RAZÓN DE ESTA ENTRADA

La necesidad de una misión ad gentes en las actuales naciones que, antaño formaban parte de la Cristiandad, y auténticos países de misión, no puede partir del fideismo sea de la especie que fuese,condenado por la Iglesia. La doctrina católica a este respecto está de acuerdo con la historia y la filosofía. Al rechazar tanto el racionalismo como el fideísmo, enseña que la razón humana es capaz (habilidad física) de conocer las verdades morales y religiosas del orden natural; que puede probar con certeza la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, y puede reconocer con toda seguridad la enseñanza de Dios; que, sin embargo, en las actuales condiciones de vida, necesita (de necesidad moral) la ayuda de la revelación para adquirir un conocimiento suficiente de todas las verdades naturales necesarias para dirigir la vida humana de acuerdo con los preceptos de la religión natural (Concilio Vaticano I «De Fide Cath.», cap. II; cf. Santo Tomás, «Cont. Gent.», Lib. I, c, IV). Para a auxiliar a los católicos en el apostolado necesario en esta gigantesca misión de conducir las almas a Cristo, con la ayuda del Espíritu Santo, ofrecemos estos resúmenes sobre temas catequesis fundamentales y primarios. El presente pueden descargarlo aquí:

Dios Existe

Existe un Dios supremo y eterno, creador y conservador del universo.

  1. ¿Cuál es la verdad primera que ningún hombre debe ignorar?

La existencia de Dios, es decir, de un ser eterno, necesario e infinitamente perfecto, Creador de cielos y tierra, absoluto Señor de todas las cosas a las que Él gobierna con su Providencia. Esta es la verdad fundamental sobre la que descansa el edificio augusto de la religión, de la moral, de la familia y de todo el orden social.

Si no hay Dios, la religión es completamente inútil.

La moral carece de base si Dios, en virtud de su santidad, no establece una diferencia entre el bien y el mal; si con su autoridad suprema no hace obligatorias las normas de esa moral, y si con su perfecta justicia no premia el bien y castiga el mal.

Es imposible concebir la familia y la sociedad sin leyes, sin deberes, sin las virtudes de la caridad, etc.; y todas estas virtudes, si Dios no existiera, serían puras quimeras.

  1. ¿Podemos estar seguros de la existencia de Dios?

Sí, tan seguros podemos estar de que Dios existe como de que existe el sol. Es verdad que a Dios no lo vemos con los ojos corporales, porque es un espíritu puro; pero son tantas las pruebas que nos demuestran, sin lugar a dudas, su existencia, que sería necesario haber perdido por completo la inteligencia para afirmar que Dios no existe.

No puede la mente humana comprender la naturaleza íntima de Dios ni los misterios de la vida divina; pero sí puede establecer con plena certeza el hecho de su existencia y conocer algunas de sus perfecciones. A Dios no lo podemos ver, ciertamente, con los ojos del cuerpo, pero sí podemos contemplar sus obras. Así como por vista de un cuadro deducimos la existencia del pintor, cuya es la obra -puesto que la existencia del efecto supone la existencia de la causa que lo produjo-, así también podemos remontarnos de los seres creados al Creador, causa primera de todo cuanto existe. Esto es lo que afirma el Concilio Vaticano I: “Con la luz natural de la razón humana puede ser conocido con certeza, por medio de las causas creadas, el Dios único y verdadero, Creador y Señor nuestro”.

Orden de nuestra exposición:

  1. Principales pruebas de la existencia de Dios.
  2. Falsos sistemas inventados por los impíos para explicar el origen del mundo. Su refutación.

III. Bondades recibidas de Dios y efectos de su Providencia.

  1. Pruebas de la existencia de Dios.
  2. ¿Cuáles son las pruebas principales de la existencia de Dios?

Podemos citar siete que nuestra razón nos dicta, y que se fundan:

1º En la existencia del universo;

2º En el movimiento, orden y vida de los seres creados;

3º En la existencia del hombre, dotado de inteligencia y libertad;

4º En la existencia de la ley moral;

5º En el consentimiento universal del género humano;

6º En los hechos ciertos de la Historia;

7º En la necesidad de un ser eterno.

Estas pruebas pueden agruparse en tres categorías: físicas, morales y metafísicas.

Son pruebas físicas las que se fundan en la existencia, orden y vida de los seres creados (1ª y 2ª).

Son pruebas morales las que tienen por base el testimonio de nuestra conciencia, del género humano y los hechos conocidos de la historia (3ª a 6ª).

Como prueba metafísica -ya que éstas son menos asequibles para las inteligencias comunes- daremos solamente la que se funda en la necesidad de un ser eterno (7ª).

Todas estas pruebas tienen un fundamento común, que es un postulado o principio inconcluso, que todo el mundo admite: No hay efecto sin causa. Cualquiera de ellas, tomada aisladamente, demuestra plenamente la existencia de Dios; pero consideradas en conjunto constituyen una demostración irrebatible, capaz de convencer al incrédulo más obstinado.

I.1. La existencia del universo.

  1. ¿Cómo se demuestra, por la existencia del universo, la existencia de Dios?

La razón nos dice que no hay efecto sin causa. Vemos un edificio, un cuadro, una estatua; al punto se nos ocurre la idea de un constructor, de un pintor, de un escultor que hayan hecho esas obras. Del mismo modo, al contemplar el cielo, la tierra y todo cuanto existe, pensamos que todo ello debe tener alguna causa; y a esa causa primera del mundo le llamamos Dios. Luego, por la existencia del universo podemos demostrar la existencia de Dios.

En efecto:

1º El universo no ha podido hacerse a sí mismo.

2º No es fruto de la casualidad.

3º No ha existido siempre.

Luego, debe su existencia a un Ser Supremo y distinto de él.

1º El universo no ha podido hacerse a sí mismo porque lo que no existe no puede obrar; y consiguientemente, no puede darse la existencia. El ser que no existe es nada; y la nada, nada produce.

2º El universo no es fruto de la casualidad, porque la casualidad es una palabra que el hombre ha inventado para ocultar su ignorancia y para explicar los hechos cuyas causas desconoce.

3º El universo no ha existido siempre. Así lo reconocen a una todas las ciencias. La geología, o ciencia de la Tierra; la astronomía, o ciencia de los astros; la biología, o ciencia de la vida, etc., todas sostienen que el mundo tuvo que tener un principio. “Nada hay eterno sobre la Tierra -dijo un sabio- y cuanto se contiene en las entrañas de los astros, o en su superficie, ha tenido principio y debe tener algún fin”.

Tres caracteres señala la Filosofía al ser eterno: es necesario, inmutable e infinito. Ahora bien:

1º El mundo es material, y el ser material no puede ser necesario. Ninguna de sus partes existe necesariamente, pues se puede prescindir perfectamente de ésta o aquélla. ¿Qué importa, verbigracia, un río o una montaña más o menos?… Luego, si ninguna de las partes es de por sí necesaria, tampoco será necesario el todo.

2º El mundo no es inmutable. Si contemplamos la naturaleza material que nos rodea, vemos que en ella todo nace, todo perece, todo se renueva: las plantas, los animales, el hombre…

3º El mundo no es infinito, pues siempre es posible suponer un mundo más hermoso y más perfecto que el que existe. Por consiguiente, tampoco es eterno, porque la eternidad -que es una perfección infinita- sólo puede hallarse en un ser infinito.

Si, pues, el mundo no ha existido siempre, es una obra que supone un obrero, de la misma manera que el reloj supone un relojero; la casa, un albañil; el cuadro, un pintor; la estatua, un escultor.

Conclusión. La existencia del universo demuestra la existencia de un Ser supremo, causa primera de todos los seres. Ese ser supremo es Dios.

Narración. Durante la revolución de 1793 decía el impío Carrier a un campesino de Nantes:

-Pronto vamos a convertir en ruinas vuestros campanarios y vuestras escuelas.

-Es muy posible -respondió el campesino-, pero nos dejaréis las estrellas; y mientras ellas existan, serán como un alfabeto del buen Dios, en el que nuestros hijos podrán deletrear su augusto nombre.

No se precisan largos discursos para demostrar que Dios existe. Basta abrir los ojos y contemplar las maravillas del mundo exterior.

I.2. Movimiento, orden y vida de los seres creados.

  1. ¿Puede demostrarse la existencia de Dios por el movimiento de los seres creados?

Sí, porque no hay movimiento sin motor, es decir, sin alguna causa que lo produzca. Ahora bien, cuanto existe en el mundo obedece a algún movimiento que tiene que ser producido por algún motor. Y como no es posible que exista realmente una serie infinita de motores, dependientes el uno del otro, preciso es que lleguemos a un primer motor, eterno y necesario, causa primera del movimiento de todos los demás. A ese primer motor le llamamos Dios.

1º Sostiene la Mecánica, que es una parte de la Física, que la materia no puede moverse por sí sola. Una estatua no puede abandonar su pedestal; una máquina no puede moverse sin una fuerza motriz; un cuerpo en reposo no puede por sí mismo ponerse en movimiento. Tal es el llamado principio de inercia. Luego, para producir un movimiento es necesario un motor.

2º Ahora bien, la Tierra, el Sol, la Luna, las estrellas recorren continuamente órbitas inmensas sin chocar jamás unas con otras. La Tierra es una esfera colosal de 40.000 kilómetros de circunferencia que realiza, según afirman los astrónomos, una rotación completa sobre sí misma cada 24 horas, moviéndose los puntos situados sobre el ecuador con una velocidad de 28 kilómetros por minuto. En un año da una vuelta completa alrededor del Sol, marchando a una velocidad de unos 30 kilómetros por segundo. Todos los demás planetas realizan movimientos análogos. Y si miramos a nuestra Tierra, vemos que en ella todo es movimiento: los vientos, los ríos, las mareas, la germinación de las plantas…

3º Todo movimiento supone un motor; y como no se puede suponer una serie infinita de motores que se comuniquen el movimiento unos a otros, puesto que tan imposible es un número concreto infinito como un bastón sin extremos, hemos de llegar necesariamente a un primer ser que comunique el movimiento sin haberlo recibido. Hemos de llegar a un primer motor que no sea movido. Ahora bien, este primer ser, esta primera causa del movimiento es Dios, a quien justamente podemos llamar el primer motor del universo.

Digno de admiración fue, sin duda, el genio de Newton, que descubrió las leyes de los movimientos estelares; pero, ¿qué inteligencia fue necesaria para crear y aplicar esas leyes, lanzando a los espacios esos innumerables y veloces mundos que con tanta regularidad y armonía recorren el universo?

Decía Napoleón al general Bertrand, en la roca de Santa Elena: “Mis victorias os han hecho creer en mi genio; el universo me hace creer en Dios… ¿Qué es la más acertada maniobra militar, comparada con el movimiento de las estrellas?”

  1. ¿Prueba la existencia de Dios el orden que reina en el mundo?

Sí; todo lo que se hace con orden, supone una inteligencia ordenadora; y cuanto más grandiosa es la obra y más perfecto el orden, tanto mayor y más poderosa es esa inteligencia.

Ahora bien, en todo el universo y en sus menores detalles existe un orden sorprendente. Luego, podemos deducir que existe un supremo ordenador y una suprema inteligencia, a quien llamamos Dios.

1º No se da efecto sin causa, ni orden sin una inteligencia ordenadora. Arrojad sobre el suelo un montón de letras mezcladas. ¿Por ventura podrán producir un libro, si no hay una inteligencia que las ordene? De ninguna manera. Reunid en una caja todas las piezas de un reloj; ¿acaso llegarán a colocarse por sí solas en el sitio que les corresponde para iniciar el movimiento y marcar las horas? ¡Jamás!

2º El orden que reina en el universo es perfecto; a cada cosa corresponde un lugar. El día sucede a la noche, y ésta a aquél; las estaciones se suceden unas a otras. La Tierra, los cielos, las estrellas, los diversos elementos del universo, todo se encadena, todo concurre a la armonía maravillosa del conjunto [1]. La consecuencia es ésta: ese orden tan admirable supone un ordenador.

Pero dirá alguno: este orden del mundo, sus combinaciones tan complicadas, esta armonía que admiramos son efectos de la casualidad. Nada más absurdo y falto de razón. La casualidad no es más que una palabra, hija de la ignorancia, con que se pretende explicar aquello cuya causa se desconoce.

Nadie se atreve ya, hoy día, a atribuir el orden del cosmos a la casualidad; pero se suele recurrir con frecuencia a las fuerzas o leyes naturales. Indudablemente existen leyes admirables que rigen el mundo visible, como la de la atracción, la de la gravedad, la fuerza centrífuga, etc., sobradamente conocidas y demostradas. Pero, precisamente, la existencia de esas leyes supone la existencia de Dios, pues no hay ley si no existe legislador. ¿Quién las dirige? La materia es, de suyo, inerte; luego, existe un ser distinto que la mueva. La materia es ciega; luego, existe un ser inteligente que la guíe, ya que todo marcha en un orden perfecto.

Prescindiendo de estas razones, basta explicar rectamente los términos para deshacer el equívoco. Si por naturaleza se entiende un ser real, viviente, personal, que dirige y gobierna todas las cosas, entonces es Dios. Sería entonces cuestión de nombre, pues, de hecho, equivaldría a admitir su existencia. Pero si por naturaleza se entiende un ser imaginario, un ente de razón, algo irreal e inexistente, entonces es lo mismo que la casualidad, y no por cambiar de palabra se evitará el caer en el mismo absurdo.

Resumiendo: todo efecto debe tener una causa proporcionada; el orden y la armonía suponen un ser inteligente; el mundo supone la existencia de Dios.

Para Newton, el mejor argumento para demostrar la existencia de Dios era el orden del universo; por eso repetía las palabras de Platón: “Vosotros deducís que yo tengo un alma inteligente porque observáis orden en mis palabras y acciones; concluid, pues, contemplando el orden que reina en el universo, que existe también un ser soberanamente inteligente, que existe un Dios”.

El mismo Voltaire no pudo resistir a la fuerza de este argumento. Afirmaba que era preciso haber perdido por completo el juicio para no deducir de la existencia del mundo la existencia de Dios, a la manera que, a la vista de un reloj, deducimos la existencia de un relojero. Discutíase un día en su presencia sobre la existencia de un Dios; y él, señalando con el dedo a un reloj de pared que en la habitación había, exclamó:

“¡Cuanto más reflexiono, menos puedo comprender cómo podría marchar ese reloj si no lo hubiera construido un relojero!”.

  1. ¿Podemos deducir la existencia de Dios por la contemplación de los seres vivientes?

Sí; la razón, la ciencia y la experiencia nos obligan a admitir un Creador de todos los seres vivientes diseminados sobre la Tierra. Y como ese Creador no puede ser sino Dios, síguese que de la existencia de los seres vivientes podemos concluir la existencia de Dios.

En efecto:

Las ciencias físicas y naturales nos enseñan que en un tiempo no hubo ningún ser viviente sobre la tierra. ¿De dónde proviene, entonces, la vida que ahora existe en ella: la vida de las plantas, la vida de los animales, la vida del hombre?

La razón nos dicta que no ya la vida intelectiva del hombre, ni la vida sensitiva de los animales, ni siquiera la vida vegetativa de las plantas pudo haber brotado de la materia. ¿Razón? Porque nadie da lo que no tiene; y como la materia carece de vida, tampoco pudo darla.

Los ateos no saben qué responder a este dilema. O bien la vida ha nacido espontáneamente sobre la Tierra, fruto de la materia por generación espontánea; o bien hay que admitir una causa distinta del mundo, que fecunda a la materia y hace germinar en ella la vida. Ahora bien, después de los experimentos concluyentes de Pasteur, ya no hay sabios verdaderos que se atrevan a defender la hipótesis de la generación espontánea; la ciencia verdadera establece que nunca nace un ser viviente si no existe un germen vital, semilla, huevo o renuevo, proveniente de otro ser viviente de la misma especie.

¿Y cuál es el origen del primer ser viviente en cada una de las especies? Remontad cuanto queráis de generación en generación; siempre llegaréis a un primer creador de todos los seres vivientes, causa primera de todas las cosas, que es Dios. Es éste el argumento del huevo y la gallina; pero no por ser viejo, deja de preocupar seriamente a los ateos.

Narración. En una casa de familia cristiana, dos de las hijas, después de la comida, leían ambas, junto a una ventana, la Historia Sagrada.

Se acercó un joven, y en tono burlón les dijo:

-¡Cómo! ¿Ustedes leen la Historia Sagrada? ¿No saben que no existe Dios?

Si está Ud. tan seguro -respondió la más joven-, contéstenos a esta pregunta, ya que tanto sabe: ¿Qué existió primero, el huevo o la gallina?

-¡El huevo!

-¿Y de dónde salió ese primer huevo?

-¡Oh, me equivoqué, primero fue la gallina!

-Entonces, ¿de dónde salió la primera gallina?

-La primera gallina… la primera gallina… ¿La primera gallina?

-Sí, la primera gallina. ¿De dónde vino?

-¡Qué gallina, ni qué gallina! Ya me están hartando con tantas gallinas.

-Diga más bien, señor sabelotodo, que no sabe Ud. la respuesta, y reconozca que sin Dios es imposible explicar tanto la existencia del huevo como de la gallina.

Nuestro buen hombre se retiró corrido, repitiéndose por lo bajo ¿Qué habrá sido primero?

  1. Todos los seres del universo, ¿prueban la existencia de Dios?

Sí; cuantos seres existen en el universo son otras tantas pruebas de la existencia de Dios, porque todos ellos son el efecto de una causa que les ha dado el ser, de un Dios que los ha creado a todos.

Muy bien conocen los sabios los elementos que integran cada uno de esos seres; y, sin embargo, no son capaces de producir uno solo; no pueden crear ni una hoja de árbol, ni una brizna de hierba.

Preguntaba Lamartine a un picapedrero de S. Pont: ¿Cómo podéis conocer la existencia de Dios, si jamás habéis asistido a la escuela, ni a la doctrina, ni os han enseñado nada en vuestra niñez, ni habéis leído ninguno de los libros que tratan de Dios?

Respondiole el picapedrero: ¡Ah, señor! Mi madre, en primer lugar, me lo ha dicho muchas veces; además, cuando fui mayor, conocí a muchas almas buenas que me llevaron a las casas de oración, donde se reúnen para adorarle y servirle en común, y escuchar las palabras que ha revelado a los santos para enseñanza de todos los hombres. Pero aun cuando mi madre nunca me hubiese dicho nada de Él, y aun cuando nunca hubiera asistido al catecismo que enseñan en las parroquias, ¿no existe otro catecismo en todo lo que nos rodea, que habla muy alto a los ojos del alma, aun de los más ignorantes? ¿Por ventura se precisa conocer el alfabeto para leer el nombre de Dios? ¿Acaso su idea no penetra en nuestro espíritu con nuestra primera reflexión, en nuestro corazón con su primer latido? Ignoro qué opinarán los demás hombres, señor, pero en cuanto a mí, no podría ver, no digo una estrella, pero ni una hormiga, ni una hoja, ni un grano de arena, sin decirle: ¿Quién es el que te ha creado?

Lamartine replicó: Dios, os responderéis vos mismo.

-Así es, señor – añadió el picapedrero-, esas cosas no pudieron hacerse por sí mismas porque, antes de hacer algo, es necesario existir; y si existían no podían hacerse de nuevo. Así es como yo me explico que Dios ha creado todas las cosas. Vos conoceréis otras maneras más científicas para daros razón de ello.                 -No -repuso Lamartine-; todas las maneras de expresarlo coinciden con la vuestra. Pueden emplearse más palabras, pero no con más exactitud.

I.3. La existencia del hombre, inteligente y libre.

  1. ¿Podemos demostrar particularmente la existencia de Dios por la existencia del hombre?

Sí; por la existencia del hombre, inteligente y libre, llegamos a deducir la existencia de Dios, pues no hay efecto sin causa capaz de producirlo.

Un ser que piensa, reflexiona, raciocina y quiere, no puede provenir sino de una causa inteligente y creadora; y como esa causa inteligente y creadora es Dios, síguese que la existencia del hombre demuestra la existencia de Dios. Podemos decir, por consiguiente: yo pienso, luego existo, luego existe Dios.

Es un hecho indubitable que no he existido siempre, que los años y días de mi vida pueden contarse; si, pues, he comenzado a existir en un momento dado, ¿quién me ha dado la vida?

¿Por ventura he sido yo mismo? ¿Fueron acaso mis padres? ¿Algún ser visible de la creación? ¿Fue un espíritu creador?

1º No he sido yo mismo. Antes de existir, yo nada era, no tenía ser; y lo que no existe, no produce nada.

2º Ni fueron sólo mis padres los que me dieron la vida. El verdadero autor de una obra puede repararla cuando se deteriora, o rehacerla cuando se destruye. Ahora bien, mis padres no pueden sanarme cuando estoy enfermo, ni resucitarme después de muerto. Si solamente mis padres fuesen los autores de mi vida, ¡qué perfecciones no tendría yo! ¿Qué padre, qué madre, no trataría de hacer a sus hijos en todo perfectos?

Hay, además, otra razón. Mi alma, que es una substancia simple y espiritual, no puede proceder de mis padres. No de su cuerpo, pues entonces sería material; no de su alma, porque el alma es invisible; ni, por último, de su poder creador, pues ningún ser creado puede crear.

3º No debo mi existencia a ningún ser visible de la creación. El ser humano tiene entendimiento y voluntad, es decir, es inteligente y libre. Por consiguiente, es superior a todos los seres irracionales. Un mineral no puede producir un vegetal; un vegetal no puede producir un animal; ni un animal, un hombre.                        

4º Debo, por consiguiente, mi ser a un Espíritu Creador. ¿De dónde ha sacado mi

 alma? No la sacó de la materia, pues entonces sería material. Tampoco la sacó de otro espíritu, porque el espíritu que es simple, no puede dividirse. Luego, necesariamente la sacó de la nada, es decir, la creó. Y como el único que puede crear es Dios, es decir, el único que puede dar la existencia con un simple acto de su voluntad, síguese que por la existencia del hombre queda demostrada la existencia de Dios.

I.4. La existencia de la ley moral.

  1. ¿Prueba la existencia de Dios el hecho de la ley moral?

Sí; la existencia de la ley moral prueba irrefutablemente que Dios existe.

Existe, en efecto, una ley moral absoluta, universal, inmutable, que manda hacer el bien, prohíbe el mal y domina en la conciencia de todos los hombres. El que obedece esta ley siente la satisfacción del deber cumplido; el que la desobedece, es víctima del remordimiento.

Ahora bien, como no hay efecto sin causa, ni ley sin legislador, de la ley moral llegamos a deducir la existencia de Dios.

Él es el Legislador supremo que nos impone el deber ineludible de practicar el bien y evitar el mal; el testigo de todas nuestras acciones; el juez inapelable que premia o castiga, con la tranquilidad o los remordimientos de conciencia.

Nuestra conciencia nos dicta:

1º que entre el bien y el mal existe una diferencia esencial;

2º que debemos practicar el bien y evitar el mal;

3º que todo acto malo merece castigo, como toda obra buena es digna de premio;

4º que esa misma conciencia se alegra y se aprueba a sí misma cuando procede bien, y se reprueba y condena cuando obra mal.

Luego existe en nosotros una ley moral, naturalmente impresa y grabada en nuestra conciencia.

¿Cuál es el origen de esa ley? Evidentemente debe haber un legislador que lo haya promulgado, así como no hay efecto sin causa. Esa ley moral es inmutable en sus principios, independiente de nuestra voluntad, obligatoria para todo el hombre, y no puede tener otro autor que un ser soberano y supremo, que no es otro que Dios.

Además de lo dicho, se ha de tener presente que, si no existe legislador, la ley moral no puede tener sanción alguna; puede ser quebrantada impunemente. Luego, una de dos: o es Dios el autor de esa ley, y entonces existe; o la ley moral es una quimera, y en ese caso no existe diferencia entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio, la justicia y la iniquidad, y la sociedad es imposible.

El sentimiento íntimo manifiesta a todo hombre la existencia de Dios. Por natural instinto, principalmente en los momentos de ansiedad o de peligro, se nos escapa este grito ¡Dios mío!… Es el grito de la naturaleza. “El más popular de todos los seres es Dios -dijo Lacordaire-. El pobre lo llama, el moribundo lo invoca, el pecador le teme, el hombre bueno le bendice. No hay lugar, momento, circunstancia, sentimiento en que Dios no se halle y sea nombrado. La cólera cree no haber alcanzado su expresión suprema, sino después de haber maldecido este Nombre adorable; y la blasfemia es asimismo el homenaje de una fe que se rebela al olvidarse de sí misma”. Nadie blasfema de lo que no existe. La ira de los impíos, como las bendiciones de los buenos, testimonia la existencia de Dios.

I.5. La creencia universal del género humano.

  1. El consentimiento de todos los pueblos ¿prueba la existencia de Dios?

Sí; la creencia de todos los pueblos es una prueba evidente de la existencia de Dios.

Todos los pueblos, cultos o bárbaros, en todas las zonas y en todos los tiempos, han admitido la existencia de un Ser supremo. Ahora bien, como es imposible que todos se hayan equivocado acerca de una verdad tan trascendental y tan contraria a las pasiones, debemos exclamar con la humanidad entera: ¡Creo en Dios!

Es indudable que los pueblos se han equivocado acerca de la naturaleza de Dios; unos han adorado a las piedras y a los animales, otros al sol. Muchos han atribuido a sus ídolos sus propias cualidades, buenas o malas; pero todos han reconocido la existencia de una divinidad a la que han tributado culto. Así lo demuestran los templos, los altares, los sacrificios, cuyos rastros se encuentran por doquier, tanto entre los pueblos antiguos como entre los modernos.

“Echad una mirada sobre la superficie de la tierra -decía Plutarco, historiador de la antigüedad- y hallaréis ciudades sin murallas, sin letras, sin magistrados, pueblos sin casas, sin moneda; pero nadie ha visto jamás un pueblo sin Dios, sin sacerdotes, sin ritos, sin sacrificios”.

El gran sabio Quatrefages escribió: “Yo he buscado el ateísmo o la falta de creencia en Dios entre las razas humanas, desde las más inferiores hasta las más elevadas. El ateísmo no existe en ninguna parte, y todos los pueblos de la tierra, los salvajes de América como los negros de África creen en la existencia de Dios”.

Ahora bien, el consentimiento unánime de todos los hombres sobre un punto tan importante es necesariamente la expresión de la verdad. Porque, ¿cuál sería la causa de ese consentimiento? ¿Los sacerdotes? Al contrario, el origen del sacerdocio está en esa creencia de que existe un Dios, pues si el género humano no hubiera estado convencido de esa verdad, nadie habría soñado en consagrarse a su servicio, y los pueblos jamás habrían elegido hombres para el culto.

¿Podrían ser la causa de tal creencia las pasiones? Las pasiones tienden más bien a borrar la idea de Dios, que las contraría y condena.

¿Los prejuicios? Un prejuicio no se extiende a todos los tiempos, a todos los pueblos, a todos los hombres; tarde o temprano lo disipan la ciencia y el sentido común.

¿La ignorancia? Los más grandes sabios han sido siempre los más fervorosos creyentes en Dios.

¿La política de los gobernantes? Ningún príncipe ha decretado la existencia de Dios, antes al contrario, todos han querido confirmar sus leyes con la autoridad divina. Esto es una prueba de que dicha autoridad era admitida por sus súbditos.

La creencia de todos los pueblos sólo puede tener su origen en Dios mismo, que se ha dado a conocer, desde el principio del mundo, a nuestros primeros padres; o en el espectáculo del universo, que demuestra la existencia de Dios, como un reloj demuestra la existencia de un relojero.

Frente a la humanidad entera, ¿qué pueden representar algunos ateos que se atreven a contradecir? El sentido común los ha refutado; la causa está fallada. Es menester carecer de razón para creer tenerla contra todo el mundo. Antes que suponer que todo el mundo se equivoca, hay que creer que todo el mundo tiene razón.

Narración. En una reunión bastante numerosa, un incrédulo se expresó en contra de la existencia de Dios; y viendo que todo el mundo guardaba silencio, añadió:

-Jamás habría creído ser el único que no cree en Dios, entre tantas personas inteligentes.

-Os equivocáis, señor -replicó la dueña de la casa-; no sois el único; mis caballos, mi perro y mi gato comparten con vos ese honor; sólo que esos buenos animales tienen el talento de no gloriarse de ello.

  1. 6. Los hechos ciertos de la historia, ¿prueban la existencia de Dios?

Sí; porque un ser puede manifestarse de tres maneras: puede mostrarse, hablar y obrar. Ahora bien, Dios se mostró a nuestros primeros padres en el Edén, a Moisés en el Sinaí… Habló a los patriarcas y a los profetas. Hizo sentir su acción en el curso de los siglos; y los milagros del Antiguo y del Nuevo Testamento, comprobados por la historia, son hechos que demuestran la acción y la existencia de Dios.

Hay dos maneras de conocer la verdad:

1º descubrirla uno mismo;

2º recibirla de otro.

El hombre sabe o cree. Sabe cuando alcanza la verdad con las solas facultades de su alma, la inteligencia, la razón, la conciencia, el sentido íntimo, los órganos del cuerpo; cree cuando se adhiere al testimonio de otros.

El medio más fácil para conocer a Dios es el testimonio de la historia. La Biblia, considerada como un simple libro histórico, está revestida de todos los caracteres de la veracidad exigidos por la conciencia. Por más que los racionalistas clamen, es tan imposible poner en duda los hechos históricos de la Biblia como lo es negar las victorias de Alejandro Magno o de Napoleón.

Ahora bien, según la Biblia, Dios se mostró de varios modos. Habló a nuestros primeros padres, a Noé, a los patriarcas, a los profetas… Pero es evidente que para mostrarse y hablar es necesario existir. Las milagrosas obras sensibles que ningún agente creado puede hacer por sí mismo, no son más que las obras de Dios. Por consiguiente, los milagros que nos cuenta la Biblia son otras tantas pruebas de la existencia de Dios…

1.7. ¿Cómo se prueba la existencia de Dios por la necesidad de un ser eterno?

Existe algo en el mundo; ahora bien, si no existiera un ser eterno, nada podría existir; luego, existe un ser eterno. Es así que este ser eterno es Dios; luego, Dios existe.

1º Que existe algo es evidente.

2º Si desde toda la eternidad no hubiera existido nada, nada existiría tampoco ahora. Los seres no podrían darse a sí mismos la existencia, puesto que no existían. No podían recibirla de la nada, porque la nada es nada y no produce nada. Por consiguiente, era menester que existiera un primer ser, eterno, para dar la existencia los otros.

3º Este ser eterno es Dios. El ser eterno, por el hecho de existir desde toda la eternidad, posee un atributo, una perfección infinita: la eternidad, que es una duración sin principio ni fin. Pero, como los atributos de un ser no pueden ser superiores a su naturaleza, a su esencia, del mismo modo que el brazo del hombre no puede ser más grande que el hombre mismo, se sigue de aquí que el ser eterno, por el hecho de poseer un atributo infinito, posee también una naturaleza, una esencia infinita; luego, es infinito en toda clase de perfecciones. Lo que es infinito bajo un aspecto lo es bajo todos. Es así que el ser infinito es Dios. Luego, Dios existe.

4º Puesto que este ser eterno ha existido siempre, no ha podido recibir la existencia por medio de otro: estaba solo. Tampoco se la ha podido dar a sí mismo, porque nadie se puede crear a sí mismo; luego, es necesario que este primer ser exista por la necesidad de su propia naturaleza; es el ser que nosotros llamamos necesario. Dios es el ser necesario, que existe porque le es esencial la existencia, como le es esencial al círculo el ser redondo y al triángulo tener tres ángulos.

  1. ¿Podemos comprender a un ser eterno y necesario?

No; no podemos comprender su naturaleza, porque es infinito y, por consiguiente, está por encima de todo entendimiento finito. Tan imposible es comprenderle, como imposible es encerrar en la cavidad de la mano la inmensidad del mar. Sin embargo, nosotros estamos seguros de la necesidad de su existencia.

Como ya hemos visto, un ser no puede existir sino por sí mismo o producido por otros; no hay término medio entre estas dos maneras de existir. Ahora bien, los seres que pueblan el universo no pueden existir por sí mismos, porque existir por sí mismo es existir necesariamente y desde toda la eternidad. Pero, ¿quién no ve que sería absurdo suponer que todos los seres del universo existen necesariamente?

Fuera de esto, no es posible que todos los seres sean producidos, porque si todos fueran producidos, no se hallaría ninguno que les diera la existencia, y entonces ninguno existiría. Luego, existe un ser que no ha recibido la existencia de otro, que la tiene por sí mismo, que es necesario, eterno; y este ser eterno y necesario es aquel a quien todo el mundo llama Dios.

N.B. Se puede presentar el mismo argumento en una forma más científica, de la siguiente manera.

  1. ¿Puede probarse la existencia de Dios por la existencia de un Ser necesario?

Sí; se puede probar de una manera científica la existencia de Dios con este sencillo argumento:

  1. a) Existe un ser necesario; b) este ser necesario es Dios; luego, Dios existe.
  2. Existe un ser necesario.

1º Que existe algo es evidente, y los mismos ateos no lo niegan. Nosotros existimos…

2º Un ser no puede existir sin una razón suficiente de su existencia. Este principio es de una evidencia tal, que el probarlo, además de ser ridículo, sería inútil, ya que nadie lo discute.

3º La razón suficiente de la existencia puede ser de dos clases: o la naturaleza propia del mismo ser, o una causa externa. Luego, todo ser existe o por virtud de su propia naturaleza, por sí mismo, o es producido por otro. Este principio también es evidente, pues no hay otra manera posible de existir.

4º El ser que existe por sí mismo en virtud de su propia naturaleza, existe necesariamente, no puede menos que existir; y puesto que la existencia forma parte de la naturaleza de dicho ser, no puede carecer de ella. Es evidente que un ser no puede menos que tener su naturaleza, su esencia, lo que le hace ser lo que es.

Por tanto, si la existencia forma parte de su naturaleza, existe necesariamente, y, por lo mismo, se llama el Ser necesario.

Al contrario, el ser que debe su existencia a una causa extraña no existe sino dependientemente de esta causa, en cuanto que ha sido producido por ella. Podría no existir, y por eso se le llama ente contingente o producido por otro.

5º No es posible que todos los seres sean contingentes o producidos. Y, a la verdad, el ente producido no existe por su sola naturaleza. No existiría jamás si no fuera llamado a la existencia por una causa extraña a él. Luego, si todos los seres fueran producidos, no habría ninguno que les hubiera dado la existencia. Por consiguiente, si no hubiera un Ser necesario, nada existiría. Es así que existe algo; luego, existe también un Ser necesario.

  1. El ser necesario es Dios.

He aquí los caracteres principales del Ser necesario:

1º El Ser necesario es infinitamente perfecto.

El Ser necesario, por mero hecho de existir en virtud de su propia naturaleza, posee todas las perfecciones posibles y en grado eminente; tiene la plenitud del ser, y el ser comprende todas las perfecciones: es, pues, infinitamente perfecto.

De la misma suerte que un círculo posee esencialmente la redondez perfecta, así el Ser necesario posee esencialmente la existencia perfecta, la plenitud del ser; y habría contradicción en decir el Ser necesario no es infinito, como la habría en decir que el círculo no es redondo. Luego, el Ser necesario posee todas las perfecciones, y en grado tal que excluyen toda medida, todo límite.

2º No hay más que un solo Ser necesario.

El Ser necesario es infinito; y dos infinitos no pueden existir al mismo tiempo. Si son distintos, no son infinitos ni perfectos, porque ninguno de los dos posee lo que pertenece al otro. Si no son distintos, no forman más que un solo ser.

3º El Ser necesario es eterno.

Si no hubiera existido siempre, o si tuviera que dejar de existir, evidentemente no existiría en virtud de su propia naturaleza. Puesto que existe por sí mismo, no puede tener ni principio ni fin ni sucesión.

4º El Ser necesario es inmutable.

El Ser necesario no puede mudarse, porque nunca cambia su razón de ser y la causa de su existencia, que es su naturaleza misma. Por otra parte, mudarse es adquirir o perder algo, mientras que el Ser perfecto no puede adquirir nada, porque posee todas las perfecciones; y no puede perder nada, porque entonces dejaría de ser perfecto. Es, pues, inmutable.

5º El Ser necesario es un espíritu.

Un espíritu es un ser inteligente, capaz de pensar, de entender y de querer; un ser que no puede ser visto ni tocado con los sentidos corporales. Todos los hombres han distinguido naturalmente la substancia viva, activa, inteligente, de la substancia muerta, pasiva, incapaz de moverse. A la primera la llamaron espíritu, y a la segunda, cuerpo o materia.

El Ser necesario es un espíritu esencialmente distinto de la materia. Y, en verdad, si fuera corporal, sería limitado en su ser como todos los cuerpos. Si fuera material, sería divisible y no sería infinito. Tampoco sería infinitamente perfecto, porque la materia no puede ser el principio de la inteligencia y de la vida, que son grandes perfecciones. Luego, el Ser necesario es una substancia espiritual, absolutamente simple.

Pero como estos caracteres del Ser necesario son idénticamente los mismos que los atributos de Dios, debemos concluir que el Ser necesario es aquél a quien todo el mundo llama Dios, y que Dios existe.

N.B. Con este argumento se prueba científicamente la existencia de Dios, a la manera como se demuestra un teorema de geometría.

Narración. Cierto joven que acababa de salir de una escuela moderna, se permitió en una reunión de amigos negar la existencia de Dios. Un notario tomó la palabra. -Veamos, amigo mío -dijo-; el universo existe. ¿Quién lo ha creado? ¿El hombre? Evidentemente, no. ¿Se ha creado a sí mismo? Tampoco una casa, por modesta que sea, no se construye sola; se requiere un obrero que reúna los materiales y los coloque ordenadamente.

-Permitidme -replicó el joven-; los seres que componen el mundo se han dado la existencia los unos a los otros.

-Muy bien -insistió el notario-; suponed una larga cadena vertical que llegue de la tierra al cielo y cuyos últimos eslabones se pierdan entre las nubes. Pregunto: ¿quién sostiene esa cadena y de dónde cuelga? ¿Creéis que bastaría contestar que el primero de los eslabones, empezando desde abajo, cuelga del segundo, el segundo del tercero, y así sucesivamente, remontándose hasta las nubes? ¿Creéis que, una vez llegados allá, se podrá admitir que la extremidad superior cuelga de las nubes sin que nadie la sostenga? Evidentemente, no. Es menester un primer eslabón fijo en alguna parte que sostenga los demás. De la misma suerte, hay que remontarse, necesariamente, a un primer Ser necesario que subsista por sí mismo, que posea en sí el principio de su existencia y pueda darla a los otros sin haberla recibido de nadie.

-Pero -replicó a su vez el joven-, si suponéis un número infinito de anillos, la dificultad desaparece.

-Amigo mío -dijo el notario-, ya se ve que estáis muy versado en matemáticas; ¿ignoráis que el número infinito es imposible? Donde hay serie hay número; se puede decir el primero, el segundo…, donde hay número, hay principio, un punto de partida, un primer término, que es la unidad. Así, diez supone nueve, etc.; dos supone uno. Las series de los seres tienen, pues, un principio, no son eternas.

Y aunque por imposible os remontarais a lo infinito, sería siempre necesario llegar a un primer Ser subsistente por sí mismo, porque una infinidad de seres producidos es tan capaz de producirse a sí misma como el último de los efectos. Multiplicad ceros hasta lo infinito, y no tendréis nunca valor alguno; infinitos ceros no valen más que un solo cero. Multiplicad ciegos hasta lo infinito, y no tendréis uno solo que vea. Las antorchas apagadas nunca darán luz, por numerosas que la supongáis. Si ningún ser existe en virtud de su propia naturaleza, si ninguno tiene por sí mismo el principio de su existencia, ningún ser puede existir. Ahora bien, el ser que tiene en sí mismo, en su naturaleza, la razón de su existencia, es el Ser necesario, aquel a quien todo el mundo llama Dios. Luego hay un Dios, ya que algo existe en este mundo.

El pobre joven, avergonzado, no tuvo qué replicar.

Enseñanza de la Iglesia: Catecismo.

Capítulo primero. El hombre es capaz de Dios.

  1. El deseo de Dios (27-49).

El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar. La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19, 1).

De múltiples maneras, en su historia y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso. Dios creó, de un solo principio, todo el linaje humano para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17, 26-28).

Pero esta unión íntima y vital con Dios (GS 19, 1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (cf GS 19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (cf Mt 13, 22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes de pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (cf Gn 3, 8-10) y huye ante su llamada (cf Jon 1, 3).

Se alegre el corazón de los que buscan a Dios (Sal 105, 3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, un corazón recto, y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios. Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza; grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1, 1, 1).

  1. Las vías de acceso al conocimiento de Dios.

Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas vías para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también pruebas de la existencia de Dios, no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a verdaderas certezas. Estas vías para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación, el mundo material y la persona humana.

El mundo. A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo. S. Pablo afirma refiriéndose a los paganos: Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto. Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras, su poder eterno y su divinidad (Rm 1, 19-20; cf Hch 14, 15.17; 17, 27-28; Sb 13, 1-9). Y S. Agustín interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo… interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión (confessio). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (Pulcher), no sujeta a cambio? (serm. 241, 2).

El hombre. Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia (GS 18, 1; cf 14, 2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.

El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas vías, el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, y que todos llaman Dios (S. Tomás de A., s. th. 1, 2, 3).

Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esa revelación. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.

III. El conocimiento de Dios según la Iglesia.

La santa Iglesia, nuestra madre, nos enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas (Cc. Vaticano I DS 3004; cf 3026; Cc. Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado a imagen de Dios (cf Gn 1, 26).

Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón. A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente, por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo, hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. Humani generis DS 3875).

Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error (ibíd., DS 3876; cf Cc. Vaticano I DS 3005; DV 6; S. Tomás de A., s. th. 1, 1, 1).

  1. ¿Cómo hablar de Dios?

Al defender la capacidad de la razón humana para conocer a Dios, la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos.

Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar.

Todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan, por tanto, la perfección infinita de Dios. Por ello, podemos nombrar a Dios a partir de las perfecciones de sus criaturas, pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor (Sb 13, 5).

Dios trasciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios inefable, incomprensible, invisible, inalcanzable (Anáfora de la Liturgia de San Juan Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios.

Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarlo en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la diferencia entre ellos no sea mayor todavía (Cc. Letrán IV DS 806), y que nosotros no podemos captar de Dios lo que Él es, sino solamente lo que no es y cómo los otros seres se sitúan con relación a Él (S. Tomás de A., s. gent. 1, 30).

Resumen:

El hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso. Viniendo de Dios y yendo hacia Dios, el hombre no vive una vida plenamente humana si no vive libremente su vínculo con Dios.

El hombre está hecho para vivir en comunión con Dios, en quien encuentra su dicha. Cuando yo me adhiera a ti con todo mi ser, no habrá ya para mí penas ni pruebas, y mi vida, toda llena de ti, será plena (S. Agustín, conf. 10, 28, 39).

Cuando el hombre escucha el mensaje de las criaturas y la voz de su conciencia, entonces puede alcanzar la certeza de la existencia de Dios, causa y fin de todo.

La Iglesia enseña que el Dios único y verdadero, nuestro Creador y Señor, puede ser conocido con certeza por sus obras, gracias a la luz natural de la razón humana (cf Cc. Vaticano I DS 3026).

Nosotros podemos realmente nombrar a Dios partiendo de las múltiples perfecciones de las criaturas, semejanzas del Dios infinitamente perfecto, aunque nuestro lenguaje limitado no agote su misterio.

Sin el Creador la criatura se diluye (GS 36). He aquí por qué los creyentes saben que son impulsados por el amor de Cristo a llevar la luz del Dios vivo a los que no le conocen o le rechazan.

  1. Refutación del ateísmo.

Materialismo – Panteísmo – Positivismo – Darwinismo.

  1. ¿Puede explicarse, prescindiendo de Dios, el origen del mundo y de los seres que lo componen?

No, es imposible. Todos los sistemas inventados para explicar el origen de los seres, el movimiento y el orden que reinan en el mundo, la vida de las plantas y de los animales, la vida intelectual del hombre son absurdos, imposibles. Es necesario recurrir a Dios todopoderoso, creador del mundo y de todo lo existente. Hemos de decir con la Iglesia: “Creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra”.

Es fácil afirmar: Dios no existe; basta ser un necio. Dixit insipiens. Pero no termina todo en este aserto; hay que explicar el mundo, el mundo existe… Cabe deslumbrar con las palabras rimbombantes de inmanencia, períodos atómicos, gases en combustión, cantidades puras, etc., pero estas palabras nada explican.

Las pruebas de la existencia de Dios refutan el ateísmo; quédanos por demostrar lo absurdo de los sistemas imaginados para explicar 1º, la existencia de la materia; 2º, la organización del mundo; 3º, el origen de los seres vivientes. Estos sistemas pueden reducirse a cuatro: 1º, el materialismo; 2º, el panteísmo; 3º, el positivismo, y 4º, el transformismo o darwinismo.

Materialismo.

  1. ¿Qué es el materialismo?

El materialismo es el grosero error que no admite más que una cosa: la materia, cuyos átomos, primitivamente separados, se han reunido y han formado el mundo. Según este sistema, la materia es eterna y existe por sí sola, con sus fuerzas y sus leyes. Semejante sistema es imposible; y es baldón de nuestra época haber renovado estos errores paganos.

Los incrédulos modernos, al negar a Dios, no pueden librarse de admitir las perfecciones que este Nombre augusto representa. Las atribuyen a la materia, cuya existencia única proclaman haciendo de ella un ídolo. Dicen que es necesaria, eterna, increada y creadora del orden y de la vida.

Pero, nada más falso ni más imposible.

1º El Ser necesario no puede menos que existir; y es evidentísimo que la materia podría no existir. ¿Cuál es el ser, tomado individualmente, que sea necesario en este mundo? ¿Qué importan una piedra, un árbol, una montaña más o menos? Lo que es verdadero hablando de las diversas partes, es necesariamente verdadero hablando del todo; luego, la materia no es el Ser necesario.

2º El Ser necesario es infinito. ¿Puede decirse, por ventura, que la materia es infinita? Toda la materia ¿no es limitada? La materia no posee ni vida ni inteligencia; no es, pues, infinitamente perfecta; luego, la materia no es el Ser necesario.

3º El Ser necesario es inmutable; y al contrario, la materia está sometida a toda clase de mudanzas; las combinaciones físicas y químicas modifican diariamente su forma y manera de ser. Luego, una vez más, la materia no puede ser necesaria.

El ateo es, en realidad, digno de lástima por los absurdos que está obligado a admitir. Y así:

  1. a) Admite una materia, por naturaleza propia soberanamente imperfecta, y que, sin embargo, tendría una perfección infinita, la eternidad.
  2. b) Admite una materia absolutamente inerte, que se daría a sí misma un movimiento que no tiene.
  3. c) Admite una materia desprovista de inteligencia y que produce obras maestras de inteligencia, como lo es la organización del universo, ese reloj inmenso y complicado que no se rompe, que no se detiene, que no se gasta, que no se descompone nunca.
  4. d) Admite una materia que no tiene vida y que produce seres vivientes como la planta, el animal, el hombre.
  5. e) Admite una materia que no piensa, que no raciocina, que no es libre, y que produce seres capaces de pensar, de raciocinar, de querer libremente, como el hombre.

Los impíos modernos capitaneados por Renán han renovado el sistema de Epicuro. Suponen un número infinito de átomos que se mueven en el vacío. Un día, estos átomos se encontraron por casualidad, se unieron y formaron masas de las que resultaron tierra, sol, luna, estrellas, es decir, el mundo.

Su sistema es pueril y absurdo. Suponen átomos innumerables, mas no dice de dónde salen. Los suponen en movimiento, pero se olvidan de decir quién los mueve. Suponen que su encuentro fortuito ha producido el mundo, pero no dicen quién es el autor del orden admirable que reina en el mundo.

Estos incrédulos fundan su sistema sobre tres imposibles:

1º Es imposible que existan átomos sin un creador;

2º Es imposible que los átomos se muevan sin un motor;

3º Es imposible que el encuentro de los átomos haya producido el orden sin un ordenador inteligente.

Se necesita un Dios para crear estos famosos átomos, un Dios para ponerlos en movimiento, un Dios para formar esos globos admirables que ruedan sobre nuestras cabezas con orden y armonía sublimes.

Lo que se dice de los átomos puede aplicarse igualmente a las substancias gaseosas o líquidas, a la materia primera que ha servido para construir el mundo.

Panteísmo.

  1. ¿Qué es el panteísmo?

El panteísmo es un error monstruoso que no admite un Dios personal distinto del mundo; Dios sería el conjunto de todos los seres del universo. Este sistema no es más que un ateísmo hipócrita; repugna y es desastroso en sus consecuencias.

El segundo sistema inventado para explicar el mundo prescindiendo de Dios se llama panteísmo. Esta palabra significa que todo es Dios. Se presenta bajo formas muy diversas, pero su dogma constitutivo consiste en admitir una sola substancia, de la cual los seres visibles no son sino modificaciones o evoluciones. Es el Dios-naturaleza, el Dios-fuerza, el Grande-Todo; es la identidad de Dios y del universo. Se puede decir del panteísmo lo que decía Bossuet del paganismo: Todo es Dios, excepto Dios mismo.

“Según este ridículo sistema, usted es dios y yo soy dios. Un macho cabrío y un toro que rumia son nuestros hermanos en divinidad. Pero, ¿qué digo? Una berza, un nabo, una cebolla son dioses como nosotros. El hongo que usted recoge por la mañana es un dios que brotó durante la noche. Cuando una zorra atrapa una gallina, es un dios que atrapa a otro dios. Cuando un lobo devora un cordero, es un dios que se devora a sí mismo. El cardo y el asno que lo come son el mismo dios. Si yo corto a un hombre el cuello, ejecuto una acción divina… Ya ve usted cuán razonable es todo esto y, sobre todo, cuán moral. Con este sistema no hay más crímenes. El robo, el asesinato, el parricidio son caprichos de un dios… ¿Puede imaginarse nada más absurdo?… ¡Parece cosa de sueño ver a hombres que se dicen filósofos escribir y enseñar semejantes estupideces!”[2].

1º El panteísmo destruye la idea de Dios; porque Dios es inmutable, infinito, perfecto y necesario, y no puede, por tanto, ser variable, finito, limitado, imperfecto como la materia. Es un ateísmo hipócrita.

2º Admite efectos sin causa; porque si Dios es un ser personal distinto del mundo, no hay seres necesarios, puesto que el Ser necesario es único, y entonces, ¿dónde está la causa que ha producido el universo?…

3º Es contrario al sentido íntimo (o conciencia). Yo siento (o yo sé), sin que haya lugar a dudas, que yo soy yo, y no otro.

4º Contradice los enunciados de la razón, que descubre en Dios y en el mundo, atributos contradictorios.

5º El panteísmo es una verdadera locura, pero una locura criminal, porque abre la puerta a los vicios y aniquila la virtud, porque destruye toda idea de legislador, de ley, de conciencia, de deber, de castigo y de recompensa.

N.B. Hay dos formas principales de panteísmo: el naturalista, que es un materialismo disfrazado, y el panteísmo idealista del judío holandés Espinosa y de Hegel, popularizados en Francia por Renán, Taine y Wacherot.

Positivismo.

  1. ¿Qué es el positivismo?

El positivismo es un sistema que no admite nada real y positivo si no es materia; no reconoce sino lo que se puede comprobar con la experiencia, y considera como hipotético todo lo que no cae bajo el dominio de los sentidos: Dios, alma, vida futura. Este sistema degradante no es sino un materialismo hipócrita.

El positivismo es el último progreso de la razón humana, el último término de las evoluciones científicas. Los positivistas reconocen por jefe a Comte y por maestros a Littré, Renán, Robinet… No quieren buscar la causa primera de los seres, declarándola desconocida, y pretenden que no hay que tratar de ella… Según ellos, “nada hay real y positivo más que la materia, las fuerzas que le son propias y las leyes que de ella dimanan. Todo lo que no se halla en los hechos es inaccesible a la razón; los hechos, y sólo los hechos analizados y coordinados; lo demás es quimera. Lo infinito no es más que un ideal, y, por consiguiente, no hay Dios. Dios es una ficción o, a lo sumo, una hipótesis hoy completamente inútil. No hay alma espiritual. La idea, el pensamiento no son sino productos, secreciones del cerebro. En una palabra, una sola cosa existe, y ésta es la materia”.

Tal es el resumen de la doctrina positivista: la negación de Dios y del alma espiritual; la moral independiente o la moral sin Dios, que no tiene más principio ni más regla de conducta que el sentimiento del honor. Este sistema abyecto se reduce a una forma disfrazada del ateísmo; es un materialismo hipócrita.

La refutación de este grosero error se halla en las diversas pruebas que hemos presentado de la existencia de Dios. Estos pretendidos sabios se limitan a negar, sin probar nada. Pero se necesita algo más que una simple negación para destruir nuestras pruebas. Negar a Dios no es suprimir su existencia. Después de miles de años, el mundo cree en Dios, y tiene derecho a reírse de esas negaciones gratuitas. Por más que el ciego niegue la existencia del sol, el sol no dejará de iluminar.

Los positivistas rechazan la ley del sentido común y de la razón, que obliga a admitir una causa productora de los fenómenos que nosotros vemos. Más allá de esta bóveda estrellada, dice Pasteur, ¿qué hay? Otros cielos estrellados. Sea. ¿Y más allá?… El espíritu humano, impulsado por una fuerza invencible, no cesará de preguntarse: ¿Qué hay más allá? Hay que llegar a lo infinito, y sólo Dios es infinito.

Hay que llegar hasta el Ser necesario, pues, conforme hemos visto, no todos los seres pueden ser producidos; y no hay más que un solo Ser necesario, y este Ser necesario es el mismo Dios.

Generaciones espontáneas. – Transformismo o darwinismo.

  1. ¿Cuáles son las hipótesis imaginadas por los incrédulos para explicar, con exclusión de Dios, el origen de los seres vivientes?

Han ideado la hipótesis de la generación espontánea y la del transformismo o darwinismo. Estos dos sistemas, que adquirieron gran celebridad, son contrarios a las experiencias científicas; llegan a suponer efectos sin causa, y, por lo mismo, la ciencia y el sentido común los condenen y rechazan.

1º Algunos naturalistas, para prescindir de Dios, atribuyen el origen de los seres vivientes a las generaciones espontáneas. Así se llama el nacimiento de un ser vivo sin un germen anterior, por el solo juego de las fuerzas inherentes a la materia.

2º Llámase transformismo el sistema según el cual los seres vivientes más perfectos derivan de otros menos perfectos por una serie indefinida desde el ser más rudimentario hasta el hombre. De acuerdo con este sistema, los impíos pretenden que el hombre desciende del mono. El inglés Darwin, particularmente, se ha dedicado a explicar estas transformaciones sucesivas mediante dos agentes que llama selección natural y lucha por la existencia. Darwin ha dado al transformismo su nombre, y así se llama también darwinismo.

Estos dos sistemas, la generación espontánea y el transformismo, dejan siempre sin solución la cuestión de saber quién ha creado los primeros seres y quién les ha dado su energía vital…

Después de los experimentos de Pasteur y otros sabios, el sistema de las generaciones espontáneas ha quedado definitivamente refutado. El aire y el agua están llenos de gérmenes, para cuyo desarrollo sólo se requiere un medio propicio. Destruidos estos gérmenes, no hay más que una ley: no existen, si no son producidos por otros seres vivos de la misma especie.

El darwinismo tiene por base fundamental la transformación de las especies. Pues bien, si hay algo bien comprobado es que las especies son fijas, y no se transforman. Es posible perfeccionar las razas, pero las especies no se mudan; son y quedan eternamente distintas. Producir una especie nueva, decía Leibnitz, es un salto que jamás da la naturaleza; lo mismo afirman los sabios naturalistas. Luego tal sistema está en flagrante contradicción con las leyes de la naturaleza.

Estos enunciados, resultados de la experiencia y de la ciencia, están confirmados también por la historia y por la geología. Cuando se examinan las especies animales y vegetales recogidas en las tumbas egipcias y en los yacimientos fósiles, se las encuentra absolutamente iguales a las que viven en nuestros días. Las semillas encontradas en esas mismas tumbas no han dejado de producir vegetales idénticos a los nuestros.

Este sistema es contrario a la razón; admite efectos sin causa, ¡y qué efectos! Todo el mundo viviente. La razón por la cual una causa puede producir su efecto es porque lo contiene de alguna manera. ¿Cómo dar lo que no se tiene? Es imposible.

Pero una cosa se puede contener en otra, de tres maneras: a) Formalmente con todo su ser; así, un trozo de mármol está contenido en la cantera. b) Eminentemente, es decir, de una manera superior; así, la autoridad soberana contiene la de un prefecto, de un gobernador de provincia. c) Virtualmente, en germen, y es la manera como todos los seres vivientes están contenidos en el germen que los produce.

Pues bien, estos seres vivientes no están contenidos de ningún modo en la materia bruta; por lo tanto, existirían sin causa.

Además, ninguna causa puede producir un efecto o un ser de especie superior a ella, porque este grado superior de ser no tendría como tal, una causa positiva. Ahora bien, los seres vivientes son de naturaleza superior a la materia bruta; luego estos seres vivientes no pueden proceder de ella, porque serían efectos sin causa.

Por las mismas razones, los seres vivientes superiores no pueden proceder de los inferiores. Así, el hombre no puede proceder del mono; sería un efecto sin causa. “Ningún ser -dice Santo Tomás- puede obrar más allá de su especie, teniendo en cuenta que la causa debe ser más poderosa que el efecto y que el efecto no puede ser más noble que la causa”.

En resumen, el sentido común nos dice: no se puede dar lo que no se tiene; si no se tiene dinero, no se puede dar dinero. Ahora bien, la materia no tiene movimiento, no tiene vida, no tiene inteligencia; luego, no puede dar ni movimiento, ni vida, ni inteligencia. Pero en el universo hay movimiento, hay seres vivos, hay seres inteligentes; luego, existe fuera del mundo un Ser superior que ha dado al mundo el movimiento, la vida, la inteligencia. Este Ser es Dios.

Conclusión. Para explicar el origen del mundo, se ha de admitir el dogma de la creación. Crear es sacar de la nada; crear es producir seres por un simple acto de voluntad. Dios, por un simple acto de voluntad omnipotente, ha creado el mundo.

La creación no repugna por lo que respecta a la criatura, la cual es posible sin ser necesaria; puede, pues, empezar a existir; y, en efecto, nosotros vemos muchísimas cosas que nacen y empiezan…

La creación no repugna por lo que respecta a Dios, porque su poder es infinito; puede, pues, producir todo efecto que no repugne.

El dogma de la creación se impone. No queda fuera de ella otro medio para explicar el origen de los seres que forman el universo.

El mundo es finito, limitado, sujeto a mudanzas, y, por lo tanto, no puede ser el ente necesario. Luego ha sido producido por otro. No puede ser una emanación de la substancia divina, porque el Ente divino es absolutamente simple, indivisible, inmutable. No queda otro recurso para explicar su existencia que decir que ha sido creado por la omnipotencia de Dios. Aquí, la razón, como la fe, se ven obligadas a exclamar: ¡Creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra!

Consecuencias funestas del ateísmo.

  1. ¿Cuáles son las funestas consecuencias del ateísmo?

El ateísmo conduce a las más funestas consecuencias:

1º Quita al hombre todo consuelo en las miserias de la vida.

2º Destruye la moral y entrega al hombre a sus perversas pasiones.

3º Hace imposible la sociedad.

1º El ateísmo quita al hombre todo consuelo. El corazón del hombre necesita de Dios cuando el dolor le hiere. Junto a un féretro, al borde de una tumba hay un solo consuelo eficaz. Suprimid a Dios, ¿y qué consuelo ofreceréis al hombre que llora la pérdida de una madre, de una esposa, de hijos tiernamente amados? Para ser ateos es menester no tener corazón.

¿Qué serían, sin Dios, los pobres, los enfermos, los débiles, los desheredados de la vida? Dios es el amigo de los que no tienen amigos, el refugio de los perseguidos, el vengador de los calumniados, el tesoro de los indigentes. Sin Dios, el mundo sería un infierno para las tres cuartas partes de la humanidad.

Si Dios no existe, ¿de qué sirve nacer para trabajar, penar, sufrir durante cuarenta o sesenta años, languidecer algunos meses en una cama de hospital y después morir y convertirse en pasto de gusanos? ¿Qué nos dan los crueles sofistas que dicen que Dios no existe? La embriaguez y la crápula: esto es lo que nos proponen en lugar del cielo. ¡Miserables!…

¿No es mejor mirar al cielo y decir a Dios: “Padre, no os olvidéis de vuestros hijos que trabajan, que sufren y esperan vuestro reino”?…

2º El ateísmo destruye la moral. Si no hay Dios, ninguna autoridad soberana impone el deber, ninguna justicia infinita recompensa a los buenos y castiga a los malos como conviene; el hombre sin deberes, libre del temor del castigo y sin esperanza de recompensa, no tiene por qué no dar rienda suelta a sus pasiones. Se destruye toda moral.

Una moral es esencialmente una regla de vida que obliga a un ser libre, prescribiéndole ciertos actos y prohibiéndole otros. Esta regla, obligatoria como toda ley, supone un legislador que la dicte, un juez que la aplique, un remunerador que recompense a los que la observan y castigue a los que la violan. Si falta Dios, no hay ni legislador, ni juez, ni remunerador de la virtud, ni castigador del vicio; el hombre queda entregado a sí mismo y a sus torcidas inclinaciones. La ley moral sin sanción carece de autoridad y será despreciada siempre que demande esfuerzos penosos y sacrificios.

Se nos dirá: ¿Y la conciencia?…

Si la conciencia, que manda o prohíbe, no es el eco de la voz de Dios, ahogaremos sus gritos y no la obedeceremos. La conciencia nada significa si no habla en nombre de un superior. Si Dios no existe, yo desafío a todo el mundo a que se me muestre una ley que me obligue en conciencia. ¿Quién me impide satisfacer todas mis pasiones? ¿Con qué derecho viene un hombre a imponerme su voluntad?… Dios es el principio de donde dimanan todos los derechos y todos los deberes. Sin Dios, un niño será, con el tiempo, un mal hijo, un mal padre, un mal esposo, un mal ciudadano, el primero de los impíos, el último de los hombres. Será un joven sin buenas costumbres, un hombre maduro sin conciencia, un viejo sin remordimientos, un moribundo sin esperanza.

3º Si no hay Dios, la sociedad es imposible. Una sociedad no puede subsistir si no existen la autoridad que impone las leyes, la obediencia que las cumple, y las virtudes sociales.

Ahora bien, faltando la creencia en Dios, los gobernantes de los pueblos no tienen espíritu de justicia, se convierten en tiranos, y en el poder no buscan más que el modo de satisfacer sus pasiones. Los súbditos pierden el respeto a la autoridad, el espíritu de sumisión a las leyes, y no tienen más aspiración que el placer, ni más freno que el temor, ni más regla de conducta que la utilidad o el capricho. Una sociedad de ateos sería ingobernable.

Si no admitimos a Dios, no se conciben virtudes sociales, ni justicia, ni caridad, ni espíritu de sacrificio, ni patriotismo.

Si la justicia no es impuesta por Dios, nadie la practicará. Dos comerciantes ajustan una cuenta. -¿Quiere usted un recibo? -Entre gente honrada no es menester; Dios nos ve, y esto basta. -¿Usted cree en Dios? -Yo sí, ¿y usted? –Yo, no. -Entonces, déme usted pronto un recibo…

Para vivir en sociedad hay que consagrarse al bien general, a veces hasta con el sacrificio de la propia vida. Soldado obscuro, colocado como centinela en los puestos avanzados, y sorprendido por el enemigo, si doy la señal de alarma, caeré hecho pedazos; la conciencia me intima que dé la señal y muera. Si Dios ha de recompensar mi abnegación, yo acepto la muerte. Pero si Dios no existe, ¿puedo yo sacrificar mi vida, único bien que poseo, sin tener ninguna esperanza?… Hay que morir por la patria, se dice; pero, ¿qué me importa la patria, si Dios no existe?…

Donde no existe la creencia en Dios, no solamente no hay virtudes sociales, sino que, por el contrario, se multiplican todos los crímenes, y los hombres no son más que animales salvajes que se devoran unos a otros. Pero, objetaréis: ¿Y la cárcel, y la policía?… De cada cien asesinatos apenas diez son descubiertos; un noventa por ciento de crímenes queda oculto e impune. Si no hay un Dios a quien rendir cuentas, basta evitar la policía, o comprarla. Tal sociedad sería bien pronto un matadero.

Todas las sociedades, dese el origen del mundo hasta ahora, han reposado sobre tres verdades fundamentales: la existencia de Dios, la del alma y la de la vida futura. Removed estas tres bases morales, y arrojaréis las sociedades al abismo de las revoluciones y las condenaréis a la muerte.

Los horrores y las matanzas de la Revolución del 1893 y de la Comune de París en 1871 no eran más que el ateísmo puesto en práctica. Ni que hablar de la primera y segunda guerra. El socialismo, que quiere destruir la sociedad hasta en sus cimientos, es el fruto natural del ateísmo; los mismos positivistas lo declaran en sus libros y revistas. Por consiguiente, se necesita para fundamento, y fundamento estable, de las sociedades humanas un Dios todopoderoso, bueno, justo, creador de todas las cosas y gobernador del mundo material por medio de leyes físicas, y de los hombres por medio de leyes morales. Todo descansa sobre esta base.

  1. ¿Hay realmente ateos?

Se llaman ateos aquellos que niegan la existencia de Dios. Se clasifican en tres categorías. Los ateos prácticos, que se portan como si Dios no existiera. Los ateos de corazón, que querrían que Dios no existiera, a fin de poder entregarse libremente a sus pasiones. Los ateos de espíritu, aquellos que, engañados por sofismas, creen que no hay Dios.

Hay, por desgracia, un número demasiado crecido de ateos prácticos que viven sin Dios, y no le rinden homenaje alguno.

Hay también, para vergüenza del género humano, ateos de corazón, que desean que no haya Dios, que así se atreven a decirlo y a escribirlo en sus libros y en los periódicos, porque temen a un Dios que castiga el mal.

Pero no existen verdaderos ateos que nieguen a sangre fría y con convicción la existencia de Dios. Solamente el corazón del insensato es el que desea que Dios no exista. Dijo el necio en su corazón, no en su inteligencia: ¡Dios no existe!

Las principales causas productoras del ateísmo son: 1º, el orgullo que obscurece la razón; 2º, la corrupción del corazón, al que molesta y espanta la existencia de Dios. Un día le dijeron a un hombre de ingenio: ¿cuál es la causa de que haya ateos? La cosa es muy fácil de explicar, contestó; para hacer un civet [3], tomad una liebre, dice la cocinera perfecta; para hacer un individuo que niegue la existencia de Dios, tomad una conciencia y manchadla con tantos crímenes que no pueda ya contemplarse a sí misma sin exclamar: “¡Ay de mí, si Dios existe!” Ahí tenéis el secreto del ateísmo.

Los que no creen o aparentan no creer en Dios son, por regla general, pobres ignorantes que no han estudiado nunca la religión; o gente malvada, orgullosa, ladrones, libertinos, interesados en que Dios no exista para que no los castigue según lo merecen. Dios es una pesadilla de los malhechores, mucho más odiosa que la policía, y su existencia se niega para andar con mayor libertad… “Yo quisiera ver -dice La Bruyère- a un hombre sobrio, moderado, casto y justo, negando la existencia de Dios; ese hombre, por lo menos, hablaría sin interés; pero un individuo así no se encuentra”. “Tened a vuestras almas en estado de desear que Dios exista, y no dudaréis de Él” (J. J. Rousseau).

Objetos del ateísmo.

Todos los argumentos que presentan los falsos sabios para librarse de Dios, y particularmente para no hacer lo que Él manda, se reducen a los dos siguientes: 1º A Dios no se lo ve. 2º No se le comprende.

1º Yo no creo sino en lo que veo. Pero a Dios no lo he visto. Luego, Dios no existe.

Respuesta. Se les podría preguntar: ¿Han visto ustedes Asia, África, Oceanía? ¿Han visto ustedes a Napoleón o a Carlos V? ¿Han visto al obrero que construyó el reloj que usan? ¿Ven el aire que respiran y que los hace vivir? ¿El fluido eléctrico que pasa rápido como el relámpago por el hilo telegráfico para transmitir el pensamiento hasta los últimos rincones del mundo? ¿Ven la fuerza que en la pólvora o en la dinamita hace pedazos las rocas más grandes? ¡Cuántas cosas admiten ustedes sin verlas, sólo porque ven sus efectos!

Pues bien, nosotros, por nuestra parte, creemos en Dios porque vemos en el mundo los efectos de un poder y de una sabiduría infinitos. Es cierto que a Dios no se le puede ver con los ojos del cuerpo, porque es un puro espíritu que no se puede ver, ni tocar, ni percibir con los sentidos. Pero ¿acaso no tiene el hombre diferentes medios para conocer lo que existe?

¿No existe la inteligencia, que ve la verdad con evidencia, sea que se manifieste al espíritu como la luz se manifiesta al ojo, sea que resulte de una demostración o raciocinio? Los que sólo quieren creer lo que ven, rebajan la dignidad del hombre y se colocan en un plano inferior al de los brutos. ¿Os atreveríais a negar la luz porque no la podéis percibir mediante el oído? ¿Puede un ciego negar la existencia del sol porque no lo ve? Pues de la misma manera, si no se ve a Dios con los ojos del cuerpo, se le ve con la razón, se le conoce por sus obras.

Un misionero preguntaba a un árabe del desierto: “¿Por qué crees en Dios? Cuando yo percibo -respondió él- huellas de pasos en la arena, me digo: alguien ha pasado por aquí. De la misma manera, cuando veo las maravillas de la naturaleza, me digo: una gran inteligencia ha pasado por aquí, y esta inteligencia infinita es Dios”.

Uno de los más célebres naturalistas, Linneo, decía: “En medio de las maravillas del mundo he visto la sombra de un Dios eterno, inmenso, todopoderoso, soberanamente inteligente, y me he prosternado para adorarle”.

Narración. Hace poco tiempo vivía un viejo que no tenía menos de cien años; y este anciano, que había estudiado durante toda su vida, era uno de los hombres más sabios de Francia y del mundo entero. Se llamaba Chevreul.

Un día que había hecho oración en público, un joven atolondrado de veinte años le dijo: “Usted, pues, ¿cree en Dios? ¿Le ha visto usted?”

 “Claro que sí, joven, yo he visto a Dios, no en Sí mismo porque es un puro espíritu, pero sí en sus obras. Sí; yo he visto su omnipotencia en la magnitud de los astros y en su rápido movimiento. Yo he visto su inteligencia y sabiduría infinita en el orden admirable que reina en el universo. Yo he visto su bondad infinita en los innumerables favores de que me ha colmado. Y usted, joven, ¿no ha visto todo eso? ¿No ve usted al pintor divino en el magnífico cuadro de la creación? ¿No ve usted al mecánico celestial en esta admirable máquina del mundo? ¿No ve usted al artista en su obra? Joven, es usted muy digno de lástima; está usted ciego”.

El joven, confundido, bajó la cabeza y se alejó.

2º Los incrédulos dicen también: Yo no puedo creer en lo que no comprendo; y como no comprendo a Dios, no existe.

“¿Cree usted en la tortilla?, decía, en 1846, el P. Lacordaire a un burgués incrédulo. Seguramente. ¿Y comprende usted cómo el mismo fuego que hace derretir la mantequilla endurece los huevos? El burgués no supo qué responder. ¡Cuántas cosas hay que admitir sin comprenderlas! ¿Cómo la misma tierra, sin color ni sabor, produce flores y frutos de matices y sabores tan variados? ¿Cómo el grano de trigo se transforma en tallo, y luego en espiga de 30, 40, 50 gramos? ¿Cómo el pan se convierte en nuestra carne y en nuestra sangre? ¿Qué es la luz, el vapor, la electricidad?… ¿Qué es el cuerpo? ¿Qué es el alma? ¿Qué es la vida? ¡Misterio! Todo es misterio en torno nuestro, y a cada instante debemos inclinar nuestra pobre razón ante muchas cosas que nos vemos forzados a admitir.

Es indudable que nosotros no podemos comprender a Dios, porque comprender es contener, y nuestro espíritu es demasiado pequeño, demasiado limitado para contener a Dios que no tiene límites. Para comprender lo infinito es menester una inteligencia infinita; si el hombre pudiera comprender a Dios, Dios no sería Dios, porque no sería infinito. Pero nosotros podemos concebir a Dios, es decir, tener un conocimiento suficiente de su ser, de sus atributos y especialmente de su existencia.

Dios es, aquí abajo, lo que hay de más claro y más obscuro al mismo tiempo; de más claro en su existencia, de más obscuro en su naturaleza. Es visible en sus obras, que son a manera de otros tantos espejos donde se reflejan sus perfecciones adorables; y está oculto a causa de las sombras que envuelven su grandeza infinita; es el sol oculto detrás de una nube. Pero se rasgará el velo que nos oculta la divinidad, y, semejante al crepúsculo que anuncia el sol, el tiempo presente no es más que la aurora del día entero.

Narración. El célebre orador Combalot predicaba un día en Lyon. Acababa de exponer a su encantado auditorio las pruebas de la existencia de Dios; y, en una conclusión enérgica, había atacado al audaz sacrilegio de aquellos desgraciados que padecen la locura de rebelarse contra su Creador.

El padre, agitado, sudando a mares, baja del púlpito. Al llegar a los últimos escalones, se detiene, se golpea la frente y vuelve a subir como si fuera a empezar un nuevo sermón. No fue muy largo.

Lionenses, -dijo- desde vuestra ciudad se distingue el monte Blanco. Pues bien, ¡las ratas no se lo comerán!…

El público quedó maravillado y convencido. En efecto, sería cosa eminentemente ridícula una conspiración de ratas que juraran arrasar el monte Blanco. Pero no lo será nunca tanto como ese puñado de ateos que atacan a Dios y que se han prometido destruirlo. ¡Pobres ratas, que quieren arrasar una montaña, millones de veces más grande que el monte Blanco de los Alpes!

Todo de un Dios anuncia la eternal existencia; a Dios no se lo puede comprender ni ignorar. La voz del universo prueba su omnipotencia, la voz de nuestras almas nos le manda adorar.

III. Dios es el Creador, Conservador y Señor de todas las cosas. Él lo gobierna todo con su Providencia.

La vista del universo nos ha mostrado la existencia de una causa primera, de un Dios, Ser necesario, eterno, infinito, dotado de todas las perfecciones posibles. Este mismo espectáculo nos muestra también lo que es Dios en relación a nosotros. Dios es el Creador de todas las cosas y su soberano Señor. Él lo conserva y gobierna todo con su Providencia.

  1. ¿Por qué se llama a Dios Creador del cielo y de la tierra?

Porque Dios ha sacado de la nada el cielo, la tierra, los ángeles, los hombres y todo lo que existe.

Crear es hacer algo de la nada por el solo acto de la voluntad. Sólo Dios es creador; la creación exige una potencia infinita, porque de la nada al ser hay una distancia infinita que sólo Dios puede salvar. Aunque los hombres reunieran todos sus esfuerzos, no serían capaces de crear un grano de arena.

  1. ¿Por qué ha creado Dios el mundo?

Dios ha creado el mundo para su propia gloria, único fin verdaderamente digno de sus actos; y también para satisfacer su bondad comunicando a los seres creados la vida y felicidad de que Él es principio.

Dios no podía crear sino para su gloria. Él debe ser el único fin de todas las cosas, por la razón de su único principio. Dios no podía trabajar para otro, porque Él existía solo desde toda la eternidad. Aparte de esto, ningún obrero trabaja sino para su propia utilidad. Si trabaja para otro, es porque espera ser remunerado. Dios, comunicando el ser, cuya fuente y plenitud posee, no podía proponerse otra cosa que grabar en sus criaturas la imagen de sus perfecciones, manifestarse a ellas, ser reconocido, adorado, glorificado por ellas como un padre es bendecido, amado, alabado por sus hijos.

  1. ¿Cómo procuran la gloria de Dios las criaturas inanimadas o sin inteligencia?

Manifestando a los hombres el poder, la sabiduría y la bondad de su Creador. Estas criaturas existen para el hombre, y el hombre para Dios.

Contemplando las magnificencias del universo, el hombre aprende a conocer las perfecciones divinas que brillan en todas partes, y se siente obligado a rendir pleno homenaje al Autor de todas las cosas, no sólo en su propio nombre, sino en nombre también de todos los seres inanimados o privados de razón, de los cuales él se ve hecho rey, y cuyo intérprete y mediador debe ser necesariamente. Así, las criaturas materiales bendicen y adoran a su Creador, no por sí mismas, sino mediante el hombre, que, como pontífice de la naturaleza entera, ofrece un homenaje a la divinidad.

  1. ¿Dios es el Dueño o Señor de todas las cosas?

Sí; Dios es el Dueño de todas las cosas, porque Él las ha creado y las conserva.

Si el obrero es dueño de su obra, con mayor razón Dios es el Señor del universo, porque Él lo ha hecho, no solamente dándole forma como el artista a su obra, sino comunicando el ser a su materia, a su substancia. Y no es esto todo, sino que Dios lo conserva; de suerte que si por un solo instante dejara de sostenerlo, inmediatamente el mundo volvería a la nada.

El dominio de Dios es universal, porque todo lo que existe le debe el ser y la conservación. Es absoluto, y nadie puede resistir a su poder soberano. Es necesario, es decir, que Dios no puede abdicar de él, porque nada es independiente de Dios. Por consiguiente, si el hombre es libre, no es independiente. Puede negar a Dios su obediencia, pero a pesar de su rebeldía, queda sujeto a este deber.

  1. ¿El mundo necesita de Dios para seguir existiendo?

Sí; el mundo, que vino de la nada por la voluntad de Dios, no existe sino por la misma voluntad. Es necesario que Dios conserve los seres de una manera directa y positiva por una especie de creación continuada.

Fue necesario que Dios sacara de la nada al mundo para que existiera. También es necesario que lo conserve para que no vuelva a la nada. Para que un ser contingente o producido sea conservado en todos los momentos de su existencia, necesita del mismo poder y de la misma acción que se necesitó para que fuera producido, porque no contiene en sí mismo el poder de existir. Si la acción de Dios se detiene, el ente cae en la nada.

Imaginaos un objeto sostenido por la mano; si la mano se retira, el objeto cae. Mirad un arroyuelo, alimentado por una fuente; si la fuente se ciega, el arroyuelo se seca. Estas dos imágenes representan la situación de las cosas contingentes, sacadas de la nada por la mano divina; y porque existen han recibido de Dios la existencia por el acto creador. El mundo dura porque Dios lo hace durar; si Dios suspendiera su acción, el mundo se aniquilaría.

Dios, que conserva sus criaturas, concurre también a la acción de éstas de una manera positiva e inmediata. Y no es que Él obre en lugar de ellas, sino que les da la facultad de obrar y las ayuda a ejercer esa facultad. Es lo que se llama concurso divino; las causas segundas obran siempre sometidas a la influencia de la causa primera.

  1. ¿Gobierna Dios el mundo?

Sí; Dios gobierna el mundo con una sabiduría y poder infinitos. Gobierna el mundo material y el mundo espiritual; la actual sociedad civil y la sociedad religiosa; las naciones, la familia, los individuos; Él dirige todos los acontecimientos, y nada sucede sin su orden o permiso. Este gobierno que Dios ejerce sobre el mundo se llama Providencia.

Dios, después de haber creado el mundo, no lo deja entregado a sí mismo; no solamente lo conserva, sino que lo gobierna con su Providencia. Dios gobierna a todas las cosas, es decir, las dirige a su fin propio, y no sucede nada en el mundo sin su orden o sin su permiso.

El fin de las criaturas es el objeto para el cual Dios las ha creado; es la función a la cual el Creador las destina. Dios provee a todos los seres de los medios necesarios para alcanzar este fin, para desempeñar sus funciones.

  1. ¿Por qué decimos que nada sucede sin orden o sin permiso de Dios?

Porque hay cosas que Dios quiere y ordena positivamente, y otras que sólo permite. Dios quiere todo aquello que resulta de las leyes establecidas por Él; pero el pecado sólo lo permite. Él no lo autoriza, pero lo tolera por respeto a la libertad de que ha dotado al hombre.

  1. ¿Qué es la Providencia divina?

En su acepción más amplia, la Providencia es el cuidado que Dios tiene de todas sus criaturas.

En sentido estricto, la Providencia es la acción llena de sabiduría y de bondad por la cual Dios guía a cada criatura al fin particular que le ha señalado, y a todas a un fin general, que es su propia glorificación.

La palabra Providencia significa prever y proveer; es una operación divina por la cual Dios prevé el fin de todas sus creaturas y las provee de los medios necesarios para alcanzarlo. Dios dirige así todas las cosas a la realización de sus eternos designios.

  1. ¿Cómo probamos la existencia de la divina Providencia?

Dios no sería infinitamente sabio, poderoso, bueno y justo, si no velara por todas sus criaturas, particularmente por el hombre. Negar la Providencia es negar a Dios.

La historia enseña que todos los hombres, en todos los tiempos y en todos los lugares, han creído en la Providencia; es, pues, su existencia una verdad de sentido común.

Fuera de eso, la negación de la Providencia implica las mismas funestas consecuencias que el ateísmo.

La idea de Dios, bien comprendida, demuestra la absoluta necesidad de la Providencia. Dios es infinitamente sabio, luego ha debido, al llamar cada cosa a la existencia, señalarle un fin especial y proporcionarle todos los medios para alcanzarlo; infinitamente inteligente, conoce todas las necesidades de sus criaturas; infinitamente poderoso, tiene todos los medios para auxiliarlas; infinitamente bueno, las ama como a hijos, y es imposible que no se cuide de su perfección y de su felicidad; infinitamente justo, debe premiarlas y castigarlas según sus propios méritos.

Negar estos atributos es negar a Dios.

El orden y la armonía que reinan en el universo son una prueba de la divina Providencia; si Dios no gobierna el mundo, reinarían en él, mucho tiempo atrás, la confusión y el caos. El orden que brilla en él proclama que el Ordenador no abandona su obra, así como la marcha segura del tren nos advierte que el maquinista está siempre en su puesto.

Todos los pueblos de la tierra han admitido la Providencia: los sacrificios y las oraciones son una prueba concluyente. Estos actos de recurrir a Dios en las calamidades no tendrían razón de ser si no se creyera en la intervención divina en las cosas humanas.

La sabiduría popular ha concretado en dos proverbios su fe en la Providencia: El hombre se agita y Dios lo lleva. El hombre propone y Dios dispone.

Esa es la verdad. Hablar de casualidad es una necedad. Nada marcha solo, porque nada se ha hecho solo. Nada sucede casualmente, porque nada sucede sin la voluntad de aquel que lo ha hecho todo.

Atribuirlo todo al azar o a las leyes de la naturaleza, pretender que Dios no cuida de nosotros es lo mismo que negar la existencia del verdadero Dios. Las consecuencias de esta negación serían tan demoledoras de toda la sociedad humana como las del ateísmo.

  1. ¿Cómo gobierna Dios el mundo con su Providencia?

Dios ordinariamente no obra sino tras el velo de las causas segundas, es decir, de leyes por Él establecidas. Él rige los seres privados de razón por medio de leyes físicas e inflexibles que jamás deroga sin especiales razones, aunque deban resultar algunos desórdenes parciales. Dios dirige a los hombres, seres racionales y libres, por medio de leyes morales; les impone la obligación o el deber de observalas, pero no los fuerza a ello, por respeto a su voluntad libre.

Los seres privados de razón alcanzan su fin particular, necesariamente, y por eso mismo su fin general, que es la glorificación de Dios. De acuerdo con las leyes que Dios ha establecido y que Él dirige, cada día el sol nos alumbra; la tierra nos sostiene, el fuego calienta, el agua nos refresca; toda criatura, todo elemento se mantiene y obra según reglas constantes, cuyo autor y guardián es Dios mismo.

Él ha dictado a los hombres leyes morales, cuya observancia debe llevarlos a su fin particular, que es la salvación, y al fin general de la creación, que es la glorificación de Dios. El hombre, haga lo que haga, procura siempre la gloria de Dios, pero no siempre consigue su salvación; porque Dios le deja en libertad, lo mismo para el bien que para el mal. Dios da a todos los hombres los medios necesarios para alcanzar su fin; y ellos tienen la culpa si no lo consiguen. Dios subordina las cosas del tiempo a las de la eternidad; por ejemplo, si el justo no es recompensado en este mundo, lo será en el otro.

  1. ¿No es indigno de Dios cuidar de todos los seres, aun los más ínfimos?

No; si Dios ha creído ser digno de Él crearlos, ¿por qué ha de ser indigno de Él velar por ellos? Precisamente porque el sol es muy grande y está muy alto, sus rayos llevan a todas partes la luz y la vida. Porque Dios es infinitamente grande, no hay chico ni grande en su presencia. Hay criaturas que Él ha hecho por un acto de bondad de su corazón, y que Él conserva, sostiene y alimenta como un padre y como una madre.

Él a los pajarillos alimenta. Y su bondad la creación sustenta.

Dios lo ha hecho todo; nada se substrae a su poder; es necesario asimismo que nada deje de estar sometido a su sabiduría, a su ciencia, a su Providencia. Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, y no cae ni uno siquiera sin la voluntad del Padre celestial. La Providencia de Dios nada deja fuera de sus cálculos sapientísimos e infalibles. “Donde la sabiduría es infinita no queda lugar para la casualidad”.

Forman falsa idea de Dios los que se figuran que el cuidado que tiene de las creaturas le causa cansancio, como se lo causaría al hombre. Dios lo gobierna y dirige todo sin esfuerzo y por un mismo y solo acto de su voluntad soberana; a la manera que el sol por una sola y única radiación ilumina el universo y esparce por todas partes el calor y la vida.

  1. Si Dios cuida de nosotros, ¿por qué hay diferencia de condiciones? ¿Por qué hay ricos y pobres?

La desigualdad de condiciones proviene necesariamente de la desigualdad de las aptitudes, de las cualidades físicas, intelectuales y morales de los hombres. Dios no debe a cada uno de nosotros más que los medios necesarios para conseguir nuestro fin, y no está obligado a dar a todos los mismos dones de fuerza, de inteligencia, etc.

Fuera de eso, esta desigualdad concurre a la armonía del universo y se convierte en fuente de las más hermosas virtudes y en lazo de unión entre los hombres.

1º La desigualdad de condiciones es debida frecuentemente al hombre, más que a Dios mismo. Es el resultado de la actividad de los unos y de la negligencia de los otros. Si tal hombre es más rico que usted, ¿no es, acaso, porque tiene más orden, más economía, mayor amor al trabajo? Y si usted es pobre, ¿no se debe, tal vez, a que es usted perezoso o pródigo?

2º La desigualdad de condiciones brinda la oportunidad de practicar la caridad. Es hermoso ver al rico despojarse de sus bienes para socorrer al pobre; como lo es ver al pobre soportar las privaciones con paciencia y resignación a la voluntad de Dios… He aquí por qué esta desigualdad concurre a la armonía del universo; ella aproxima el rico al pobre, el débil al poderoso, y, por las hermosas virtudes de la caridad, bondad y gratitud, establece entre ellos los dulces lazos de la verdadera fraternidad.

3º Por último, es la otra vida la que restablecerá el equilibrio. Los últimos, es decir, los pobres serán los primeros, porque con sus penas y sufrimientos habrán adquirido mayores méritos.

  1. Si Dios cuida de nosotros, ¿por qué hay padecimientos en este mundo?

Los sufrimientos provienen, frecuentemente, de nuestras propias faltas. Tendríamos menos que padecer si fuéramos más moderados en nuestros deseos, más razonables en nuestros proyectos, más sobrios y templados en nuestra vida.

Dios permite el dolor, ya para hacernos expiar nuestros pecados, ya para probar nuestra fidelidad, así en la desgracia como en la dicha; ya, finalmente, para desasirnos de este mundo de destierro y obligarnos a considerar el cielo como nuestra verdadera patria.

1º Los males del cuerpo son, generalmente, debidos a las culpas del hombre. ¡Cuántas enfermedades son el resultado de la sensualidad y de la intemperancia! Son una expiación que la naturaleza impone a los que infringen las leyes.

2º Hay otros males que son consecuencia de leyes generales establecidas por Dios para gobierno del mundo; un hombre cae en el fuego, se quema. ¿Está Dios obligado a hacer un milagro para impedir este accidente?…

3º Por último, los males físicos pueden venirnos también directamente de Dios, sea como castigos por faltas cometidas, sea como pruebas para hacernos adquirir méritos; sea como medios de que Dios se sirve para convertirnos y despegarnos de los bienes terrenos.

¡Cuántos hombres se perderían, embriagados por los placeres! Dios los detiene por la prueba, por la ruina, por las desgracias. El sufrimiento es para ellos lo que los azotes para el niño. Con el dolor se convierten. Nada aproxima tanto el hombre a Dios como el sufrimiento.

  1. Si Dios cuida de nosotros, ¿por qué existe el mal moral o el pecado?

Porque Dios no es la causa. Al contario, lo detesta y castiga; pero lo permite para dejar al hombre el uso de su libre albedrío y para sacar bien del mal.

Dios no es la causa del mal moral. Dios nos dio la libertad, lo cual es un bien; el pecado es el abuso de nuestra libertad, y en eso consiste el mal.

Indudablemente Dios tendría un medio radical para impedir el mal, y sería quitarnos la libertad; pero entonces ya no habría mérito. Ahora bien, hay más gloria para Dios en tener criaturas que le sirvan voluntariamente, que en tener máquinas dirigidas por una fuerza irresistible. “Para impedir que el hombre sea un malvado, ¿será preciso reducirlo al instinto y convertirlo en bestia?” No; Dios lo ha hecho libre, a fin de que fuera bueno y feliz.

Además, Dios permite el mal para sacar un bien mayor; así ha permitido el pecado original, para repararlo con la Encarnación; ha permitido la malicia de los judíos contra nuestro Señor Jesucristo, para salvar el mundo; permite las persecuciones, para hacer brillar el heroísmo de los mártires… El mundo se vería privado de grandes bienes si el mal no existiera.

  1. ¿En qué consiste el bien que Dios saca del pecado?

Consiste: 1º, en que lo hace servir a la ejecución de los destinos de su Providencia; 2º, en que hace brillar su bondad, atrayéndose nuevamente al pecador, o su misericordia, perdonándolo cuando se arrepiente, o su justicia, castigando sus crímenes; 3º, en que el pecador cuando se convierte, repara los ultrajes hechos a Dios con su penitencia y humillación voluntarias, y, a veces, haciéndose más virtuoso y afirmándose más en el bien.

  1. La prosperidad de los malos y las pruebas de los justos, ¿no deponen contra la Providencia?

No; porque no es cierto que todos los malos prosperen y todos los justos sufran tribulaciones; los bienes y los males de este mundo son, en general, comunes a todos los hombres.

Además, no hay en el mundo hombre tan malo que no haga alguna obra buena durante su vida; y Dios se la recompensa dándole la prosperidad aquí abajo, reservándose castigar sus pecados en el infierno. Del mismo modo, no hay hombre tan justo que no cometa algunas faltas. Dios se las hace expiar en la tierra, reservándose premiar sus virtudes en el cielo.

Hay pecadores que vienen en prosperidad, porque Dios quiere atraérselos por la gratitud, o premiarles aquí en la tierra el poco bien que han hecho, si deben después ser condenados eternamente. A veces, sin embargo, Dios castiga aun aquí, y de una manera ejemplar, a los escandalosos y a los perseguidores de la Iglesia.

También hay justos en la prosperidad, según los hechos atestiguan; pero no se ven libres de sufrimientos, porque los sufrimientos y las pruebas de esta vida están destinados

1º A despegar a los justos de todos los falsos bienes de la tierra;

2º A hacerlos entrar en sí mismos, para mejorarlos y perfeccionarlos;

3º A hacerles granjear más méritos y, por consiguiente, mayor felicidad eterna;

4º A hacerlos más semejantes a Jesucristo, modelo de los escogidos;

5º A hacerlos expiar sus pecados en este mundo, donde las deudas con la justicia divina se pagan de una manera mucho menos penosa que en el purgatorio.

Fuera de eso, el justo es, ordinariamente, más feliz que el malvado, porque goza de la paz del alma, mientras que el malvado es presa de sus remordimientos y de sus pasiones tiránicas.

Se dice muchas veces ¿Por qué Dios no castiga inmediatamente a los malos? Dios es paciente, porque es eterno; porque quiere dar lugar al arrepentimiento; porque si castigara siempre el vicio aquí en este mundo, y aquí también recompensara la virtud, el hombre no practicaría el bien sino por interés. Finalmente, nosotros no conocemos el plan divino, y debemos creer que Dios tiene buenas razones para proceder como procede.

  1. ¿Cuáles son nuestros deberes para con la divina Providencia?

1º Adorar con humildad, en todo, las disposiciones de la divina Providencia.

2º Dar gracias a Dios por los bienes concedidos y valernos de ellos para nuestra salvación.

3º Recibir con alegría, o por lo menos con paciencia, los males que nos envía, convencidos de que, viviendo de tan buen Padre, deben ser para nuestro bien.

4º Ponernos en sus manos con confianza y entrega absoluta de nosotros mismos, según esta regla de los santos Cada cual debe obrar y trabajar como si todo tuviera que esperarlo de sí mismo, y cuando haya hecho todo lo que estaba de su parte, no esperar nada de su trabajo, sino esperarlo todo de Dios.

Objeción. ¿Qué he hecho yo a Dios para que me mande tantos males?…

Casi siempre Dios podría reduciros al silencio, poniendo ante vuestros ojos atemorizados la larga serie de pecados que sólo la indiferencia religiosa oculta a vuestras miradas, y los dolores eternos del infierno a que esas faltas son acreedoras.

Dios podría siempre contestaros recordándoos las terribles penas del purgatorio, destinadas a hacer expiar los pecados veniales. Las penas de la presente vida son bien poca cosa comparadas con las expiaciones de la futura.

¿Qué habéis hecho a Dios? Preguntáis. ¿Acaso los mártires y los santos que han sufrido tanto le habían hecho algo? Sus sufrimientos no eran para ellos un castigo, sino una prueba; y porque salieron victoriosos de esas pruebas Dios los ha coronado con corona inmortal en el cielo.

Dios no ha hecho el dolor, que fue introducido en la tierra por el pecado, causa de todos los males que se sufren en esta vida o en la otra. Pero Dios saca bien del mal, y se vale del sufrimiento para salvarnos. El sufrimiento sirve para convertirnos, para hacernos expiar nuestros pecados, para hacernos adquirir méritos.

Notas:

[1] Léase a este propósito el hermoso tratado de Fenelón sobre la existencia de Dios.

[2] Maunoury, Veladas de Otoño.

[3] Salsa hecha con carne de liebre.