Cipriano, al igual que Tertuliano, conoce otro bautismo, más rico en gracia, más sublime en poder y más maravilloso en sus efectos que el del agua: el bautismo de sangre o martirio. En la Epist. 73 afirma que los catecúmenos que mueren por la fe no se verán privados en manera alguna de los efectos del sacramento: “Puesto que son bautizados con el más glorioso y el más sublime de los bautismos, el de la sangre, al cual se refería el Señor cuando dijo que El debía ser bautizado con otro bautismo” (Lc. 12,50). Comparando los dos, declara en el prólogo del Ad Fortunatum: “Este es un bautismo superior en gracia, más sublime en poder, más rico en honor; un bautismo que administran los ángeles, un bautismo en el que Dios y su ungido se regocijan, un bautismo después del cual ya no se peca más, un bautismo que completa nuestro crecimiento en la fe, un bautismo que al salir de este mundo nos une inmediatamente con Dios.” Como lo da a entender la última frase, Cipriano, lo mismo que Tertuliano, estaba convencido de que el mártir entra en el reino de los cielos inmediatamente después de su muerte,” mientras que los otros tienen que aguar-dar la sentencia del Señor en el día del juicio (De unit. 14; Epist. 55,17,20; 58,3).
4. La penitencia.
En la cuestión de la disciplina penitencial, Cipriano defendió con éxito la práctica tradicional de la Iglesia primitiva contra los dos extremos, el laxismo de su propio clero y el rigorismo del partido de Novaciano en Roma. Su tratado De lapsis y sus cartas demuestran que las decisiones que tomó no representan una “segunda innovación.” (Los que consideran el perdón de la fornicación como la “primera innovación” — cf. supra, p.611s — sostienen que el perdón de la idolatría fue la segunda.) Cipriano no dice en ninguna parte que la Iglesia de Roma había considerado hasta entonces que la apostasía no se pudiera perdonar. Nunca menciona los tres “pecados capitales” de que habla Tertuliano en el De pudicitia ni acepta la distinción entre peccata remissibilia e irremissibilia. Al contrario, en su carta al obispo Antoniano (55) hace suyo el principio: “No podemos obligar a nadie a hacer penitencia si se quita el fruto de la penitencia” (17). Para precisar aún, mejor su pensamiento, añade: “Creemos que nadie debe ser privado del fruto de la satisfacción y de la esperanza de la paz” (27). Sería hacer burla de los pobres hermanos y engañarlos, exhortarles a la penitencia y quitarles su efecto lógico, la curación, el decirles: “Llorad, derramad lágrimas, gemid día y noche y haced grandes y repetidos esfuerzos para limpiar y purificar vuestro pecado; después de todo esto moriréis fuera del recinto de la Iglesia. Haréis todo lo que sea necesario para alcanzar la paz, pero esta paz que buscáis no la tendréis nunca.” Sería como ordenar al campesino que labre su campo lo mejor que supiera, asegurándole al mismo tiempo que no recogería mies alguna (27). En De opere et eleemosynis (cf.. p.634) dice explícitamente que los que han pecado después del bautismo pueden ser limpiados nuevamente (2) y que, sea cual fuere la mancha que han contraído, será borrada (1), porque Dios quiere salvar a los que redimió a precio tan elevado (2). Cipriano no dice en ninguna parte que los lapsi, al pedir la reconciliación, obraran contra la práctica hasta entonces tradicional.
La penitencia pública comprendía, según Cipriano, tres actos distintos: confesión, satisfacción proporcionada a la gravedad del pecado y reconciliación una vez terminada la satisfacción. “Os exhorto, hermanos carísimos, a que cada uno confiese su pecado, mientras el que ha pecado vive todavía en este mundo, o sea, mientras su confesión puede ser aceptada, mientras la satisfacción y el perdón otorgado por los sacerdotes son aún agradables a Dios” (De lapsis 28; Epist. 16,2). Aunque, según Cipriano, lo que consigue el perdón de los pecados es el elemento subjetivo y personal de la penitencia (De laps. 17; Epist. 59,13), el elemento objetivo eclesiástico de la reconciliación es la “garantía de vida” (pignus vitae: Epist. 55,133), porque presupone el perdón divino. Cipriano ensalza el poder curativo y carácter sacramental del acto de la reconciliación más que sus predecesores, y aún más que sus sucesores hasta San Agustín, que en su controversia con los donatistas desarrolló esta doctrina.
5. La Eucaristía.
La carta 63 de Cipriano Sobre el sacramento del cáliz del Señor (cf. supra, p.641) es el único escrito anteniceno consagrado exclusivamente a la celebración eucarística. Reviste una importancia particular para la historia del dogma, por estar toda ella dominada por la idea del sacrificio. El sacrificio del sacerdote es la repetición de la cena del Señor, donde Cristo se ofreció a sí mismo al Padre (Patri se ipsum obtulit):
Pues si el mismo Jesucristo, Señor y Dios nuestro, es Sumo Sacerdote de Dios Padre y se ofreció a sí mismo como sacrificio al Padre, y mandó que se hiciera esto en memoria suya, por cierto aquel sacerdote hace verdaderamente las veces de Cristo, el cual imita aquello que hizo Cristo, y entonces ofrece un sacrificio verdadero y lleno en la Iglesia a Dios Padre, si empieza a ofrecerlo así conforme a lo que ve que ofreció el mismo Cristo (Epist. 64,14: BAC 88,161).
Este pasaje de San Cipriano es el primero en que, de una manera explícita, se afirma que la ofrenda son el cuerpo y la sangre del Señor. La última cena y el sacrificio eucarístico de la Iglesia son la representación del sacrificio de Cristo sobre la cruz. A la Eucaristía se le llama dominicae passionis et nostrae redemptionis sacramentum (ibid.). “Hacemos mención en todos los sacrificios de su pasión, pues la pasión del Señor es el sacrificio que ofrecemos. No debemos, pues, hacer otra cosa que lo que El hizo” (17). La Eucaristía es oblatio y sacrificium: “De donde es manifiesto que no se ofrece la sangre de Cristo si falta vino en el cáliz, ni se celebra el sacrificio del Señor con legítima santificación si no responden a la pasión nuestra oblación y nuestro sacrificio” (9).
El valor objetivo de este sacrificio eucarístico se manifiesta por el hecho de ofrecerse para el eterno descanso de las almas como sacrificium pro dormitione (Epist. 1,2). Se celebra también en honor de los mártires: sacrificia pro eis semper… offerimus, quoties martyrum passiones et dies anniversaria commemoratione celebramus (Epist. 39,3; 12,2).
Cipriano ve en el pan sacramental un símbolo de la unión entre Cristo y los fieles, y de la unidad eclesiástica: “En él se encuentra figurada, además, la unidad del pueblo cristiano; del mismo modo que muchos granos reducidos a la unidad y juntamente molidos y amasados hacen un solo pan, así en Cristo, que es pan celestial, sepamos que hay un solo cuerpo, al cual está unido y aunado nuestro número” (Epist. 63,13). La mezcla del vino y del agua significan lo mismo: “Y cuando en el cáliz se mezcla el agua con el vino, el pueblo se junta a Cristo y el pueblo de los creyentes se une y junta a Aquel en el cual creyó” (ibid.). Cipriano tiene por inválida la Eucaristía celebrada fuera de la Iglesia católica, lo mismo que el bautismo administrado por los herejes. En una carta (72) informa al papa Esteban de una resolución a este respecto aprobada por un sínodo de setenta y un obispos de África y de Numidia. Tales sacrificios son “falsos y blasfemos” y “están en oposición con el único altar divino” (ibid.). La importancia de estas ideas subió de punto más tarde en el movimiento de los donatistas, que sostenían que la eficacia del sacramento dependía de la santidad del ministro.
Textos: J. Quasten, Monumento eucharistica et litúrgica vetustísima (Bonn 1935-1937) 356-8.
Arnobio de Sicca.
La costumbre pagana de atribuir todas las calamidades, pestes, hambre y guerras a la infidelidad de los cristianos para con los dioses, que provocó el Apologeticum de Tertuliano y el Ad Demetrianum de Cipriano, indujo también a otro autor africano de fines del siglo III a componer asimismo una refutación de estas acusaciones totalmente infundadas. Se llamaba Arnobio, y su obra, en siete libros, lleva el título Adversus nationes. Sabemos por Jerónimo (Chron. ad ann. 253-257) que fue profesor de retórica en Sicca (África) y que tuvo a Lactancio entre sus discípulos (De vir. ill. 80; Epist. 70,5). Era pagano y por largo tiempo fue decidido adversario del cristianismo, hasta que, finalmente, advertido en sueños, se convirtió a la nueva religión (Chron., l.c.). El, empero, no menciona el motivo de su conversión cuando habla de ella (1,39; 3,24). La paz y felicidad del recién convertido hallan expresión en estas palabras:
Todavía hace poco, ¡oh ceguedad!, adoraba yo imágenes cocidas al horno, dioses forjados con martillos en el yunque, huesos de elefantes, pinturas, cintas colgantes de vetustos árboles. Siempre que me acontecía ver una piedra ungida con aceite de oliva, yo le prodigaba señales de profundo respeto, como si algún poder oculto la hubiera escogido para mansión suya; no podía menos de hablarle y pedirle favores, aunque no era sino una roca desprovista de inteligencia. Y a aquellos mismos dioses en cuya existencia creía, los trataba con las mayores calumnias, pues creía que eran palos de madera, piedras, huesos, o que habitaban en semejante materia. Pero ahora que he encontrado los senderos de la verdad, guiado por un maestro tan grande, tengo todas las cosas por lo que realmente son. Tengo respeto para las cosas que lo merecen. No insulto ningún nombre divino. Doy a cada uno y a cada autoridad lo que le pertenece, habiendo comprendido claramente las diferencias y distinciones. ¿No debemos conocer a Cristo como Dios, no tiene derecho a un culto divino, siendo así que de El hemos recibido tantos beneficios durante la vida y esperamos recibir aún más cuando llegue “el Día”? (1,39).
Adversus nationes.
Según nos dice Jerónimo (Chron., l.c.), el obispo de aquella localidad se mostró escéptico cuando Arnobio le pidió que le recibiera como cristiano y exigió del candidato pruebas de sus nuevas disposiciones. Para probar su sinceridad, compuso esta extensa obra contra los paganos. Por lo que hace a la fecha de su composición, debió de terminarla antes del año 311, año en que cesaron las persecuciones, de las cuales habla con frecuencia, y, en cambio, no se alude al restablecimiento de la paz. En dos pasajes del De vir. ill., Jerónimo sitúa a Arnobio bajo el reinado de Diocleciano (284-304), mientras que en su Chronicon le coloca en el año 327. Pero esta última indicación tiene que estar equivocada. Lo único que sabemos, pues, es que escribió durante la persecución de Diocleciano y antes del año 311. Jerónimo (De vir. ill. 79) intitula el tratado Adversus gentes, mientras que el único manuscrito (Codex París. 1661 saec. IX) lo llama Adversus nationes. Este parece ser el título correcto. Todos los indicios son de que el autor lo escribió precipitadamente cuando aún tenía escasos conocimientos de las cosas de la fe. Porque los dos primeros libros están consagrados a vindicar el cristianismo, se suele clasificar este tratado entre las apologías. Sin embargo, es más un ataque violento que una defensa. McCracken lo define con mucho acierto “el contraataque más vivo y sostenido que se conserva contra los cultos paganos contemporáneos” (p.4). Como fuente para el conocimiento de la doctrina cristiana es de mediocre valor, pero es una riquísima mina de noticias sobre las religiones paganas contemporáneas.
El primer libro da una respuesta a la calumnia de que los cristianos fueran causa de todos los males que afligieron a la raza humana en los últimos años. Acusa a los sacerdotes paganos de haberla inventado, porque sus ingresos iban disminuyendo de día en día. Existieron calamidades antes de la aparición de la fe cristiana. En realidad de verdad, la nueva religión tiende más bien a aminorar ciertos azotes, como las guerras, que á su vez son causa de otros muchos males.
Si todos quisieran, aunque fuera por poco tiempo, prestar oído atento a sus preceptos de paz y de salvación y creyeran no en su propia arrogancia e hinchado orgullo, sino en sus consejos, todo el mundo, desviando el uso del hierro a fines menos violentos, pasaría sus días en la tranquilidad más serena y llegaría a una armonía saludable y respetaría las cláusulas de los tratados, sin violarlos jamás (1,6).
Arnobio contesta luego al reproche que se hace a los cristianos de adorar a un simple hombre, que, por añadidura, fue crucificado. Los paganos son los menos indicados para proponer esta clase de objeciones, puesto que ellos han elevado al rango de dioses a héroes y emperadores. La doctrina y los milagros de Cristo dan testimonio de que su naturaleza divina no sufrió detrimento por el hecho de morir. La propagación de la fe corrobora este testimonio. Era necesario que el Salvador apareciera en forma humana, porque venía a redimir al hombre.
El libro segundo trata del odio de los paganos contra el nombre de Cristo. Se explica este odio, porque el Señor arrojó de la tierra los cultos paganos. El, en cambio, trajo a los hombres la verdadera religión, que los paganos, estúpidamente, rehúsan aceptar. Cuando la convierten en objeto de burla, deberían recordar que buena parte de su doctrina se encuentra en los escritos de sus filósofos, como, por ejemplo, la inmortalidad del alma en Platón. A pesar de este reconocimiento, Arnobio lanza inmediatamente un largo ataque contra el concepto platónico de la inmortalidad, que constituye la parte más interesante de toda la obra. En el libro tercero empieza su violento ataque contra los adversarios. Denuncia primeramente su antropomorfismo; atribuyen a los dioses toda clase de bajas pasiones, especialmente las sexuales, contradiciendo de esta manera la noción misma de Dios. En el libro cuarto ridiculiza la deificación de ideas abstractas, las divinidades siniestras, las torpes leyendas de los amores de Júpiter, atestiguadas por la misma literatura. El libro quinto censura los mitos de Numa, de Atis y de la Gran Madre. Se ensaña contra las ceremonias y fábulas relativas a las religiones de misterios y rechaza toda interpretación alegórica de esas fábulas. El libro sexto es una polémica contra los templos y los ídolos paganos, y el séptimo, contra los sacrificios paganos. La causa de todas estas supersticiones es el concepto erróneo de la divinidad, al cual, para terminar, opone Arnobio el concepto cristiano.
Por lo que toca al estilo de Arnobio, Jerónimo lo califica de “desigual y prolijo, sin divisiones claras en su obra, de donde resulta mucha confusión” (Epist. 58). En efecto, el autor desarrolla los argumentos con pesadas e interminables repeticiones. Sin embargo, la composición, tomada en conjunto, no carece de unidad orgánica. Festugiére no está de acuerdo con los que opinan que la obra está mal escrita y sin orden; las obscuridades provendrían más bien de cierta imprecisión en las ideas. El autor demuestra poseer una notable fuerza de expresión y llega a veces a la altura de una verdadera elocuencia.
Debemos mencionar aquí las fuentes de que se sirvió Arnobio para la composición de su libro. Para empezar por las griegas, remite catorce veces a Platón o a alguna de sus obras, dos veces a Aristóteles, Sófocles, Mnaseas de Patara, Mirtilo y Posidipo. Cita un pasaje de los Orphica y hace una alusión a Hermes Trimegisto. Festugiére ha demostrado que el libro segundo denota considerable familiaridad con el hermetismo, el neoplatonismo, los oráculos caldaicos, Plotino, Zoroastro, Ostanes y los papiros mágicos de las liturgias de Mitra. Pasando ahora a los escritores latinos, depende sobre todo de Varrón, a quien cita quince veces. Pero explota también a Cicerón y Lucrecio. Los que creen que una de sus fuentes más importantes es Cornelio Labeo no han suministrado pruebas suficientes, como lo han demostrado Tullius y Festugiére.
Por lo que se refiere a las fuentes bíblicas y cristianas, observamos con sorpresa que jamás nombra ni un solo autor cristiano: pero se echa de ver que conocía y utilizó el Protréplico de Clemente de Alejandría, el Apologeticum y Ad nationes de Tertuliano y el Octavio de Minucio Félix. Las semejanzas que existen entre el Adversus nationes y las Divinae institutiones de Lactancio se explican admitiendo una fuente común.
La historia no nos dice cómo fue recibida esta obra del retórico africano. De los Padres del siglo IV, solamente Jerónimo la conoce un poco. El Decrelum de libris recipiendis et non recipiendis, del siglo VI, la coloca entre los apócrifos.
Ideas teológicas de Arnobio.
En el primer libro de su obra Contra los paganos hay una hermosa oración en la que Arnobio pide el perdón para los perseguidores de los cristianos:
¡Oh sublime y altísimo Procreador de todas las cosas visibles e invisibles! ¡Oh Tú, que eres invisible y que no has sido comprendido jamás por las naturalezas creadas! Alabado seas, seas verdaderamente alabado — si es que labios manchados son capaces de alabarte —, a quien toda naturaleza que respira y entiende jamás debería cesar de dar gracias; ante quien debería durante toda la vida orar de hinojos y presentar sin cesar sus peticiones y súplicas. Porque Tú eres la causa primera, el lugar y el espacio de las cosas creadas, la base de todas las cosas, sean cuales fueren. Tú solo eres infinito, ingénito, perpetuo, eterno; ninguna forma puede representarte, ninguna facción corporal puede definirte; ilimitado en tu naturaleza e ilimitado en tu grandeza; sin lugar, movimiento ni condición; de quien nada se puede decir con las palabras de los mortales. Para entenderte hace falta guardar silencio; y para poder adivinar algo de Ti, aunque vagamente, mediante una conjetura falible, hay que evitar aun el más leve murmullo. Otorga el perdón, ¡oh Rey altísimo!, a los que persiguen a tus siervos, y por aquella amabilidad que forma parte de tu naturaleza, perdona a los que huyen de la veneración de tu nombre y de tu religión (1,31).
Esta plegaria revela un elevado concepto de Dios. Arnobio piensa que la idea de una Causa Primera y Fundamento de todas las cosas es innata: “¿Hay algún ser humano que no tenga desde su nacimiento alguna noción de este Ser, para quien ésta no sea una idea innata, en quien no esté impresa y casi marcada desde el seno de su madre, en quien no esté profundamente arraigada la convicción de que hay un Rey, Señor y Regulador de todas las cosas que existen?” (1,33). Arnobio comparte, pues, la opinión de Tertuliano del anima naturaliter christiana (cf. p.547s). Sin embargo, su noción de Dios está lejos de ser clara y precisa. Lo imagina totalmente por encima de las criaturas, sin contacto con ellas, completamente aislado en su grandeza. El Dios en quien él cree no tiene sensibilidad y no se preocupa de lo que ocurre en el mundo (1,17; 6,2; 7,5,36). Esta idea de la “distancia” divina invade todo el Ad nationes; constituye, en verdad, su idea central; es la clave de toda la doctrina de Arnobio. Por eso afirma que la cólera es incompatible con la naturaleza divina. Mientras Lactancio compuso una obra entera, De ira Dei, para probar la cólera de Dios, Arnobio no cesa de poner en guardia a sus lectores contra semejante concepción. Todo el que es perturbado por una emoción, argumenta él, es débil y frágil, sujeto al sufrimiento, y, por lo tanto, necesariamente mortal. “Donde hay alguna emoción, debe estar también la pasión; donde se encuentra la pasión, es lógico que haya también perturbación de espíritu; donde hay perturbación de espíritu, están la cólera y aflicción; donde hay cólera y aflicción, el lugar está dispuesto para la fragilidad y la corrupción; en fin, donde intervienen estas dos, no está lejos la destrucción, es decir, la muerte, que acaba con todo” (1,18). Evidentemente, ninguno que tenga el más leve conocimiento del Antiguo Testamento, con sus frecuentes alusiones a la indignación divina, puede escribir de esta manera. Pero Arnobio cierra el paso a esta clase de objeciones. Repudia temerariamente la fuente de donde dimanan esos textos: “Que nadie aduzca contra nosotros las fábulas de los judíos y las de la secta de los saduceos, como si también nosotros atribuyéramos formas a Dios. Ya sabemos, en efecto, que estas cosas se dicen en sus escritos y se corroboran corno cosa cierta y autorizada. Estas fábulas nada tienen que ver con nosotros, no tienen absolutamente nada en común con nosotros; y si se piensa que estas cosas nos son comunes, entonces tenéis que buscar maestros de superior sabiduría que os enseñarán a remover las nubes y aclarar las misteriosas palabras de estos escritos” (3,12). La verdadera fuente de esta idea de la indiferencia de Dios es la filosofía epicúrea y el concepto estoico de las pasiones.
No deja de ser significativo que Arnobio, a diferencia de los otros apologistas, no identifica los dioses paganos con los demonios, ni niega tampoco categóricamente su existencia. En algunos pasajes (3,28-35; 4,9; 4,11; 4,27; 4,28; 5,44; 6,2; 6,10) parece estar seguro de que no existen; en otros, en cambio, duda. Escribe, por ejemplo: “Adoramos a su Padre, por quien, si existe realmente, empezaron ellos a ser y a tener la sustancia de su poder y de su majestad. Su misma divinidad, por así decirlo, les habría otorgado El” (1,28). Expresa las mismas dudas en otro pasaje, donde rechaza la idea de que las divinidades paganas hayan sido engendradas y que hayan nacido: “Nosotros, por el contrario, sostenemos que, si son verdaderamente dioses y tienen la autoridad, el poder y dignidad propios de ese título, o son ingénitos — porque esto es lo que nuestra reverencia nos obliga a creer —, o, si tienen principio por generación, solamente el Dios supremo sabe cómo los ha hecho o cuánto tiempo ha transcurrido desde que existen, porque los hizo participantes de la eternidad de su propia divinidad” (7,35). A la objeción pagana de que los cristianos no adoran a los dioses responde diciendo que ellos reciben homenaje en común con el Dios Supremo:
A nosotros nos basta adorar a Dios, a la Divinidad Primera, al Padre de todas las cosas y Señor, al que establece y gobierna todas las cosas. En El adoramos todo lo que deba ser adorado.
Así como en un reino terreno no estamos obligados por necesidad a reverenciar por su nombre a los que, junto con los soberanos, forman la familia real, sino que todo el honor que se debe a ellos se contiene en el homenaje prestado a los mismos reyes, así también, de una manera enteramente semejante, estos dioses, cualesquiera que sean los que vosotros decís que nosotros debernos adorar, si son de la familia real y descienden del príncipe, aunque no los adoremos explícitamente, ya se entiende que son homenajeados en común con su rey y se les incluye en los actos de veneración a él prestados (3,33).
En estos pasajes queda en duda si el autor expresa su opinión personal o sólo hace una concesión a sus adversarios para sus fines dialécticos. Como corolario de la “indiferencia” divina — tesis de Arnobio que hemos examinado más arriba — niega la creación del alma. Dada su debilidad, inconstancia y malicia, no es posible que Dios sea su autor: “Descartemos esta idea odiosa, a saber, que el Dios todopoderoso, el Sembrador y el Fundador de las cosas grandes e invisibles, el Creador, sea el que engendra almas tan inconstantes, almas que carecen de seriedad, de carácter y de firmeza, prontas a hundirse en el vicio y caer en toda clase de pecados, y que, sabiendo lo que eran y de qué condición, les ordena entrar en los cuerpos” (2,45). Dice que es un “cuento” (fama) la idea de que “las almas son hijas del Señor y descienden del Supremo Poder” (2,37). Sostiene, por creer que es la doctrina auténtica de Cristo, que las almas son obra de algún ser inferior.
Escucha y apréndelo del que lo sabe y lo ha predicado a todo el mundo — de Cristo —, esto es, que las almas no son hijas del Rey Supremo, y que, aunque se diga que El las ha engendrado, no han dicho la verdad sobre sí mismas ni han hablado de sí en términos de su origen esencial. Tienen algún otro creador, inferior al Ser Supremo en dignidad y poder, aunque pertenezca a su corte y esté ennoblecido por la gloria del rango elevado que ocupa (2,36).
Arnobio rechaza implícitamente la creencia bíblica en la creación y adopta como doctrina de Cristo el mito del Timeo de Platón. El único elemento positivo que afirma de la esencia del espíritu humano es el de su medietas, de su carácter intermediario, que también atribuye a Cristo: “(Las almas) son de carácter intermediario, como sabemos por la enseñanza de Cristo. Pueden perecer, si no llegan al conocimiento de Dios; pero también pueden ser restituidas de muerte a vida, si han hecho caso de sus amonestaciones y gracias, y su ignorancia se ha disipado” (2,14). En otras palabras, el alma, por naturaleza, no está dotada de vida eterna, pero puede obtenerla por medio del conocimiento del verdadero Dios. Posee, pues, una inmortalidad condicional:
La naturaleza de las almas es una cuestión controvertida. Algunos dicen que es mortal y no puede participar de la substancia divina, mas otros afirman que es inmortal y que no es posible que degenere en una mortal. Esta división (de opiniones) es consecuencia del carácter neutral de las almas; por una parte, hay argumentos preparados para probar que están sujetas al sufrimiento y a la muerte; pero hay también otros que prueban que son divinas e inmortales.
Así, pues, hemos aprendido de las más altas autoridades que las almas han sido colocadas no lejos de las abiertas fauces de la muerte, pero que, al mismo tiempo, pueden adquirir una longevidad (longaeva fieri) por el don y favor del Rey Supremo, si hacen lo posible para conocer, puesto que la ciencia de Dios es una especie de levadura de vida y como goma que une elementos que de otra suerte no tienen cohesión entre sí (2,31-2).
Es probable que tengamos aquí el motivo de su conversión, el miedo de la muerte eterna y el deseo de la inmortalidad. Dice él mismo: “Por razón de esos temores nos hemos sometido y entregado a Dios como a nuestro Libertador” (2,32); y pregunta: “Puesto que el temor de la muerte, o sea de la destrucción de nuestras almas, nos persigue, ¿no es verdad que obramos movidos por el instinto de lo que es bueno para nosotros…, abrazando al que nos promete liberarnos de semejante peligro? (2,33).
Lactancio.
A Arnobio le suplantó su discípulo Lucio Celio Firmiano Lactancio. Sepan Jerónimo (De vir. ill. 80), África fue la cuna de su formación retórica y vio el nacimiento de su primera obra, hoy perdida, el Banquete (Symposium), que “escribió siendo aún joven.” Abandonó su provincia natal cuando Diocleciano (284-304) le llamó, junto con el gramático Flavio, a Nicomedia de Bitinia, la nueva capital del Oriente, para que enseñara retórica latina (Div. inst. 5,2,2). No tuvo, empero, gran éxito, pues Jerónimo (De vir. ill. 80) vuelve a informarnos que “por no tener discípulos, pues era un ciudad griega, se dedicó a escribir.” El año 303 seguía todavía de profesor allí, cuando la persecución le obligó a renunciar a su cátedra, pues se había convertido al cristianismo. Dejó Bitinia entre los años 305 y 306. Hacia el 317, el emperador Constantino llamó al anciano maestro, que había caído en la miseria, a Tréveris, en las Galias, para que fuera el tutor de su hijo mayor, Crispo. No conocemos la fecha de su muerte.
1. Sus Escritos.
Los humanistas han llamado a Lactancio el Cicerón cristiano. Es, en efecto, el escritor más elegante de su tiempo. Se puso deliberadamente a imitar al gran orador romano y se le acerca mucho en la perfección del estilo, como lo reconocía ya el mismo Jerónimo (Epist. 58,10). Estaba convencido de que para abrir al cristianismo el acceso a la alta cultura había que presentarlo de una manera elegante y atrayente.
Por desgracia, la calidad de su pensamiento no corresponde a la excelencia de su expresión. La mayor parte de su producción es obra de compilador. Es poco profundo y superficial. La cultura filosófica de que se gloría la debe casi por entero a Cicerón. Su conocimiento de los autores griegos, tanto paganos como cristianos, es pobre, y su educación teológica, insuficiente. Lector asiduo, especialmente de los clásicos latinos, tenía el don de asimilar las ideas de los demás y de presentarlas en forma brillante y clara. A esto se debe que sus escritos se conserven en gran número de manuscritos, algunos de ellos muy antiguos. Ya en el siglo XV se hicieron catorce ediciones de sus obras completas.
1. Sobre la obra de Dios (De opificio Dei).
El De opificio Dei es la más antigua de las obras de Lactancio que poseemos. La dedicó a Demetriano, antiguo alumno suyo y cristiano de buena posición económica. Se advierte ya en ella la gran diferencia que separa a Lactancio de su maestro Arnobio. Pues mientras éste sostiene que el alma en la carne está en una cárcel (2,45), “la corteza de esta carne mezquina” (2,76), y niega que sea creación de Dios o inmortal por naturaleza, aquél, por el contrario, admira en el cuerpo humano una maravilla de orden y de belleza, cuyo autor no puede ser sino la Perfección infinita y está bajo su especial cuidado y providencia.
La introducción (2-4) opone a la persona a las bestias, y concluye diciendo que Dios, en vez de armar al hombre con la fuerza física de las bestias, lo ha dotado de razón, haciéndolo así muy superior a ellas. “Nuestro creador y Padre, Dios, ha dado al hombre el sentimiento y la razón, para que así sea evidente que descendemos de El, puesto que El en sí mismo es inteligencia, percepción y razón… No ha puesto la protección del hombre en el cuerpo, sino en el alma: habría sido superfluo, después de haberle dado lo que es de un valor muy superior, cubrirlo con defensas corporales, que habrían perjudicado a la belleza del cuerpo humano. Por esta razón me maravillo de la estupidez de los filósofos que siguen a Epicuro, que denigran las obras de la naturaleza, para demostrar que el mundo no está dispuesto ni regido por providencia alguna” (2). Para confundir a estos teorizantes y demostrar la providencia divina de una manera más brillante todavía, empieza con un tratado de anatomía y fisiología. Sigue luego (16-19) una psicología, más bien reducida. El último capítulo (20) promete una exposición más completa de la verdadera doctrina contra los filósofos que alteran peligrosamente la verdad. Se refiere aquí a las Divinae institutiones.
La obra carece de ideas netamente cristianas y tiene un carácter puramente racional. El mismo autor manifiesta que su intención era seguir el libro cuarto del De república de Cicerón, tratando más a fondo el mismo tema. Sus fuentes principales son Cicerón y Varrón. Parece que fue compuesto hacia fines de 303 o a principios de 304, como lo indican varias alusiones a la persecución de Diocleciano (1,1; 1.7; 20,1).
2. Las instituciones divinas (Divinae institutiones).
Las Instituciones divinas, en siete libros, son la obra principal de Lactancio. A pesar de todas sus imperfecciones, representa el primer intento de una suma del pensamiento cristiano en latín. Tiene un doble objetivo: demostrar la falsedad de la religión y especulación paganas y exponer la verdadera doctrina y la verdadera religión. El título de la obra está tomado de los manuales de jurisprudencia, las Instituciones iuris civilis (1,1,12). Respondiendo en particular a dos recientes ataques de tipo filosófico, uno de los cuales procedía de Hierocles, gobernador de Bitinia e instigador de la persecución de Diocleciano (5,2-4; De mort. pers. 16,4), Lactancio tiene la pretensión de refutar de una vez a todos los adversarios del cristianismo pasados y futuros, “para derrocar de un solo golpe y definitivamente todo lo que produce o ha producido, donde sea, el mismo efecto… y privar a los escritores futuros de toda posibilidad de escribir y replicar” (5,4,1). El primer libro, que lleva el título “El falso culto de los dioses,” y el segundo, “El origen del error,” refutan el politeísmo, fuente primaria del error. El autor demuestra que aquellos a quienes los griegos y romanos adoraban fueron antes simples mortales y sólo más tarde recibieron su apoteosis. El mismo concepto de divinidad exige que haya un solo Dios. El tercer libro, “La falsa sabiduría de los filósofos,” señala a la filosofía como la segunda fuente de errores. Hay tantas contradicciones en los diferentes sistemas a propósito de cuestiones esenciales de la vida humana, que ya nada conserva ningún valor. La verdadera ciencia sólo se da por revelación. Partiendo de la base, el libro cuarto, cuyo título es “Sabiduría y religión verdaderas,” pasa a demostrar que Cristo, el Hijo de Dios, ha comunicado a los hombres la verdadera ciencia, es decir, la verdadera noción de la divinidad. Sabiduría y religión son inseparables, y, por consiguiente, el Salvador es también la fuente infalible de nuestra religión. Los profetas del Antiguo Testamento, los oráculos sibilinos y Hermes Trismegisto dan testimonio de su filiación divina. Defiende su encarnación y su crucifixión contra los argumentos de los incrédulos. El libro quinto trata de la “Justicia,” esta virtud que es tan importante para la vida de la sociedad. Desterrada por la idolatría, volvió la Justicia cuando Jesús descendió del cielo. Se funda en la piedad y consiste en el conocimiento y adoración del verdadero Dios. Se fundamenta esencialmente en la equidad, virtud que considera a todos los hombres como iguales: “Dios, que produce al hombre y le da la vida, quiso que todos los hombres fueran iguales, a saber, igualmente dotados. A todos impuso la misma condición de vida; ha creado a todos para la sabiduría; ha prometido a todos la inmortalidad; nadie queda excluido de sus beneficios celestiales. Porque, así como El distribuye a todos por igual su única luz, hace que manen sus fuentes para todos, les suministra aliento, y les concede el agradabilísimo descanso del sueño; así también otorga a todos equidad y virtud. A sus ojos, no hay esclavos ni señores; porque, si todos tenemos el mismo Padre, con el mismo derecho todos somos sus hijos” (5,15). El libro sexto, “Verdadera religión,” continúa el mismo tenia, demostrando que la religión para con Dios y la misericordia para con los hombres son las exigencias de la justicia y la verdadera religión. “La primera función de la justicia es unirnos con nuestro hacedor; la segunda, unirnos con nuestros semejantes. La primera se llama religión; la segunda, compasión y bondad (humanitas); ésta es la virtud propia del justo y de los adoradores de Dios” (6,10). Los libros quinto y sexto son los mejores de toda la obra, tanto por su contenido como por su estilo. El último, el séptimo, “Sobre la vida bienaventurada,” presenta una especie de escatología milenarista, con una detallada descripción del premio que recibirán los adoradores del único Dios, la destrucción del mundo, la venida de Cristo para juzgar y condenar a los culpables.
Las Divinae institutiones las empezó a componer hacia el 304, poco después del De opificio Dei, al cual remite el autor 2,10,15) como a una obra escrita recientemente. El libro sexto debió de tenerlo redactado antes del edicto de tolerancia de Galerio el 311. La dedicatoria a Constantino en el libro séptimo supone que el edicto de Milán había quedado atrás. En un grupo más bien restringido de manuscritos hay una serie de adiciones al texto. Algunas contienen ideas dualistas, otras tienen carácter de panegíricos. Las primeras (2,8,6; 7,5,27) tratan del origen del mal y sostienen que Dios quiso y creó el mal. De opificio Dei 19,8 viene a ser una variante de la misma tendencia. Las segundas van dirigidas al emperador Constantino (1,1,12; 7,27,2; 2,1,2; 3,1,1; 4,1,1; 5,1,1; 6,3,1). Al Parecer, todos estos pasajes son obra del mismo Lactancio; las variantes dualistas habrían sido eliminadas más tarde por ser contrarias a la fe, y las que ofrecen un carácter de panegírico, como superfluas. Esta solución parece ser más acertada que la de Brandt, que veía en estos pasajes interpolaciones posteriores.
Como primera exposición sistemática de la doctrina cristiana en lengua latina, las Instituciones divinas son muy inferiores a su equivalente griego, el De principiis de Orígenes (cf. p.358ss). Les falta vigor en la demostración teológica y profundidad metafísica. Por lo que se refiere a sus fuentes, abundan en la obra las citas de autores clásicos, especialmente de Cicerón y Virgilio. El autor utiliza también los oráculos sibilinos y el Corpus Hermeticum. En cambio, raramente cita la Biblia. Toma del Ad Quirinum (cf. p.638s) de Cipriano la mayor parte de los textos escriturísticos que aduce. Cuando habla de los primeros defensores de la religión cristiana (5,1), menciona “como conocidos” a Minucio Félix, Tertuliano y Cipriano, sin hacer la menor alusión a los autores griegos cristianos. Sorprende que tampoco Arnobio figure entre sus predecesores, siendo así que fue su maestro. Quizá se explique esta anomalía porque, viviendo lejos de África, en Nicomedia de Bitinia, tal vez no se enteró de la obra Adversus nationes de su maestro.
3. El Epítome.
Al final de las Instituciones divinas, a manera de apéndice, existe en muchos manuscritos un Epítome, que compuso Lactancio para un tal “hermano Pentadio.” A juzgar por su contenido, no es un extracto de la obra principal, sino una reedición abreviada. No hay sólo omisiones, sino también adiciones, cambios y correcciones. Tiene, pues, cierto valor independiente. Lactancio debió de escribirlo después del 314. El texto completo no se descubrió hasta principios del siglo XVIII, en un manuscrito del siglo VII de Turín (Cod. Taurinensis I b VI 28). Las demás copias contienen solamente una versión mutilada, a la que San Jerónimo (De vir. ill. 80) dio el nombre de “el libro sin cabeza”
4. La cólera de Dios (De ira Dei).
Los epicúreos imaginaban a Dios enteramente inmóvil. Su felicidad exige que permanezca indiferente al mundo, sin cólera ni bondad, porque estas emociones son incompatibles con su naturaleza. Arnobio compartía este punto de vista, como hemos visto (p.662). Lactancio dedica un libro entero a refutarla, De ira Dei, escrito el año 313 ó el 314. Esta teoría, según él, implica una negación de la divina Providencia y hasta de la existencia de Dios. Porque, si Dios existe, no puede ser inactivo, y “¿cuál puede ser esta acción de Dios sino la administración del mundo?”(17,4). Tampoco se puede aceptar la noción estoica de Dios, que atribuye a Dios la bondad, pero le rehúsa la ira. Si Dios no se indigna, no puede haber providencia, puesto que el cuidado que Dios tiene de los seres humanos exige que se enoje contra los que hacen el mal. “En las cosas contrarias es necesario que uno se mueva hacia las dos partes o hacia ninguna. Así, si se ama a los que obran el bien, se odiará a los que hacen el mal, porque el amor del bien lleva consigo el odio del mal… Estas cosas están ligadas la una con la otra por naturaleza; no pueden existir la una sin la otra” (5,9). Si se quita en Dios el amor y la cólera, se elimina también la religión, ya que desaparece todo temor saludable. De esa manera, lo que constituye la mayor dignidad la persona, el objetivo mismo de su vida, queda destruido. En varias ocasiones el autor remite a las Divinae institutiones (2,4,6; 11,2). Dedicó la obra a un tal Donato.
5. La muerte de los perseguidores (De mortibus persecutorum).
El tratado Sobre la muerte de los perseguidores describe los terribles efectos de la cólera divina y el castigo de los perseguidores. Escrito después de concedida la paz a la Iglesia, trata de probar que todos sus opresores murieron de muerte horrible. Como Licinio figura con Constantino como protector de la fe, el tratado tiene que ser anterior al ataque que lanzó aquél contra la Iglesia, lo más tarde antes del año 321. Por otra parte, conocemos el terminus post quem porque en la obra se dice que habían muerto ya Maximino Daia (313) y Diocleciano (hacia el 316).
La introducción trata del origen del cristianismo y de la suerte de Nerón, Domiciano, Decio, Valeriano y Aureliano (2-6). El autor pasa luego a las persecuciones de su tiempo y describe con mucho colorido a Diocleciano, Maximiano, Galeno, Severo y Maximino, sus crímenes contra las iglesias y su ruina, hasta la victoria de Licinio el 313. La obra está dedicada a Donato, que había ofrecido a la humanidad el ejemplo de una magnanimidad invencible” durante las pruebas (16,35), y todo el tratado respira alegría por la victoria de Cristo y por el aniquilamiento de sus enemigos:
Ahora ya, aniquilados todos los adversarios, restablecida la paz por toda la tierra, la hasta hace poco perseguida Iglesia de nuevo se levanta, y con mayor honra es edificado, por la misericordia del Señor, el templo de Dios… Ahora, después que paso la tormenta, se alumbra el aire sereno y la deseada luz; ahora, aplacado Dios con las plegarias de sus siervos, ha levantado con su auxilio celestial a los postrados y afligidos; ahora es cuando ha enjugado las lágrimas de los atribulados, al poner fin a la confabulación de los impíos. Los que se habían empeñado en contender con Dios yacen derribados; los que habían destruido su santo templo cayeron ellos con mayor estrépito: los que habían martirizado a los justos, con castigos del cielo y con tormentos apropiados hubieron de entregar sus almas malvadas. Un poco tarde, es cierto, pero al fin con severidad y como era de justicia. Había ido dando largas Dios al castigo de los tales, para hacer con ellos grandes y admirables escarmientos, con los cuales los venideros aprendiesen que no hay más que un solo Dios, el mal es a la vez juez que sabe aplicar castigo a los impíos y perseguidores (1. Trad. S. Aliseda 20-21).
A pesar de algunas exageraciones, esta obra sigue siendo una fuente muy importante sobre la persecución de Diocleciano. El autor escribe como testimonio ocular y transmite información de primera mano. Se ha puesto en tela de juicio la autenticidad de este escrito, pero no parece que haya nada, ni en la materia, ni en la forma, ni en las circunstancias históricas, que impida atribuirla a Lactancio. El argumento más fuerte en su favor es el testimonio de San Jerónimo (De vir. ill 80). El texto se ha conservado en un solo manuscrito del siglo XI, el Codex Paris. 2627 (ol. Colbertinus 1297).
6. Sobre el ave Fénix (De ave Phoenice).
El poema De ave Phoenice relata en 85 dísticos la conocida fábula del ave fénix. Esta historia la encontramos por vez primera en Herodoto (11,73). Clemente Romano (25, cf. p.55) es el primer autor cristiano que la presenta como un símbolo de la resurrección. Vuelve a aparecer, con el mismo significado, en Tertuliano, De resurrectione carnis 13, en escritores posteriores y en el arte paleocristiano. Según el De ave Phoenice, hay un país maravilloso en el lejano Oriente, donde se abre la gran puerta del cielo y donde el sol brilla con luz de primavera. Se levanta por encima de las más altas montañas. Hay allí plantado un bosque de eterno verdor. No tienen allí acceso ni las enfermedades, ni la vejez, ni la muerte cruel, ni los horrendos crímenes. Allí no caben el miedo ni el pesar. Hay en medio un manantial que se llama “la fuente viva.” Un árbol maravilloso da frutos sazonados que no caen al suelo. En este bosquecillo no habita más que una sola ave, el fénix, único y eterno. Cuando, al primer despertar, la mañana color de azafrán empieza a tomar el color de la púrpura, el ave se posa en lo más alto del maravilloso árbol, y empieza a lanzar las notas de un himno sagrado, saludando con voz magnífica el nuevo día y por tres veces adora la cabeza inflamada del sol agitando sus alas. Mas, cuando ha vivido mil años, siente el deseo de renacer. Abandona entonces el recinto sagrado y viene a este mundo, donde reina la muerte. Se dirige en vuelo rápido a la Siria (Fenicia). Elige una alta palmera, cuya copa lame los cielos, que recibe del ave el bello nombre de phoenix. Allí construye un nido, o mejor, una tumba, porque muere para poder volver a la vida. Encomienda su alma (animam commendat v.93) y se disuelve en fuego. De las cenizas del animal dícese que sale un animal sin extremidades, un gusano de color de leche, que se transforma en capullo. De éste sale un nuevo fénix como una mariposa y emprende el vuelo para volver a su país natal. Lleva todo lo que queda de su antiguo cuerpo al altar del sol, en Heliópolis, en Egipto, y se ofrece a la admiración de los espectadores. La multitud jubilosa de Egipto saluda a esta ave maravillosa. Luego se vuelve a su país del Oriente. El poema termina con esta alabanza. “¡Oh ave de tan dichoso destino, a quien Dios ha concedido el poder de renacer de sí misma!…, su único placer es morir: para poder renacer, desea primero morir…, habiendo conseguido la vida eterna con el beneficio de la muerte” (165-170).
Aunque detrás de esta historia se esconde un viejo mito, en este poema se encuentran numerosos indicios de origen cristiano. Todo el simbolismo se relaciona con Cristo, que viene del Oriente, esto es, del paraíso, al país donde reina la muerte, y aquí muere; pero, luego de resucitado, vuelve a su patria, as palabras animam commendat recuerdan la frase de Jesús: In manas tuas commendo spiritum meum (Lc. 23,46). Así, pues, el ave fénix es el símbolo del Salvador resucitado y glorificado. La idea de la muerte como un renacimiento y principio de una nueva vida es muy común en el cristianismo primitivo (cf. p.55). Gregorio dé Tours (De cursu stell. 12) atribuye este poema a Lactancio y ve en el ave fénix un símbolo de la resurrección. No todos están de acuerdo con esta opinión, y algunos creen que la obra es de origen pagano. Las semejanzas de pensamiento, lenguaje y estilo que hay entre este poema y las obras auténticas de Lactancio hablan en favor de la paternidad de Lactancio.
II. Obras Perdidas.
1. Del Symposium o Banquete, primera obra que escribió Lactancio, ya hemos hablado más arriba (p.666). .
2. El Hodoeporicum e Itinerario, mencionado por Jerónimo (De vir. ill. 80), es una descripción en hexámetros de su viaje de África a Nicomedia.
3. Jerónimo habla en el mismo lugar de un tratado Grammaticus, del que no se sabe nada más.
4. El mismo habla también de dos libros A Asclepiades, cuatro libros de Cartas a Probo, dos libros de Cartas a Severo y dos libros de Cartas a su discípulo Demetriano. Este es el discípulo a quien dedicó su De opificio Dei.
5. Un manuscrito de Milán (Codex Ambrosianus F 60 sup. saec. VIII-IX) contiene un pequeño fragmento con esta nota marginal: Lactantius de motibus animi. Consiste en unas pocas líneas; trata de los afectos del alma y explica su origen. Estos afectos han sido implantados por Dios para ayudar a la persona en el ejercicio de la virtud. Si se conservan dentro de ciertos límites, conducen a la justicia y a la vida eterna; de lo contrario, al vicio y a la perdición eterna. Tanto la forma como el contenido hacen probable que el fragmento sea realmente de Lactancio.
Algunos manuscritos le atribuyen los poemas De resurrectione y De pascha. Pero en los manuscritos más antiguos aparecen como obras de Venancio Fortunato. Tampoco es de Lactancio el poema De passione Domini.
III. Ideas Teológica.
Aunque Lactancio fue el primer escritor latino que intentó una exposición sistemática de la fe cristiana, no es un teólogo auténtico. Para serlo le faltaban ciencia y capacidad. Incluso en su obra principal, las Instituciones divinas, presenta el cristianismo simplemente como una especie de moral popular. Exalta con entusiasmo, es verdad, el martirio, el amor de Dios y del prójimo, las virtudes de humildad y castidad, pero apenas menciona el don sobrenatural de la gracia, que hace al ser humano capaz de vivir según este ideal. Habla de la transformación llevada a cabo por la nueva fe, pero sin prestar la suficiente atención a la redención de la humanidad por el divino Salvador. Sus postulados morales se fundamentan más en la filosofía que en la religión. Estaba, sin duda, profundamente convencido de la absoluta superioridad de la fe, pero es más hábil demoliendo el paganismo con tu crítica que presentando el cristianismo en forma positiva. Jerónimo se dio perfecta cuenta de esto cuando exclamó: Utinam tam nostra confirmare potuisset quam facile aliena destruxit (Epist. 58,10), Si hay un pensamiento central que inspira toda la obra, es la idea de la divina Providencia, pues a ella vuelve incesantemente.
1. El dualismo.
Ya hemos hablado de los pasajes dualistas que figuran en ciertos manuscritos, y se omiten en otros. No hay necesidad de recurrir a ellos para probar el dualismo de Lactancio. Según él, antes de la creación del mundo, Dios produjo un Espíritu, su Hijo, semejante a El, a quien dotó de todas las perfecciones divinas. Luego engendró un segundo ser, bueno en sí mismo, pero que no permaneció fiel a su origen divino. Tuvo envidia del Hijo, y deliberadamente pasó del bien al mal y recibió el nombre de diablo (Div. inst. 2,8). Se convirtió en la fuente del mal y en el principal enemigo de Dios, una especie de antidiós (antitheus 2,9,13). En consecuencia, Lactancio habla de dos principios (duo principia 6,6,3). La enemistad entre ambos encontró su expresión en el universo en el momento de su creación. Efectivamente, en el universo existen dos elementos opuestos, el cielo y la tierra. Aquél es la mansión de Dios, el lugar de la luz; ésta, la morada del ser humano, el lugar de las tinieblas y de la muerte. Se sorteó también la misma tierra. A Dios le correspondieron el oriente y el sur; el occidente y el norte, al espíritu maligno (Div. inst. 2,9,5-10). En este mundo Dios colocó al hombre, que es en sí mismo imagen del cosmos, porque está compuesto de alma y cuerpo, de elementos hostiles entre ellos y que se hacen guerra constantemente. El alma viene del cielo y pertenece a Dios; el cuerpo ha salido de la tierra y pertenece al demonio (Div. inst. 2,12, 10). En el alma mora el bien; en el cuerpo, el mal (De ira Dei 16,3). Según que en el conflicto de esta vida triunfe el espíritu o la carne, el bien o el mal, el hombre recibirá un premio eterno o un castigo eterno (Div. inst. 2,12,7). En este dualismo, que parece derivar del estoicismo, en esta enemistad entre el diablo y Dios, Lactancio ve el origen de toda moralidad y de todo pecado. Dios, con su omnipotencia, podría eliminar a los malos, pero no quiere hacerlo. “Con la mayor prudencia, Dios colocó en el mal la causa material de la virtud” (Epítome 24). El fue quien quiso que existiera esta gran distinción entre el bien y el mal, a fin de que por el mal se conociera y comprendiera la naturaleza del bien (Div. inst. 5, 7,5). Así como no puede haber luz sin tinieblas, ni guerra sin enemigos, así tampoco puede haber virtud si no existe el vicio (Div. inst. 3,29,16). El vicio es un mal porque se opone a la virtud, y la virtud es buena porque combate al vicio. Luego el vicio y la virtud son necesarios el uno para el otro. Excluir el vicio sería eliminar la virtud (Epítome 24).
2. El Espíritu Santo.
Puesto que el segundo ser engendrado por Dios Padre se convirtió en el principal enemigo de Dios, la cuestión está en saber qué lugar ocupa el Espíritu Santo en la teología de Lactancio. Jerónimo (Epist. 84,7; Comm. in Gal. ad 4,6) afirma que negaba, especialmente en los dos libros de Cartas a Demetriano, hoy desaparecidos, la existencia de una tercera persona de la Trinidad o de la persona divina del Espíritu Santo, identificándolo unas veces con el Padre, otras con el Hijo.
3. La creación y la inmortalidad del alma.
Lactancio no comparte la opinión de su maestro Arnobio, que atribuía la obra de la creación a las potencias subordinadas. Cree, por el contrario, que “el mismo Dios que hizo el mundo, creó también al hombre desde el principio” (Div. inst. 2,5,31). Dios en persona hizo con sus manos el espíritu y la carne, infundiendo el uno en la otra, de manera que el producto es obra enteramente suya (Div. inst. 2,11,19; ipse an-mam qua spiramus infundit). Lactancio rechaza todo traducianismo, ya que en la generación del alma no tiene parte el padre ni la madre, ni ambos juntos.
El cuerpo puede provenir de los cuerpos, puesto que ambos contribuyen en algo; pero el alma no puede provenir de otras almas, porque nada puede salir de un ser sutil e inaprehensible. Por consiguiente, el alma es obra de Dios… Los seres mortales no pueden engendrar sino una naturaleza mortal. ¿Cómo se puede considerar padre al que no se da cuenta absolutamente que transmite o insufla un alma de su propio ser? ¿O quién, sabiéndolo, no percibió en su inteligencia el momento o la manera de producirse eso? Es, por lo tanto, evidente que no son los padres los que dan el alma, sino el único y mismo Dios, Padre de todas las cosas. Sólo El posee el principio y el modo de su nacimiento, porque El solo es el autor (De opif. 19,1ss).
Lactancio, pues, profesa el creacionismo. En cuanto al momento exacto, escribe: “No es introducida en el cuerpo después del nacimiento, como creen algunos filósofos, sino inmediatamente después de la concepción, cuando la necesidad divina ha formado la prole en el seno” (De opif. 17,7).
También difiere de Arnobio en su manera de concebir la inmortalidad. Mientras el profesor enseñaba que el alma no está dotada de inmortalidad, pero que puede adquirirla mediante una vida cristiana, Lactancio dice explícitamente que posee esta cualidad por naturaleza. Así como Dios vive siempre, así también hizo el espíritu del ser humano (Div. inst. 3,9,7). Otro testimonio de esta sentencia del autor es su creencia de que los malvados no serán aniquilados, sino sometidos al castigo eterno (Div. ins. 2,12,7-9). “Puesto que la sabiduría, que es concedida a la persona humana, no es otra cosa que el conocimiento de Dios, es evidente que el alma ni muere ni es aniquilada, sino que permanece por siempre, porque busca y ama a Dios, que es eterno” (Div. inst. 7,9,12). El nombre es, pues, eterno por naturaleza. Pero no goza de la perfección de este don en sus efectos y destinación, a no ser que por la práctica sincera de la verdadera religión alcance el cielo y una vida de infinita felicidad con Dios.
4. Escatología.
Los capítulos 14-26 del libro séptimo de las Instituciones divinas contienen una escatología de sabor marcadamente milenarista:
Puesto que todas las obras de Dios fueron terminadas en seis días, el mundo tiene que durar en su presente estado seis edades, o sea, seis mil años. En efecto, el gran día de Dios está limitado por un círculo de mil años, como lo indica el profeta cuando dice (Ps. 89,4): “Ante Ti, Señor, mil años son como un día.” Y así como Dios trabajó durante seis días para crear obras de tanta grandeza, así también su religión y su verdad tienen que trabajar durante seis mil años, mientras prevalece y manda la maldad. En fin, del mismo modo que Dios, después de haber terminado su obra, descansó en el día séptimo y lo bendijo, así también, al final de seis mil años, toda maldad será extirpada de la tierra, y reinará la justicia durante mil años; entonces habrá tranquilidad y descanso de todas las fatigas que el mundo habrá tenido que sufrir por tanto tiempo (7,14).
Lactancio cree que sólo faltan doscientos años para llegar a los seis mil. Entonces “el Hijo del Dios altísimo y todopoderoso vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos… Cuando hubiere destruido la iniquidad, realizado su gran juicio y resucitado a los justos, que han vivido desde el principio, hará alianza con los hombres para mil años y les impondrá las leyes más justas… En ese momento el príncipe de los demonios, que es el instigador de todos los males, será también atado con cadenas y encarcelado para mil años de gobierno celestial, durante los cuales la justicia reinará en el mundo, para que no pueda urdir ningún mal contra el pueblo de Dios. Cuando llegue Dios, los justos serán reunidos de toda la tierra, y, terminado el juicio, la ciudad santa será plantada en medio de la tierra. La habitará el mismo Dios, que la ha construido, en compañía de los justos, imponiendo su ley… El sol será siete veces más brillante que ahora; la tierra abrirá el secreto de su fecundidad y producirá espontáneamente frutos abundantísimos; las montanas y rocas chorrearán miel; por los arroyos correrá vino, y por los ríos, leche; en fin, todo el mundo se regocijará, toda la naturaleza exultará, por haber sido redimida y librada del imperio del mal, de la impiedad, del pecado y del error” (7,24). Antes de terminarse los mil años, soltarán al demonio, quien reunirá a todas las naciones paganas para librar la batalla contra la ciudad santa. La rodeará y sitiará. “Entonces la cólera final de Dios se abatirá sobre las naciones, y las destruirá completamente” (7,26). El mundo desaparecerá en medio de una gran conflagración. El pueblo de Dios permanecerá oculto en las cuevas de la tierra durante los tres días que durará la destrucción, hasta que se apague la ira de Dios contra las naciones y tenga fin el último juicio. “Entonces los justos saldrán de sus escondrijos, y encontrarán toda la superficie de la tierra cubierta de cadáveres y huesos… Mas, cuando se hayan acabado los mil años, el mundo será renovado por Dios, y los cielos serán enrollados sobre sí mismos, y Dios transformará a los hombres a semejanza de los ángeles… En ese momento se producirá la segunda resurrección de todos los hombres, que debe ser pública; los malvados resucitarán para el castigo eterno” (7,26).