Sobre la idolatría (De idolatría).

Tertuliano, al parecer, escribió el tratado De idolatría hacia la misma época que el De corona, que es del año 211. Nuevamente se propone la cuestión: ¿Le está permitido al cristiano servir en el ejército? Pero Tertuliano sobrepasa los límites del tema y se propone librar al cristiano de todo cuanto esté de alguna manera relacionado con la idolatría. Por eso. Tertuliano no se contenta con condenar a los fabricantes y adoradores de imágenes (c.4), sino toda profesión o arte que crea que está al servicio del paganismo. Por eso excluye de la Iglesia a los astrólogos, matemáticos, maestros de escuela, profesores de literatura y con mayor razón aún a los gladiadores, vendedores de incienso, hechiceros y magos (c.8-11). Una exclusión tan radical crea dos dificultades. En primer lugar, la gente preguntará: ¿Y cómo he de vivir? El autor contesta diciendo que la fe no tiene miedo del hambre. Si un cristiano ha aprendido a despreciar la muerte, ciertamente no dudará tampoco en despreciar las exigencias de la subsistencia humana (c.12). El segundo problema es éste: Si la enseñanza no está permitida a los cristianos, no habrá manera de educarse.Aquí Tertuliano hace una concesión interesante: enseñar está prohibido, pero se permite estudiar.
Veamos la necesidad de la erudición literaria. Consideremos que, por una parte, no puede estar permitida y por otra, que no se puede evitar. El estudio de la literatura está permitido a los cristianos, pero no su enseñanza, porque aprender y enseñar son dos cosas diferentes. Supongamos el caso de un cristiano que enseña la literatura llena de alabanzas a los ídolos; sin duda alguna, si enseña, recomienda; si la comunica, la afirma; si narra, da testimonio a su favor… Pero cuando un fiel estudia, si es capaz de entender lo que es la idolatría, ni la recibe ni la aprueba; si no sabe de qué se trata, aún será menos capaz de entenderla. O supongamos que empieza a comprender; es justo que aplique su inteligencia ante todo a aquello que aprendió anteriormente, a saber, a lo que se refiere a Dios y a su fe. Todo lo demás, por lo tanto, lo rechazará sin aceptarlo. De esta manera estará tan seguro como aquel que, sabiéndolo bien, toma de la mano de uno que lo ignora un veneno que él se guarda muy bien de beber. A éste le excusa la necesidad, puesto que no hay otro medio de instruirse (c.10).
Condena luego toda forma de pintura, escultura y artes plásticas (c.5), y prohíbe toda participación en los festivales públicos (c.15). Con esto se llega a la cuestión: ¿Qué cargos del Estado puede ejercer un cristiano? Según el autor, nadie puede creer que sea posible evitar la idolatría, bajo una u otra de sus muchas formas, ocupando cualquier cargo público. Por consiguiente, ningún fiel puede aceptar ninguno de ellos (c.18). Todos los miembros de la Iglesia han abjurado las pompas del demonio en el bautismo. El cristiano será un magistrado tanto más feliz en el cielo por haber renunciado a estos honores en la tierra. Tertuliano declara que el Estado es enemigo de Dios: “Que esto sirva para recordaros que todos los poderes y dignidades de este mundo no solamente son extraños a Dios, sino enemigos” (c.18). No puede, pues, sorprendernos que, con semejantes ideas sobre las relaciones entre la fe y el Imperio, rechace el servicio militar: “No puede haber compatibilidad entre los juramentos hechos a Dios y los juramentos hechos a los hombres, entre el estandarte de Cristo y la bandera del demonio, entre el campo de la luz y el de las tinieblas. Una sola alma no puede servir a dos señores, a Dios y al César” (c.19).
14. Sobre el ayuno (De ieiunio adversus psychicos).
El mismo título del tratado indica que Tertuliano, ya montañista, lo escribió contra los católicos, los psychici. El tema es la cuestión del ayuno, que había sido causa de una apasionada controversia entre los dos bandos. El autor ataca violentamente a los católicos, “esclavos de la lujuria y reventando de glotonería” (c.1), porque rechazan las prácticas montañistas. Se acusaba a la secta de Tertuliano, según parece, de aumentar el número de los días de ayuno, de prolongar las estaciones generalmente hasta el atardecer, de practicar las xerofagias, es decir, de no tomar más que comidas no condimentadas de carne, salsas o jugos de fruta; de no tocar nada que tuviera el gusto de vino, de abstenerse del baño en los días penitenciales (c.1). Se condenaban todas estas prácticas como novedades inspiradas en la herejía o pseudoprofecía. Tertuliano sale a su defensa. Prepara sus argumentos, como los haría un abogado en un alegato. Apoyándose en el Antiguo y Nuevo Testamento, demuestra la necesidad del ayuno después de la desobediencia de Adán y las ventajas de la abstinencia, niega que haya nada nuevo en esa forma de practicar las estaciones (c.10). Después de haber refutado la acusación de herejía y de pseudoprofecía (c.11), pasa a un violento ataque contra la indulgencia de los cristianos para consigo mismos. Les acusa de “instalar cocinas en la prisión para deshonrar a los mártires” (c.12) y de ser más impíos que los mismos paganos (c.16). Se hallan en esta obra las expresiones más brutales que usara jamás Tertuliano. Sin embargo, para la historia del ayuno sigue siendo una valiosa fuente de información.
15. Sobre la modestia (De pudicitia).
El tratado De pudicitia no es menos violento que el precedente, pero trata de un asunto mucho más importante: el poder de las llaves. Según el concepto montañista que el autor tiene de la Iglesia, el poder de perdonar no pertenece a la jerarquía eclesiástica, sino a la jerarquía espiritual, esto es, a los apóstoles y profetas. Este tratado es, ante todo, una potente polémica contra la disciplina penitencial de la Iglesia católica del Norte de África y, en particular, contra el Edictum peremptoriumí de un obispo, cuyo nombre no se da. Según Tertuliano, este pontifex maximus y episcopus episcoporum declara: “Perdono los pecados de adulterio y de fornicación a los que hayan hecho penitencia.” El problema está en determinar quién era ese obispo. Muchos lo han identificado como el papa Calixto (217-222). No habría motivo de ponerlo en tela de juicio si Tertuliano se refiriera al mismo caso que provocó el cisma de Hipólito o si fuera cierto que el precedente mencionado en el De pudicitia no podía haber sido puesto más que en Roma. Pero ni una cosa ni otra se pueden probar, como ya dijimos (cf. p.519s). Los títulos pontifex maximus y episcopus episcoporum no prueban lo contrario; en este caso el autor los emplea irónicamente, al igual que otros, como benignissimus Dei interpres, bonus pastor et benedictus papa. Además, en aquel tiempo no eran conocidos como apelativos específicos del obispo de Roma. Como Tertuliano llama a su adversario psychicus, palabra muy usada por él para designar a los católicos de Cartago, tenemos derecho a suponer que se refiere al de aquella ciudad, Agripino (Cipriano, Epist. 71,4). Hay que añadir que la situación difiere totalmente de la que describe Hipólito (cf. p.491-4). Tenemos, finalmente, la siguiente alusión:
Y deseo conocer tu pensamiento, saber qué fuente te autoriza a usurpar este derecho para la “Iglesia.” Sí, porque el Señor dijo a Pedro: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,” “a ti te he dado las llaves del reino de los cielos,” o bien: “Todo lo que desatares sobre la tierra, será desatado; todo lo que atares será atado”; tú presumes luego que el poder de atar y desatar ha descendido hasta ti, es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro, ¡Qué audacia la tuya, que perviertes y cambias enteramente la intención manifiesta del Señor, que confirió este poder personalmente a Pedro! (c.21).
Las palabras “es decir, a toda Iglesia que está en comunión con Pedro” (id est, ad omnem ecclesiam Petri propinquam) sólo tienen sentido refiriéndolas, no únicamente al obispo de Roma, sino a toda la Iglesia en comunión con Pedro por la fe o por razón de su origen. Esto conviene muy bien a Cartago, fundada, como dice la tradición, por misioneros romanos.
Si comparamos el De pudicitia de Tertuliano con su anterior tratado De paenitentia, observaremos una oposición absoluta entre los dos escritos. En la historia de la disciplina penitencial, el De pudicitia es el primer documento que menciona los tres pecados capitales de idolatría, fornicación y homicidio, considerados por el autor como “imperdonables.” Fue, pues, Tertuliano el que introdujo la distinción entre peccata remissibilia e irremissibilia (2). Esta distinción no se halla en el De paenitentia. El argumenta diciendo que la Iglesia no tiene poder para perdonar pecados tan graves después del bautismo; ni siquiera la intercesión de los mártires es eficaz.
16. Sobre el manto (De pallio).
De pallio es el tratado más corto de Tertuliano, pues consta solamente de seis capítulos. Lo escribió en defensa propia, cuando le criticaron por haber sustituido para el uso ordinario la toga por el manto o pallium. Aquélla, recuerda él a sus conciudadanos, fue introducida por los romanos después de su victoria sobre Cartago y simboliza la derrota y la opresión, mientras que el pallium lo usaban ya antiguamente personas de todo rango y condición. Por otra parte, el cambiar es una ley universal; cambiar de aspecto lo hacen todos los seres de la naturaleza. El mundo cambia, la tierra cambia, las naciones y los que las rigen van y vienen. Los animales, en vez de vestidos, mudan de forma, de plumaje, de piel, de color. Nadie, pues, tiene derecho a sorprenderse porque cambie también el nombre. La historia del vestido es una historia larga, como que empieza con la caída del primer hombre. Hay que conceder, sin embargo, que no toda innovación significa siempre progreso. Se extraña Tertuliano de que sus conciudadanos se muestren contrarios al pallium por ser de origen griego; siempre les gustó imitar a los griegos, incluso en aquellas cosas que no se deberían imitar. Y si tienen ganas de criticar vestidos, que se fijen en los vestidos que ponen en peligro la modestia, en los hombres que parecen mujeres, en las mujeres que se visten como si fueran meretrices. El pallium se recomienda por su simplicidad y utilidad. Es el vestido distintivo de los filósofos, retóricos, poesías, módicos, poetas, músicos, astrólogos y gramáticos. Y aquí el autor cede la palabra al pallium: “Todo lo que es liberal en ciencias, lo cubro yo con mis cuatro ángulos” (c.6). No es, ciertamente, el atuendo propio del foro, del lugar de los comicios, del senado, de la residencia de un pretoriano o de un patricio romano. Es excluido de los cargos públicos del Estado, pero ahora ha recibido una dignidad mucho mayor, la de ser la vestidura del cristiano: “¡Alégrate, pallium, y salta de gozo! Una filosofía mucho mejor se ha dignado honrarte desde que has empezado a ser la indumentaria del cristiano” (c.6). Estas son las últimas palabras de un tratado lleno de viveza, de originalidad y de ironía. Sobre la fecha de su composición reina gran variedad de opiniones. El triple poder de nuestro actual imperio ( praesentis imperii triplex virtus) del capítulo 2 no basta a dirimir la cuestión. Puede convenir tanto al año 193, cuando Didio Juliano, Pescenio Niger y Septimio Severo se dividieron el poder, como al 209-211, cuando Severo y sus dos hijos, Antonino y Geta, gobernaron conjuntamente. A favor de la primera de estas fechas está la completa ausencia de ideas montañistas; en ese caso, el cambio de vestido habría coincidido con la conversión del autor. En cambio, la última se aviene mejor con el pasaje que alude a una agricultura floreciente en todo el mundo y a la cesación de todas las hostilidades. Este estado de cosas respondería al período de paz que siguió cuando Severo puso fin a la enconada lucha entre los diversos pretendientes al trono.
II. Escritos Que se han Perdido.
El número de las obras de Tertuliano que han desaparecido es muy considerable. Desgraciadamente, entran en ese grupo todas las obras que escribió en griego. Tres de éstas las mencionamos más arriba, al hablar de sus correspondientes latinas De spectaculis, De baptismo, De virginibus velandis. Una cuarta obra de este grupo sería probablemente el tratado Sobre el éxtasis, que Jerónimo coloca entre los escritos del período montañista: “A los seis volúmenes que Tertuliano escribió Sobre el éxtasis contra la Iglesia, añadió un séptimo, dirigido especialmente contra Apolonio, en el cual trata de defender todo lo que había refutado Apolonio” (De vir. ill. 40). Jerónimo da el título en griego, ?e?? ??st?se??. Por esta frase y por otra (ibid. 24.53), vemos que a los primeros seis libros Tertuliano añadió un séptimo libro cuando tuvo conocimiento del ataque que dirigió contra el montañismo Apolonio, obispo de Asia. Jerónimo da la siguiente descripción de este autor y de su obra:
Apolonio, hombre de muchísimo talento, escribió contra Montano, Frisca y Maximila una obra notable y extensa. En ella dice que Montano y sus insensatas profetisas murieron ahorcados, y muchas otras cosas, entre las cuales hay lo siguiente sobre Frisca y Maximila: “Si niegan que han recibido regalos, que confiesen que los que los reciben no son profetas, y yo produciré un millar de testigos que probarán que ellas recibieron, en efecto, donativos, porque es ciertamente por otros frutos que demuestran ser profetas los que lo son de verdad. Dime, ¿tiñe un profeta su cabello? ¿Mancha un profeta sus párpados con antimonio? ¿Se adorna un profeta con ricas vestiduras y piedras preciosas? ¿Juega un profeta a dados y a tablillas? ¿Acepta la usura? Que respondan ellas si estas cosas están permitidas o no, que mi tarea será demostrar que ellas las hacen” (De vir. ill. 40).
Probablemente el séptimo libro de Tertuliano respondía a estas extrañas acusaciones, mientras que los demás trataban de carismas de profecía y éxtasis que reivindicaba la secta. Toda la obra es posterior a la ruptura definitiva del autor con la Iglesia; data probablemente del 213. Además de estas obra-griegas, se han perdido las siguientes latinas:
1. De spe fidelium, en que demostraba que las profecía-del Antiguo Testamento sobre la restauración de Judá deben interpretarse alegóricamente de Cristo y de la Iglesia (Adv. Marc. 3,24). Según Jerónimo (De vir. ill. 18; In Is . comm. ad 36,lss; In Is. comm. 18 praef.), sostuvo ideas quiliastas.
2. De paradiso, sobre cuestiones relativas al paraíso (Adv. Marc. 5,12; De anim. 55). Sostiene que todas las almas, menos las de los mártires, permanecen en el Hades hasta el día de la venida del Señor.
3. Adversus Apelleiacos, contra los secuaces de Apeles, discípulo de Marción (cf. p.260s). Refuta su pretensión de que no fue Dios el que creó el mundo, sino un ángel eminente, revestido del espíritu, poder y voluntad de Cristo, para arrepentirse luego de haberlo hecho (De carne Christi 8).
4. De censu animae (véase arriba p.558).
5. De fato, anunciado en el De anima 20, debía tratar del hado y de la necesidad, de la fortuna y de la voluntad libre del Señor Dios y su adversario, el diablo, en su influencia sobre el entendimiento humano. Lo escribió efectivamente; lo sabemos por una cita del escritor africano Fabio Planciades Fulgencio (Exp. serm. antiqu. 16). Parece que fue utilizado también por el autor (el Ambrosiáster) del tratado Quaestiones Veteris et Novi Testamenti en la Quaestio 115 (318-349 ed. Souter).
6. Ad amicum philosophum. Según dice Jerónimo (Epist. 22,22; Adv. Iovin. 1,13), Tertuliano escribió en su juventud un tratado sobre las dificultades de la vida matrimonial (De nuptiarum angustiis) dirigido a un amigo filósofo.
7. De Aaron vestibus, del que San Jerónimo tenía noticias solamente por una lista de los escritos de Tertuliano (Epist. 64,23).
8. De carne et anima, De animae submissione y De superstitione saeculi. Estos títulos aparecen en el índice del Codex Agobardinus del siglo IX.
Escritos no auténticos
1. De execrandis gentium diis. Suárez halló en un códice vaticano del siglo X, juntamente con la Crónica de Beda y otros escritos, este fragmento de un tratado apologético. La diferencia de estilo no permite atribuirlo a Tertuliano, como hiciera la edición de Suárez. El desconocido autor critica severamente el concepto pagano de la divinidad y prueba la indignidad de los dioses con el ejemplo de Júpiter.
2. Adversus omnes haereses. Sobre este apéndice al De praescriptione, cf. lo que hemos dicho arriba, p.554.
3. El Carmen adversus Marcionitas es un poema en cinco libros. Trata del origen de la herejía de los marcionitas (c.1), de la relación íntima que existe entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, contra el dualismo de Marción (c.2-3) y de la doctrina de éste (c.4-5). Escrito en un latín mediocre, probablemente en las Galias antes del 325, depende del tratado de Tertuliano Adversus Marcionem.
4. La Passio SS. Perpetuae et Felicitatis (cf. p. 176-8). Es dudoso que su autor sea Tertuliano.
5. El Carmen ad Flavium Felicem de resurrectione mortuorum et de iudicio Domini. Este poema, de más de 400 hexámetros, ha sido atribuido falsamente a Tertuliano o a Cipriano. Se desconoce su verdadero autor. J. H. Waszink aduce sólidas razones para fecharlo a fines del siglo y a principios del VI.
III. Aspectos de la Teología de Tertuliano
A Tertuliano se le ha llamado el fundador de la teología occidental y padre de nuestra cristología. Esas expresiones son exageradas, porque él nunca creó un sistema. En realidad le faltaba una cualidad esencial, el equilibrio del espíritu, que le hubiera permitido disponer los diferentes artículos de la fe en un orden lógico, asignando a cada uno el lugar que le corresponde. Nadie que haya leído sus tratados antiheréticos podrá negarle talento para la especulación. Pero, en cambio, era incapaz de resolver contradicciones que lo eran sólo en apariencia. Al contrario, las creaba. Sentía predilección por la paradoja. A pesar de que la frase Credo guia absurdum que le ha sido atribuida no se encuentra entre sus escritos, hay en sus obras otras que no son menos chocantes, por ejemplo: “el Hijo de Dios fue crucificado; yo no me escandalizo, porque es necesario que los hombres se escandalicen; el Hijo de Dios murió; esto se impone absolutamente a la fe, porque es absurdo” (De carne Christi 5). Estas anormalidades no le inquietan, porque él no se preocupa de construir un puente entre la religión y la razón. El quiere probar que ni siquiera el aparente conflicto entre los hechos de la redención y la inteligencia humana puede impedir que él crea. Difiere, pues, notablemente de los teólogos de la escuela de Alejandría, especialmente de su contemporáneo Clemente. A Tertuliano no le interesa establecer la armonía entre la fe y la filosofía. Esta puede ser una explicación de que no formara nunca un sistema teológico.
1. Teología y filosofía
Mientras Clemente de Alejandría sentía una profunda admiración por los pensadores de Grecia y les atribuía entre los paganos la misma importancia que había tenido la Ley entre los judíos, Tertuliano, por el contrario, estaba convencido de que la filosofía y la fe no tienen nada en común:
En efecto, ¿qué hay de común entre Atenas y Jerusalén? ¿Qué concordia puede existir entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué entre los herejes y los cristianos? Nuestra instrucción nos viene del pórtico de Salomón, y éste nos enseñó que debemos buscar al Señor con simplicidad de corazón. ¡Lejos de vosotros todas las tentativas para producir un cristianismo mitigado con estoicismo, platonismo y dialéctica! Después que poseemos a Cristo, no nos interesa disputar sobre ninguna curiosidad; no nos interesa ninguna investigación después que disfrutamos del Evangelio. Nos basta nuestra fe y no queremos adquirir nuevas creencias (De praescr. 7).
Habla como si toda ciencia humana tuviera que ser arrojada de la Iglesia, porque “pretende conocer la verdad, cuando en realidad sólo la corrompe” (ibid.). “Por lo tanto, ¿qué hay de común entre el filósofo y el cristiano, entre el discípulo de Grecia y el del cielo, entre el que busca la fama y el que trabaja por su salvación, entre el que teje bellos discursos y el que obra buenas acciones, entre el que edifica y el que destruye, entre el amigo y el enemigo del error, entre el que corrompe la verdad y el que la guarda y la enseña?” (Apol. 46). Ni siquiera Sócrates, de quien decía Justino que era “un cristiano,” es, para Tertuliano, otra cosa que “corruptor de la juventud” (ibid.) para no hablar “del miserable Aristóteles” (De praescr. 7).
Por otra parte, sin embargo, no puede menos de confesar que la especulación griega había alcanzado atisbos de verdad: “Naturalmente, no negaremos que los filósofos a veces han pensado como nosotros” (De an. 2); especialmente lo admite de Séneca, con quien coincide muchas veces: Séneca saepe noster (De an. 20). De hecho, no se puede pasar por alto la influencia de los estoicos sobre Tertuliano. Su concepto de Dios, su noción del alma y muchos de sus principios morales dependen de aquella filosofía. Sin embargo, aun en aquellos casos en que hay semejanza entre las doctrinas de la Iglesia y las enseñanzas de los filósofos paganos, tiene mucho cuidado de advertir que éstos las robaron del Antiguo Testamento, el cual, como fuente de la revelación, pertenece a los cristianos. Los pensadores antiguos no han hecho otra cosa que adulterar las verdades recibidas de Dios. Ellos son, por consiguiente, los responsables de las herejías; son los “patriarcas de los herejes” (De an. 3). Veinte años más tarde, en los Philosophumena de Hipólito de Roma se observará la misma tendencia a atribuir a la filosofía pagana todos los desvíos de la fe. No nos debe extrañar que, con esta desconfianza en la inteligencia humana, no intentara nunca construir un sistema teológico con las opiniones aisladas que iban tomando forma en su mente en el curso de sus luchas con sus adversarios.
2. La teología y el derecho.
Como abogado, Tertuliano tenía más confianza en los argumentos jurídicos que en las pruebas filosóficas. Exigía a los perseguidores que respetasen la ley y sus normas auténticas. Fue el derecho el que inspiró su grande obra en defensa de la Iglesia: el Apologeticum (p.539ss) y el que le proporcionó su principal argumento contra la herejía, la praescriptio, que, según él, hacía inútil toda controversia con los disidentes, porque el peso de la prueba recaía sobre ellos como innovadores: “Nosotros prescribimos contra estos falsificadores de nuestra doctrina, diciéndoles que la única regla de fe es la que viene de Cristo, transmitida por sus propios discípulos. En cuanto a estos innovadores, fácil será probar que han venido después” (Apol. 47,10). Fue el derecho el que le sugirió un gran número de conceptos, figuras y términos que él introdujo en la teología y que siguen teniendo valor en nuestros días. Gracias al derecho pudo concebir las relaciones entre Dios y el hombre. Dios es el autor de la ley (De paen. 1), el juez que aplica la ley (ibid. 2). El Evangelio es la ley de los cristianos: Lex proprie nostra, id est, Evangelium (De monog. 8). El pecado es la violación de osta ley. Como tal, es culpa o reatus y ofende a Dios (De paen. 3.5.7.10.11). Hacer el bien es satisfacer a Dios (satisfacere) (ibid. 5.6.7), porque Dios lo manda (quia Deus praecepit) (ibid. 4). El temor de Dios, legislador y juez, es el comienzo de la salvación (ibid. 4). Timor fundamentum salutis (De culta fem. 2,1). Dios encuentra satisfacción en el mérito del hombre (De paen. 2,6). Aquí el autor emplea el término jurídico promereri. Las palabras deuda, satisfacción, culpa, compensación, ocurren frecuentemente en sus escritos. Distingue entre precepto y consejo, entre consilia y praecepta dominica. Mientras Ireneo concebía la salvación como una economía divina (Adv. haer. 3,24,1), Tertuliano la presenta como una salutaris disciplina (De pat. 12), disciplina que viene de Dios por medio de Cristo.
3. La regla de la fe.
El Símbolo, que es el resumen de la enseñanza de la Iglesia, no es, para Tertuliano, solamente la regla de la fe (regula fidei), sino también una ley de la fe (lex fidei) (De praescr. 14). No da famas su texto preciso. En el De virg. vel. 1 lo describe como sigue:
La regla de la fe es en todo tiempo inmutable e irreformable: consiste en creer en un solo Dios todopoderoso. Creador del mundo: en Jesucristo, su Hijo, nacido de la Virgen María, crucificado bajo Poncio Pilato, resucitado de entre los muertos al tercer día, recibido en los cielos, que está sentado ahora a la diestra del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos por la resurrección de la carne.
Esta fórmula es la más libre de glosas y comentarios que nos ofrece Tertuliano. En otras dos ocasiones, Adv. Prax. 2 y De praescr. 13, se refiere también a la regla de fe. El segundo pasaje es el más largo:
He ahí, pues, la regla o símbolo de nuestra fe, pues vamos a hacer una declaración pública de nuestras creencias. Creemos que no hay más que un solo Dios, autor del mundo, que ha sacado todas las cosas de la nada por su Verbo, engendrado antes que todas las criaturas. Creemos que este Verbo, que es su Hijo, se manifestó en nombre de Dios, bajo distintas formas, a los patriarcas: que habló por medio de los profetas; que bajó, por el Espíritu y el Poder de Dios Padre, al seno de la Virgen María, donde se hizo carne; que nació de ella: que es Nuestro Señor Jesucristo, que predicó la ley nueva y la nueva promesa del reino de los cielos. Creemos que hizo milagros: que fue crucificado; que resucitó al tercer día: que subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre: que ha enviado en lugar suyo la virtud del Espíritu Santo, para guiar a los que creen; en fin, que vendrá con grande majestad para llevar a los santos y hacerles gozar de la vida eterna y de las promesas celestes, y para condenar a los culpables al fuego eterno, después de haber resucitado a unos y otros, devolviéndoles la carne. He aquí la regla de la fe que nos enseñó Jesucristo, como lo probaremos. Sobre ella no hay jamás entre nosotros disensión alguna, fuera de las que provocan las herejías y fabrican los herejes (De praescr. 13).
Si comparamos estos dos pasajes que acabamos de citar, De virg. vel. 1 y De praescr. 13, veremos que el primero no menciona al Espíritu Santo, al paso que el segundo lo hace claramente. En Adv. Prax. 2 se hace también mención de la tercera Persona; allí el Símbolo termina sin hablar de la resurrección de la carne, con un breve credo trinitario: “Envió, como había prometido, al Espíritu Santo, al Paráclito del Padre, el santificador de la fe de los que creen en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.” Finalmente, en otro pasaje (De praescr. 36) alaba la fe que la Iglesia de Roma tiene en común con la de África: “Reconoce un Señor Dios, Creador del universo, y a Jesucristo, Hijo del Dios Creador, nacido de la Virgen María, y la resurrección de la carne.” Esta fórmula es como la que hemos citado De virg. vel. 1. Parece, pues, que Tertuliano conocía dos fórmulas, una de tres elementos y la otra de dos solamente. Si exceptuamos esto, todas las fórmulas se asemejan entre sí en la forma y en el contenido. Prueban la existencia de un resumen de la fe, que se acerca al símbolo bautismal, citado por Hipólito de Roma en su Tradición Apostólica del año 217 (cf. p.480).
4. La Trinidad.
La principal contribución de Tertuliano a la teología se sitúa en la doctrina de la Trinidad y en la de la Cristología, íntimamente relacionada con aquélla. Algunas de sus fórmulas y definiciones son tan precisas y tan acertadas que pasaron a la terminología eclesiástica para siempre. Ya dijimos arriba que Tertuliano fue el primero en aplicar el vocablo latino Trinitas a las tres divinas Personas. De pud. 21 habla de una Trinitas unius Divinitatis, Pater et Filias el Spiritus Sanctus. Es, sin embargo, en Adv. Prax. donde la doctrina de la Trinidad halla su expresión más perfecta. Explica la compatibilidad entre la unidad y la trinidad, recurriendo a la unicidad de los tres en su substancia y en su origen: tres unius substantiae et unius status et unius potestatis (De pud. 2). El Hijo es “de la substancia del Padre”: Filium non aliunde deduco, sed de substantia Patris (ibid. 4). El Espíritu es “del Padre por el Hijo”: Spiritum non aliunde deduco quam a Patre per Filium (ibid.). Así Tertuliano declara: “Yo siempre afirmo que hay una sola substancia en los tres que están unidos entre sí”: Ubique teneo unam substantiam in coherentibus (ibid. 12). En el capítulo 25 del Adv. Prax. explica la relación existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la siguiente manera: Connexus Patris in Filio et Filii in Paraclito tres efficit coherentes, alterum e altero. Qui tres unum sunt, non unus. Tertuliano fue también el primero en emplear el término persona, que había de hacerse tan famoso en la historia de la teología posterior. Dice del Logos que es “otro” que el Padre “en el sentido de persona, no de substancia, para distinción, no para división: alium autem quomodo accipere debeas iam professus sum, personae non substantiae nomine, ad distinctionem non ad divisionem (Adv. Prax. 12). La palabra persona es también aplicada al Espíritu Santo, a quien Tertuliano llama “la tercera persona”:
Si la pluralidad en la Trinidad te escandaliza, como si no estuviera ligada en la simplicidad de la unión, te pregunto: ¿cómo es posible que un ser que es pura y absolutamente uno y singular, hable en plural: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra”? ¿No debería haber dicho más bien: “Hago yo al hombre a mi imagen y semejanza,” puesto que es un ser único y singular? Sin embargo, en el pasaje que sigue leemos: “He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nos-otros.” O nos engaña Dios o se burla de nosotros al hablar en plural, si es que así El es único y singular; o bien, ¿se dirigía acaso a los ángeles, como lo interpretan los judíos, porque no reconocen al Hijo? O bien, ¿sería quizás porque El era a la vez Padre, Hijo y Espíritu que hablaba en plural, considerándose múltiple? Por cierto, la razón es que tenía a su lado a una segunda persona, su Hijo y su Verbo, y a una tercera persona, el Espíritu en el Verbo. Por eso empleó deliberadamente el plural: “Hagamos… nuestra imagen… uno de nosotros.” En efecto, ¿con quién creaba al hombre? ¿A semejanza de quién lo creaba? Hablaba, por una parte, con el Hijo, que debía un día revestirse de carne humana; de otra, con el Espíritu, que debía un día santificar al hombre, como si hablara con otros tantos ministros y testigos (ibid. 12).
Tertuliano no pudo, sin embargo, librarse enteramente de la influencia del subordinacionismo. La antigua distinción entre el Logos endiathetos y el Logos prophorikos, el Verbo interno o inmanente en Dios y el Verbo emitido o proferido por Dios, que desvió a los apologistas griegos, induce también a Tertuliano a pensar que la generación divina se efectúa gradualmente. Aunque Sabiduría y Verbo son nombres idénticos para la segunda Persona de la Trinidad, Tertuliano distingue, entre el primer nacimiento en cuanto Sabiduría antes de la creación, y una nativitas perfecta al momento de la creación, cuando el Logos fue proferido y la Sabiduría vino a ser el Verbo: “Fue entonces cuando el Verbo recibió su manifestación y su complemento, esto es, el sonido y la voz, cuando Dios dijo: “¡Haya luz!” Ese es el nacimiento perfecto del Verbo, cuando procedió de Dios. Primero fue producido por El en el pensamiento bajo el nombre de Sabiduría: “Dios me creó al principio de sus caminos” (Prov. 8,22). Luego fue engendrado con vistas a la acción: “Cuando hizo los cielos, estaba cerca de El” (Prov. 8,27). Por consiguiente, haciendo que fuera su Padre aquel de quien era Hijo por proceder de El, vino a ser el primogénito, porque fue engendrado antes que todas las cosas, e Hijo único, porque El solo fue engendrado por Dios” (Adv. Prax. 7). Así, pues, el Hijo como tal no es eterno (Hermog. 3: EP 321), aunque el Logos era res et persona ya antes de la creación del mundo per substantiae proprietatem (ibid). El Padre es la substancia entera (tota substantia est), mientras que el Hijo es una emanación y porción del todo (derivatio totius et portio), como El mismo confiesa, porque el Padre es mayor que Yo (Io. 14,28). Las analogías que emplea Tertuliano para explicar la divinidad revelan también sus tendencias subordinacionistas, especialmente cuando dice que el Hijo proviene del Padre como el rayo de luz sale del sol:
Dios ha proferido el Verbo, como lo enseña el mismo Paráclito, como una raíz produce retoños, como un manantial da origen a un arroyo, como el sol emite rayos de luz. Estas manifestaciones son emanaciones de las substancias de las que se derivan. Por consiguiente, no vaciló un momento en decir que el árbol, el arroyo y el rayo son hijos de la raíz, del manantial y del sol. En efecto, todo manantial es un padre, y lo que procede del manantial es un engendrado. Ocurre otro tanto en el caso del Verbo de Dios, que ha recibido en propiedad el nombre de Hijo, y así como el árbol no está separado de su raíz, ni el arroyo de su manantial, ni el rayo del sol, de igual manera el Verbo tampoco está separado de Dios. Por consiguiente, siguiendo la forma de estos ejemplos, declaro que reconozco a dos personas, Dios y su Verbo, el Padre y su Hijo. Porque la raíz y el árbol son dos cosas, pero unidas; el manantial y el arroyo son dos manifestaciones, pero indivisas; el sol y el rayo son dos objetos para la vista, pero el uno en el otro. Toda cosa que procede de otra es necesariamente la segunda en relación a aquella de la cual procede, pero no necesariamente separada. Ahora bien, donde se encuentra un segundo, hay dos, \ donde se encuentra un tercero, hay tres. El Espíritu, pues, es el tercero, partiendo del Padre y del Hijo, lo mismo que el fruto salido del árbol es tercero a partir de la raíz; o como el canal que deriva del arroyo es tercero a partir del manantial; o, en fin, como la extremidad del rayo es tercera a partir del sol. Pero ninguno de ellos es extraño al principio del cual procede y recibe sus propiedades. De igual modo, la Trinidad, procediendo del Padre por medio de grados que se encadenan indivisiblemente el uno al otro, no obsta a la monarquía, mientras que salvaguarda el estado de la economía (Adv. Prax. 8).
5. Cristología.
A pesar de sus imperfecciones, la doctrina trinitaria de Tertuliano representa un paso hacia adelante de considerable importancia. Algunas de sus fórmulas son idénticas a las del concilio de Nicea, celebrado más de cien años más tarde. Otras fueron adoptadas por la tradición y por los concilios posteriores. Lo mismo hay que decir, y de manera particular, de su cristología, que tiene todos los méritos de su doctrina trinitaria y ninguno de sus defectos. Tertuliano afirma claramente las dos naturalezas en la única persona de Cristo. No hay transformación de la divinidad en humanidad, ni tampoco una fusión o combinación que habría hecho de las dos una única substancia:
Vemos claramente la doble condición que no se confunde, sino que se une en una sola persona: Jesús, Dios y hombre… De esta manera, la propiedad de una y otra naturaleza permanece tan bien, que, por una parte, el Espíritu realiza las obras que le son propias en Jesús, como los milagros, los actos de poder y los prodigios; por otra parte, la carne manifiesta las afecciones que le son propias; tuvo hambre bajo la tentación del demonio, sed con la samaritana, lloró sobre Lázaro, estuvo triste hasta la muerte y, por fin, expiró verdaderamente. Mas si fuera no sé qué tercer ser, mezcla de dos substancias, algo así como el electrum, en ese caso no aparecerían pruebas distintas por cada una de las dos substancias. Por una transmisión de poderes, el Espíritu haría las obras de la carne, y la carne las del Espíritu, o bien realizarían obras que no corresponderían ni a la carne ni al Espíritu, sino actos propios de la tercera especie que habría resultado de esa mezcla. Supuesto esto, habría que decir que o el Verbo murió o la carne no murió, si el Verbo se hubiera transformado en carne, porque, en ese caso, la carne sería inmortal, y el Verbo, mortal. Pero, como las dos substancias obraban distintamente, cada una según su propio carácter, sigúese que sus operaciones y sus efectos se produjeron también de manera distinta (Adv. Prax. 27).
En estas frases puede reconocerse la fórmula del concilio de Calcedonia (451), que habla de dos substancias en una sola persona.
6. Mariología.
Para defender la realidad de la humanidad de Cristo, Tertuliano recalca que su cuerpo no es un cuerpo celestial, sino que nació realmente de la propia substancia de María, ex Maria, hasta el extremo de negar la virginidad de María in partu y post partum. Dice: “Aunque era virgen cuando concibió, fue , mujer cuando dio a luz”: Virgo quantum a viro: non virgo quantum a partu y et si virgo concepit in partu suo nupsit (De ame Christi 23). Por “hermanos de Jesús” entiende los hijos María según la carne (ibid.; cf. asimismo De carne Christi 7; Adv. Marc. 4,19; De monog. 8; De virg. vel. 6). Más tarde, Helvidio invocaría la autoridad de Tertuliano sobre este punto. San Jerónimo (Adv. Helv. 17) la rechaza, diciendo: “Por lo que se refiere a Tertuliano, no tengo más que decir que no fue un hombre de Iglesia.” La vacilación aparente de los autores patrísticos más antiguos, al hablar de este asunto, se debe a la misma razón que indujo a Tertuliano a negar la virginitas in partu y post partum, a saber, la herejía de los docetas. El afirmar la virginidad perpetua de María le parecía que era proporcionar un argumento al error de quienes negaban a Cristo un cuerpo humano verdadero, afirmando que su concepción y nacimiento habían sido sólo aparentes. Sin embargo, Orígenes había dicho: “María concibió y dio a luz siendo virgen” (Comm. in Levit. hom. 8,2). Mucho antes que Orígenes, Ireneo en su Demostración de la predicación apostólica (c.54), escrita hacia el año 190; el autor del apócrifo Evangelio de Santiago (18,2-20.1). de mediados del siglo II (cf. p.123); las Odas de Salomón (19), de la primera mitad del siglo II (cf. p.159s), y la Ascensión de Isaías (11,2-22), de la última década del siglo I, habían profesado la opinión tradicional.
Para Tertuliano, María es la segunda Eva:
Eva era todavía virgen cuando en su oído se insinuó la palabra seductora que iba a construir el edificio de la muerte. Tenía, pues, que introducirse también en una virgen ese Verbo de Dios que venía a levantar el edificio de la vida, a fin de que el mismo sexo que fue la causa de nuestra ruina fuera asimismo el instrumento de nuestra salvación. Eva creyó a la serpiente; María creyó a Gabriel. La desgracia que atrajo la primera por su credulidad debía borrar la segunda por su fe. Pero (alguien dirá) Eva no concibió en su seno por la palabra del demonio. Sea; pero, en todo caso, concibió; porque la palabra del diablo fue para ella una especie de semilla. Por eso concibió ella en el destierro y dio a luz en el dolor. En fin, puso al mundo un hermano fratricida; María, en cambio, engendró un Hijo que debía salvar a Israel (De carne Christi 17).
7. Eclesiología.
Tertuliano es el primero en aplicar el título de Madre a la Iglesia. Es una expresión de dignidad y afecto, de reverencia y amor, pues la llama Domina mater ecclesia (Ad mart. 1). En otro lugar, explicando la oración del Señor a los catecúmenos, les demuestra que la palabra “Padre” con que empieza contiene también una invocación al Hijo y que también se sobrentiende una madre: “Tampoco se pasa por alto a la Madre, la Iglesia, porque el Hijo y el Padre hacen pensar en la madre, por quien existen los dos hombres de padre e hiio” (De orat. 2). Al final de su tratado De baptismo se dirige a los catecúmenos en los siguientes términos: “Vosotros, pues, benditos, a quienes espera la gracia de Dios, que vais a salir del baño santísimo del nacimiento nuevo y vais a extender, por vez primera, vuestras manos para orar en el seno de una Madre, juntamente con vuestros hermanos, pedid al Padre, pedid al Señor como don especial de su gracia la abundancia de sus carismas” (De bapt. 20). Es interesante constatar que Tertuliano mantuvo este concepto a lo largo de toda su vida, incluso en su período montañista. En su tratado De anima, que data de los años 210-212. demuestra cómo la creación de Eva del costado de Adán prefigura el nacimiento de la Iglesia de la llaga del costado del Señor: “Como Adán fue la figura de Cristo, así el sueño de Adán prefiguró la muerte de Cristo, me debía dormir el sueño de la muerte, a fin de que la Iglesia, verdadera madre de los vivientes, fuera figurada por la herida abierta en su costado” (De an. 43). Hasta en el De pudicitia, que probablemente es la última de las obras que se conservan, llama Madre a la Iglesia (5,14). .
Según el De praescriptione, la Iglesia es el receptáculo de la fe y la guardiana de la revelación; sólo ella hereda la verdad y los escritos que la conservan; sólo ella posee las Escrituras, a las que los herejes no tienen derecho a apelar. Sólo ella tiene la doctrina de los Apóstoles y su legítima sucesión. Por consiguiente, sólo ella puede enseñar el contenido de su mensaje. Esta concepción de Tertuliano en su periodo católico se asemeja muchísimo a la de Ireneo (cf. p.289). Pero, a medida que fue acercándose al montañismo, fue considerando cada vez más el cuerpo de los creyentes como un grupo pura y exclusivamente espiritual. “Donde hay tres, es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí se encuentra la Iglesia, que es el cuerpo de tres” (De bapt. 6). La fórmula que encontramos en De exh. cast. 7 es ya completamente herética: Ubi tres, ecclesia est, licet laici (cf. también De fuga 14). Estas manifestaciones alcanzan su expresión más radical en De pudicitia 21,17, que es la más clara afirmación de la concepción montañista de la Iglesia:
La Iglesia propia y principalmente es el mismo Espíritu, en quien reside la Trinidad de la única Divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. (El Espíritu) forma esta Iglesia, que el Señor ha hecho para ser “tres.” Por eso, desde entonces, todas (las personas) reunidas en esta fe constituyen “la Iglesia una,” a los ojos del Autor y Consagrador. Es verdad, ciertamente, que “la Iglesia” perdona los pecados, pero (es) la Iglesia del Espíritu, por medio de un hombre espiritual, y no la Iglesia (que es) asamblea de obispos.
Esta es la nueva teoría que, para Tertuliano, reemplaza a la sucesión apostólica. Aquí el pensamiento montañista, que frente a la Iglesia organizada pone la Iglesia espiritual, lleva a su última conclusión lógica. La Iglesia del Espíritu y la Iglesia de los obispos están ahora en completa oposición.
8. Penitencia y poder de las llaves.
La doctrina penitencial de Tertuliano presenta las mismas imprecisiones y las mismas contradicciones que su eclesiología. Ya hemos señalado más arriba (p.592s) la diferencia que existe bajo este aspecto entre los dos tratados De paenitentia y De pudicitia. Esto no quita para que el testimonio de Tertuliano en este terreno siga siendo muy importante, por los detalles que da acerca de la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva y por la influencia que ejerció sobre las generaciones siguientes. Es el primer autor que describe claramente el procedimiento y las formas que la práctica de la penitencia había adoptado con el tiempo. Confirma lo que por el Pastor de Hermas (cf. p.101-3) sabíamos ser tradición: que hay un segundo perdón después del bautismo, mediante el cual el pecador puede recobrar el estado de gracia. Consiste esencialmente en la conversión y la satisfacción. Esta última exige, además de los actos personales de expiación, una confesión pública o exomologesis, que es de absoluta necesidad.
Cuando implora el perdón divino, el pecador es sostenido por la intercesión de la Iglesia — factor que Tertuliano no deja de subrayar por considerarlo esencial para alcanzar el perdón — . El paso final es la reconciliación o absolución eclesiástica dada por el obispo (De pud. 18,18; 14,16), a quien corresponde también el poder de excomulgar. En principio, todo pecador, aun el más grande pecador, puede ser admitido a esta segunda remisión. Sólo cuando se hizo abiertamente montanista, Tertuliano restringió esta posibilidad de perdón a los peccrata leviora. En el De paenitentia, escrito cuando aún era católico, no hay la más leve indicación en el sentido de que algunos crímenes, por su especial gravedad, queden excluidos del perdón; no da tampoco ninguna lista o catálogo de tales pecados. Distingue, en cambio, entre “pecados corporales y espirituales,” es decir, entre pecados consumados y pecados de sólo deseo (c.3); considera los dos pecados igualmente merecedores del castigo de Dios; pues Cristo declaró adúltero al hombre que viola de hecho los derechos matrimoniales de otro, pero también al que los viola con la concupiscencia de su mirada (ibid.). Pero todos estos pecados pueden ser perdonados:
Dios, que ha preparado una sanción con el juicio a todos los pecados, tanto los que se cometen por la carne como por el espíritu, por la acción o por la voluntad, se ha comprometido a perdonarlos por la penitencia, al decir a su pueblo: “Arrepiéntete y haz penitencia, y te salvaré” (Ez. 18,30.32). Y en otro lugar: “Por mi vida, dice el Señor, Yavé, que yo no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva” (Ez. 33,11). “La penitencia es, pues, vida, puesto que se ve preferida a la muerte. ¡Oh tú, pecador como yo!, apresúrate a abrazar esta penitencia, como un náufrago se abraza al madero que debe salvarle” (De paen. 4).
Es evidente que en este pasaje ningún pecador queda excluido del segundo perdón. “Los cielos y los ángeles que están en los cielos se alegran por la conversión de un hombre. ¡Ea, pues, pecador, alégrate! Ya ves dónde hay alegría por tu retorno” (ibid. 8). Tampoco señala ninguna limitación cuando recuerda a sus lectores las parábolas de la dracma perdida, de la oveja descarriada y del lujo pródigo. Alude, además, al Apocalipsis de San Juan y a las cartas dirigidas a las cinco comunidades con la mención de las ofensas por las que se acusa a cada una de ellas. Hablando de la de Tiatira, dice expresamente que los miembros de aquella iglesia eran acusados de “fornicación” y “de comer la carne sacrificada a los ídolos,” y continúa: “Y, sin embargo, el Espíritu les da todos los avisos útiles para el arrepentimiento y aun agrega amenazas; pero no amenazaría al que no se arrepiente si no perdonara al que se arrepiente” (ibid. 8).
Por consiguiente, cuando Tertuliano escribió este tratado no consideraba pecados irremisibles los pecados de fornicación e idolatría, sino susceptibles de perdón, como cualquier otro pecado. El De pudicitia demuestra que sus opiniones habían cambiado. Ahora afirma que, sobre todo, el pecado de fornicación es irremisible, pero también la idolatría y el homicidio. Del tono particularmente enfático que emplea Tertuliano en este libro se ha deducido que, anteriormente, en la Iglesia universal la costumbre era rehusar la absolución a esta clase de pecados, pero que en la época de Tertuliano sus adversarios empezaron a no reservar más que los dos últimos y a admitir a la penitencia a los culpables de fornicación. Pero esta conclusión no se apoya en las fuentes. La distinción de Tertuliano entre peccata reniissibilia e irremissibilia nos pone ante algo enteramente nuevo, sin precedente en la disciplina primitiva. Es en Tertuliano donde los tres pecados llamados capitales aparecen por primera vez formando grupo aparte. En el De paenitentia no aparecen aislados, ni tampoco en la literatura anterior se diferenciaban de los demás pecados. No se puede, pues, sostener que antes de Tertuliano se les considerara como irremisibles. El De pudicitia prueba solamente que en algunas comunidades iba ganando terreno la tendencia rigorista, debido a la influencia del montañismo, que afirmaba que la apostasía y el homicidio únicamente podían ser perdonados a la hora de la muerte, si es que podían serlo. Es interesante observar en este tratado que, para oponerse a estas tendencias, los católicos recurrían a argumentos sacados de la Escritura. Aducían el ejemplo de Cristo, que perdonó toda clase de pecados, hasta los de fornicación y adulterio. Tertuliano respondía sosteniendo que e] Salvador hacía esto en virtud de un poder exclusivamente personal, que no transmitió plenamente a la Iglesia:
¿No es verdad que el Señor, aun por sus mismos gestos, promulgó esta disposición en favor de los pecadores, por ejemplo, cuando permitió que le tocara su cuerpo la mujer pecadora, le autorizó que lavara sus pies con sus lágrimas, los enjugara con sus cabellos y comenzara su sepultura por la unción; o bien cuando a la Samaritana, que no era adúltera, estando casada por sexta vez. sino prostituta, le reveló quién era, cosa que raramente hizo a nadie más? Ninguna ventaja se sigue para nuestros adversarios, aun si (Jesús) hubiere concedido su perdón en estos casos a pecadores ya cristianos, porque decimos: Esto le fue permitido solamente al Señor (De pud. 11).
Así, pues, Tertuliano, ya montañista, insiste en el principio Solus Deus peccata dimittit, y cuando se le objeta con el texto clásico de Mateo 16,18, niega simplemente a la Iglesia el poder de las llaves. Este poder se le confirió a Pedro a título personal, no a los demás obispos:
Si, porque el Señor dijo a Pedro: “Edificaré mi Iglesia sobre esta piedra; te he dado las llaves del reino de los cielos,” o bien: “Todo lo que atares o desatares en la tierra, será atado o desatado en el cielo” (Mt. 16,18-19), presumes que el poder de atar y de desatar ha llegado hasta ti, es decir, a toda la Iglesia que esté en comunión con Pedro, ¿qué clase de hombre eres? Te atreves a pervertir y cambiar totalmente la intención manifiesta del Señor, que no confirió este privilegio más que a la persona de Pedro. “Sobre ti edificaré mi Iglesia,” le dijo El; “a ti te daré las llaves,” no a la Iglesia. “Todo lo que atares o desatares,” etc., y no todo lo que ataren o desataren… Por consiguiente, el poder de atar o desatar, concedido a Pedro, no tiene nada que ver con la remisión de los pecados capitales cometidos por los fieles… Este poder, en efecto, de acuerdo con la persona de Pedro, no debía pertenecer más que a los hombres espirituales, bien sea apóstol, bien sea profeta (De pud. 21).
El poder, pues, de perdonar los pecados pertenece al spiritualis homo, no a la jerarquía. Estamos aquí en pleno montañismo.
9. La Eucaristía.
Tertuliano habla sólo incidentalmente de la Eucaristía. Pero esas declaraciones incidentales han sido objeto de largas discusiones entre los teólogos y han recibido interpretaciones divergentes. Emplea los términos siguientes: eucharistia (De praescr. 36), eucharistiae sacramentum (De cor. 3). dominica sollemnia (De fuga 14), convivium dominicum (Ad ux. 2,4), convivium Dei (Ad ux. 2,9), coena Dei (De spect. 13) y panis et calicis sacramentum (Adv. Marc. 5,8). Hablando de los efectos que producen en el alma los tres sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía, Tertuliano dice: “Se lava la carne para que el alma quede limpia; se unge la carne para que quede consagrada el alma; se signa la carne para que sea fortalecida el alma; la carne se somete a la imposición de las manos, para que el alma sea iluminada por el Espíritu; la carne es alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, para que el alma se harte de Dios” (De resurrect. carnis 8). La misma fe firme en la presencia real que se manifiesta en estas palabras, y que se horroriza de que las manos que han fabricado ídolos se atrevan a recibir el cuerpo del Señor, se lamenta de que un cristiano “ponga en el cuerpo del Señor esas manos que han dado cuerpos a los demonios… ¡Oh escándalo! Los judíos pusieron sus manos en Cristo una sola vez, pero éstos desgarran su cuerpo todos los días, ¡oh manos dignas de ser cortadas!… ¿Qué manos merecen ser amputadas con más razón que las que ultrajan el cuerpo del Señor?” (De idol. 7). El pecador que vuelve arrepentido es alimentado con el mejor de los manjares en la casa del Padre: atque ita exinde op-mitate dominici corporis vescitur (De pud. 9).
Tertuliano testifica también en favor del carácter sacrificial de la Eucaristía. Hablando a los que vacilan en recibir la Eucaristía en días de ayuno por miedo a romperlo, les aconseja que primero estén presentes ante el altar y participen del sacrificio y que luego lleven consigo las sagradas especies a casa, para tomarlas cuando haya terminado el ayuno:
La mayoría piensa que no deben asistir a las oraciones sacrificiales (orationes sacrificiorum) los días de ayuno, con el pretexto de que romperían el ayuno si recibieran el cuerpo del Señor. ¿Es que la Eucaristía hace cesar el obsequio ofrecido a Dios o más bien se lo confirma? ¿No será más solemne, tu estación (ayuno) si estás de pie junto al altar de Dios? Recibido el cuerpo del Señor y reservado, se salvan ambas cosas: la participación del sacrificio y el cumplimiento del deber (De orat. 19).
En este pasaje tenemos también una alusión antiquísima a la reserva eucarística. Hay otra semejante en Ad ux. 2,5, donde Tertuliano se refiere a los fieles que, antes de tomar otra comida, participan del pan consagrado. De estos pasajes se desprende que el uso de tomar privadamente en casa la sagrada comunión no era raro (cf. p-583).
Tertuliano atribuye, claramente, la consagración a las palabras de la institución, pues dice: “El pan que Cristo tomó y dio a sus discípulos, lo hizo su cuerpo diciendo (dicendo): Este es mi cuerpo” (Adv. Marc. 4,40). Pero añade inmediatamente: id est, figura corporis mei — palabras que han suscitado muchas discusiones —. El sentido exacto parece ser: el cuerpo presente bajo el símbolo de pan. Tertuliano está tan convencido de la presencia real, que acusa a sus adversarios marcionitas de no ser lógicos, porque, por una parte, niegan la realidad del cuerpo crucificado de Cristo; por otra, sin embargo, continúan celebrando la Eucaristía. Si no hubo cuerpo verdadero en la cruz, tampoco puede ser real en la Eucaristía. El pan en cuanto figura corporis supone que Cristo tuvo un cuerpo verdadero: Figura autem non fuisset nisi veritatis esset corpus (ibid.). El mismo concepto inspira este otro pasaje de Adv. Marc. 3,19: Panem corpus suum appellans, ut et hinc iam eum inlellegas corporis sui figuram pani dedisse. En Adv. Marc. 1,14, menciona el panem, quo ipsum corpus suum repraesentat. El verbo repraesentare es usado aquí en el sentido de “hacer presente,” no en el de “representar” (cf. Adv. Marc. 4,22; De resurrec. carnis 17). Por tanto, este pasaje habría que interpretarlo de esta manera: “Hizo presente su cuerpo por medio del pan.” Finalmente, en De orat. 6, Tertuliano dice: corpus eius in pane censetur, hablando del significado de las palabras “El pan nuestro de cada día dánosle hoy.” La interpretación correcta parece ser que Cristo “incluyó su cuerpo en la categoría de pan” cuando enseñó a sus discípulos a rogar el pan de cada día.
10. Escatología.
Aunque la palabra purgatorio no aparece en sus escritos, Tertuliano tenía, ciertamente, la noción de un sufrimiento penitencial del alma después de la muerte:
Por esto es muy conveniente que el alma, sin esperar a la carne, sufra un castigo por lo que haya cometido sin la complicidad de la carne. E igualmente es justo que, en recompensa de los buenos y piadosos pensamientos que ha tenido sin cooperación de la carne, reciba consuelos sin la carne. Más aún, las mismas obras realizadas con la carne, ella es la primera en concebir, disponer, ordenar y ponerlas en acto. Y aun en aquellos casos en que ella no consiente en ponerlas en obra, es, sin embargo, la primera en examinar lo que luego efectuará el cuerpo. En fin, la conciencia no será nunca posterior al hecho. Por consiguiente, también desde este punto de vista es conveniente que la substancia que ha sido la primera en merecer la recompensa, sea también la primera en recibirla. En una palabra, ya que por este calabozo que nos enseña el Evangelio (Mt. 5,25) entendemos el infierno, ya que “por esta deuda, que hay que pagar hasta el último maravedí,” comprendemos que es necesario purificarse en esos mismos lugares de las faltas más ligeras, en el intervalo que inedia antes de la resurrección, nadie podrá dudar que el alma reciba ya algún castigo en el infierno sin perjuicio de la plenitud de la resurrección, cuando recibirá la recompensa juntamente con la carne (De an. 58).
Los mártires son los únicos que escapan a este sufrimiento y espera: “Al dejar su cuerpo, nadie va inmediatamente a vivir a la presencia del Señor, excepto por la prerrogativa del martirio, pues entonces adquiere una morada en el paraíso, no en las regiones inferiores” (De resurr. carnis. 43). Los demás tienen que quedarse apud inferos hasta el juicio final del último día. Sin embargo, la intercesión dé los vivos puede proporcionarles alivio y descanso. Así, Tertuliano, hablando de la mujer que ruega por su marido difunto, escribe: “Ciertamente ella ruega por el alma de su marido. Pide que durante este intervalo él pueda hallar descanso (refrigerium) y participar de la primera resurrección. Ofrece cada año el sacrificio en el aniversario de su dormición” (De monog. 10).
Tertuliano comparte la opinión de los milenaristas, que piensan que, al fin de este mundo, los justos resucitarán para reinar durante mil años con Cristo en Jerusalén, cuando El baje del cielo:
Confesamos que nos ha sido prometido un reino aquí abajo aun antes de ir al cielo, pero en otro estado. Ese reino no llegará sino después de la resurrección, y durará mil años en la ciudad de Jerusalén que Dios construirá… Decimos que Dios la destina a recibir a los santos después de su resurrección, para darles el descanso en la abundancia de todos los bienes espirituales en compensación de los bienes que hayamos menospreciado o perdido aquí abajo. Es, en verdad, digno de El y conforme a su justicia que sus servidores hallen felicidad en los mismos sitios donde sufrieron por su nombre. He aquí el proceso del reino celestial. Después de mil años, durante los cuales se terminará la resurrección de los santos, más o menos rápida, según sus pocos o muchos méritos, seguirá la destrucción del mundo y la conflagración de todas las cosas cuando venga el juicio. Entonces, cambiados en un abrir y cerrar de ojos en substancia angélica, es decir, revistiéndonos con un manto de incorruptibilidad, seremos transportados al reino celestial (Adv. Marc. 3,24).
Después del día del juicio los santos estarán por siempre con Dios; los impíos serán condenados al fuego eterno:
Cuando llegare el término y límite que a entrambos periodos separa; cuando haya desaparecido la figura de este mundo que, a modo de telón de escenario, vela la eternidad establecida por Dios, entonces el género humano resucitará para recibir la recompensa o el castigo, según lo que mereció por el bien o por el mal, y ser luego pagado con la perpetuidad inmensa de la eternidad. Y ya entonces no habrá ni más muerte ni más resurrección, sino que seremos los mismos que ahora, sin cambiar en adelante: los adoradores de Dios estarán siempre unidos a Dios, revestidos de la substancia propia de la eternidad; mas los impíos y los que no son verdaderos adoradores de Dios sufrirán como pena un fuego igualmente eterno, que por su peculiar naturaleza es el ministro inmediato de su incorruptibilidad (Apol. 48).
Cipriano.
El segundo teólogo africano, Cipriano de Cartago, tenía una personalidad totalmente distinta de la de Tertuliano. No tenía nada de la intemperancia ni del genio dominador de éste. Demostró, por el contrario, poseer aquellos dones del corazón que van siempre unidos a la caridad y amabilidad, a la prudencia y al espíritu de conciliación; estos dones no los tuvo Tertuliano. Sin embargo, como teólogo, Cipriano depende enteramente de Tertuliano, cuya superioridad como escritor admitió sin ambages. Según Jerónimo (De vir. ill. 53), “tenía por costumbre no dejar pasar un solo día sin haber leído algo de Tertuliano, y decía con frecuencia a su secretario: Dame el maestro, refiriéndose a Tertuliano.”
Son muchas y de valor las fuentes que nos informan sobre su vida. Las más importantes y fidedignas son sus propios tratados y su copiosa correspondencia. Para su arresto, juicio y martirio contamos con las Acta proconsularia Cipriani, que se basan en documentos oficiales (cf. p.174): Hay, por fin, una Vita Cypriani, que se conserva en un gran número de manuscritos, y pretende ser escrita por su diácono Poncio, que compartió con él el destierro hasta el día de su muerte (JERÓNIMO, De vir. ill. 58). Es la primera biografía que se conoce en la historia de la literatura cristiana primitiva, pero nos consta que carece de valor histórico. El autor, lleno de admiración por su héroe, ha escrito un panegírico, deseando que “este incomparable y sublime ejemplo pase a la posteridad como memorial perenne” (c.1). Buscaba, pues, la edificación.
Cecilio Cipriano, apellidado Tascio, nació entre los años 200 y 210 en África, probablemente en Cartago, en el seno de una familia pagana, rica y extremadamente culta. Adquirió gran prestigio en Cartago como hábil retórico y maestro de elocuencia. Pero su alma, disgustada por la inmoralidad de la vida pública y privada, por la corrupción en el gobierno y en la administración, y tocada por la gracia, buscaba aleo más elevado. “Bajo la influencia del presbítero Cecilio, de quien recibió el sobrenombre, se convirtió al cristianismo y dio todas sus riquezas a los pobres” (JERÓNIMO, De vir. ill. 67). Poco después de su conversión fue elevado al sacerdocio, y el año 248 o a principios de 249 fue elegido obispo de Cartago “por aclamación de] pueblo,” pero con la oposición de algunos presbíteros más ancianos, entre los que se contaba un tal Novato. Llevaba apenas un año ejerciendo su nuevo cargo, cuando estalló la persecución de Decio (250). Esta persecución afectaba a todos los subditos del imperio, que eran obligados a sacrificar. Cipriano se escondió en lugar seguro, y se mantuvo en frecuente contacto con su grey y con su clero. Sin embargo, su huida no encontró la aprobación de todos. Poco después del martirio del papa Fabiano, los presbíteros y diáconos que estaban al frente de la Iglesia de Roma durante la sede vacante enviaron la notificación de su martirio, al mismo tiempo que expresaban por medio de una carta su sorpresa por la huida del obispo de Cartago. Cipriano les mandó inmediatamente una relación detallada de sus actividades y explicó las razones que le indujeron a huir:
He creído necesario escribiros esta carta para daros cuenta de mi conducta, de mi conformidad con la disciplina y de mi celo. Así que estalló el primer disturbio, el pueblo me reclamaba con mucho griterío e insistencia. Entonces, según las enseñanzas del Salvador, preocupado de la paz de toda la comunidad, más que de mi propia seguridad, de momento acordé huir, a fin de evitar que mi imprudente presencia sirviera -de incentivo al motín que se había armado. Pero, aunque ausente en el cuerpo, he estado presente en espíritu, y con mis acciones y consejos, según la medida de mis pobres fuerzas, siempre que lo he podido, me he esforzado en dirigir a mis hermanos según los preceptos del Señor (Epist. 20).
Incluyó en la carta las copias de otras trece escritas al clero, confesores y comunidades, para demostrar que no había abandonado sus deberes de pastor. Los últimos asuntos de esta colección hacen referencia a las dificultades que habían surgido entre tanto en Cartago. La reconciliación de los que habían negado la fe cristiana durante la persecución provocó vivas discordias, que desembocaron al fin en un cisma. Algunos confesores, creyéndose con autoridad en las cuestiones religiosas, exigían la inmediata reconciliación de los lapsi, o sea, de aquellos que más o menos gravemente habían negado su fe. Cuando Cipriano se negó a acceder, el diácono Felicísimo organizó un grupo con los adversarios del obispo, que pudo encontrar entre los confesores y los lapsi. Pronto se les unieron cinco presbíteros que habían votado contra él en su elección episcopal. Uno de ellos, Novato, mencionado más arriba, fue a Roma y allí apoyó al bando de Novaciano contra el nuevo papa Cornelio. Al volver Cipriano a Cartago, en la primavera del 251, excomulgó solemnemente a Felicísimo y a sus seguidores. Publicó dos cartas pastorales, que trataban de los apóstatas (De lapsis) y del cisma (De ecclesiae unitate). Probablemente en mayo del 251 se reunió un sínodo que confirmó los principios expresados por Cipriano y aprobó la excomunión de sus adversarios. Se decidió que todos los lapsos sin distinción fueran admitidos a la penitencia y reconciliados al menos a la hora de la muerte. La duración de la expiación debía variar según la gravedad del caso. Pronto se declaró una peste devastadora, dando ocasión a nuevos sufrimientos y persecuciones para los cristianos, a quienes se les hacía responsables de la indignación de los dioses. El celo desplegado por Cipriano en el cuidado de los enfermos y la ayuda caritativa que prodigó a todos los afligidos por la catástrofe contribuyó no poco a calmar la exasperación de los paganos. Desgraciadamente, los últimos años de su vida se vieron turbados por la controversia sobre el bautismo de los herejes. Parece que la tradición de Cartago repudiaba en absoluto tales ritos. Tertuliano l