentar todo cristiano. El temor, si va solo, hace esclavos; si le.acompaña el amor, dice bien del hijo culpable que busca el perdón de su irritado padre; aun cuando el amor lo arroje fuera¿, a veces reaparece como un rayo pasajero, para conmover felizmente el corazón del alma fiel hasta sus más íntimos fundamentos. Entonces siente revivir en sí el recuerdo de su miseria y de la gratuita misericordia del Esposo. Nadie, por tanto, debe dispensarse, en este santo tiempo de Adviento, de asociarse a estos santos temores de la Iglesia, quien por muy amada que sea, exclama con frecuencia en su Liturgia: ¡Atraviesa, Señor, mi carne con el aguijón de tu temor! Pero sobre todo será útil esta parte de la Liturgia, a los que comienzan a darse al servicio divino.

De todo esto se puede sacar en consecuencia, que el Adviento es un tiempo dedicado principalmente a los ejercicios de la Vía purgativa; esto significa bien aquella frase de San Juan Bautista, que la Iglesia repite con tanta frecuencia durante este santo tiempo: ¡Preparad los caminos del Señor! Que cada uno de nosotros trabaje, pues, seriamente en allanar el camino por donde ha de entrar Cristo en su alma. Los justos, siguiendo la doctrina del Apóstol, olviden lo que han hecho en el pasado y trabajen con nuevos ánimos. Apresúrense los pecadores a romper los lazos que los cautivan, las costumbres que los dominan; mortifiquen la carne, comenzando el duro trabajo de sujeción al espíritu; oren sobre todo con la Iglesia; de esta manera, cuando venga el Señor, tendrán derecho a esperar que no pase de largo por su puerta, sino que entre; puesto que ha dicho, dirigiéndose a todos: «He aquí que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abriere, entraré en su casaz.».