LA FECUNDACIÓN ARTIFICIAL
Desde hace muchos siglos —pero sobre todo en nuestra época— se manifiesta el continuo progreso de la medicina. Progreso en verdad muy complejo; cuyo objeto concierne las ramas más variadas de la teoría y de la práctica; progreso en el estudio del cuerpo y del organismo, en todas las ciencias físicas, químicas, naturales; en el conocimiento de los remedios y su propiedad y los modos de utilizarlos; progreso en la aplicación de la terapéutica no solamente de la fisiología, sino de la psicología, de las acciones y reacciones recíprocas de lo físico y de lo moral.
Solícito para no descuidar nada de las ventajas de tal progreso, el médico está siempre a la caza de todos los medios capaces de curar, o al menos, de aliviar los males y los sufrimientos humanos. El cirujano, estudia para hacer menos dolorosas las operaciones necesarias; el ginecólogo, trata de atenuar el dolor del parto, sin poner en peligro la salud de la madre y del niño, sin correr el peligro de ofender los tiernos sentimientos maternales hacia el neonato. Si el espíritu de humanidad elemental, el amor innato por los semejantes, estimula y guía a todo médico consciente en las investigaciones, ¿qué cosa no hará el médico cristiano, empujado por la divina caridad a prodigarse sin reparo al cuidado y al bien de aquellos que con justa razón y a la luz de la fe, considera sus hermanos? Indudablemente él goza de los inmensos progresos alcanzados, de los resultados obtenidos por sus predecesores, y continuados actualmente por sus colegas a los cuales se siente ligado por la continuidad de una magnífica tradición, y a la cual se siente legítimamente orgulloso de poder contribuir. Sin embargo, nunca se considera satisfecho: siempre ve adelante las nuevas etapas que hay que recorrer, nuevas conquistas que hay que obtener. Y por esto se aplica en ello con pasión, como médico dedicado al alivio de la humanidad y de cada uno de los individuos. Como científico al cual los descubrimientos que se siguen los unos a los otros, le hacen adoptar con entusiasmo (el gusto de conocer); como creyente y cristiano que en las maravillas que descubre, en los nuevos horizontes que se aperciben en lontananza, sabe ver la grandeza y la potencia del Creador, la bondad inagotable del padre que después de haber dado al organismo viviente tantos medios para desarrollarse, defenderse, curar espontáneamente en la mayoría de los casos, le hace encontrar en la inerte naturaleza o en la viviente, mineral, vegetal, animal, los remedios a los males del cuerpo.
El médico no correspondería completamente al ideal de su vocación, si aprovechando los más recientes progresos de la ciencia y del arte médico, en el ejercicio de su profesión, siguiese solamente su propia inteligencia y habilidad, sin poner también —diremos sobre todo— su corazón de hombre, y su solicitud de cristiano. Él no actúa, «in anima vili». Sin duda obra directamente sobre los cuerpos, pero sobre cuerpos vivificados por un alma inmortal, espiritual, y en virtud del vínculo misterioso pero indisoluble entre lo físico y lo moral, no obra con eficacia sobre el cuerpo si a la vez no actúa sobre el espíritu.
Y ya sea que se ocupe del cuerpo o del compuesto humano en su unidad, el médico cristiano deberá siempre defenderse de la atracción de la técnica, de las tentaciones para obrar con su propia ciencia y pericia, con fines diferentes al cuidado de los pacientes que le son confiados. Gracias a Dios que no tenga que defenderse de otra tentación —criminales decir, de servirse de los dones por Dios escondidos en la naturaleza para fines innobles, para presiones inconfesables y para atentados inhumanos. Sin embargo, no es necesario ir muy lejos o salir mucho del camino, para encontrar testimonios concretos de estos deplorables abusos. Una cosa es por ejemplo la desintegración del átomo y la producción de la energía atómica: otra cosa es su uso destructor que huye de cualquier control. Una cosa es el progreso técnico de la aviación moderna y otra cosa el ataque en masa de escuadrones de bombarderos, cuando hay la posibilidad de limitar la acción a objetivos militares y estratégicos. Una cosa, sobre todo, la búsqueda respetuosa que revela la belleza de Dios en el espejo de sus obras; su poder en las fuerzas de la naturaleza; otra cosa la deificación de esta naturaleza y de estas fuerzas materiales, con la negación de su autor.
¿Qué hace, por el contrario, el médico con su vocación? Se ampara de esta fuerza misma, de estas propiedades de la naturaleza para procurar con ellas la curación, la salud, el vigor, y aun, cosa mucho más preciosa, para preservar de las enfermedades, del contagio o la epidemia. En sus manos la fuerza alarmante de la radiactividad se halla aprisionada, pronta a curar males rebeldes; las propiedades de los venenos más virulentos, sirven para preparar remedios eficaces; aun mejor, los gérmenes de las infecciones más peligrosas, son usados de diferentes maneras en la sueroterapia, en las vacunas.
La moral natural y cristiana, por último, conserva en dondequiera sus propios derechos imprescindibles, y de ellos, no por consideraciones de sensibilidad, de filosofía materialística, naturalística, se derivan los principios esenciales de la deontología médica: dignidad del cuerpo humano, preferencia del alma sobre el cuerpo, fraternidad entre todos los hombres, soberano dominio de Dios, sobre la vida y sobre el destino. Un importante problema que requiere no menos urgentemente que los otros, la luz de la doctrina moral católica, es aquel relativo a la fecundación artificial. No podemos dejar pasar esta ocasión sin indicar brevemente, a grandes rasgos el juicio moral que se impone en tal materia.
1) La práctica de esta fecundación artificial, cuando se trata del hombre, no puede ser considerada, ni exclusiva ni principalmente desde el punto de vista biológico y médico, descuidando el punto de vista moral y de derecho.
2) La fecundación artificial, fuera del matrimonio, debe condenarse como esencialmente inmoral.
La ley natural y la ley divina positiva, establecen que la procreación de una nueva vida no puede ser fruto más que del matrimonio. Sólo el matrimonio salvaguarda la dignidad de los esposos (principalmente de la mujer en este caso), y su bien personal. Esto sólo en cuanto se refiere al bien y a la educación del niño.
Se deduce de la condenación de una fecundación artificial fuera de la unión conyugal, que no se admite ninguna divergencia de opinión entre católicos. El niño concebido en tales condiciones, sería de hecho ilegítimo.
3) La fecundación artificial producida en el matrimonio con un elemento activo de un tercero, es igualmente inmoral y por consiguiente debe condenarse sin apelación.
Sólo los esposos tienen un derecho recíproco sobre su cuerpo para generar una nueva vida; derecho exclusivo, no cedible, inalienable. Y esto debe ser en consideración al niño. A cualquiera que da la vida a un pequeño ser, la naturaleza le impone, por la misma fuerza del vínculo, el deber de conservarlo y educarlo. Pero, entre el esposo legítimo y el niño fruto del elemento activo de un tercero (aun con el consentimiento del esposo), no existe ningún vínculo de origen, ningún vínculo moral y jurídico de procreación conyugal.
4) En cuanto a la validez de la fecundación artificial en el matrimonio basta, por el momento, recordar estos principios del derecho natural; el simple hecho que el resultado que se desea es alcanzado con este medio, no justifica el uso del medio; ni el deseo de los esposos en sí completamente legítimo, de tener un niño, basta para probar la legitimidad de recurrir a la fecundación artificial, que satisfaría este deseo.
Sería pues erróneo pensar que la posibilidad de recurrir a este medio, pudiese hacer válido el matrimonio entre personas incapaces de contraerlo a causa del ‘impedimentum impotentiae».
Por otra parte, es superfluo observar que el elemento activo, no puede ser nunca procurado legítimamente, con actos contra la naturaleza.
Aunque no se puede excluir a priori, métodos nuevos por la sola razón de su novedad, sin embargo, por lo que concierne a la fecundación artificial, no solamente es necesario ser cauto, sino excluirla absolutamente. Al decir esto, no se proscribe necesariamente el uso de algunos medios artificiales, destinados solamente ya sea para facilitar el acto natural, o sea para procurar la obtención del fin del acto natural, cumplido debidamente.
No se olvide nunca, que solamente la procreación de una nueva vida según la voluntad y el designio del Creador, lleva consigo, en un grado admirable de perfección, la obtención de los fines propuestos. Esta procreación, está al mismo tiempo conforme con la naturaleza corporal y espiritual, con la dignidad de los esposos, con el desarrollo sano y normal del niño. (1)
El médico no correspondería completamente al ideal de su vocación, si aprovechando los más recientes progresos de la ciencia y del arte médico, en el ejercicio de su profesión, siguiese solamente su propia inteligencia y habilidad, sin poner también —diremos sobre todo— su corazón de hombre, y su solicitud de cristiano. Él no actúa, «in anima vili». Sin duda obra directamente sobre los cuerpos, pero sobre cuerpos vivificados por un alma inmortal, espiritual, y en virtud del vínculo misterioso pero indisoluble entre lo físico y lo moral, no obra con eficacia sobre el cuerpo si a la vez no actúa sobre el espíritu.
Y ya sea que se ocupe del cuerpo o del compuesto humano en su unidad, el médico cristiano deberá siempre defenderse de la atracción de la técnica, de las tentaciones para obrar con su propia ciencia y pericia, con fines diferentes al cuidado de los pacientes que le son confiados. Gracias a Dios que no tenga que defenderse de otra tentación —criminales decir, de servirse de los dones por Dios escondidos en la naturaleza para fines innobles, para presiones inconfesables y para atentados inhumanos. Sin embargo, no es necesario ir muy lejos o salir mucho del camino, para encontrar testimonios concretos de estos deplorables abusos. Una cosa es por ejemplo la desintegración del átomo y la producción de la energía atómica: otra cosa es su uso destructor que huye de cualquier control. Una cosa es el progreso técnico de la aviación moderna y otra cosa el ataque en masa de escuadrones de bombarderos, cuando hay la posibilidad de limitar la acción a objetivos militares y estratégicos. Una cosa, sobre todo, la búsqueda respetuosa que revela la belleza de Dios en el espejo de sus obras; su poder en las fuerzas de la naturaleza; otra cosa la deificación de esta naturaleza y de estas fuerzas materiales, con la negación de su autor.
¿Qué hace, por el contrario, el médico con su vocación? Se ampara de esta fuerza misma, de estas propiedades de la naturaleza para procurar con ellas la curación, la salud, el vigor, y aun, cosa mucho más preciosa, para preservar de las enfermedades, del contagio o la epidemia. En sus manos la fuerza alarmante de la radiactividad se halla aprisionada, pronta a curar males rebeldes; las propiedades de los venenos más virulentos, sirven para preparar remedios eficaces; aun mejor, los gérmenes de las infecciones más peligrosas, son usados de diferentes maneras en la sueroterapia, en las vacunas.
La moral natural y cristiana, por último, conserva en dondequiera sus propios derechos imprescindibles, y de ellos, no por consideraciones de sensibilidad, de filosofía materialística, naturalística, se derivan los principios esenciales de la deontología médica: dignidad del cuerpo humano, preferencia del alma sobre el cuerpo, fraternidad entre todos los hombres, soberano dominio de Dios, sobre la vida y sobre el destino. Un importante problema que requiere no menos urgentemente que los otros, la luz de la doctrina moral católica, es aquel relativo a la fecundación artificial. No podemos dejar pasar esta ocasión sin indicar brevemente, a grandes rasgos el juicio moral que se impone en tal materia.
1) La práctica de esta fecundación artificial, cuando se trata del hombre, no puede ser considerada, ni exclusiva ni principalmente desde el punto de vista biológico y médico, descuidando el punto de vista moral y de derecho.
2) La fecundación artificial, fuera del matrimonio, debe condenarse como esencialmente inmoral.
La ley natural y la ley divina positiva, establecen que la procreación de una nueva vida no puede ser fruto más que del matrimonio. Sólo el matrimonio salvaguarda la dignidad de los esposos (principalmente de la mujer en este caso), y su bien personal. Esto sólo en cuanto se refiere al bien y a la educación del niño.
Se deduce de la condenación de una fecundación artificial fuera de la unión conyugal, que no se admite ninguna divergencia de opinión entre católicos. El niño concebido en tales condiciones, sería de hecho ilegítimo.
3) La fecundación artificial producida en el matrimonio con un elemento activo de un tercero, es igualmente inmoral y por consiguiente debe condenarse sin apelación.
Sólo los esposos tienen un derecho recíproco sobre su cuerpo para generar una nueva vida; derecho exclusivo, no cedible, inalienable. Y esto debe ser en consideración al niño. A cualquiera que da la vida a un pequeño ser, la naturaleza le impone, por la misma fuerza del vínculo, el deber de conservarlo y educarlo. Pero, entre el esposo legítimo y el niño fruto del elemento activo de un tercero (aun con el consentimiento del esposo), no existe ningún vínculo de origen, ningún vínculo moral y jurídico de procreación conyugal.
4) En cuanto a la validez de la fecundación artificial en el matrimonio basta, por el momento, recordar estos principios del derecho natural; el simple hecho que el resultado que se desea es alcanzado con este medio, no justifica el uso del medio; ni el deseo de los esposos en sí completamente legítimo, de tener un niño, basta para probar la legitimidad de recurrir a la fecundación artificial, que satisfaría este deseo.
Sería pues erróneo pensar que la posibilidad de recurrir a este medio, pudiese hacer válido el matrimonio entre personas incapaces de contraerlo a causa del ‘impedimentum impotentiae».
Por otra parte, es superfluo observar que el elemento activo, no puede ser nunca procurado legítimamente, con actos contra la naturaleza.
Aunque no se puede excluir a priori, métodos nuevos por la sola razón de su novedad, sin embargo, por lo que concierne a la fecundación artificial, no solamente es necesario ser cauto, sino excluirla absolutamente. Al decir esto, no se proscribe necesariamente el uso de algunos medios artificiales, destinados solamente ya sea para facilitar el acto natural, o sea para procurar la obtención del fin del acto natural, cumplido debidamente.
No se olvide nunca, que solamente la procreación de una nueva vida según la voluntad y el designio del Creador, lleva consigo, en un grado admirable de perfección, la obtención de los fines propuestos. Esta procreación, está al mismo tiempo conforme con la naturaleza corporal y espiritual, con la dignidad de los esposos, con el desarrollo sano y normal del niño. (1)
S.S. Pío XII
1 Discurso a los Médicos, 29 de septiembre de 1949. (Traducido del francés).
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