ELOGIO DE LA VIRGINIDAD [1]
HERALDOS DE LA VIRGINIDAD EN EL SIGLO I
Según el derecho anterior al Código de 1914, cualquiera de los cónyuges tenía derecho a no prestarse a consumar el matrimonio hasta pasados dos meses desde su celebración. Se concedía esto con el fin de que tanto el hombre como la mujer pudieran entrar en Religión y guardar virginidad perpetuamente, lo que implicaba la disolución del matrimonio rato en el momento en que se hacían votos solemnes. El Canon 1111 del C.I.C abrogó este derecho antiquísimo que la Iglesia concedía para que ambos pudieran elegir un estado más perfecto.
No obstante, si bien ya no se puede aplicar a los que ya han contraído matrimonio, no por eso deja de ser muy importante que aquellos que piensan en contraer matrimonio en una época que que la motivación única es el «sentimiento» -colocado hoy como un dios, y elevado por encima de la voluntad del único Dios-, mediten sobre la virginidad, y luego decidan bien preparados.
Es nuestra humilde pretensión con esta serie de artículos ofrecer un verdadero cursillo prematrimonial. Aquí no les será enseñado nada sobre el uso de los métodos naturales de planificación familiar- condenados todos por Casti Connubii del Papa Pío XI-. Tampoco se les hablará de «buenismo» natural sin mérito sobrenatural alguno. Ni por supuesto de las «razones del corazón». Menos aún de ciertas contorsiones corporales permitidas o no en el tálamo, de las que nos da vergüenza hablar. Tampoco espere el lector que defendamos el matrimonio liberal, con iguales sueños de comodidad y éxito material y profesional que los paganos.
No, aquí leerá sobre otro discurso, esta vez católico. No encontrará nada de un discurso juanpablista – quien dedicó las audiencias de los miércoles durante décadas a «enseñar» sobre la «teología del cuerpo» ¡¡¡¡Ay, ay!!!; ni mucho menos podrá leer el alegato juanpablista que trató contra viento y marea de igualar el estado matrimonial al de la virginidad, engañando a millones de católicos a quienes enseñó una teología absolutamente diferente a la de la Iglesia Católica. Es por eso que, con la Iglesia Católica, única Iglesia de Cristo, creemos lo que el Concilio de Trento profesó y anatematizó así:
El Concilio de Trento entronizaba definitivamente en el áureo alcazar de sus dogmas la siguiente proposición:
«Si alguno dijere que el estado del matrimonio debe anteponerse al estado de la virginidad o del celibato y que no es mejor o más glorioso permanecer en virginidad o celibato que contraer matrimonio, sea anatema»
Querido lector, si usted piensa diferente al Concilio de Trento, le sugiero que no siga leyendo estos artículos, y se evitará graves ardores de estómago y amarguras, más si persistiera en su propio pensamiento ha de saber que no es el suyo el de la Iglesia Católica.
Pero, si usted está de acuerdo con ese anatema, reciba mi felicitación, porque en eso conserva la de de la Iglesia. Y si tiene tiempo siga leyendo el precioso artículo sobre la virginidad, esperando que , si Dios quiere, no sea el último que dediquemos a elogia esta virtud.
De lo que hablaremos, pues, aquí, es de alejarnos del nuevo ídolo del enamoramiento- éfimero- que los católicos han llevado junto a los paganos a los altares. Escribiremos de la corona prometida a las vírgenes, a los mártires, y los doctores de la verdad; corona que ningún otro bienaventurado recibirá, como explica Santo Tomás de Aquino. De las enormes dificultades que el estado del matrimonio tiene para perfeccionarse espiritualmente, e incluso para alcanzar la Salud eterna. Porque, como dice el Apóstol, el casado anda afanoso por obtener las cosas de este mundo y por dar gusto a su mujer; su corazón se halla dividido. Del mismo modo, la mujer no casada, y la que es virgen, piensa sólo en las cosas del Señor, a fin de ser santa en el cuerpo y en el alma, mientras que la casada se ocupa en las cosas del mundo y en el modo de agradar a su marido. Esto os digo para provecho vuestro… Por tanto, quien casa a su hija hace bien; pero quien la conserva virgen hace mejor.
Es nuestra fe, que quien se casa hace bien, más quien elige la virginidad hace mejor.
Piensa, joven, que el matrimonio es indisoluble; por eso, ven y lee sobre este «cursillo prematrimonial»
cuyas palabras no escucharás a tu párrroco ni obispo.
¡ Y luego decide en la libertad que Cristo te ha dado!
1. Predicación apostólica.
2. San Pablo, comentador de la fórmula
evangélica de la virginidad.
3. Virginidad y matrimonio.
4. La consideración de las molestias del matrimonio : triple razón de este proceder.
5. San Juan y la visión celeste de la virginidad
Predicación apostólica
La virginidad estaba promulgada; se imponía el propagarla. Y así fue en efecto; el celo de los doce apóstoles dispersó bien pronto por los cuatro ámbitos del mundo, con energías de huracán, aquella ligera nubecilla de fragancias celestiales que se había elevado del corazón del Dios Virgen como de un místico incensario. Dada la antigüedad de las fechas y, sobre todo, el interés absorbente de la persona misma del Salvador en aquellos tiempos, nada tiene de extraño que los documentos encierren silenciosos sus descarnados labios de pergamino respecto a la existencia de esta predicación apostólica.
Los hechos, sin embargo, nos la atestiguan. Las nuevas cristiandades que fueron surgiendo al paso de los apóstoles por el desierto del paganismo, cual otros tantos oasis de lozana vegetación, presentaron bien pronto abundantes ejemplares de pureza: prueba inequívoca de que los portadores del Evangelio esparcían la semilla de virginidad recibida de manos del Maestro.
Ni sólo la difundían entre las exhortaciones de sus catequesis, sino que la presentaban como en modelo en sus mismos cuerpos, ungidos con la virtud de la continencia, al menos desde que, transformados por el Espíritu Santo, iniciaron sus peregrinaciones apostólicas de evangelización. Por el triple testimonio de los sinópticos sabemos que fué casado San Pedro. Nos consta de la virginidad de San Juan, el discípulo amado, por una tradición históricamente irrecusable. Las propias afirmaciones de San Pablo no dejan lugar a duda sobre el estado de perfecta castidad, que observó durante toda su vida Fuera de estos tres hechos ciertos, no hay datos suficientemente críticos para precisar el estado de vida de los restantes apóstoles antes del llamamiento divino, y los testimonios de los escritores más antiguos a este respecto son vacilantes e indecisos ‘.
En todo caso, los dos apóstoles de cuya virginidad nos consta con certeza fueron los paladines más ardientes en la exaltación de esta virtud. Recordemos la primera Epístola a los Corintios y el Apocalipsis, textos oficiales de las enseñanzas con que ambos mensajeros de Cristo propagaron esta idea, conservando cada uno los delineamentos del propio espíritu, tan característico y personal. Es un doble cuadro que se complementa como la muerte y la resurrección, como la espada de combate y el trofeo de la victoria.
En San Pablo es el alma combatiente del asceta con temple de guerrero para quien el mundo es el campo dé una batalla ingente entre la carne y el espíritu, y cuyos luchadores más audaces son precisamente los que combaten en torno al lábaro de la virginidad; es el descriptor psicólogo y colorista de las humillaciones de la lujuria y las elevaciones de la pureza; es el conocedor experto del corazón humano trabajosamente oprimido bajo las cargas de la concupiscencia, y del corazón humano libre y desembarazado para volar en alas de la incorrupción angélica.
En San Juan, por el contrario, es la intuición sobrehumana de la pureza emanando de Dios para infundirse eh el hombre y transformarlo con sus reflejos en algo inmaterial; es la sublimidad mística de un alma cuya vista, sutilizada por el amor, rasga las nubes, traspasa los cielos y allí, muy cerca del Cordero, cuyo corazón había oído latir en la última cena, contempla a los vírgenes orlados con especial aureola de gloria, oye los himnos entonados por sus labios sin mancilla y siente los flujos y reflujos de comunicación sobrenatural que van de sus pechos al de Dios Hombre, inundando toda la escena en un gozo inexpresable por palabras terrenas. Bajo este enfoque penetraremos mejor en las palabras de ambos apóstoles de la virginidad.
San Pablo, comentador de la fórmula evangélica de la virginidad
La ocasión para desarrollar el tema se le ofreció a San Pablo de donde tal vez menos podía esperarla, de la ciudad de Corinto. Con sólo un siglo de existencia desde su reconstrucción por Julio César, era la más populosa y la más rica de la Grecia, pero también la más corrompida en sus costumbres. Seis años escasos hacía que se formara su primera comunidad cristiana, y ya en este tiempo se había distinguido por la caída en la impureza de algunos de sus miembros, por las disensiones e inquietudes de otros y por la desorientación en materias morales de la mayoría de ellos.
Entre las consultas que el año 58 se dirigían a San Pablo sobre el uso de los manjares consagrados a los ídolos, el tocado de las mujeres durante los oficios divinos, la organización de los ágapes que precedían a la Eucaristía y otras varias, figuraba en lugar preeminente la relativa al matrimonio y a la virginidad. Los corintios estaban intranquilos, dudando si una vez bautizados les era permitido continuar en el uso del matrimonio. A estos temores responde San Pablo adoctrinándoles sobre la licitud de aquel estado y los fines perseguidos por su medio, sobre todo, en orden a apaciguar la concupiscencia. Probablemente los consultantes habían dado un paso más mostrándose indecisos acerca de si podrían permitir a sus hijas aún solteras contraer matrimonio una vez bautizadas.
Era la oportunidad esperada por el Apóstol para exponer la doctrina de la virginidad. Después de asentar con nitidez suma la doctrina sobre el matrimonio, pasa casi insensiblemente al tema de la continencia y de la virginidad:
«… Todo lo dicho es más bien condescendiendo con vuestra debilidad, no como quien intenta imponer el matrimonio. Pues por mi parte quisiera que todos os conservaseis como yo; pero en esta materia cada uno tiene su propio don de Dios, quiénes de una manera, quiénes de otra. Asi que advierto a los célibes y a las viudas: más conveniente les es permanecer como yo; aun cuando si no tienen el don de la continencia, cásense; porque más vale casarse que arder en llamas de concupiscencia… Por lo que respecta a las vírgenes no he recibido precepto obligatorio del Señor; pero os ofrezco el consejo como consiliario fiel por su misericordia. Tengo por cosa preferible permacer en tal estado a causa de las tribulaciones y molestias presentes… El tiempo es breve; resta, pues, que los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen…, porque la escena de este mundo pasa. Quisiera que vivieseis sin inquietudes. Quien vive sin mujer está solicito tan sólo por las cosas del Señor y por el modo de agradar a Dios; al contrario, el casado anda afanoso por obtener las cosas de este mundo y por dar gusto a su mujer; su corazón se halla dividido. Del mismo modo, la mujer no casada, y la que es virgen, piensa sólo en las cosas del Señor, a fin de ser santa en el cuerpo y en el alma, mientras que la casada se ocupa en las cosas del mundo y en el modo de agradar a su marido. Esto os digo para provecho vuestro… Por tanto, quien casa a su hija hace bien; pero quien la conserva virgen hace mejor… Y en esto pienso tener la inspiración del Espíritu Santo como los demás apóstoles .»
Estas palabras, tan pletóricas de sentido, no eran en realidad sino un eco de la voz del Salvador. Al explicar cómo la virginidad es un estado permanente, Cristo había dicho: Hay quienes son inhábiles…; y el discípulo repite aquella nota contraponiendo al estado inmutable del matrimonio el estado inmutable por una resolución firme concebida en su corazón. Al describir los caracteres de completa libertad y de esfuerzo intrépido propios del continente perfecto, había hablado Cristo de aquellos a quienes se les concede de lo alto…, de quienes se inhabilitan a si mismos…, de los que son capaces de seguir tal doctrina…, frases que el Apóstol glosaba, recalcando que cada uno tiene su propio don…; que los que no tengan el don de continencia, cásense, porque más vale casarse que abrasarse…; que acerca de la virginidad no ha recibido precepto obligatorio del Señor…, y que, finalmente, se dirige a quienes pueden decidirse, no constreñidos por la necesidad, sino dueños de su libre albedrio…
Sin embargo, donde aplica el Apóstol de las gentes un análisis más concienzudo a la sentencia de Cristo es en el misterio de su motivación ; por el reino de los cielos. Para San Pablo, en este capítulo, el reino de los cielos es el premio de la gloria, que contemplan ya próxima los ojos de nuestra esperanza, y a cuya luz aparece la brevedad del tiempo invitándonos a usar del mundo como si no lo usásemos: porque el tiempo es breve. El reino de los cielos es la paz y serenidad del alma espiritual exenta de las solicitudes de esta vida y libre de las agitaciones y vórtices causados por las bajas pasiones de la carne: quisiera que vivieseis sin inquietudes. El reino de los cielos es la voluntad del Padre Eterno, que irradia sobre sus criaturas escogidas rayos purificadores de santidad con que logren éstas elevarse por encima de la simple naturaleza humana hasta revestirse de la semejanza de su Dios: para ser santas en el cuerpo y en el alma. El reino de los cielos es el atractivo del Señor que reclama para sí el corazón entero, cual lo pueden ofrendar solamente los vírgenes, libres de los negocios del mundo y de las exigencias de sus cónyuges: por dar gusto a su mujer, se halla dividido. El reino de los cielos es la unión de amor, místico con la Divinidad, incoada ya en la tierra por los que, viviendo vida virginal, obtienen en su proceso evolutivo de espiritualización la gracia de comunicarse con Dios sin inercias ni trabas enojosas: para unirnos a Dios sin distracciones. Cinco aspectos del reino de los cielos, cuya fascinación sobrenatural habían de arrastrar tras sí las almas de contextura más fina y delicada.
Antes de doblar la página del Apóstol sobre la virginidad, hiere nuestra atención una doble ráfaga que a primera vista aparece como un rayo de luz y un rayo de sombra, con la particularidad de que ambos seguirán enfilando fijos y persistentes los tratados de la pureza a través de los siglos antiguos.
Virginidad y matrimonio
Un rayo de luz cuyo esplendor transmitiría ya para siempre clara esta afirmación: bueno y honesto es el matrimonio, pero la continencia, y sobre todo la virginidad, es un estado más perfecto^. Raudales de claridad en los ojos de los primitivos escritores ascetas. Una mirada hacia el pasado, y caerían en la cuenta de que nuestros primeros padres habían conservado su virginidad durante su vida en el paraíso y habían iniciado el matrimonio sólo después de hallarse ya inclinados bajo el peso del pecado. Una mirada hacia el futuro, y traducirían su visión con esta frase jeronimiana : *’El matrimonio puebla la tierra, la virginidad el cielo» . A lo largo de toda la edad patrística, el postulado sobrenatural de la supremacía de la continencia perfecta habría de mantenerse inalterable, pero abrillantándose con más fulgor al pasar de unos autores a otros
Al cerrarse esta gloriosa era de la literatura cristiana a principios del siglo VIII, recogía asi San Adelmo, el primer escritor de la Inglaterra convertida, la doctrina de los siglos precedentes: «La virginidad es oro, la continencia plata, el matrimonio cobre; la virginidad es opulencia, la continencia medianía, el matrimonio pobreza; la virginidad es paz, la continencia rescate, el matrimonio cautiverio; la virginidad es sol, la continencia luna, el matrimonio tinieblas; la virginidad es día, la continencia aurora, el matrimonio noche; la virginidad es reina, la continencia señora, el matrimonio esclava; la virginidad es patria, la continencia puerto seguro, el matrimonio océano proceloso; la virginidad es hombre vivo, la continencia ser exánime, el matrimonio cuerpo muerto; la virginidad es púrpura, la continencia paño restaurado, el matrimonio lana basta. Todos habitan en el palacio regio; pero hay gran diversidad entre la honra del que se sienta en la carroza, la servidumbre del que la conduce y la vileza del que arrastra las mulas caminando delante de ellas, aun cuando todos ellos militen bajo la suprema dirección del mismo emperador»
Otros ocho siglos más tarde, el Concilio de Trento entronizaba definitivamente en el áureo alcazar de sus dogmas la siguiente proposición: «Si alguno dijere que el estado del matrimonio debe anteponerse al estado de la virginidad o del celibato y que no es mejor o más glorioso permanecer en virginidad o celibato que contraer matrimonio, sea anatema». Era el rayo de luz de San Pablo, que, atravesando los siglos, venía a proyectarse en la pantalla del código doctrinal cristiano para enseñanza de toda la humanidad.
La consideración de las molestias del matrimonio:
triple razón de este proceder
Pero junto a este rayo de luz se destaca otra ráfaga, que a juicio de una impresión superficial pudiera reputarse como sombra. Es sorprendente la insistencia con que San Pablo recarga una y otra vez las tintas negras del matrimonio mostrando sus molestias y pesadumbres. ¿Es que pretende el Apóstol, como pudiera pensar un lector frivolo, impulsar a las almas cristianas hacia la virginidad como refugio egoísta a que acogerse contra las desazones inherentes al matrimonio? A través de este prisma, el gran consejo evangélico degeneraría en una receta utilitarista de vida práctica. Desde luego que en la mente de quien desentraña con tanta fuerza la motivación referente al reino de los cielos no cabe la conjetura de fines mezquinamente interesados.
Que en la Epístola a los Corintios aparecen recalcadas deliberadamente las molestias del matrimonio es un hecho palpable. San Pablo alude sin rebozo a las ventajas de la virgen, libre de las inquietudes acarreadas por la vida familiar en este mundo (v. 26) ; le advierte que puede casarse, si así lo quiere, pero que se prepare en tal caso a sufrir las aflicciones de la carne (v. 28) ; le recuerda los sinsabores que lleva consigo la continua solicitud por agradar al marido y al siglo (v. 34) ; y termina acentuando la idea de que toda esta servidumbre durará tanto cuanto el matrimonio mismo dure (v. 39).
Si queremos penetrar en el mecanismo complejo de esta actuación paulina respecto a la virginidad, es menester ante todo enfocarla a través de las intuiciones de aquel espíritu genial, que supo fundir en una síntesis jamás superada las perspectivas divinas de la gracia con un conocimiento profundo del corazón humano, y las aspiraciones más espiritualistas de la revelación con la experiencia más práctica de los resortes de un siglo corrompido.
San Pablo intentaba provocar en las almas un movimiento ascensional hacia Dios, pero sabía muy bien que, a diferencia del ave, que vuela sostenida por sus alas, el hombre para dar el salto hacia lo infinito necesita primero hacer pie fuertemente en la tierra y afianzarse sobre ella. He aquí el secreto psicológico del Apóstol. Quiere que las almas se eleven hacia las alturas de la pureza impulsadas únicamente por el motivo sobrenatural del reino de los cielos; pero sabe que es tanto el peso del cuerpo corruptible que fácilmente queda pegado en el lodo de la tierra, cuando va a dar el salto, si no se desbroza antes el suelo que le sostiene. En orden a este fin puramente negativo; de evitar que la virgen quede enredada entre los alicientes de unos placeres exagerados por la fantasía, pone San Pablo gráficamente ante sus ojos las cargas que acompañan al matrimonio Existía un triple impedimento que podía agarrotar las energías espirituales de una virgen romana y cuya superación exigía un concepto integral del matrimonio, con sus molestias y pesadumbres. En primer lugar, la aspereza misma de la lucha, cuyas dificultades tanto Jesucristo como San Pablo se complacían en reconocer, al verse obligada a combatir contra la furia dé la concupiscencia y las embestidas infernales, no durante un breve plazo de tiempo, sino a lo largo de una vida más o menos prolongada. Tengamos en cuenta que la formulación del propósito virginal era el clarinazo anunciador de un combate que no se podría ya suspender ni remitir en un solo punto, como tan bellamente había de exponer más tarde San Juan Crisóstomo:
Al atleta que, dejados ya los vestidos y ungido el cuerpo, desciende al combate, cuando se cubre ya con el polvo del estadio, nadie le diría: «Retírate y huye de tu competidor», sino que una de dos: tiene que terminar o coronado o vencido y lleno de vergüenza. En los juegos y palestras donde la lucha es con familiares y amigos, como si fueran adversarios, dueño es cada cual de pelear o no; pero el que se ha comprometido, y reunidos ya los espectadores, presente el árbitro del certamen y ocupando los concurrentes sus puestos, es introducido y enfrentado con su adversario, ese tal queda sin derecho para retirarse por la ley misma del certamen. Así a la virgen: mientras delibera sobre contraer o no matrimonio, le es lícito casarse; pero una vez que ha elegido virginidad y dado su nombre para combatir en la arena, cuando resuenan los aplausos de los concurrentes, teniendo por espectadores desde el cielo a los ángeles y a Cristo por árbitro del combate, enfurecido el diablo y rechinando los dientes, enlazado y cogido por medio el enemigo, ¿ quién se atrevería a lanzarse a la arena y gritarle: «Huye del adversario, déjate de trabajos, no vengas con él a las manos, no le derribes ni armes zancadillas, sino cédele la victoria?»»
Para la virgen era imposible la retirada, y, sin embargo, habían de sonar en sus oídos las voces de la carne, que
le propondrían el matrimonio como un refugio en medio de lo más encarnizado de la lucha. He ahí por qué el Apóstol no creía impropio de su exhortación pastoral apagar algún tanto el acento seductor de esas voces con el recuerdo de las penalidades contenidas en la vida conyugal.
Otro motivo inducía al Apóstol a seguir este proceder de rasgos al parecer humanos. Se trataba de salvar los obstáculos que habían de ofrecerse en el momento mismo de formular el propósito de virginidad. Iba a sumirse aquella joven en un género de vida desconocido para la sociedad liviana en que se había educado; la sola noticia de tal propósito levantaría torbellinos de injurias y desprecios a su alrededor; sentiría la impresión de que el mundo se derrumbaba en torno suyo, sin encontrar punto de apoyo ; bajo sus mismos pies se resquebrajaba su propia posición social, y mientras, casi cegada por el polvo de tantos escombros, no veía en su porvenir sino obscuridades de lucha y abnegación, llegaban a sus oídos aquellos coros de estímulos tan fascinadores que habían de hacer estremecerse en medio de sus maceraciones al mismo San Jerónimo, cuando, reducido a un informe conjunto de piel y huesos en los desiertos de Calcis, los viese girar en su imaginación ante su gruta. con todo el colorismo de la lascivia.
La atmósfera que rodeaba a las jóvenes de los tiempos imperiales estaba tan saturada de sueños sensualistas, que era forzoso neutralizarla con dosis de amarga realidad, si se les quería ofrecer una visión imparcial de la vida. En tales coyunturas, no sólo era honesto, sino casi obligatorio, proponer el antídoto que despejase las alucinaciones producidas por la morfina del sensualismo. Y sólo así, ante un panorama objetivo de la existencia humana en la tierra con las arideces que acompañan a los atractivos del matrimonio, podría la virgen apreciar el verdadero sentido de la vida de pureza que se abría ante su vista.
Existía aún un tercer motivo, quizás más poderoso, que obligaba al Apóstol a evocar aquellos recuerdos ingratos del matrimonio. Esta vez sus palabras buscaban no tanto el corazón de la joven cuanto la voluntad de sus padres. Debía darse por descontado, en la mayoría de los casos, su veto intransigente ante una tal elección, que frustraba sus esperanzas y desconcertaba el sistema ideológico que, como fieles romanos, habían heredado con sus tradiciones ancestrales.
Su resistencia sería implacable, y a favor de ella militaba todo el poder de la patria potestad. La situación jurídica del hijo de familia, y sobre todo de la hija, no difería mucho de la propia de un esclavo, por lo que a los derechos paternos tocaba, ai empezar los fastos del Imperio. Hubo que esperar a los tiempos de Adriano para que se condenase con el destierro a un padre que, en virtud de sus derechos tradicionales, del ius vitae necisque, había dado muerte a su hijo; y no fué sino bajo la dominación de Diocleciano, en el siglo IV, cuando se restringió al pater famlias la potestad de vender a sus hijos como otra cualquier mercancía. ¿Qué podría esperar una hija de familia respecto a la libertad para escoger su estado futuro, cuando todavía en el siglo II Aulo Gelio, siguiendo una sentencia que juzgaba prudente y mesurada, escribía que el padre debe ser obedecido cuando ordena que se tome mujer 15 ; y en el siglo III podía comentar el jurisconsulto Ulpiano las leyes en el sentido de que bastaba el consentimiento de los padres para el matrimonio de los hijos sujetos a la patria potestad?
Cual inteligente estratega, comprendió San Pablo que era la voluntad del padre la que había, ante todo, que conquistar, empresa tanto más difícil de ordinario cuanto que, indiferente a los anhelos de santidad que agitaban el corazón de su hija, trazaba sus planes con el pulso firme y calculador de quien esboza únicamente felicidades terrenas. No había otro medio de victoria sino atacarle en sus mismas trincheras, haciéndole prever reproducido en la vida de su hija el camino doloroso que tal vez había él ya recorrido con sus propios pasos. Ahora sé comprende por qué en esta exhortación cambia el Apóstol la ruta de sus frases, dirigiéndolas indistintamente a la hija o al padre con inesperados trastrueques de sujeto.
Se ha hecho notar desde muy antiguo el carácter especial que muestra esta página de San Pablo, donde se mezclan tan íntimamente lo divino y lo humano; donde alternan la claridad apodíctica de los principios con cierta timidez de exposición, entreverándose los consejos acerca de la perfecta pureza y los comentarios sobre el matrimonio, para que el recuerdo de éste mitigue en los pusilánimes el temor que la propuesta neta de la virginidad pudiera producir; donde, finalmente, muchas de las grandes ventajas de la continencia no tanto se declaran cuanto se dejan entrever con leves alusiones y en visión indirecta al proponerse las obligaciones de la vida conyugal. Toda esta prudencia era menester tratándose de aquellos corintios, a quienes poco antes había justamente calificado de carnales y seguidores de criterios humanos.
Por este mismo cauce, inaugurado en la Epístola a los Corintios, había de fluir durante los cuatro primeros siglos la tinta en los escritos sobre la virginidad. El triple motivo que había guiado la pluma del Apóstol en su atención al elemento terreno, seguiría actuando con más o menos fuerza por largo tiempo, y sus sucesores en el ejercicio pastoral no desaprovecharían aquella lección de prudencia humana, característica de las iniciativas divinas.
San Cipriano recordaría a las vírgenes en una de sus exhortaciones más sentidas las molestias corporales ocasionadas por los hijos y la sujeción debida al marido, de que ellas se ven exentas i\ San Ambrosio no se olvidaría en ninguno de sus tratados de enumerar más o menos detenidamente, no sólo los dolores físicos y las cadenas de servidumbre que arrastra la mujer casada, sino sobre todo las preocupaciones morales, que la hacen estar solícita a la continua, víctima de mil impertinencias para no desagradar a su marido con un exterior menos atrayente
San Agustín consagraría asimismo un capítulo en su tratado sobre la virginidad a conmemorar las aflicciones que no sólo por parte del cuerpo, sino sobre todo por parte del alma, agitada por los celos o preocupada con la muerte de hijos y marido, agitan a la infeliz esposa Y todavía al declinar el siglo VI se oiría en España la voz de San Leandro, que seguiría mencionando en la Regla a su hermana Florentina las muchas tribulaciones y tristezas que lleva consigo el matrimonio.
Fué, sin embargo, en Oriente, tal vez por la mayor proximidad a Corinto, que había oído por vez primera aquellas
advertencias, donde con más exuberancia se desarroliaron estos conceptos. ¡Con qué sentida exclamación de
nostalgia por los bienes, para él ya perdidos, en su calidad de casado, se explayaba hacia el año 370 San Gregorio
Niseno, a lo largo de un extenso capitulo, al recordar las angustias de los esposos, que en la misma complacencia
con que mutuamente se aman o aman a sus hijos experimentan los temores de la muerte amenazadora, las intranquilidades de las ausencias prolongadas, las penas por los hijos muertos y las inquietudes por los que viven. A su lectura se recibe la impresión, como él mismo dice, del que oye disertar a un médico sobre las innumerables enfermedades que en todas coyunturas y bajo infinitas formas acechan la debilidad del cuerpo humano, impotente para esquivarlas todas y víctima de alguna de ellas más o menos tarde
Poco después llevaría a su apogeo estas sugerencias San Juan Crisóstomo, que había de consagrar a las molestias propias del matrimonio casi una tercera parte de su tratado sobre la virginidad. Difícilmente se hallarán en los anales de la literatura universal descripciones más realistas de las agonías de un marido o una mujer celosa, ni cuadros más vivos del martirio producido por un cónyuge de carácter violento, ni análisis más profundos del corazón egoísta y cruel de la mujer casada en segundas nupcias, ni observaciones más psicológicas sobre las humillaciones acarreadas por un matrimonio de fortuna desigual, ni enumeración más acabada de los sobresaltos por el porvenir de los hijos o el marido, que necesariamente han de seguir como triste cortejo a todo matrimonio . Son pinturas capaces de acreditar cualquier museo de bellas letras.
Pudiéramos sintetizar todos estos fragmentos de luces y sombras en que se quebró como en mil reflejos el primer rayo iniciador de San Pablo en aquella breve contraposición indicada por San Jerónimo: Quédese él matrimonio para aquellos que han de comer el pan con el sudor de su frente, y cuyo suelo producirá zarzas y espinas; a la virgen se concede como habitación el paraíso.
Dirigiéndose a sociedades en que todavía los paganos eran numerosos y el ambiente sensual de las tradiciones patrias no había acabado de purificarse por el fuego del amor cristiano, era menester empezar por semejantes descripciones, aun cuando en la mente de sus autores estuvieran muy lejos de ser ellas los motivos impulsores de la virginidad. Todos suscribían en una u otra forma las palabras con que San Agustín cerraba su exposición de las molestias del matrimonio para empezar la de los verdaderos estímulos de la pureza: «Probemos ahora—decía—con testimonios claros de la Sagrada Escritura, según nuestra corta memoria nos los pueda proporcionar, que la castidad perpetua ha de abrazarse no por las ventajas de la vida presente, sino por la grandeza de la futura, que se nos promete en el reino de los cielos» . El camino había quedado expedito, y el alma podría ya bogar impulsada amorosamente por auras de origen puramente divino. Estas no eran diversas de las que habían acariciado las páginas de San Pablo.
San Juan y la visión celeste de la virginidad
Pero el Apóstol de las gentes había dibujado tan sólo el cuadro de la virginidad militante; era preciso mostrar también el de la virginidad triunfante. Y así se hizo. El sublime vidente de Patmos lo intuyó trazado sobre el firmamento con rasgos de luz en una de sus visiones apocalípticas. En ella nos describe la corona de gloria y prerrogativas singulares que nimban la figura de los continentes. Los vírgenes, según San Juan, forman la corte divinamente fastuosa que circunda, cual marco de apoteosis, la majestad del Redentor, sentado a la diestra del Padre. Ellos modulan al son de sus cítaras un cántico de singular belleza y armonía tan nueva que nadie en el cielo logra aprenderlo ni es capaz de entonarlo, En sus frentes aparecen grabados, cual emblema de su particular nobleza, los nombres del Señor de la gloria y de su Eterno Padre, que los coronan a modo de diadema. Sólo ellos gozan del privilegio de seguir al Cordero adondequiera que va, deleitándose de continuo con su presencia y escalando tras él las cimas más elevadas de la bienaventuranza, donde las auras del amor virginal, amor de los amores, se complacen en acariciar lirios con sus ráfagas. Resaltan, en fin, con tanto relieve en la concepción divina del universo, que, según la Escritura, fueron rescatados de la corrupción, como primicias escogidas entre los hombres, para ser ofrendadas a la victima del Calvario una vez consumado su sacrificio.
La mirada de San Juan se había posado sobre la virginidad en su glorificación celeste, y al querer describirla había empleado una pluma arrancada sin duda a un ángel purísimo. Con ella trazó las líneas que completan la doctrina de la pureza en el Nuevo Testamento, y al morir la dejó en herencia a los escritores posteriores de la virginidad, que habían de utilizarla en sus paráfrasis de aquellas escenas celestiales.
En la mente de todos los Santos Padres era claro, a la luz del Apocalipsis, que la virginidad había de tener una gloria accidental propia y exclusiva. Más tarde se la designaría con el nombre de aureola virginal, gozo peculiar y característico concedido a los continentes por su triunfo sobre la carne, como, en su género, lo tendrían la prudencia de los doctores, victoriosos de las insidias diabólicas, y la fortaleza de los mártires, dominadores de los asaltos del mundo . «Es cierto—diría San Agustín—que dentro de aquella inmortalidad común a todos los bienaventurados han de tener un privilegio grande, no poseído por los demás, quienes viviendo en carne tienen ya algo no propio de la carne»
Las descripciones que a este propósito nos legaría la literatura patrística, comentando el pasaje de San Juan, son fascinadoras. Las vaporosas y deslumbrantes siluetas de las vírgenes aparecen ya, como estrellas de primera magnitud, en torno al solio regio en el momento mismo de la resurrección universal: «En lo alto de los cielos, ¡oh vírgenes!, se deja oír el sonido de una voz que despierta a los muertos; debemos apresurarnos, dice, a ir todas hacia el oriente, al encuentro del Esposo, revestidas de nuestras blancas túnicas y con las lámparas en la mano. Despertaos y avanzad antes de que el Rey franquee la puerta» . Como primicias rescatadas, según había dicho San Juan, de la corrupción humana, serán las primeras en ser recibidas triunfalmente en el cielo: escena captada por el mismo Eterno Padre, como dote incorrupción, valiosísimas coronas, riquezas inmensas, al par que triunfo por siglos sin fin, coronada con espléndidas e inmarcesibles flores de sabiduría. Bajo la mirada de Cristo, preparado a distribuir sus premios, dirijo danzas celestiales ante el divino Rey, que ni conoce fin ni tuvo principio».
Nadie, sin embargo, había de interpretar con delicadeza más sublime que San Agustín este pasaje, en que el Apóstol señala el privilegio de las vírgenes de acompañar, cual corte escogida, al Cordero inmaculado dondequiera que se halle. Vió, a no dudarlo, la escena en una de sus contemplaciones de genio, y se extiende en su descripción a lo largo de tres capítulos, sin acertar a separar de ella su mente. Se percibe una unción especial en la punta de su pluma cuando narra cómo van acompañando a Cristo a través de los valles y praderas del cielo los pobres de espíritu, los misericordiosos, los que lloraron en este mundo, los que padecieron hambre y sed de justicia y cuantos, casados o continentes, supieron seguirle en la tierra por los caminos de sus preceptos y consejos evangélicos. Pero llega un momento en que el Señor se dirige a la conquista de nuevos horizontes, caminando por la senda de la virginidad; es el punto en que se ven obligados a detener su pie los casados. ¿Y adónde juzgamos que va este divino Cordero?, se pregunta el Obispo de Hipona. A donde nadie sino vosotras se atreve o puede seguirle. ¿Adónde juzgamos, pues, que va? ¿A qué bosques? ¿A qué prados? Tengo para mí que se dirige allá donde los pastos son gozos, pero no gozos vanos, ni placeres insulsos y mentirosos de este siglo, ni tampoco gozos cuales serán los que tengan en el reino de los cielos los que no fueron vírgenes, sino gozos muy diferentes: gozos de vírgenes de Cristo, en Cristo, con Cristo, tras Cristo, por Cristo y mediante Cristo. El gozo propio de las vírgenes será diverso del gozo de los otros santos que no fueron continentes, aunque sean de Cristo; para ellos hay otros, pero como éstos, para ninguno. Allá es a donde habéis de ir. Seguid al Cordero, porque la carne del Cordero es virgen. Conservó en su propia persona, siendo ya de edad adulta, lo que no quiso quitar a su castísima Madre al tiempo de su encarnación y natividad
Al cerrarse la visión, parece quedan todavía titilando en la retina los últimos rayos de un ideal que se esfuma en las lontananzas del empíreo.
Doble página del Nuevo Testamento trazada por San Pablo y San Juan, que, perpetuándose a través de sus comentaristas, llevaría a la humanidad una de las mayores revoluciones que en la corrupción de la carne puede obrar la fuerza del espíritu.
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