Sobre las ventajas de la castidad (De bono pudicitiae).
La introducción de esta excelente obra (c.1-2) presenta numerosos puntos de contacto con el tratado De cibis iudaicis. También aquí se lamenta el autor de estar ausente de su rebaño, con el cual se mantiene en contacto por medio de cartas: “Por mis cartas procuro hacerme presente entre vosotros, y me dirijo a vosotros en la fe, según tengo por costumbre, mediante las amonestaciones que os envío” (1), y les exhorta a permanecer firmes en el Evangelio: “Os conjuro, pues, que os establezcáis en la solidez de la raíz del Evangelio y que estéis siempre armados contra los asaltos del diablo” (ibid.). Exhorta a sus lectores a la castidad (c.2), que conviene a los que son templos del Señor, miembros de Cristo y morada del Espíritu Santo. Contrapone (3) esta virtud a su enemiga, la inmodestia. Pues la primera confiere al cuerpo su dignidad, a la vida moral su gloria, a los sexos su carácter sagrado, a la modestia su salvaguardia. Es la fuente de la pureza, la paz del hogar, la corona de la concordia y la madre de la inocencia. La otra, por el contrario, es el enemigo de la continencia, el delirio peligroso de la lujuria, la ruina de la buena conciencia, la madre de la impenitencia y la deshonra de la propia raza. Hay tres grados de castidad: la virginidad, la continencia y la fidelidad conyugal (c.4). Esta última fue decretada cuando la creación del hombre y renovada por Cristo y sus Apóstoles (c.5-6). Pero “la virginidad y la continencia están por encima de toda ley; nada hay en las leyes del matrimonio que pertenezca a la virginidad, pues ésta, por su encumbramiento, trasciende todas ellas… La virginidad se coloca en el mismo plano de los ángeles; más aún, si lo consideramos bien, veremos que aun los supera, porque luchando con la carne reporta una victoria contra la naturaleza, lo que no hacen los ángeles” (c.7). José en Egipto (c.8) y Susana (c.9) son ejemplos gloriosos de castidad. Los dos resistieron a todas las tentaciones y recibieron su recompensa. Pero el mayor premio consiste en que “el haber vencido al placer es el mayor de los placeres, y no hay mayor victoria que la que victoria sobre los propios deseos… El que elimina los deseos, elimina también los miedos, porque el miedo se origina del deseo. El que domina sus deseos, domina sobre el pecado; el que domina sus deseos demuestra que la malicia de la familia humana yace derrotada a sus pies; el que ha dominado sus deseos se ha dado a sí mismo una paz duradera; el que supera sus deseos recobra su propia libertad, conquista difícil aun para las naturalezas nobles” (c.11). Al final (c.12-13) trata de los peligros que acechan a esta virtud y los medios para protegerlos.
Todo el tratado depende de los escritos de Tertuliano De virginibus velandis, De cultu feminarum y De pudicitia y también del De habitu, virginum de Cipriano.
5. Cartas
De las dos cartas que Novaciano escribió a Cipriano de Cartago (Epist. 30,36) ya hemos hablado. B. Melin ha demostrado recientemente eme también la epístola 31 es seguramente de Novaciano. Va dirigida a Cipriano por Moisés, Máximo, Nicóstrato y otros confesores romanos en respuesta a una carta suya (Epist. 28), y prueba que el suave reproche de Cipriano por haberle censurado su huida durante la persecución, había dado su fruto. Por lo que se refiere a los lapsos, están de acuerdo con la opinión de Cipriano.
II. La Teología De Novaciano.
La obra De Trinitate sentó la reputación de Novaciano como teólogo. Evitando todo vestigio de platonismo, adopta el método silogístico y dialéctico de los estoicos y aristotélicos, empleado también por sus adversarios monarquianos. Este procedimiento resultó eficaz, sobre todo por lo que atañe a sus abundantes y bien seleccionadas citas de la Escritura, que dan a la obra la ventaja de una mayor seguridad y de un mayor poder de convicción. El desarrollo de la doctrina trinitaria llega aquí a una meta de perfección para el período preagustiniano, y se lee como un manual de cristología occidental.
En la exposición de la doctrina trinitaria sigue el camino trazado por Justino, Teófilo. Ireneo, Hipólito y, sobre todo, Tertuliano. Así, afirma con todos sus predecesores que el Legos estuvo siempre con el Padre, pero que fue enviado por El en un momento determinado del tiempo con el fin de crear el mundo:
El Hijo, por ser engendrado del Padre, está siempre en el Padre. Cuando digo “siempre,” no quiero decir que es ingénito. Afirmo, por el contrario, que nació. Pero el que nació antes de todo tiempo, debe decirse que existió siempre en el Padre, puesto que no se le pueden fijar fechas al que es anterior a todos los tiempos. El está eternamente en el Padre, pues de otra suerte el Padre no sería siempre Padre. Por otra parte, el Padre es anterior a El, pues el Padre debe ser necesariamente antes que el Hijo, como Padre; puesto que El no conoce origen, debe existir necesariamente antes que el que tiene un origen. El Hijo, pues, es necesariamente anterior al Padre, porque reconoce El mismo que existe en el Padre; tiene un origen, puesto que nació, y por el Padre de una manera misteriosa; con todo, a pesar de haber nacido y tener así origen, es en todo semejante (vicinus) al Padre, precisamente debido a su nacimiento, puesto que nació del Padre, el cual es el único que carece de origen. El, pues, cuando el Padre quiso, procedió del Padre, y el que estaba en el Padre, porque procedía del Padre, no siendo otra cosa que la Substancia divina. Su nombre es el Verbo, por el cual fueron hechas todas las cosas, y sin el cual nada fue hecho. Porque todas las cosas son posteriores a El, pues vienen de El, y, consiguientemente, El es anterior a todas las cosas (pero después del Padre), considerando que todas las cosas fueron hechas por El. Procedió del Padre, por cuya voluntad todas las cosas fueron hechas. Dios, con toda certeza, procedente de Dios, constituyendo la segunda Persona después del Padre, por ser Hijo, sin desposeer por eso al Padre de la unidad de la divinidad (De Trin. 31).
Novaciano intenta seguir un camino medio entre las dos tendencias opuestas del monarquianismo, el dinámico o adopcionista, que consideraba a Cristo como a un hombre colmado de poder divino o revestido posteriormente de la dignidad divina, y el modalista o patripasianista, según el cual Cristo no era sino una nueva manifestación del mismo Padre. Está tan empeñado en hacer resaltar la unidad de la divinidad, que no se atreve a usar el vocablo trinitas, empleado por Teófilo, Hipólito y Tertuliano. Por eso, comete el mismo error, haciendo al Hijo subordinado al Padre:
Y puesto que recibe la santificación del Padre, se sigue que no es el Padre, sino el Hijo. Porque, de haber sido el Padre, no habría recibido la santificación, antes bien la habría dado. En cambio, El sostiene que ha recibido la santificación del Padre. Al recibir esta santificación, prueba que es inferior al Padre, y demuestra con eso que es el Hijo, no el Padre. Afirma, además, que fue mandado por el Padre. Así, pues, el Señor Cristo vino porque fue enviado por obediencia; lo cual prueba también que no es el Padre, sino el Hijo, el cual habría ciertamente sido el que envía y no el enviado, de haber sido el Padre. Mas no fue el Padre el enviado; de haberlo sido, el hecho de ser enviado probaría que el Padre está sometido a otro Dios (ibid. 27).
Cristo permanece sometido por siempre a su Padre. Es su mensajero, el ángel del gran consejo:
La única explicación plausible es que El (Cristo) es a la vez ángel y Dios. Mas esa descripción no puede convencer ni referirse al Padre, quien es solamente Dios; pero se puede aplicar con propiedad a Cristo, de quien ha sido revelado que no es solamente Dios, sino también ángel. Es evidente, pues, que no fue el Padre quien habló a Agar en este pasaje (Gen. 21,17), sino Cristo, que no es solamente Dios, sino Aquel a quien se aplica con propiedad el título de ángel, en virtud de haber sido hecho “el ángel del gran consejo” — ángel, porque manifiesta la intención escondida en el seno del Padre, como declara Juan (lo. 1,18) —. Y considerando que Juan dice que esta Persona, que revela los planes ocultos del Padre, se hizo carne, a fin de poder manifestar esos planes, se sigue que Cristo no es solamente hombre, sino también ángel; y, además, las Escrituras nos lo presentan no solamente como ángel, sino como Dios. Esta es nuestra fe cristiana. Puesto que, si rehusamos reconocer que fue Cristo quien habló a Agar en este pasaje, debemos o hacer a un ángel Dios o colocar a Dios Padre entre los ángeles (ibid. 18).
Cristo es el siervo del Padre, cuyos preceptos siempre obedece:
Es, pues, parte de la misma verdad que El (Cristo) no hace nada según su propia voluntad, ni nada lleva a cabo según su propio consejo, ni viene de sí mismo, sino que obedece todo mandato y orden del Padre. Su nacimiento prueba que es el Hijo, mas su obediencia sumisa declara que es el ministro de la voluntad del Padre, de quien tiene el Ser. Y así tributa la debida sumisión al Padre de todas las cosas, aunque sea Dios, además de ser ministro; y así, por su obediencia demuestra que el Padre, de quien toma su origen, es un solo Dios (ibid. 31).
Novaciano, ante el temor de ser acusado de diteísmo, acentúa aún más el subordinacionismo de sus predecesores. Le parece que puede salvar mejor la unidad de la divinidad concibiendo al Logos como una manifestación personal, pero temporal y pasajera, del Padre. A El devolverá el Logos al final toda autoridad, y a El volverá, como vuelven las olas al mar. De ahí, pues, que todas las cosas estén colocadas bajo sus pies y entregadas al que es Dios, y el Hijo reconoce que todas las cosas le están sujetas como un don recibido del Padre; así El restituye al Padre toda la autoridad de la Divinidad. El Padre aparece como el único Dios verdadero y eterno; El es la única fuente de este poder de la Divinidad. Aunque es transmitida al Hijo y concentrada en El, vuelve de nuevo al Padre a través de su comunidad de Substancia. El Hijo aparece corno Dios, porque evidentemente la divinidad le ha sido comunicada y conferida; eso no obstante, el Padre se revela como único Dios, ya que progresivamente esa misma majestad y divinidad, como una grande ola que vuelve sobre sí, remitida de nuevo por el mismo Hijo, vuelve y desanda el camino hacia el Padre, que la dio (ibid.).
Si el Hijo es inferior al Padre, el Espíritu Santo es a su vez inferior al Hijo:
El Paráclito recibió su mensaje de Cristo. Mas si lo recibió de Cristo, Cristo es superior al Paráclito, pues el Paráclito no habría recibido de Cristo de no ser inferior a Cristo. Esta inferioridad del Paráclito prueba que Cristo, de quien recibió su mensaje, es Dios. Aquí tenemos, pues, un poderoso testimonio de la divinidad de Cristo. Vemos, en efecto, que el Paráclito es inferior a El, y recibe de El el mensaje que entrega al mundo (ibid. 18).
De la personalidad del Espíritu Santo, Novaciano trata con brevedad y sin precisión. No describe las relaciones del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo, como lo hace de las relaciones entre estos dos últimos, a pesar de que Tertuliano, a quien sigue, hizo al menos un ensayo en este sentido (Adv. Prax. 4 y 8). Es curioso observar que llama al Hijo secundam personam post Patrem (10), mas no se atreve a llamar al Espíritu Santo tertiam personam, como lo había hecho Tertuliano (Adv. Prax. 11).
Novaciano hace, sin embargo, afirmaciones interesantes sobre las relaciones entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Dice que, prometido desde tiempos muy remotos y debidamente concedido en el momento previsto, el Espíritu Santo operaba en los profetas de una manera temporal y que en los Apóstoles actuaba de una manera permanente:
Así, pues, es uno e idéntico Espíritu el que está en los profetas para hacer frente a una situación particular, y en los Apóstoles permanentemente. En otras palabras, está en unos, pero no para quedar en ellos para siempre, en los otros para morar siempre en ellos; en los unos como distribuido con moderación, en los otros como derramado en su plenitud; en los unos como dado parcamente, en los otros como concedido generosamente. Pero no fue otorgado antes de la resurrección del Señor, sino dispensado por la resurrección de Cristo… Supuesto que el Señor debía entonces irse al cielo, no podía menos de dar el Paráclito a sus discípulos, pues de otra suerte los habría dejado, de modo imposible de justificar, en la posición de huérfanos y los habría abandonado sin una persona que fuera su abogado y guardián. Porque es El (el Paráclito) quien fortaleció sus almas y espíritus, quien les manifestó claramente los misterios del Evangelio, quien les iluminó para que entendieran las cosas divinas, quien les dio la fuerza de no temer ni las cadenas ni la cárcel por el nombre del Señor. Aún más, hollaron bajo sus pies las mismas potencias y los tormentos del mundo, solamente porque estaban armados y fortalecidos por El, porque poseían dentro de sí mismos los dones que este mismo Espíritu distribuye y concede, como adornos, a la Iglesia, la Esposa de Cristo (29).
El Espíritu Santo hace que la Iglesia sea perfecta y completa por esos dones y la conserva incorrupta e inviolada en la santidad de una virginidad y de una verdad perpetuas.
El es quien designa a los profetas en la Iglesia, el que instruye a los doctores, distribuye las lenguas, obra actos de poder y curaciones, hace milagros, concede el discernimiento de espíritus, asigna los puestos de gobierno, sugiere consejos y dispone en su propio lugar y con el debido orden todos los demás dones de la gracia. Así, pues, El hace perfecta y completa a la Iglesia del Señor, en todo lugar y en toda cosa… Concede a los Apóstoles ser verdaderos testigos de Cristo, manifiesta en los mártires la fe inquebrantable de la religión, encierra en el pecho de las vírgenes la maravillosa continencia de una inviolada castidad, conserva en los demás hombres, sin corrupción ni mancha, las leyes de la doctrina de Cristo; destruye a los herejes, corrige a los descarriados, convence a los incrédulos, descubre a los impostores y reprende a los malvados; El guarda a la Iglesia incorrupta e inviolada en la santidad de una virginidad y de una verdad perpetuas (29).
Nosotros recibimos el Espíritu Santo de Cristo, sobre quien descendió en su bautismo:
Solamente en Cristo habitó plena y enteramente, no menguado en medida o porción alguna, sino dispensado y enviado en toda su desbordante abundancia, de manera que las personas pueden disfrutar lo que yo llamaría un primer sorbo de gracia, que brota de Cristo. Porque el manantial del Espíritu Santo en la plenitud de su Ser permanece siempre en Cristo, a fin de que de El puedan salir los ríos de dones y de obras, porque el Espíritu Santo vive en El en rica abundancia (ibid.).
El Espíritu Santo es el autor de nuestro nuevo nacimiento en el bautismo:
El es quien realiza nuestro segundo nacimiento del agua. Así, pues, El es, como si dijéramos, la semilla de la generación divina, el consagrante del nacimiento celestial, la garantía de la herencia prometida, el documento escrito, por decirlo así, de eterna salvación, para hacernos templos de Dios y establecer en nosotros su morada… Nos ha sido dado para que viva en nuestros cuerpos y obre nuestra santificación, para preparar nuestros cuerpos por su acción en nosotros, para la vida eterna y para la resurrección de la inmortalidad. Al mismo tiempo acostumbra nuestros cuerpos en Sí mismo a mezclarse con las potencias celestiales y a asociarse a la eternidad divina del Espíritu Santo. Porque, en El y por El, nuestros cuerpos aprenden el camino de la inmortalidad, al aprender a conducirse con templanza de acuerdo con sus decretos. Porque El es quien tiene “tendencias contrarias a la carne,” pues “la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu” (Gal. 5,17); El es el que refrena los apetitos insaciables de la lujuria, el que domina los deseos irrefrenables, el que extingue las pasiones ilícitas, el que vence los asaltos furibundos, el que rechaza la embriaguez, aleja la avaricia, pone en fuga el libertinaje; El es quien realiza la unión de los seres humanos en el amor y los une por el afecto; el que hace desaparecer las sectas, explica las reglas de la verdad, disipa a los herejes, arroja a los malvados lejos de las puertas y guarda los Evangelios (ibid).
Por ser el De Trinitate de Novaciano el primer tratado teológico de origen romano escrito en latín, su terminología y sus fórmulas dogmáticas precisas poseen particular interés. Han influido profundamente en el pensamiento latino y han capacitado al Occidente para disputar con los griegos en igualdad de condiciones en las controversias cristológicas.
Cristo es Deus y homo (11), es dei filius (9) y tiene anctoritas divinitatis (31) y no hay inaequalitas o dissonantia divinitatis (31) entre El y el Padre. La marcada distinción que él hace entre la humanidad y la divinidad en Cristo no impide usar las siguientes expresiones para explicar la unión de las dos naturalezas en Cristo: Concretio permixta (11) in unam foederasse concordiam (13), ex verbi et carnis coniunctione concretus (14), utrumque in Christo confoederatum, coniunctum, connexum (16), deum et hominem sociasse (16), divinitatis et humilitatis concordia (16), concordia terrenorum atque caelestium (18), deum homini et hominem deo copulare (18), connexione et permixtione sociata (19), ex utroque connexum, contextum atque concretum (19) in eadem utriusque substantiae concordia (19), foederis confabulatione sociatum (19), societatis concordia (22), concordiae unitatem cum personarum tanen distinctione (22). Estas citas demuestran que Novaciano no se contentó con adoptar las fórmulas de Tertuliano para expresar la unión y distinción de las dos naturalezas, sino que forjó nuevas expresiones y dio un significado más amplio a la terminología de Tertuliano. Toma de éste las fórmulas: Una substantia, tres personae — ex substantia dei — semper apud patrem — duae substantiae — una persona, pero por su parte introdujo los verbos incarnari y se exinanire. Así, habla del verbum dei incarnatum (24), e influenciado por Phil. 2,6-11, emplea para el nacimiento de Cristo quo tempore se etiam exinanivit (22) y dum in nativitatem secundum carnem se exinanisse monstratur (22). Fue el primero en usar en sentido cristiano praedestinatio, palabra destinada a jugar un papel tan importante en la historia de la teología. Comparte con Tertuliano el concepto de la obra divina economía, traduciendo la palabra griega o?????µ?a por dispositio, y con Cipriano el uso más antiguo de praefigurare (14; 23), que no se halla en Tertuliano.
Cartas Papales del Siglo III.
1. Calixto.
Por Hipólito de Roma (Philos. 9,12) sabemos que Calixto (217-222) excomulgó a Sabelio “por no mantener opiniones ortodoxas,” y que fue autor de declaraciones doctrinales y de decisiones disciplinares. No sabemos con certeza si alguno de estos actos se realizó mediante documento escrito. Hipólito le atribuye la siguiente doctrina:
El Logos es el mismo Hijo, el mismo Padre. No hay sino un único e indivisible espíritu, aunque se le denomine con diferentes nombres. El Padre no es una persona y el Hijo otra,”son la misma y única (persona); y todas las cosas están llenas del Espíritu Divino, arriba y abajo. El Espíritu que se encarnó en la virgen, no es diferente del Padre, sino uno e idéntico. Por eso dice la Escritura: “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Io. 14,11). Lo que se ve, lo que es nombre, es el Hijo, mientras que el Espíritu que vive en el Hijo es el Padre. No haré, pues, profesión de fe en dos Dioses, Padre e Hijo, sino en uno solo. Pues el Padre, que habitó en el Hijo, asumiendo para sí nuestra carne, la elevó a la naturaleza de la divinidad uniéndola a sí mismo y haciéndola una sola cosa consigo mismo, de manera que los nombres Padre e Hijo se aplican a uno solo y mismo Dios, y siendo, pues, esta persona uno, no puede ser dos; así, pues, el Padre sufrió con el Hijo, ya que no debemos decir que el Padre sufrió (Philos. 9,12,16-19).
No se puede determinar hasta qué punto esta declaración refleja la postura doctrinal de Calixto. El antagonismo de Hipólito es tan exacerbado que no nos atrevemos a dar crédito a lo que dice de Calixto por carecer de otros testimonios.
En su De pudicitia (1,6), Tertuliano se queja de que “el Soberano Pontífice, es decir, el obispo de los obispos, promulga un edicto: “Perdono los pecados de adulterio y fornicación a los que hayan hecho penitencia.” Durante mucho tiempo se consideró a Calixto como el autor de este “edicto perentorio,” como lo llama Tertuliano. Fue G. B. de Rossi quien primero se lo atribuyó, y el apoyo de A. Harnack le valió a esta opinión una aceptación tan universal, que al “edicto perentorio” se le llamaba simplemente el “edicto de Calixto.” La base de esta identificación era la acusación dirigida contra el Papa por Hipólito en sus Philosophumena (9,12). Sin embargo, en 1914, G. Esser demostró que esta acusación no tiene nada que ver con el “edicto perentorio” mencionado por Tertuliano. A mayor abundamiento, en 1917, K. Adam expresó la opinión de que el decreto a que se refiere Tertuliano no era de origen romano, sino africano. Las palabras Pontifex Maximus y episcopus episcoporum que usa Tertuliano no se referían a ningún romano, sino a un obispo africano, probablemente a Agripino de Cartago. K. Bardy, K. Preysing, A. Ehrhard, sobre todo P. Galtier y otros han hecho suya esta hipótesis; Poschmann la apoya absolutamente. Por otra parte, sin embargo, a la primera teoría no le faltan defensores, como H. Koch. A. v. Harnack, P. Batiffol, E. Goeller, J. Hoh, D. van den Eyden, E. Caspar, B. J. Kidd, W. Koehler. J. Haller, K. Müller y H. Stoeckius. Ya hemos expuesto más arriba las razones que no permiten identificar la situación descrita por Hipólito con el “edicto perentorio.” Los títulos Pontifex Máximus y episcopus episcoporum no prueban que se trate de un obispo romano. Hay que tener presente que el título Pontifex Maximus en aquella época no era un término especial para designar al obispo de Roma, sino una simple distinción reservada al emperador. Tertuliano la aplica irónicamente a su adversario, porque éste se arrogó el poder de un emperador. Podría, pues, designar también al obispo de Cartago, Agripino. Lo mismo puede decirse del otro título episcopus episcoporum. No basta para probar que se trata del obispo de Roma. Cipriano aplica irónicamente esta expresión a un seglar orgulloso de la Iglesia de Cartago (Epist. 66,3). D. Transes y A. Vellico han buscado una solución intermedia en esta controversia, sugiriendo que Tertuliano se refiere a un edicto de Calixto y a otro de Agripino: éste habría juzgado necesario dar carácter local a un decreto más general de aquél.
2. Ponciano(230-235).
Ponciano fue el sucesor de Urbano (222-230). Según San Jerónimo (Epist. 33,5), en un sínodo celebrado en Roma (231 ó 232), aprobó la deposición de Orígenes decretada por Demetrio de Alejandría. Se puede presumir que el Papa informó de esta decisión a Demetrio por medio de una carta, sobre todo considerando que Demetrio le había escrito ya una durante este conflicto (Hist. eccl. 6,8,4; Jerónimo, De vir. ill. 54).
3. Fabiano (236-250).
Cipriano dice (Epist. 59,10) que Fabiano dio por escrito su aprobación a la condenación del obispo Priato de Lambese, pronunciada por un concilio de Numidia.
4. Cornelia (251-253).
El pontificado de Cornelio, aunque de breve duración, es importante para la historia de la disciplina penitencial y del cisma de Novaciano. La mayor parte de sus cartas tratan de estas dos cuestiones. En medio de sus dificultades encontró apoyo leal en Cipriano de Cartago, a quien mandó no menos de siete cartas. Dos de ellas se han salvado en la correspondencia de San Cipriano, Epist. 49 y 50; las cinco restantes se han perdido. Escrita en un latín más bien vulgar, la primera de las dos informa a Cipriano del retorno solemne de los confesores romanos “que habían sido sorprendidos y casi engañados y alejados de la Iglesia por el fraude y malicia de aquel hombre astuto y doloso,” Novaciano. Cornelio pone en boca de los confesores las siguientes palabras, significativas para la historia de la jerarquía monárquica:
Sabemos que Cornelio es obispo de la santísima Iglesia católica, elegido por Dios omnipotente y por Cristo, Señor nuestro. Nosotros confesamos nuestro error; hemos sido víctimas de la impostura; fuimos engañados por la perfidia y la locuacidad capciosa. Pues, aunque pareciera que estábamos en comunión con un hereje y cismático, nuestro corazón estuvo siempre, con la Iglesia. No ignoramos que hay un solo Dios, un solo Cristo, que es el Señor al cual hemos confesado, y un solo Espíritu Santo, y que en la Iglesia católica no debe haber más que un solo obispo (Epist. 49,2).
La segunda carta es un breve aviso a Cipriano. Describe qué clase de gente son los dirigentes y protectores que Novaciano ha conquistado para sí y enviado a África.
Eusebio (Hist. eccl. 6,43,3-4) tenía conocimiento de tres cartas de Cornelio al obispo Fabio de Antioquía. Estaban escritas en griego. En la primera, que trataba del cisma de Novaciano, se narraban “los hechos concernientes al Sínodo Romano y lo que habían decidido los de Italia y África y regiones circunvecinas” (ibid. 6,43,3). La segunda recogía “las resoluciones del sínodo,” y la tercera, “lo que hizo Novaciano” (ibid. 4). En la última, de la que Eusebio cita un largo pasaje (véase p.499s), Cornelio traza un cuadro poco halagüeño de la vida y carácter de Novaciano, a fin de precaver al obispo de Antioquía, que se sentía inclinado a favorecer al cismático. El examen crítico revela que muchas de las acusaciones no merecen crédito por estar fundadas en habladurías maliciosas. Otra carta del mismo tono a Dionisio de Alejandría (Eusebio, Hist. eccl. 6,46,3) se ha perdido. Sócrates (Hist. eccl. 4,28) menciona una carta encíclica a todas las iglesias, en la que se justificaban por medio de la Escritura las decisiones tomadas en la difícil cuestión de los apóstatas.
5. Lucio(253-254).
Sólo por Cipriano (Epist. 68,5) tenemos noticia de las cartas que Lucio escribió al obispo de Cartago sobre el procedimiento que debía seguirse en la reconciliación de los apóstatas.
6. Esteban (254-257).
Esteban escribió dos cartas sobre la controvertida cuestión de la validez del bautismo administrado por los herejes. La primera iba dirigida a la iglesia del Asia Menor y amenazaba con la excomunión a los obispos de Cilicia, Capadocia, Galacia y provincias vecinas si continuaban rebautizando a los herejes (Eusebio, Hist. eccl. 7,5,4; Cipriano, Epist. 75,25). La segunda, a Cipriano en 256, trataba de la misma cuestión. La jerarquía africana, bajo la dirección de Cipriano, consideraba inválido el sacramento si era conferido por los disidentes, e insistía en rebautizar a los conversos. Esteban rechaza esta actitud de la manera más enérgica por ser errónea y contraria a la fe. Cipriano cita una frase de esta carta que le había herido de manera especial:
Si alguien viniere a nosotros de cualquier herejía que fuere, que no se innove nada que haya sido transmitido; que se le impongan, pues, las manos para la penitencia, pues los mismos herejes tampoco bautizan según su rito propio a los candidatos cuando cambian de secta, sino que simplemente los admiten a la comunión (Epist. 74,1).
Las palabras nihil innovetur nisi quod traditum est han dado ocasión a una controversia. Sin embargo, está claro que Esteban quiere decir: “No se debe introducir nada nuevo, sino que hay que seguir la tradición.” Según su opinión, la práctica de rebautizar a los herejes ha sido una innovación. Cipriano protesta de que le trate de innovador, como lo indica su respuesta a la afirmación de Esteban:
El (Esteban) prohíbe que se bautice en la Iglesia al que viene de una herejía, sea la que fuere. Piensa, pues, que el bautismo de todos los herejes es legítimo y justo. Aunque cada herejía tiene su propio bautismo y sus pecados particulares, él, al mantener la comunión con los bautismos de todos, ha recogido los pecados de todos y los ha acumulado en su seno. Ha mandado “que nada se innove de lo que ha sido transmitido,” como si fuera un innovador el que, manteniendo la unidad, proclama una sola Iglesia y un solo bautismo, y no lo fuera manifiestamente el que, olvidándose de la unidad, adopta el contagio de una inmersión profana. “Que no se innove nada que no haya sido transmitido,” dice él. Pero ¿de dónde viene esta tradición? (ibid. 2).
Como lo atestigua esta respuesta, Esteban no da su propia opinión, sino que cita un antiguo principio de la Iglesia romana, que debe zanjar la cuestión. Intima a Cipriano que no haga ningún cambio. Eusebio dio a la carta el mismo sentido, pues relata así él incidente:
El primero entre los hombres de este tiempo, Cipriano, pastor de la comunidad de Cartago, pensaba que ellos (los herejes) no debían ser admitidos si antes no habían sido purificados de sus errores por el baño (bautismal). Pero Esteban, juzgando que no se debía introducir ninguna innovación contraria a la tradición vigente desde el principio, se indignó vivamente contra él (Hist. eccl. 7,3,1).
Desde el principio, pues, la Iglesia había tenido la costumbre de recibir a los herejes que volvían a ella sin conferirles un nuevo bautismo. El principio citado por Esteban es importante para la historia de la doctrina de la tradición de la Iglesia de Roma. Novaciano parece aludir al mismo principio cuando en la carta dirigida a Cipriano en nombre del clero romano dice: Nihil innovandum putavimus (Cipriano, Epist. 30, 8; véase p.500s).
Según nos informa Eusebio (Hist. eccl. 7,5,2), Esteban dirigió una carta a las comunidades de Siria y Arabia. Un pasaje de una carta que le escribió Dionisio de Alejandría habla “de toda la Siria y de Arabia, que constantemente socorres y a las que has escrito recientemente.” De estas palabras se deduce que el Papa ayudaba económicamente a esas comunidades y que su carta era simplemente una nota que acompañaba al donativo.
7. Sixto II (257-258).
Durante el corto pontificado de Sixto II, las relaciones entre Roma y los obispos africanos y asiáticos se hicieron más amistosas. Queda un pequeño fragmento en armenio de una carta de este Papa a Dionisio de Alejandría, en la que no deja “e indicar que compartía el punto de vista de su predecesor y que consideraba válido el bautismo conferido por los herejes. Rufino atribuye a este Papa los llamados Oráculos de Sexto p.166), confundiéndole con el filósofo pitagórico Sexto.
8. Dionisio (259-268).
Dionisio escribió dos cartas a su homónimo, Dionisio de Alejandría, sobre el sabelianismo y el subordinacionismo. El prelado alejandrino, en una comunicación a dos obispos de la Pentápolis, llamados Amón y Eufranor, había condenado la herejía de Sabelio, que era muy popular en aquella región, insistiendo en que el Hijo era diferente del Padre. Algunos cristianos de la Pentápolis o de Alejandría objetaron contra las enérgicas expresiones de la carta, porque, por usar un lenguaje semejante al de Orígenes, parecían favorecer la subordinación del Hijo al Padre. Por eso “fueron a Roma sin preguntarle para enterarse de cómo había escrito; y hablaron contra él en presencia de su homónimo Dionisio, obispo de Roma” (ATANASIO, Ep. de sent. Dion. 13). El Papa, “en oyendo esto, escribió a la vez contra los partidarios de Sabelio y contra aquellos que sostenían las mismas opiniones que motivaron la expulsión de Arrio de la Iglesia; declarando ser una impiedad igual, aunque inversa, sentir con Sabelio o con los que dicen que el Verbo de Dios es una cosa hecha, formada y que tuvo principio. Tamicen escribió a Dionisio notificándole lo que habían dicho de él” (ibid.). Un pasaje importante de la primera carta (la escribió el Papa después que el sínodo de Roma del 262 había condenado el sabelianismo y el subordinacionismo) se ha conservado gracias a San Atanasio, que lo cita en De decretis Nic. syn. 26. El resto de la carta se ha perdido. Sin mencionar el nombre de Dionisio, el Pontífice se refiere a “algunos de entre vosotros” y defiende la doctrina trinitaria contra las dos herejías opuestas, en una declaración que es notable por su precisión y claridad:
Ahora puedo ocuparme, razonablemente, de los que dividen, seccionan y destruyen la sacratísima doctrina de la Iglesia de Dios, la Divina Monarquía, dividiéndola en tres potencias, tres subsistencias separadas y tres divinidades. He sido informado que algunos de entre vosotros, catequistas y doctores de la Palabra divina, son los promotores de estas doctrinas. Toman, por decirlo así, una actitud diametralmente opuesta a la de Sabelio; porque éste, blasfemando, dice que el Hijo es el Padre, y el Padre el Hijo: ellos, por el contrario, predican en cierta manera tres Dioses, dividiendo la sagrada Mónada en tres subsistencias extrañas la una a la otra y completamente separadas. Ahora bien, es necesario que el Verbo divino esté unido al Dios del Universo y que el Espíritu Santo repose y habite en Dios; así, pues, la divina Tríada debe recapitularse y reunirse en un ser único, como en una cima, quiero decir, en el Dios del Universo.
Igualmente deben ser censurados los que mantienen que el Hijo es una criatura y creen que el Señor vino a la existencia como cualquiera de las cosas que han comenzado, en efecto, a existir. Los oráculos divinos, por el contrario, hablan en favor de una generación adaptada y apropiada, pero no de una fabricación o de una creación. Es, pues, una blasfemia, y no una blasfemia ordinaria, sino el mayor pecado, decir que el Señor es, de alguna manera, una obra fabricada. Porque, si vino a ser Hijo, significa que en un momento dado no lo era. Pero El ha existido siempre, si es que (y éste es el caso) estaba en el Padre, como dice El mismo, y si es que Cristo es el Verbo, la Sabiduría y el Poder (lo cual, ya lo sabemos, afirma la Escritura), y si es que estos atributos pertenecen a Dios. Si, pues, el Hijo vino a la existencia, hubo un tiempo en que estos atributos no eran; por consiguiente, hubo también un tiempo en que Dios estaba sin ellos: lo cual es el mayor absurdo…
Pero tampoco dividimos la maravillosa y divina Mónada en tres divinidades. No rebajamos con el nombre de “obra” la dignidad y suprema majestad del Señor. Sino que debemos creer en Dios. Padre todopoderoso, y en Jesucristo, su Hijo, y en el Espíritu Santo, y afirmar que el Verbo está unido al Dios del Universo. Porque “Yo — dice El — y el Padre somos uno”; y “Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí.” Pues de esta manera se preservarán tanto la divina Tríada como la santa predicación de la Monarquía (?T???., De decret. 26).
A la segunda carta, en la que el obispo de Roma informaba a Dionisio de las acusaciones hechas contra él, y en la que le pedía una explicación, éste respondió con una Refutación y apología, que parece satisficieron al Papa (véase p.401s).
Por San Basilio (Epist. 70) sabemos que este Papa envió una carta de consuelo a la iglesia de Cesárea. Iba acompañada de una contribución para el rescate de los miembros de la comunidad cristiana hechos cautivos por los escitas que devastaron Capadocia y regiones vecinas durante el reinado de Galieno.
9. Félix (269-274).
Las actas de la primera sesión del concilio de Efeso, que se celebró el 22 de junio de 431, contienen un extracto de una carta del papa Félix al obispo Máximo de Alejandría (265-282) y a su clero. Trata de la divinidad y perfecta humanidad de Cristo, y dice así:
Por lo que concierne a la encarnación del Logos y a nuestra fe, creemos en nuestro Señor Jesucristo, nacido de la Virgen María, que El es el Hijo eterno y el Verbo de Dios, y no un hombre adoptado por Dios para ser otro como El. El Hijo de Dios tampoco adoptó a un hombre para ser otro como El, sino que, siendo perfecto Dios, se hizo también perfecto hombre, encarnándose de la Virgen.
Cirilo de Alejandría en su Apología y otros citan este mismo pasaje como declaración de Félix. Además, hay dos fragmentos siríacos sobre la naturaleza de Cristo, que pretenden ser de un documento de Félix. El más corto empieza por el texto leído en el concilio de Efeso. Pero se ha demostrado que tanto la carta citada en el concilio de Efeso como el fragmento más pequeño de los dos son una falsificación hecha por Apolinar o uno de sus discípulos a principios del siglo V.