Fr. Frederick William Faber

El P. Frederick Faber fue uno de los más eminentes autores católicos ingleses de finales del siglo 19. Como nuestros lectores pueden ver a continuación, no tenía miedo de hablar con firmeza contra la herejía y el odio que los católicos le deben tener. Advierte contra una ” muestra de tolerancia solícita y simpatía” con los herejes...
Si odiáramos el pecado como conviene odiarlo, es decir con celo, con valentía, deberíamos  hacer más penitencia, deberíamos infligirnos más auto-castigo, deberíamos sentir un más profundo dolor de nuestros pecados. Pero añadido a ello, la herejía es la suma deslealtad para con Dios. Es el pecado de los pecados. Es la cosa que Dios mira con más disgusto en este mundo pecador.

Sin embargo, ¡qué poco comprendemos su enorme malicia! Se trata de una mancha en la verdad de Dios, que es la peor de todas las impurezas. Sin embargo,¡qué poco caso hacemos de ella! La vemos y quedamos tranquilos. La palpamos y no temblamos. Nos vemos envueltos por ella,  y no tenemos miedo. Vemos que llega a tocar las cosas sagradas y no  tenemos percepción de sacrilegio. Respiramos su hedor, y no mostramos signos de aversión o repugnancia. Algunos se muestran amables con ella, y otros incluso atenúan su culpa. No amamos a Dios lo suficiente como para estar celosos de su gloria. No amamos a los hombres tanto como para sentir por sus almas  una verdadera caridad.

Como hemos perdido el tacto, el gusto, la vista, y todos los sentidos propios de una mente espiritual, podemos vivir en medio de esta plaga odiosa, tranquilamente, imperturbablemente, reconciliados con su inmundicia , no sin profesar con liberalidad  cierta jactanciosa admiración, tal vez incluso mostrando solícitamente  una tolerancia simpática.

¿Por qué estamos tan por debajo de los santos antiguos, e incluso de los modernos apóstoles de tiempos recientes, en la mayoría de nuestras conversaciones? ¿Se debe  a que nos falta el rigor de la antigüedad? Necesitamos el espíritu de la antigua iglesia, el genio eclesiástico de la antigüedad. Nuestra caridad es falsa porque no es severa, y es poco convincente, porque es falsa.

Carecemos de amor de la verdad  en cuanto verdad, como verdad de Dios. Nuestro celo por las almas es insignificante, porque no tenemos celo por el honor de Dios. Actuamos como si favoreciéramos a Dios con nuestra conversión en lugar de sentirnos almas temerosas rescatadas por un exceso de misericordia.

Sólo manifestamos a  los hombres la mitad de la verdad, la mitad que mejor cuadra con nuestra propia cobardía y  vanidad, y después nos preguntamos porqué son  tan pocos los que se convierten, y de estos porqué apostatan tantos.

Somos  tan mezquinos que nos sorprendemos de que nuestras  medias verdades no hayan logrado el efecto de la entera verdad de Dios. Donde no hay odio a la herejía, no hay santidad.

Un hombre, que podría llegar a ser  un apóstol, se convierte en un miembro enfermo de la Iglesia por  falta de una justa indignación.