Las víctimas

 
SI LO HUBIERA ENCONTRADO ANTES
¿Quién no ha oído hablar del Padre Lino de Parma? ¿Quién no ha llorado al leer la vida, extraña y heroica, de este hijo de San Francisco, de este capellán de las cárceles durante toda la vida?
Pero, ¡cuántas veces lloró también él! ¡cuántas veces el Padre Lino salió de las horrendas mazmorras, mordiendo su pañuelo para sofocar los sollozos que le hacían estallar el pecho!
Más que todo, le laceraba el alma la exclamación: ¡si lo hubiera encontrado antes!
Ya era un joven estudiante envuelto por el mal, con el corazón gangrenado, lleno de prejuicios contra el clero. Al principio, recibió al Padre Lino con una frialdad cortante, terminó al fin arrojándose en brazos del padre y repitiendo: ¡si lo hubiera encontrado antes!

Ya era, otras veces, un obrero, considerado como una bestia de carga, a quien envenenó la propaganda comunista; ya era un viejo asiduo lector, que obstinadamente se había mantenido alejado de la Religión, que creía más en los libros que en la vida.
¡Si lo hubiera encontrado antes!

Antes de que el mal ejemplo manchara su alma, antes que un mal compañero le hubiese hecho entrever los jardines falaces de la maldad, antes que un mal libro le hubiese descorrido el velo de los misterios de la corrupción.
Desgraciadamente en nuestros días, por el tristísimo estado de cosas, siempre se encuentra primero el mal.
Se encuentra el escándalo que produce desencanto en el alma, antes que el beso de Jesús en la Primera Comunión.

Se encuentra al maestro ateo y materialista, que describe la vida como una carrera bestial hacia el placer, antes que el sacerdote que le diga al corazón del adolescente: Busca primero el reino de Dios y todo lo demás se te dará por añadidura.

Se encuentra el cine lascivo, el teatro obsceno, que pone al hombre al nivel de las bestias, antes que el templo que eleva al hombre hasta los ángeles, hasta la presencia de Dios.
Casi siempre alguien se ha adelantado al sacerdote; casi siempre llega cuando ya no quedan sino las ruinas de una juventud, la desolación de un alma, el cadáver de una pureza, el desierto de un espíritu.
Hay hombres que encuentran al sacerdote por primera vez dentro de los oscuros corredores de una cárcel, o en la sala blanca de un hospital, o quizá cuando ya está listo el pelotón que va a ejecutarlos.

Aun entonces la misión del sacerdote es sublime; pero ¡qué triste es!

Ministro de consuelo, de redención y de misericordia; pero ¡cuánto mejor si hubiera sido luz de la vida, guía del camino, amigo del corazón, alas para batirlas y elevarse!
¡Qué doloroso es este encuentro tardío, que es remedio, que es consuelo; pero que no puede borrar el hecho de una vida de pecado, ni desarraigar totalmente sus raíces, ni desintoxicar un corazón envenenado!
La causa de estos encuentros raros, tardíos y dolorosos con el sacerdote, son, es verdad, los prejuicios, las calumnias contra el Clero; pero la causa principal es la escasez de sacerdotes.
Alcanzan apenas para la administración esencial de los sacramentos, para cumplir con las obligaciones estrictas del culto.
Faltan sacerdotes que vivan en medio de los jóvenes en su trabajo; que desciendan a las minas; que reúnan a los muchachos; que entren a las escuelas; que, como sal de la tierra, condimenten todas las vidas, la vida cotidiana de los hombres; que, como luz del mundo, iluminen todos los tugurios, todas las barracas.
Mucho se ha hecho y se sigue haciendo para mejorar las condiciones de los menores de edad en las cárceles. Pero el único modo definitivo consiste en impedir que caigan al caos de una cárcel, que se les preserve con el bien, con la religión, con la pureza.
Este es el único modo de hacer que encuentren a Dios antes que a Satanás, al sacerdote antes que al juez, la iglesia antes que la cárcel, los sacramentos antes que las cadenas.

Y el único medio es multiplicar las falanges de los sacerdotes que hablen a los hombres en la lengua del Cielo, que fortalezcan a los obreros con la esperanza de lo Alto, que enseñen a los jóvenes la alegría de la pureza.
Lo requieren así los primordiales intereses de la sociedad y las necesidades vitales de las almas.

Es la solución radical y única de los problemas de la vida social.

Ninguno puede dejar de tener interés en esto, nadie puede sentirse extraño y fuera de la cruzada para la multiplicación y santificación de las Vocaciones sacerdotales.
Por eso hacemos un llamamiento a todos para que no llegue la hora de las quejas, de los lamentos inútiles y penosos.
ENVIENNOS UN SACERDOTE
No hace muchos años que los cadetes del Alcázar de Toledo conquistaron una gloría legendaria.
Su comandante, el coronel Moscardó, que vive aún, nos parece un héroe, grande y lejano, como Leónidas. La reconstrucción cinematográfica de la resistencia del Alcázar más parece una creación de la fantasía que una desleída reproducción de la realidad, que es más sublime y más trágica.
Bajo las ruinas del viejo castillo, sitiados, bajo el fuego de las ametralladoras, acosados por el martilleo infernal de artillería, los cadetes resistieron, hasta que fueron liberados por los nacionalistas victoriosos.
Los Rojos, admirados y al mismo tiempo rabiosos por tan heroico resistencia que los humillaba, recurrieron hasta el expediente más salvaje y desesperado: excavaron túneles subterráneos para hacer saltar con dinamita las ruinas que quedaban del edificio entre las cuales se defendían los cadetes.
Pero más conmovidos y derrotados quedaron los Rojos cuando, antes de hacer estallar las minas, anunciaron a los héroes su próximo y tremendo fin, y les preguntaron cuál era su último deseo, su última petición.
Sobre un montón de ruinas se vio a un joven cadete que respondió a nombre de todos:
«¡ENVIENNOS UN SACERDOTE!»
En efecto, fue un sacerdote a confesarlos y a darles el Santo Viático; y después volvió al torbellino rojo para ser engullido también él, por la hecatombe revolucionaria.
¡Envíennos un sacerdote! La petición es reveladora y nos deja entrever las fuentes de un heroísmo tan puro y tan sencillo. Están extenuados por el hambre, y no piden pan; falta agua, y no la solicitan; los heridos se desangran en los subterráneos y no reclaman un médico.
No sienten las heridas, no piensan en el hambre, parece que ya no sienten el cuerpo y, por eso, sienten el alma más aguda y vivamente, y el hambre del espíritu los atormenta.
Sienten ahora que su corazón late con otra vida, que no sufren ya hambre de pan, ni sed de agua, sino hambre y sed de Dios; se sienten ciudadanos de otra región donde las provisiones ya no sirven ni las medicinas hacen falta, sino sólo la palabra de Dios y el Pan del Cielo.
En aquellas horas únicas: eternas en el tiempo, divinas sobre la tierra, extáticas en medio del tormento, gustan y comprenden las palabras de Jesús: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Como los ángeles, quieren nutrirse sólo de Verdad, de Luz y de Amor.
En aquellas horas augustas y sagradas, en víspera de la eternidad; decisivas y grandiosas, en vísperas de la muerte; sublimes y gloriosas, en vísperas del holocausto; se elevaron muy por encima de las pequeñeces humanas y efímeras, por sobre los odios y la política; y, desde aquellas alturas, contemplaron toda la grandeza y la necesidad suprema y eterna del sacerdote.
En el tumulto terreno, en los poblados humanos, en las bajezas del mal, habían pensado quizá que el sacerdote era un hombre inútil, una mano improductiva, o al menos, no lo habían creído tan necesario; en cambio, ahora, renuncian a todo para tener un sacerdote; saben que el todo de acá abajo es nada y que el sacerdote es todo, porque él es el embajador de Dios, el lazo que nos une con el Eterno, la escala para el cielo.
Lo comprendieron sólo entonces, porque la luz sacerdotal sólo pueden soportarla los ojos serios, fijos y profundos, que entreven la eternidad; porque sólo teniendo por fondo el infinito de los cielos, el trágico e irremediable fondo de la muerte, del heroísmo, del martirio y de la tragedia, se destaca nítida la grandeza del sacerdote y se aprecia la magnitud de sus poderes.
Los otros ojos terrenos no pueden ver, porque están deslumhrados; sobre otro fondo, temporal y mezquino, el sacerdote aparece como un ser inhumano, porque es sobrehumano y porque trasciende todas las limitaciones y sobrepasa toda grandeza; parece casi monstruoso, como el genio, el héroe, el santo.

Pero ¿por qué es preciso esperar estas horas excepcionales y raras?

Una fe profunda y llena de humildad puede fortalecer los ojos mortales para que puedan contemplar el misterio, para entrever lo divino.
Una fe sincera sabe que el sacerdote es el hombre más necesario a los individuos y a la sociedad, como es necesario Jesús, de quien es ministro.
Jesús es el Camino, el sacerdote es el único guía en este Camino; Jesús es la Verdad, el sacerdote es el único pregonero de esta Verdad; Jesús es la Vida, el sacerdote es el dispensador de esta Vida.
Por lo tanto, también en estas horas de angustia, también en estas horas de necesidad, él nos es el más necesario, como fue el único verdaderamente necesario a los Cadetes del Alcázar de Toledo.
LA PRIMERA MISA EN BARCELONA
La tarde del 6 de Enero, las tropas libertadoras de Franco entraban en Barcelona, capital de Cataluña.
A la mañana siguiente, después de dos años de orgía satánica, se celebró la primera Misa en la Plaza Mayor.
No se celebró en la Catedral violada, convertida en archivo; no se celebró en el magnífico templo de la Sagrada Familia, arrasado; sino en la Plaza, donde pocas horas antes habían pasado rugiendo en su fuga los tanques de los rojos y los cañones comunistas.
Habían arrojado a Jesucristo de las iglesias, y El retornaba triunfante, Rey en la luz esplendente de una plaza abierta, bajo la comba azul de un cielo matinal, en la gloria de un sol victorioso, entre las banderas gloriosas que ondeaban al viento.
Los generales, después de las noches febriles e insomnes; los soldados, llenos de polvo, lacerados, olvidaron el cansancio, la mesa y el jergón, y cayeron de rodillas en la tierra desnuda, en torno del altar de campaña.
Bajo el alba blanca del sacerdote se asoman los pantalones del oficial de Navarra, y los zapatones claveteados, llenos de lodo por el largo camino.
Aquella primera Misa era la consagración de la victoria; sin aquella consagración, la victoria hubiera quedado trunca y sin su propio significado.
Ahora que de nuevo se elevaba la Hostia divina en el cielo de Barcelona, se podía decir que Cataluña había sido libertada; ahora que de nuevo las campanas que habían logrado sobrevivir hacían vibrar los aires, como para llamar a los ángeles a rodear el Misterio de la Eucaristía; Cataluña se sentía libre de las cadenas de la esclavitud comunista.
En los primeros días de aquel báratro infernal, el comisario ruso había exclamado ante las ruinas humeantes de las iglesias: «Hemos resuelto definitivamente el problema religioso y político de España al derribar las iglesias».
Infernalmente hablando, tenía razón; había dicho bien: porque el problema estaba precisamente ahí, en las iglesias, en la fe, en el espíritu, en la presencia de Jesús en los Sagrarios.
Lógicamente también ahora, para resolver definitivamente el problema en el sentido cristiano, se celebraba la primera Misa en la Plaza Mayor.
Porque el duelo está, no entre cañones y cañones, no entre ejércitos y ejércitos; sino entre espíritu y materia, entre Dios y Satanás.
La tragedia y el martirio de Barcelona y de Cataluña, no empezaron con los hechos sangrientos del 18 de julio de 1936; sino cuando los católicos tibios de Cataluña dejaron que los Sagrarios se quedaran vacíos y las lámparas se extinguieran por falta de sacerdotes. Cuando, indiferentes, sin importarles nada, dejaron que vinieran por tierra las iglesias, arruinadas por los años. Cuando vieron crecer, sin terror, las inmensas zonas industriales de Barcelona, vacías, sin iglesias, sin campanarios, sin cruces. Cuando se abandonaron a las fáciles ilusiones de las manifestaciones exteriores de fe. Cuando se sintieron seguros por las convicciones adormecidas de la católica Cataluña.
Y entre tanto, el pueblo, anémico por la falta de Dios, se envenenaba la sangre con ideas comunistas; y sediento de lo elevado y noble, se bestializaba con la materia.
Crecieron por aquellos años los propagandistas del comunismo en proporción inversa de como disminuían los sacerdotes de Cristo. Aumentaron en número los teatros, los cines, las casas de pecado, las cámaras de trabajo; y en proporción inversa se arruinaron y cayeron por tierra las iglesias.

Entonces empezó la derrota del espíritu.

Como ahora empieza el resurgimiento, ahora, cuando Jesús vuelve al altar de campaña en la Plaza Mayor de Barcelona.
Esta batalla entre Dios y Satanás, entre el espíritu y la materia; entre el ángel y la bestia, no tuvo lugar sólo entonces, ni sólo en España; la explosión violenta no es más que el reventar de un tumor putrefacto que ha madurado a través de los años; esta batalla se realiza siempre y doquiera, sordamente, continuamente, sin tregua y sin cuartel.
Y, debemos ser sinceros, leales cristianamente, al afirmar que en nuestra patria, la suerte del combate, hasta el presente, más bien ha sido de retroceso para nuestra fe. Incensiblemente, cotidianamente, hemos cedido terreno; la misma lentitud de la retirada nos engaña; pero si comparamos nuestra patria de hace algunos años con la de hoy, nos daremos cuenta del terreno que hemos perdido.

Nuestros viejecitos no reconocerían la nación de María de Guadalupe, de hace medio siglo.

No nos engañemos, ni nos consuele la necia comparación con los que están peor que nosotros; es un consuelo triste y engañoso. Que la aparente tranquilidad no nos conduzca al error; si se aflojaran un poco las fuerzas que detienen el mal, veríamos qué heces y qué odios vomitarían ciertas zonas abandonadas de nuestras ciudades que carecen de asistencia religiosa.
Nuestras ilusiones no nos dejan ver la sonrisa compasiva de los que tienen lástima de nuestra obstinación.
De algunos años a esta parte se nota una reacción saludable, un despertar que comienza: se han edificado algunas iglesias, algunos sacerdotes jóvenes han venido a engrosar las raquíticas filas del clero. Pero, ¡cuánto, cuánto queda aún por hacer!
Apenas se empieza a afrontar el problema; pero las masas están sumidas aún en la indolencia y en la ignorancia.
No desesperemos porque este tábano nos ha costado muchas lágrimas y muchas almas ruegan por nuestra patria.
Quizá no nos será dado ver el problema resuelto, quizá a nosotros nos ha tocado en suerte la dura tarea de sembrar en medio de las lágrimas, y otros serán los que cosechen con alegría.
No nos entristezca esta tarea; sembremos generosamente hasta cuando la semilla parezca que va a perderse.
Quizá, y lo decimos convencidos, se necesitarían corazones más puros y más santos que los nuestros, para obtener de Dios los operarios y las iglesias para las mieses doradas de esta tierra de mártires.
En el dolor de nuestra indignidad, ofrendemos a Dios esta misma pena, que sea como una plegaria, como una imploración para que suene la hora y surjan los sacerdotes santos que la Iglesia necesita.

LA PALABRA DEL SACERDOTE
Dio Jesús a sus Apóstoles, como única arma de conquista y de defensa, la palabra, «la locura de la predicación», según expresión de San Pablo.
Arma metafórica y, sin embargo, la más temible; no proviene de una fábrica metalúrgica y no obstante es capaz de movilizar o de contener todas las armas, todos los ejércitos, de poner en movimiento o de cerrar todas las fábricas de armamentos.
Entre la palabra de las armas y el arma de la palabra, ésta última tiene la ventaja y el primer lugar; porque el espíritu tiene la supremacía sobre la materia y es el que la mueve; porque la materia es de suyo inerte y pasiva.
La fuerza es materia y la palabra es espíritu; hay, pues, una prioridad absoluta de la palabra sobre la fuerza, a la que solamente una palabra puede desencadenar, mover y encauzar.
La inmaterialidad de la palabra, su fragilidad, su insignificancia diría, la hacen invulnerable e incoercible.
Ninguna arma puede herir a la palabra, ninguna barrera puede detenerla, ninguna cárcel puede aprisionarla, ninguna cadena la puede aherrojar, ningún obstáculo puede cerrarle el paso; en cambio, la palabra destruye todas las armas, salva todas las barreras, se escapa de todas las cárceles, rompe todas las cadenas, vence todos los obstáculos; es más profunda, más misteriosa, más huidiza que cualquier submarino; más elevada, más libre, más insuperable que cualquier aeroplano; más difluí de contener, más mortal y contagiosa que cualquier microbio.

En suma, es soberana, libre y activa como el espíritu, de quien es signo.
Jesús no podía darnos un arma mejor, un arma más efectiva.

Por eso los Apóstoles fueron celosos, sobre todo, de la palabra.
Sacrificaron hasta la organización de la caridad, que confiaron a los diáconos, con tal de no sacrificar la palabra, que se reservaron para sí. «Nos vero orationi et ministerio verbi instantes erimus».
Oración y Palabra: las dos grandes obligaciones de todo apóstol, hablar con Dios y hablar con los hombres; hablar a Dios de los hombres; hablar a los hombres de Dios.
Prueba de ello es el miedo de los enemigos del cristianismo; lo que más temen es la palabra, lo que más desean es el silencio.
El Sanedrín dejará en paz a los Apóstoles, les permitirá aun hacer milagros, con tal de que no hablen.
Y los Apóstoles aceptan cualquier imposición, menos el silencio; están dispuestos a sacrificarlo todo, pero no la palabra.

¡Non possumus non loqui! ¡No podemos dejar de hablar!

Porque, al respecto, el mandato divino era explícito. Euntes docete.- Id y hablad: ésta es la consigna.
El apóstol no es un pensador sedentario; éste es un filósofo no un apóstol; el apóstol es un sembrador trotamundos, que no confía a los demás la difusión de su pensamiento, sino que, personalmente, con el agudo arado de la palabra viva lo siembra en el surco viviente de las almas.
Como el Sanedrín, todos han temido su palabra y han tratado de imponerle silencio.
Sólo hay una fuerza que puede vencer a la palabra: otra palabra opuesta, más elevada, más vital y fascinadora.
Pero ¿qué palabra puede compararse y vencer a la palabra del sacerdote?
La suya es una palabra inconfundible, se percibe y se distingue aun en un tumulto estrepitoso, porque es una palabra distinta de las demás.
No sé quién escribió acerca de la voz de un niño que se escucha dominante, distinta y clara, en el fragor de una batalla. Esa voz parece dominar la infernal barahúnda no por la intensidad, sino porque es una voz diversa, la voz de la inocencia y del amor, entre los gritos bestiales del odio.
¡Cuánto se habla actualmente, en los parlamentos, en las universidades, en los comicios, en las salas, por las calles!
Es una gritería que perdura, desde hace siglos, para sofocar la palabra del sacerdote, al menos para cansarlo. Y no lo han logrado; a tal grado que ahora, para hacerlo callar, lo degüellan.
Por encima del clamor de las voces humanas, se cierne elevada, serena, idéntica, obstinada, la palabra del sacerdote; distinta siempre, porque, con un timbre diverso, en una lengua que es extranjera en la tierra, anuncia verdades de otra región de la vida.
Palabra originalisima, apenas escuchada, porque a los hombres ansiosos de pan, de dinero, de carne, les habla de espíritu, de abnegación, de dolor, de cielo, de Dios, como si no quisiera entenderlos, o como si jugara trágicamente.
Con otros hombres puede uno entenderse, con el sacerdote, no; habla como en otro idioma, o con demasiada ingenuidad, o con una hondura de abismo.
En aquel Jesús del «Gran Inquisidor» de Dostoiewsky, que en la plaza de Sevilla dice cosas muy sublimes pero irreales, profundas pero extrañas, bellas pero irrealizables, parece que habla cada sacerdote.
Los hombres no lo siguen, porque lo que dice es utópico y difícil; pero no pueden dejar de escucharlo, porque su voz es inconfundible; no pueden quedarse indiferentes ni olvidar sus palabras, porque las verdades que dice son esenciales e inolvidables.
Es una palabra elevada. Los profetas antiguos empezaban y terminaban siempre sus discursos con esta solemne afirmación: Dice el Señor.

No era el hombre el que hablaba, sino Dios; y su Palabra se adora, no se discute.

¡Dice el Señor! Así debería empezar todo sacerdote que habla a sus hermanos. Es un embajador, un intermediario; no expresa su mezquino pensamiento humano, sino el indiscutible Pensamiento de Dios.
Hacen mal los sacerdotes que hacen polémicas, que discuten, que descienden a la riña mezquina de las palabras humanas. El sacerdote debe expresar, repetir, explicar, inculcar las verdades y los mandamientos de su Señor, con autoridad; sin descender ni a pactar ni a discutir.

Dios no discute con los hombres.

Es solemne y sintomático el silencio que Dios opone a las preguntas más o menos audaces y ridiculas, a las dudas, a los retos más o menos estúpidos, a las polémicas imbéciles que los hombres tratan de suscitar, como poniéndose a la par con el Altísimo.
¿Eres acaso el consejero de Dios?, dice San Pablo lleno de ironía y de indignación.
Así habla también el sacerdote: todos los demás oradores pueden y deben tener miedo de la discusión o del disentimiento; el sacerdote pide tan sólo la aceptación sencilla y humilde de su palabra; no puede discutir porque no es un parlamentario, sino un portavoz divino.
Es una palabra augusta por la antigüedad, actualísima por la vitalidad perenne. Desde hace miles de años, repite siempre la misma cosa, las mismas verdades, con una identidad que raya en obstinación, pero es coherencia divina.
Cambian los idiomas, los estilos, las escrituras, los métodos; pero la palabra es siempre la misma.
La palabra de un cura rural es idéntica a la de Bossuet; el sermón de un sacerdote mediocre dice los mismos misterios altísimos que predicaba San Pablo.
Y sin embargo, tal antigüedad no significa vejez. Ninguna palabra puede jactarse de tánta frescura y de tan palpitante actualidad como la palabra del sacerdote.
Hace temblar, llorar, esperar, temer y gozar con la intensidad con que lloraron los primeros hombres que la escucharon en Palestina, en Grecia, en Roma; no ha perdido a través del tiempo, ni la fragancia de la fuente ni el calor de la vida; por el contrario, la pátina del tiempo la ha hecho más augusta y solemne, porque le ha dado el peso de la experiencia de los siglos y porque ha sido comprobada por las lágrimas de los pueblos.
Actual como las verdades eternas que predica, que no envejecen porque son eternas; como los problemas esenciales de la vida y de la muerte, del dolor y de la alegría, del amor y del odio, de la familia, de la moral y de la justicia, que afronta con seguridad. Estos problemas, estas necesidades, que radican en el alma y en el corazón humanos, no envejecen jamás, porque renacen angustiosamente como todo hombre que nace.
Como es siempre actual el corazón humano con sus pasiones, sus tempestades, su grandezas y sus miserias; como es siempre actual Dios y sus Misterios; como es siempre actual la interrogación de nuestro origen y de nuestro destino; así es siempre actual la palabra que afronta tales problemas y responde a tales interrogaciones.
Palabra seria y austera como serios son Dios, el alma, la eternidad; como es austero el dolor eterno y la alegría sin fin.
Desentona un sacerdote que hace reír cuando habla,- son demasiado graves, vitales y delicados los asuntos que debe tratar, los intereses que tiene que defender.
Palabra universal, que interesa a ricos y a pobres, que entienden los doctos y los ignorantes, que concierne a todos los pueblos, a todas las civilizaciones y a todos los tiempos, como es trascendente Dios y el más allá.
No es una palabra oscura, o en un idioma técnico que sólo entienden los iniciados; sino una palabra sencilla, porque es idéntica y debe decir cosas idénticas a todos.
Palabra aristócrata, no se hace vulgar, ni puede descender al nivel de los intereses humanos y terrenos, porque las certezas que manifiesta son absolutas, elevadas e inmutables.
¡Ay de los hombres si llegara a faltarles una palabra así! ¡Ay si llegaran a callar los labios del sacerdote!
Los hombres caerían en la vulgaridad de las pasiones cuando no sintieran la aristocracia de la verdad divina, la elevación de su origen, de su esperanza y de su fin.
Ya no habría nada absoluto, firme y cierto que sostuviera a los hombres, y quedarían a merced de lo relativo ¡como en una nueva y monstruosa Babel, no se entenderían ya, porque les faltaría una palabra universal!
Tal es la palabra del sacerdote y, por eso, la Iglesia quiere que sus labios estén limpios y purificados con el fuego de la meditación y de la pureza, por eso lo quiere virginal, para que no hable a favor de sus intereses, sino que siempre y en todo hable para la Gloria de Dios y en favor de los intereses de las almas.

Mons. Francesco Pennisi
Obispo de Ragusa
LA TRAICIÓN AL SACERDOCIO