Esta descripción del rito de la confirmación demuestra que era conferida por un acto netamente distinto del bautismo. A la recepción de los candidatos en la comunidad de fieles seguía la primera comunión o misa pascual, que es interesante por sus ritos y ceremonias propias. Los diáconos presentan al obispo el pan juntamente con tres cálices; el primero contiene agua con vino; el segundo, una mezcla de leche y miel, y el tercero, agua sola. Al momento de la comunión, los recién bautizados reciben primero el Pan eucarístico. Inmediatamente después les son presentados los tres cálices en este orden: primero, el cáliz con agua, que simboliza la purificación interior que ha tenido efecto en el bautismo; luego, el cáliz que contiene la mezcla de leche y miel, y, finalmente, el cáliz con el vino consagrado:
Y entonces, que la oblación sea presentada por los diáconos al obispo, y que éste bendiga el pan, para representar el cuerpo de Cristo; el cáliz, donde está mezclado el vino, para representar la sangre que fue derramada por todos los que han creído en El, y leche y miel mezcladas juntamente, para cumplimiento de la promesa hecha a nuestros padres, que llamó la tierra que mana leche y miel, la carne de Cristo, que ha dado El mismo, con la que se alimentan los que creen, como niños pequeños, trocando la amargura del corazón humano en dulzura por la suavidad de su Palabra: el agua también por la oblación en señal de purificación, para que el hombre interior, que es animal, pueda recibir el mismo efecto que el cuerpo.
Que el obispo explique todo esto a los que lo reciben. Y después de haber roto el pan, que distribuya a cada uno un fragmento: el Pan del cielo en Jesucristo. Y el que lo recibe responde: Amén.
Que los presbíteros — pero, si no los hay en número suficiente, también los diáconos — tomen los cálices. Que se pongan en orden y con modestia: el primero con el agua, el segundo con la leche, el tercero con el vino. Que los que reciben gusten de cada cáliz, mientras el que lo da a beber dice:
En Dios Padre Todopoderoso. El que lo recibe diga:
Amén. Y en el Señor Jesucristo; que él diga: Amén. Y en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia: que él diga: Amén. Así debe precederse con cada uno.
III. La tercera parte de la Tradición apostólica trata de varias costumbres cristianas. Hay una descripción de la Eucaristía dominical. Se dan recias para el ayuno, para el ágape y para la ceremonia de la bendición del lucernario. Se consideran “las horas en que conviene rezar”; se recomiendan la comunión diaria en casa y el cuidado con que hay que tratar la Eucaristía. El relato del ágape distingue claramente entre el pan eucarístico y el pan bendito de la eulogia: “Este pan es una eulogia, pero no la Eucaristía, que es el cuerpo del Señor” (26). Siguen luego normas para el entierro, la oración de la mañana y la instrucción catequística. Al final se determinan las horas que hay que dedicar a la lectura espiritual, a la oración y a santiguarse. El epílogo se refiere al título de la obra: “Aconsejo a los sabios que observen esto. Porque, si todos prestan oído a la Tradición apostólica y la guardan, ningún hereje los inducirá a error” (38).
I?. Obras Perdidas.
Tenemos noticia de otros tratados de Hipólito que se han perdido.
a) Sobre el universo, contra los griegos y Platón
Al final de los Pkilosophumena (10,32), Hipólito remite a una obra suya con este titulo. La lista de su estatua la llama Contra los griegos y Platón y sobre el universo. Jerónimo alude, al parecer, a este mismo escrito cuando dice en su Epist. 70,4 que Hipólito escribió contra gentes. Focio (Bibf. cod. 48) habla de un “Sobre el universo, llamado en otras partes Sobre la causa del universo y Sobre la naturaleza del universo,” que debe ser idéntico a este tratado. Lo describe como sigue:
Comprende dos pequeños tratados en los que el autor demuestra que Platón se contradice a sí mismo. Refuta también a Alcínoo, cuyas ideas sobre el alma, la materia y la resurrección son falsas y absurdas, e introduce su opinión particular sobre este punto. Prueba que la nación judía es mucho más antigua que la de los griegos. Cree que el ser humano es un compuesto de fuego, tierra y agua, a los que viene a añadir el espíritu, al que llama alma. A propósito del espíritu dice lo que sigue: Tomando la parte principal de éste, lo moldeó juntamente con el cuerpo, y le abrió un paso a través de cada juntura y de cada miembro. El espíritu, así moldeado juntamente con el cuerpo y penetrándolo completamente, es formado a semejanza del cuerpo visible, pero su naturaleza es más fría, comparada con las otras tres substancias de que está formado el cuerpo. Estas opiniones no están de acuerdo con las ideas judías sobre la composición del cuerpo humano y están por debajo del nivel ordinario de sus escritos. Hace también un relato sucinto de la creación del mundo. De Cristo, verdadero Dios, habla como nosotros, dándole abiertamente el nombre de Dios, y describiendo, en una forma en que no cabe objeción alguna, su inefable generación del Padre.
Hablando de la paternidad literaria de este tratado, Focio observa que, en el ejemplar que tuvo entre manos, el tratado se atribuía a Josefo. Sin embargo, encontró una nota marginal que probaba que no era de Josefo, sino de un tal Gayo, presbítero romano, autor de El laberinto. El laberinto es otro título que se da a los Philosophumena de Hipólito (cf. Philos. 10,5). Y así la Glosa tenía razón al atribuir el Sobre el universo y El laberinto al mismo autor, un presbítero de Roma, equivocándose, sin embargo, al llamarlo Gayo. El autor es Hipólito, y la descripción del contenido de Sobre el universo, como lo llama Focio, corresponde exactamente al título más largo del libro mencionado al final de los Philosophumena y en la estatua.
La obra fue escrita antes del 225. El texto se ha perdido, a excepción de un fragmento bastante considerable que se halla en los Sacra Parallela de San Juan Damasceno. Contiene una interesante descripción del averno. Ha surgido en los últimos años una nueva discusión a propósito de su autor. Los Sacra Parallela lo atribuyen a un tal Josefo. P. Nautin cree que se trata de Josipo, presbítero romano. B. Botte ha formulado sus dudas sobre esta identificación.
b) Contra la herejía de Artemón.
En su Historia eclesiástica (5,28), Eusebio cita tres pasajes de su tratado Contra la herejía de Artemón, pero sin mencionar el autor de la obra. Estos fragmentos tratan del antipapa Natalios, y son lo único que nos queda hasta ahora de este escrito anónimo. Pero existen otras dos fuentes que aportan un poco más de información. Teodoreto (Haer. fab. 2,5) remite a un libro que narra la historia de Natalios, y que él llama “El pequeño laberinto.” Focio, por otra parte (Bibl. cod. 48), dice que el autor de la nota marginal que hemos mencionado más arriba atribuye este libro al mismo Gayo, presbítero de la iglesia de Roma, a quien cree autor de los tratados El laberinto y Sobre el universo. J. B. Lightfoot, A. Harnack, O. Bardenhewer y A. d’Alés creen que esta prueba es suficiente para atribuir el tratado Contra la herejía de Artemón a Hipólito de Roma. A pesar de las dudas que expresó A. Puech sobre este punto, R. H. Connolly aún defendió la paternidad de Hipólito en 1948. Pero Nautin ha probado sin lugar a duda que, por razones externas e internas, Hipólito no puede ser el autor de esta obra.
c) Sobre la resurrección.
Según San Jerónimo (De vir. ill. 61), Hipólito compuso una obra Sobre la resurrección. La lista de la estatua menciona también un tratado Sobre Dios y la resurrección de la carne. Teodoreto de Ciro ha conservado dos fragmentos del original griego, y Anastasio el Sinaita, uno. Los extractos en siríaco le dan el nombre de Sermón sobre la resurrección a la emperatriz Mamea y lo atribuyen a “San Hipólito, obispo y mártir.” El tratado contenía evidentemente las respuestas a las preguntas que la emperatriz había dirigido al autor sobre la doctrina de la resurrección.
d) Exhortación a Severina.
En la lista de la estatua de Hipólito figura también una Exhortación a Severina, de la que no ha quedado nada.
e) Contra Marción.
Eusebio (Hist. eccl. 6,22) y Jerónimo (De vir. ill. 61) hablan de una obra de Hipólito Contra Marción. En la lista de la estatua no aparece; en cambio, aparece el título Sobre el bien y el origen del mal. Dado que la doctrina de Marción se ocupaba extensamente del origen del bien y del mal, es posible que Eusebio y Jerónimo se refieran a esta obra. Del tratado no queda absolutamente nada.
f) Sobre el evangelio de Juan y el Apocalipsis (?p?? t?? ?at? ??????? e?a??e???? ?a? ?p??a???e??).
Este es otro de los títulos grabados en la estatua. El sirio Ebedjesu (Cal. libr. onin. Eccl. 7) lo conoce y lo llama Apologia pro apocalypsi et evangelio Ioannis apostoli et evangelistae. Iba evidentemente dirigido contra los alogoi, que negaban la doctrina del Logos. Su jefe Gayo rechazaba por la misma razón el evangelio de San Juan y el Apocalipsis. Parece que Epifanio (Haer. 51) se sirvió del tratado de Hipólito para su descripción de los alogoi.
g) Contra Gayo.
Según Ebedjesu (Cal. 7), Hipólito escribió un tratado especial Contra Gayo ( ?ef??a?a ?at? Ga???). Quedan cinco fragmentos en Dionisio Bar Salibi (1171), todos ellos sobre textos del Apocalipsis. Parece, pues, que también este libro lo escribió en defensa del Apocalipsis. Gayo rechaza algunos pasajes por razones escatológicas, e Hipólito los defiende apoyándose en otros pasajes bíblicos.
III. La Teología de Hipólito de Roma.
En las páginas anteriores hemos comparado varias veces a Hipólito con su contemporáneo Orígenes. El volumen de su producción literaria y su predilección por los estudios exegéticos no pueden menos de recordarnos al gran alejandrino. La tradición afirma que fue discípulo de Ireneo; imitó ciertamente a éste en su preocupación por refutar a los herejes. Bajo más de un respecto representa el eslabón que enlaza a los polemistas católicos, tales como Ireneo, con los sabios católicos, al estilo de Orígenes. Por lo que sabemos de él, no se propuso, como este último, construir un sistema teológico. Le interesan menos los problemas científicos y las especulaciones teológicas que las cuestiones prácticas. Fue un escritor brillante, aunque a veces abusara de los recursos retóricos. No encontramos en él la profundidad que tanto admiramos en Orígenes. Su cimiento de la filosofía es superficial; y así, mientras los apologistas griegos, especialmente San Justino, y más aún los alejandrinos Clemente y Orígenes, intentaron tender un puente entre el pensamiento helénico y la fe cristiana, Hipólito consideró la filosofía como germen de herejías. Esto no obstante, tomó de la filosofía griega mucho más que Ireneo. Sus escritos canónicos y polémicos, especialmente la Tradición apostólica, ejercieron un influjo duradero.
1. Cristología
La doctrina cristológica de Hipólito sigue la línea de los apologistas Justino, Atenágoras, Teófilo y Tertuliano. Define la relación entre el Logos y el Padre en términos subordinacionistas, como ellos. Pero su subordinacionismo es aún más acentuado. No solamente distingue entre el Verbo interno e inmanente en Dios (Xóyos ¿?d???et??) y el Verbo emitido o proferido por Dios (Aóyos p??sf??????), como Teófilo, sino que describe la generación del Verbo como un desarrollo progresivo en tres fases. Enseña que el Logos como persona no apareció hasta más tarde, en el tiempo y en la forma determinados por el Padre:
Dios, que subsiste solo, y no teniendo en sí nada contemporáneo a sí mismo, determinó crear el mundo. Y concibió el mundo en su mente, quiso y pronunció el Verbo, y creó el mundo; entonces el mundo apareció inmediatamente, en la forma en que El se había complacido hacerlo. Para nosotros, pues, basta simplemente con saber que no hubo nada contemporáneo a Dios. Fuera de El no había nada; pero El, con existir solo, existía, sin embargo, en pluralidad. En efecto, El nunca careció ni de razón, ni de sabiduría, ni de poder, ni de consejo. Todas las cosas estaban en El, y El lo era Todo. Cuando quiso y como quiso, manifestó su Verbo en los tiempos que El había determinado, y por El [Verbo] hizo todas las cosas. Cuando quiere, hace; y cuando piensa, ejecuta; y cuando habla, manifiesta; cuando forma, obra con sabiduría. Porque todas las cosas creadas las forma con razón y sabiduría, creándolas en razón y ordenándolas con sabiduría. Las hizo, pues, como El lo consideraba conveniente, porque era Dios. Y como Autor, Compañero, Consejero y Hacedor de las cosas que están en formación, engendra al Verbo; y así lleva al Verbo en sí mismo, y de una manera [de momento] invisible al mundo creado. Pronuncia la palabra por vez primera y engendra (al Verbo) como Luz de Luz: lo envía al mundo como su propio pensamiento para ser Señor del mundo. Mientras antes era visible solamente a El e invisible al mundo creado, Dios lo hace ahora visible para que el mundo pueda verle a El en su manifestación y obtener la salvación.
Y es así como apareció otro a su lado. Pero, cuando yo digo otro (irepos ), no quiero significar que hay dos dioses. Por el contrario, no hay más que una sola Luz de Luz, o como la única agua de un manantial, o como el único rayo de sol. Porque hay solamente un poder” que viene del Todo, del cual viene este Poder, el Verbo. Y ésta es la razón (?????) que entró en el mundo y se manifestó como Hijo (pa??) de Dios. Todas las cosas, pues, son por El, y El solamente del Padre. ¿Quién se atreverá a presentar una multitud de dioses en serie? Porque todos deben callar, aunque no quieran, y admitir este hecho, que el Absoluto tiende hacia la unidad (Contra Noet. 10-11).
El tiempo que precede a la creación y el tiempo que sigue después son las dos primeras fases de la evolución del Logos. La tercera es la encarnación, que hace al Logos Hijo perfecto (???? t??e???):
¿Quién sería el propio Hijo de Dios enviado por Este en la carne sino el Verbo, al cual se dirige como a su Hijo porque debía llegar a serlo (o a ser engendrado) en el futuro? Al llamarlo Hijo, toma el nombre común, que entre los hombres evoca el afecto tierno. Antes de la encarnación y por sí mismo en este momento, el Señor no era perfecto Hijo, aunque fuese el Verbo perfecto, el Unigénito. La carne tampoco podía subsistir por sí misma fuera del Verbo, puesto que tiene su subsistencia en el Verbo. Así se manifestó el único Hijo perfecto de Dios (Contra Noet. 15).
Hipólito, pues, fue más lejos que los apologistas, asociando a la generación del Logos no solamente la creación del mundo, sino también la encarnación. Evidentemente no se dio cuenta de que esta evolución del Verbo en distintas fases introducía un crecimiento en la divina esencia. Ahora bien, el progreso es incompatible con la inmutabilidad divina. Hipólito cometía otro error al hacer de la generación del Verbo un acto libre como el de la creación, y al sostener que Dios, de haberlo querido así, podría haber hecho de un hombre Dios:
El hombre no es ni Dios ni ángel. No hagáis confusiones. Si El hubiese querido hacerte Dios, lo habría podido: tienes el ejemplo del Verbo: pero porque quería hacerte hombre, te hizo lo que eres (Philos. 10,33,7).
2. Soteriología.
Si la cristología de Hipólito sufrió la influencia de los apologistas y cayó en los mismos defectos, su soteriología, en cambio, se inspira en la sana doctrina de Ireneo; de él toma especialmente su teoría de la recapitulación. Hipólito explica en varias ocasiones que el Logos tomó la carne de Adán a fin de renovar a la humanidad (De antichr. 4):
Pues, siendo así que el Verbo de Dios estaba sin carne, asumió la carne santa de la Virgen santa, y se preparó como un novio, un vestido que tejió en los sufrimientos de la cruz, a fin de que, uniendo su propio poder con nuestro cuerpo mortal y mezclando lo corruptible con lo incorruptible y la fuerza con la debilidad, pudiera salvar al hombre, que perecía.
Al tomar la carne de Adán, el Logos restituyó al ser humano la inmortalidad:
Creamos, pues, hermanos queridos, según la tradición de los Apóstoles, que Dios el Verbo descendió del cielo, [y entró] en la santa Virgen María, a fin de que, tomando la carne de ella, y asumiendo también un alma humana — quiero decir racional —, y siendo de esta manera todo lo que el hombre es, menos el pecado, pudiera salvar al hombre caído y conferir la inmortalidad a los hombres que creyeran en su nombre (Contra Noet. 17).
La doctrina de la recapitulación tal como la enseñó Ireneo aparece claramente en la soteriología de Hipólito:
Sabemos que este Logos tomó un cuerpo de una virgen y que rehizo al hombre viejo en una nueva creación. Creemos que el Logos pasó por las diversas etapas de esta vida, a fin de poder El mismo servir de ley a todas las edades y de presentar su Humanidad como un ideal para todos los hombres. Y lo hizo El mismo, para probar personalmente por sí mismo que Dios no hizo nada malo, y que el ser humano tiene capacidad para determinar por sí mismo, es decir, que es capaz de querer y de no querer, y goza de poder para lo uno y lo otro. Sabemos que este Hombre fue formado de la pasta de nuestra humanidad. Porque, de no ser El de la misma naturaleza que nosotros, en vano nos ordenaría que imitáramos al Maestro. Porque, si este Hombre tuviera una substancia diferente de la nuestra, ¿por qué me impondría preceptos semejantes a los que El recibió, a raí que nací débil y flaco? ¿Sería esto obrar con bondad y justicia? Para que no le consideremos distinto de nosotros, se sometió a las penalidades, quiso pasar hambre, y no rehusó la prueba de la sed y aceptó ir al reposo del sueño. No rehusó la pasión, sino que se sometió a la muerte y manifestó su resurrección (Philos. 10,33).
Así, pues, el Redentor, que en una nueva creación rehizo al hombre viejo, es verdadero hombre. Pero el que regeneró al hombre viejo es asimismo “Dios sobre todos”:
Cristo es el Dios sobre todas las cosas y ha dispuesto quitar los pecados de los hombres, regenerando al hombre viejo. Desde el principio, Dios llamó al hombre imagen suya, y ha demostrado en una figura su amor por ti. Si obedeces sus solemnes preceptos y eres un fiel seguidor del que es bueno, te asemejarás a El y, además, serás honrado por El. Pues la Divinidad no pierde nada de la dignidad de su perfección divina; hasta te hace Dios para mayor gloria suya (ibid. 34).
Hipólito sigue aquí a Ireneo y concibe la redención como deificación de la humanidad.
3. La Iglesia.
La eclesiología de Hipólito presenta dos aspectos, el uno jerárquico, el otro espiritual. En cuanto al primer aspecto, Hipólito tiene mucho en común con Ireneo. Al refutar la herejía, se propone probar que la Iglesia es la depositaría de la verdad y que la sucesión apostólica de sus obispos es la garantía de su enseñanza.
Es sorprendente que, a pesar de ser discípulo de Ireneo, quien habla tan claramente de la maternidad de la Iglesia (Adv. Haer. 3,38,1; 5,20,2), en las obras de Hipólito no se mencione una sola vez el título de Iglesia Madre. En eso sigue la tradición romana primitiva y no la concepción oriental. Hay, en cambio, en sus obras muchas referencias a la Iglesia como Esposa y Novia de Cristo (véase arriba, p.461 y 463); en la interpretación que da del Apocalipsis 12,1-6 en De antichr. 61, la Mujer vestida de sol es, en realidad, la Iglesia; pero el “niño” que está dando a luz no son los fieles, sino el Logos, y la palabra Madre no aparece para nada.
En el aspecto espiritual de la Iglesia, Hipólito se desvió concibiéndola como una sociedad compuesta demasiado exclusivamente de justos (In Dan. 1,17,5-7) y no admitiendo en ella a los que, aunque arrepentidos, habían faltado gravemente en materia de fe y de costumbres. Toda su vida fue una protesta contra un “abrir las puertas” excesivamente; así como Adán fue expulsado del paraíso después de haber comido de la fruta prohibida, así también la persona que se sumerge en el pecado es privado del Espíritu Santo, arrojado del nuevo Edén, la Iglesia, y reducido a un estado terreno (ibid.).
En otro lugar considera a la Iglesia como un barco que navega hacia el Oriente y el paraíso celestial, guiada por Cristo, su piloto:
El mar es el mundo, donde la Iglesia es como un barco sacudido sobre el abismo, pero no destruido, porque lleva consigo al diestro Piloto Cristo. Lleva en su centro el trofeo [erigido] sobre la muerte; ella lleva consigo, en efecto, la cruz del Señor. Su proa es el Oriente; su popa, el Occidente, y su cala, el Sur, y las cañas de su timón son los Testamentos. Las cuerdas que lo rodean son el amor de Cristo, que une la Iglesia. La red que lleva consigo es el lugar de regeneración que renueva a los creyentes. El Espíritu que viene del cielo está allí y forma una vela espléndida. De El reciben el sello los fieles. El barco tiene también anclas de hierro, a saber, los santos mandamientos de Cristo, que son fuertes como el hierro. Tiene además marineros a derecha e izquierda, sentados como los santos ángeles, que siempre gobiernan y defienden a la Iglesia. La escalerilla para subirla es un emblema de la pasión de Cristo, que lleva a los fíeles a la ascensión del cielo. Y las velas desplegadas en lo alto son la compañía de los profetas, mártires y apóstoles, que han entrado ya a su descanso en el reino de Cristo (De antichr. 59).
Es muy interesante observar cómo insiste Hipólito en la seguridad del viaje: Las anclas, es decir, los mandamientos de Cristo, son “fuertes como el hierro”; el que los quebranta se expone al peligro.
Hubo también otro símbolo, el arca de Noé, que jugó un papel importante en la controversia con el papa Calixto sobre la remisión de los pecados. De hecho, en sus diferencias con este Papa aparece claramente la concepción que Hipólito tiene de la Iglesia, como una “sociedad de santos que viven en la justicia,” como la ???s?? t?? a???? (In Dan. 1,17).
4. El perdón de los pecados.
Entre otras acusaciones que Hipólito dirige contra Calixto en sus Philosophumena (9,12), dice lo siguiente:
El impostor Calixto, habiéndose embarcado en tales opiniones [a propósito del Logos], fundó una escuela en oposición a la Iglesia [o sea, la de Hipólito], adoptando el sistema de enseñanza que ya hemos dicho. Y lo primero que inventó fue autorizar a los seres humanos a entregarse a los placeres sensuales. Les dijo, en efecto, que todos recibirían de él el perdón de sus pecados. Si algún cristiano se ha dejado seducir por otro, si lleva el título de cristiano y cometiera cualquier transgresión, dicen que el pecado no se le imputa con tal que se apresure a adherirse a la escuela de Calixto. Y muchas son las personas que se han beneficiado de esta disposición, sintiéndose agobiadas bajo el peso de su conciencia y habiendo sido rechazadas por muchas sectas. Algunos de ellos, de acuerdo con nuestra sentencia condenatoria, habían sido enérgicamente expulsados de la Iglesia [la de Hipólito]; se pasaron a los seguidores de Calixto y llenaron su escuela. Este hombre decidió que no se depusiera a un obispo culpable de pecado, aunque sea pecado mortal. En su tiempo se empezó a conservar en su rango en el clero a los obispos, sacerdotes y diáconos que se habían casado dos y tres veces. Y si alguno ya ordenado se casara, Calixto le permitía continuar en los órdenes sagrados como si no hubiera pecado… Afirma asimismo que la parábola de la cizaña se había pronunciado para este caso: “Dejad que la cizaña crezca con el trigo” (Mt. 13,30), o sea. en otras palabras, dejad que los miembros de la Iglesia que son culpables de pecado permanezcan en ella. También decía que el arca de Noé fue un símbolo de la Iglesia: se encontraban juntos en ella perros, lobos y cuervos y toda clase de seres puros e impuros; pretende que lo mismo sucede en la Iglesia… Permitió a las mujeres que, aunque solteras, ardían en deseos pasionales, y a las que no estaban dispuestas a perder su rango con un matrimonio legal, que se unieran en concubinato con el hombre que ellas escogieran, esclavo o libre, y que tal mujer, aunque no legalmente casada, pudiera considerar a su compañero como legítimo esposo. De lo cual resultó que mujeres reputadas como buenas cristianas empezaron a recurrir a drogas para producir la esterilidad y a ceñirse el cuerpo a fin de expulsar el fruto de la concepción. No querían tener un hijo de un esclavo o de un hombre de clase despreciable, a causa de su familia o del exceso de sus riquezas. ¡Ved, pues, en qué impiedad ha caído ese hombre desaforado, aconsejando a la vez el adulterio y el homicidio! A pesar de eso, después de cometer tales audacias, abandonando todo sentido de vergüenza, pretenden llamarse una Iglesia católica.
El amargor y la pasión de estas acusaciones hacen difícil distinguir entre los hechos deformados por una interpretación maliciosa y los absolutamente falsos. Tertuliano (De pudidtia 1,6) habla de un edicto del “Pontifex maximus” concediendo el perdón del adulterio y de la fornicación después de la penitencia; pero no es seguro que Hipólito se refiera aquí a ese edicto. El trata de explicar por qué la “escuela de Calixto” ejercía tan gran poder de atracción, al paso que el número de sus propios seguidores seguía siendo tan reducido. La razón, según él, sería lo que él llama el laxismo de su adversario, en abierto contraste y discrepancia con sus propios principios rigoristas. En esta perspectiva, el pasaje no tiene que ver nada con la cuestión disciplinar acerca de la adecuada expiación de los pecados ni de su consiguiente absolución. Quiere decir solamente que Calixto daba poca importancia a los pecados y faltaba a su deber de hacer observar las sanciones eclesiásticas. Hipólito acusa al Pontífice de admitir en su “escuela” a todos los pecadores, aun a los mayores, y de invocar, para justificar su conducta, la parábola de la cizaña y del trigo y la figura del arca de Noé con sus animales puros e impuros. Con otras palabras, Hipólito exige mayor severidad en casos de impureza de obispos culpables, en la admisión a las órdenes de hombres que se casaron más de una vez. Niega también la validez del matrimonio entre mujeres libres y esclavos. Pero nada se dice contra el poder de la Iglesia de absolver pecados después de hecha la debida penitencia. En la Tradición apostólica reconoce positivamente este poder. La oración para la consagración de un obispo que allí se copia dice:
Padre que conoces los corazones, concede a este tu siervo que has elegido para el episcopado… que en virtud del Espíritu del sacerdocio soberano tenga el poder de “perdonar los pecados” (facultatem remittendi peccata) según tu mandamiento; que “distribuya las partes” según tu precepto, y que “desate toda atadura” (solvendi omne vinculum iniquitatis), según la autoridad que diste a los Apóstoles (3).
Según este texto, el poder de absolver es sin limitación. Si Hipólito presenta esta oración como una tradición apostólica, es señal de que él mismo debió de reconocer este poder eclesiástico.
Es por extremo difícil determinar qué es lo que Hipólito quiere decir cuando declara: “Fue el primero en perdonar pecados de impureza.” Teniendo en cuenta que con estas palabras trata de denigrar a su adversario, debemos tomar su acusación con mucha precaución, como lo prueban la estrechez de miras con que enjuicia y la tergiversación a que somete una de las mayores realizaciones del pontificado de Calixto. El Imperio romano había levantado una barrera infranqueable entre los esclavos y los hombres libres, prohibiendo rigurosamente todo matrimonio entre ellos. Prohibidos ya por las leyes Julia y Papía, estos matrimonios fueron declarados nulos por los emperadores Marco y Cómodo y reducidos a simples concubinatos. Desafiando los prejuicios populares de su tiempo, Calixto concedió la sanción eclesiástica a uniones de esta clase entre cristianos. El progreso que representa la decisión de Calixto fue trascendental. Dando su bendición a esos matrimonios, la Iglesia derribó la barrera que existía entre las diferentes clases de la sociedad y trató a todos sus miembros como iguales. Con eso dio un paso extraordinario hacia la abolición de la esclavitud. La sorprendente innovación de Calixto en materia de costumbres matrimoniales es un testimonio impresionante del progreso social promovido por la Iglesia en el Imperio romano. Podemos calibrar la injusticia y amarga parcialidad de Hipólito por su actitud ante este acto clarividente de Calixto: no ve en él más que una oportunidad, para él, de lanzar contra Calixto la venenosa acusación de promover el adulterio y el homicidio, apoyándose en abusos inevitablemente ligados con esta clase de innovaciones.
El Fragmento Muratoriano.
Todavía hay otro documento que se atribuye a Hipólito de Roma, el llamado Fragmento Muratoriano. Contiene la más antigua lista de escritos del Nuevo Testamento aceptados como inspirados. Es, por consiguiente, de grandísima importancia para la historia del Canon. Fue descubierto y publicado por L. A. Muratori en 1740 de un manuscrito del siglo VIII de la Biblioteca Ambrosiana de Milán. Su latín es incorrecto y defectuosa su ortografía. Otros cuatro fragmentos del mismo texto se encontraron en códices de los siglos XI y XII en Montecasino. El manuscrito de la Biblioteca Ambrosiana provenía originalmente del antiguo monasterio de Bobbio. Está mutilado al principio y al fin y empieza a la mitad de una frase sobre el evangelio de Marcos. El fragmento comprende en total 85 líneas. No se contenta con enumerar los diferentes libros, sino que también demuestra su origen apostólico y da otros pormenores concernientes a la paternidad y canonicidad, especialmente por lo que se refiere al evangelio de San Juan. Después de los Evangelios, la lista enumera los Hechos de los Apóstoles, trece epístolas de San Pablo, las epístolas de San Juan y de San Judas, y dos Apocalipsis, el de Juan y el de Pedro. No se hace mención de la epístola a los Hebreos, ni de las de Santiago y San Pedro. Otras epístolas de San Pablo, como las escritas a los Laodicenses y a los Alejandrinos, son tachadas de heréticas: “Circulan, además, una epístola a los Laodicenses y otra a los Alejandrinos falsificadas bajo el nombre de Pablo, para favorecer a la herejía de Marción, y algunas otras que no pueden recibirse en la Iglesia católica, porque no conviene mezclar la hiel con la miel” (3). Es interesante que en este canon, el más antiguo del Nuevo Testamento, se cite también el libro de la Sabiduría, “escrito por los amigos de Salomón.” El Apocalipsis de Pedro (cf. p.143s) viene mencionado después del de San Juan, pero con cierto recelo: “aunque algunos entre nosotros no quieren que se lea en la Iglesia”: esto indica que había oposición contra él. Se recomienda el Pastor de Hermas (cf. p.97-109) como lectura privada, pero no es aceptado como libro inspirado, por pertenecer al período post-apostólico: “En cuanto al Pastor, lo escribió muy recientemente Hermas en nuestros tiempos en la ciudad de Roma, cuando su hermano, el obispo Pío, estaba sentado en la cátedra de la Iglesia de Roma. Y por eso conviene también leerlo, pero no al pueblo públicamente en la iglesia, ni entre los profetas, porque su número ya está completo, ni entre los Apóstoles, hasta el fin de los tiempos” (4). Al final se rechazan otras obras heréticas: “De [los escritos de] Arsínoo, llamado también Valentín, o de Milcíades, no recibimos nada absolutamente. También [se rechazan] los que escribieron el nuevo libro de los Salmos para Marción, juntamente con Basílides y el fundador de los catafrigios asiáticos” (4).
El párrafo que trata del Pastor de Hermas indica que el Canon Muratoriano fue compuesto poco después de haber gobernado Pío la Iglesia de Roma (142-155), probablemente antes de finalizar el siglo II. Se admite generalmente su origen romano, como lo sugiere la mención “de la ciudad.” Sin embargo, no se puede considerar como un documento oficial que implique la responsabilidad de la Iglesia de Roma, como sostuvo A. v. Harnack. H. Koch ha demostrado que son muchas las razones que militan contra esa teoría.
Se discute todavía si fue el griego o el latín la lengua original del documento. J. B. Lighfoot, con muchos otros, se decidió por el griego y consideró la obra actual como una traducción literal más bien torpe y que, además, se ha corrompido en el curso de su transmisión. Se funda en que la literatura de la Iglesia romana en aquella época era aún griega, como lo demuestra el ejemplo de Hipólito. Hacen observar también que la estructura y la conexión de las frases son griegas. Sin embargo, las recientes investigaciones de C. Mohrmann han demostrado que el cambio de lengua en la comunidad cristiana de Roma había empezado a realizarse hacia la mitad del siglo II y que por esa época existían ya versiones latinas del Antiguo Testamento. A pesar de esto, queda siempre la posibilidad de que el original fuera griego, puesto que el juego de palabras fel enim cum melle misceri non congruit apenas significa nada en contra.
Por falta de pruebas concretas no podemos atribuir este fragmento con certeza a ningún autor determinado. J. B. Lighfoot ha defendido con fuerza la paternidad de Hipólito de Roma. Th. H. Robinson, Th. Zahn, N. Bonwetsch, M. J. Lagrange son de la misma opinión. Por lo que se refiere al tiempo de su composición, dicen que sería una de las primeras obras de Hipólito. Podemos atribuírsela a él con mayores probabilidades que a cualquiera de los autores cuyos nombres se han sugerido, e. g. Clemente de Alejandría, Melitón de Sardes y Polícrates de Efeso.
Los Antiguos Prólogos a los Evangelios y a las Epístolas de San Pablo.
Muchos manuscritos de la Vulgata contienen prólogos a los diferentes libros bíblicos con noticias sobre sus autores respectivos, su importancia, características y, a veces, también la ocasión e historia de los mismos. Estas introducciones, llamadas también praefationes o argumenta, son, por regla general, obra de escritores desconocidos y la mayor parte de ellos de época tardía. Hay, sin embargo, tres grupos que merecen mención aparte.
1. Los prólogos antimarcionitas a los evangelios.
Los más antiguos prólogos a los evangelios son obra de un antimarcionita, que los compondría poco después de la crisis marcionita, que D. de Bruyne y A. v. Harnack colocan aproximadamente entre los años 160 y 180. Su patria fue probablemente Roma, y su lengua original el griego, aunque luego fueron traducidos en África a fines del siglo III para una nueva edición de la antigua versión latina de los Evangelios. Son de gran interés histórico, por cuanto que revelan la tradición de la primitiva Iglesia sobre los autores de los evangelios. Desgraciadamente, el prólogo al evangelio de Mateo se ha perdido — según parece, la pérdida se remonta a una época muy antigua —; de los demás, solamente el de Lucas, que es el más extenso, se ha conservado en el original griego. Los de Marcos y Juan, y asimismo el de Lucas, han llegado hasta nosotros en latín. Recientemente E. Gutwenger ha puesto en tela de juicio la hipótesis de D. de Bruyne y de Harnack. Ha hecho observar que estos autores suponen que los tres prólogos proceden de la misma pluma. Ahora bien, la diferencia de longitud y de contenido y la diversidad de tono y de ambiente hacen difícil de aceptar esa suposición. Debemos, pues, concluir que el origen y fecha de cada uno de estos prólogos deben estudiarse por separado.
Este trabajo ha sido realizado por R. G. Heard. Ha llegado a la conclusión de que al principio los prólogos se presentaban aislados. Es posible que los prólogos a Marcos y a Lucas estuvieran reunidos antes de que se les agregara el prólogo a Juan, que es posterior. El prólogo a Marcos refleja, en gran proporción, la tradición del Evangelio tal como se conocía en Occidente hacia fines del siglo II, mientras que es posible que su descripción del evangelista se funde en recuerdos auténticos. El prólogo a Lucas, destinado en su forma actual a servir de prólogo a una copia de Lucas que circulaba separadamente, contiene una frase tomada de Ireneo, y se remonta al siglo III o a principios del IV. Su primer párrafo, que quizás represente forma primitiva de prólogo, contiene información aceptable sobre Lucas y es un testigo importante de la verdad de la tradición que hace de éste el autor del tercer evangelio. No se puede sostener la opinión de R. M. Grant, según la cual el prólogo a Lucas sería “la respuesta de la Iglesia católica a Marción,” pues falta en él toda referencia específica a Marción. El prólogo a San Juan data del siglo V o VI, y su contenido carece de valor histórico. Es probable que los prólogos a Marcos y a Juan originalmente fueran también compuestos en griego, como el prólogo a Lucas.
2. Los prólogos monarquismos a los evangelios.
Existe una serie de introducciones a los evangelios más extensas que se conocen bajo el nombre de prólogos monarquianos. La fecha que se les asignaba generalmente era la primera mitad del siglo III. Según O. Corssen, fueron escritas en Roma en círculos monarquianos unos treinta años después del Fragmento Muratoriano. Su lengua original es el latín, aunque utilicen fuentes griegas. Corssen cree que constituyen otra prueba del carácter monarquiano de la enseñanza oficial de la Iglesia romana en aquella época. Sin embargo, su idea sobre el origen monarquiano de estos prólogos no pareció nunca muy convincente y fue abandonada después que J. Chapman y E. Ch. Babut los relacionaron con España. Hoy día se cree que los compuso algún autor priscilianista a fines del siglo IV o principios del V.
3. Los prólogos a las epístolas de San Pablo.
Los breves prólogos a los escritos de San Pablo no son de un autor. Según D. de Bruyne, los de las cartas pastorales son obra de un autor romano, del mismo que escribiera las antiguas introducciones a los Evangelios (conclusión que, naturalmente, hay que modificar a la vista de las objeciones presentadas por Gutwenger que hemos mencionado más arriba), mientras que los prólogos de las demás epístolas (excepción hecha de la de los Hebreos, cuya introducción fue añadida mucho mas tarde) se deben a la pluma de Marción o de uno de sus colaboradores.
Novaciano.
La teología del Logos tal como la propuso Hipólito no fue objeto de condenación expresa. Durante la siguiente generación la profesó abiertamente el sacerdote romano Novaciano. Era éste, según el historiador Filostorgio (Hist. eccl. 8,15), de origen frigio, pero este testimonio no es muy seguro. En carta dirigida al obispo Fabio de Antioquía, el papa Cornelio afirma que Novaciano fue bautizado estando gravemente enfermo y que nunca fue confirmado:
El punto de partida de su fe fue Satanás, que vino a él y vivio en él por bastante tiempo. Cuando cayó gravemente enfermo, fue ayudado por los exorcistas, y, pensando que iba a morir, en la misma cama en que yacía recibió el bautismo, si es que realmente se puede decir que semejante hombre lo haya recibido. Sin embargo, después que se vio libre de su enfermedad, no recibió las demás (ceremonias) que se deben recibir según la regla de la Iglesia, ni tampoco fue confirmado por el obispo. No habiendo recibido estas cosas, ¿cómo pudo recibir el Espíritu Santo? (Eusebio, Hist. eccl. 6,43,14-15: EH 254-6).
A pesar de eso, su obispo le ordenó, pero no sin oposición:
Fue honrado con el sacerdocio por un favor del obispo, que le impuso las manos para darle puesto entre los presbíteros, a pesar de la oposición de todo el clero y aun de muchos seglares — porque quien ha recibido el bautismo por infusión en su lecho por razón de enfermedad, como él, no puede ser promovido a ningún grado del clero (ibid. 6,43,17).
Aunque Cornelio le estigmatice por “su astucia y duplicidad, por sus perjurios y falsedades, por su carácter insociable y amistad de lobo,” y llegue al extremo de llamarle “bestia traicionera y maligna” (ibid. 6,43,6), debió de poseer, no obstante, eminentes cualidades, dado que hacia el año 250 ocupaba una posición influyente en el clero romano. Entre las cartas de San Cipriano hay dos (Ep. 30.36) dirigidas al obispo de Cartago en respuesta a preguntas sobre los apóstatas (lapsi), que fueron escritas durante el tiempo en que la sede de Roma estuvo vacante antes de la elección de Cornelio. Las cartas se enviaron en nombre de los “presbíteros y diáconos que viven en Roma,” pero su autor es Novaciano, como atestigua Cipriano (Epist. 4.5) para la primera, y lo prueban el contenido y el estilo para la segunda. Las dos se distinguen por su estilo esmerado, trabajado y brillante, y por la moderación y perspicacia de su autor. La epístola 30 pone de manifiesto que la Iglesia de Roma está plenamente de acuerdo con el obispo de Cartago en lo que se refiere al mantenimiento de la disciplina eclesiástica en el caso de los que apostataron durante la persecución, pero no quieren decidir la cuestión de su reconciliación hasta que haya sido elegido el nuevo obispo. Solamente debe darse la absolución en los casos en que la muerte sea inminente:
Deseando guardar en estas cuestiones la moderación de esta vía media, desde hace tiempo nosotros, y con nosotros otros muchos obispos vecinos nuestros que hemos podido consultar y otros más alejados que el ardor de la persecución ha traído de lejanas provincias, hemos juzgado que no se debe modificar nada hasta la designación de un obispo. Pero creemos que se debe usar de moderación en las medidas que se tomen respecto de los lapsi; por tanto, durante este intervalo, mientras Dios no nos conceda el don de un obispo, vale más que queden en suspenso las causas de aquellos que pueden soportar le dilación. En cuanto a los que por hallarse en peligro inminente de muerte no pueden tolerar que se difiera su causa, si han hecho ya penitencia y han manifestado repetidas veces el dolor de sus faltas, si con llantos y lágrimas y gemidos han dado señales de un espíritu profundo y verdaderamente penitente, y si, por otro lado, humanamente hablando, no les queda ninguna esperanza de vida, que sean socorridos con cautela y solicitud. Dejemos a Dios mismo, que sabe cómo les ha de tratar y de qué manera mirar a la balanza de justicia. Nosotros, por nuestra parte, obremos con suma diligencia, de manera que ningún malvado pueda aplaudir nuestra liberalidad, y que ninguno que esté verdaderamente arrepentido acuse a nuestra severidad de ser cruel (30,8).
Parece que Novaciano concibió esperanzas de llegar a ser obispo de Roma. Cuando Cornelio fue elegido en marzo del 251 y se mostró indulgente en la cuestión de la reconciliación de los lapsos, Novaciano cambió completamente de actitud. Exigió que los apóstatas fueran excomulgados para siempre y se improvisó campeón de un rigorismo absoluto. Buscó tres obispos “en una localidad insignificante de Italia… Cuando llegaron estos hombres, demasiado simples para los manejos de los malvados y para sus astucias, como hemos dicho antes, fueron encerrados por unos individuos como él, y a la hora décima, estando embriagados y mareados por los efectos de la borrachera, les obligó por fuerza a que le ordenaran obispo por medio de una falsa e inválida imposición de manos; este episcopado lo reivindica él por astucia y perfidia, eso que no le pertenece” (Eusebio, Hist. eccl. 6,43,9). No parece, pues, que el cisma de Novaciano tuviera su origen en divergencias doctrínales, sino en un conflicto personal. Al principio Novaciano no tenía opiniones particulares sobre la penitencia. Pero, una vez que el cisma quedó organizado, se vio precisado inevitablemente a tomar una actitud y adoptar unos principios opuestos a los de Cornelio en esa cuestión candente. El novacianismo llegó a ser una secta importante. El obispo Dionisio de Alejandría escribió en vano una carta personal a Novaciano instándole que volviera al seno de la Iglesia (véase p.402s). El partido de Novaciano se extendió hasta España en el Occidente y hasta Siria en el Oriente, y duró varios siglos. Eusebio informa (Hist. eccl. 6,43,1) que en el Oriente sus partidarios “se llamaban a sí mismos puritanos (?a?a???).” Fueron excomulgados por un sínodo celebrado en Roma, que zanjó la cuestión de los lapsos:
Por esta cuestión se reunió en Roma un sínodo muy numeroso, compuesto de sesenta obispos y un número aún mayor de presbíteros y diáconos; en las provincias, los pastores examinaron individualmente, en cada región, lo que había de hacerse. Se acordó unánimemente que Novato [léase Novaciano], juntamente con los que se habían sublevado con él y todos los que habían decidido abrazar las opiniones, llenas de odio fraternal y sumamente inhumanas, de aquel hombre, fueran considerados como extraños a la Iglesia; en cuanto a los hermanos que hubieran caído en el infortunio, había que cuidarlos y curarlos con el remedio de la penitencia (Eusebio, Hist. eccl. 6,43,2).
Nada se sabe de la historia personal de Novaciano después de estos acontecimientos. Por razones de crítica interna, se deduce que sus obras las escribió durante la persecución de Galo o de Valeriano, después de haberse separado de sus discípulos de Roma. Sócrates (Hist. eccl.-4,28) es el primero que recoge la noticia de que murió mártir durante la persecución de Valeriano. Eulogio, obispo de Alejandría, vio a fines del siglo VI unas actas del martirio de Novaciano, que describe como obra de ficción sin valor alguno. No obstante, en el Martirologio Jeronimiano se nombra a un tal Novaciano, sin otro apelativo, entre los mártires romanos el 29 de junio. Además de esto, en el verano de 1932 se descubrió en Roma una tumba ricamente decorada, en un cementerio anónimo recién descubierto cerca de San Lorenzo en Roma. La inscripción, pintada en caracteres rojos, en buen estado de conservación, dice así:

1.
Novatiano Beatissimo

2.
Martyri Gaudentius Diac
Se trata del sepulcro auténtico de un Novaciano venerado como mártir, en cuyo honor el diácono Gaudencio mandó hacer trabajos de embellecimiento en la tumba. Hay razones para suponer que tenemos aquí la tumba de nuestro heresiarca, aunque parece extraño que en la inscripción no se le dé a Novaciano el título de obispo.
Novaciano fue hombre de personalidad acusada, de gran talento y erudición, aunque un tanto débil de carácter. Se formó bien en la filosofía estoica (Cipriano, Epist. 55,24), y era maestro en retórica; en su estilo se nota la influencia de Virgilio. Casi todo lo que sabemos de él lo sabemos por sus adversarios; conviene, pues, recibirlo con cierta reserva. Fabiano tendría ciertamente sus razones para ordenarle a pesar de fuerte oposición. El autor del tratado Ad Novatianum dice (c.l) que podría haber sido “un vaso precioso” de haber permanecido dentro del seno de la Iglesia. Incluso su adversario, el obispo Cornelio, en su carta al obispo Fabio de Antioquía (Eusebio, Hist. eccl. 6,43), lo llama un “hombre maravilloso,” “esta persona tan distinguida” (7), “este maestro de doctrina, este campeón de la disciplina de la Iglesia” (8), “este vindicador del Evangelio” (11). Evidentemente, Cornelio dice todo esto en tono sarcástico; con todo, sus palabras hablan mucho en favor de la reputación de que gozaba Novaciano. Es interesante que diga de Novaciano que estaba “enamorado de una filosofía diferente” (16). Efectivamente, Novaciano parece haber sido un estoico cristiano. Sus obras, en más de un lugar, revelan la influencia de esa filosofía. Novaciano fue, además, el primer teólogo romano que publicó libros en latín y es, por lo tanto, uno de los fundadores de la teología romana. Su lenguaje es culto; su estilo, esmerado y muy estudiado, pero siempre claro y sereno.
1. Sus Escritos.
San Jerónimo nos informa que Novaciano “escribió Sobre la Pascua, Sobre el sábado. Sobre la circuncisión, Sobre el sacerdocio, Sobre la oración. Sobre los alimentos de los judíos, Sobre el celo, Sobre Atalo y sobre otros muchos temas, especialmente un gran volumen Sobre la Trinidad” (De vir. ill. 70), Dos de estos títulos se han conservado entre las obras de Tertuliano; otros dos, no mencionados por Jerónimo, se han desubierto en la herencia literaria de Cipriano.
1. Sobre la Trinidad (De Trinitate)
Este libro fue probablemente escrito bastante antes del 250 y es la primera gran aportación latina a la teología que apareció en Roma. San Jerónimo comete un grave error y rebaja considerablemente los méritos de esta obra cuando afirma que “es una especie de epítome de la obra de Tertuliano” (De vir. ill. 70), aludiendo evidentemente al Adversus Praxean, que es una defensa de la doctrina de la Trinidad. Compuesta en prosa poética y notable por su forma y su contenido, el De Trinitate es la mejor y la más extensa obra de Novaciano, la que le ha valido su fama de teólogo. Por lo completo de su teología, por la riqueza de la argumentación bíblica y por la influencia que ha ejercido en los teólogos posteriores, admite comparación con los Primeros principios de Orígenes, aunque la sobria teología occidental esté lejos de poseer la envergadura de la especulación alejandrina. Resume de una manera clásica la doctrina de la Trinidad desarrollada por Teófilo de Antioquía, Ireneo, Hipólito y Tertuliano, pero no por eso carece de originalidad e independencia. De hecho, su manera de tratar el problema es mucho más exacto y sistemático, mucho más completo y extenso que la de ningún ensayo anterior.
Aunque la palabra “trinidad” (trinitas) no aparece ni una sola vez en toda la obra, toda ella trata de este dogma. Tomando como base el antiguo símbolo romano, el tratado se presenta en forma de exposición de los tres principales artículos del Credo. La introducción al primer capítulo, que versa sobre Dios creador, en su entusiasta descripción del universo, revela ya la influencia de la filosofía estoica.
La regla de verdad exige que creamos, primero, en Dios Padre y Señor Todopoderoso, es decir, en el Hacedor perfecto de todas las cosas. El suspendió el cielo encima de nosotros, colocado en su empinada altura; consolidó la masa de la tierra bajo nuestros pies, extendió los mares, cuyas olas fluyen libremente en todas direcciones. El proporcionó todas estas cosas con suma abundancia y orden, cada una con su operación propia y adecuada. En el firmamento del cielo colocó el sol, que se levanta en la aurora de cada día para dar luz con sus rayos; la brillante esfera de la luna, creciendo hasta la plenitud según sus fases mensuales, a fin de aliviar la oscuridad de la noche, y las centelleantes estrellas, cuyos rayos varían de intensidad. Obedeciendo a su voluntad, cubren ellas su recorrido según la ley de su órbita, para señalar a los hombres los días, los meses, los años y las estaciones, y para que sirvan de signos y para otros fines útiles. Sobre la tierra, asimismo, levantó montañas con sus elevadas cimas, excavó valles profundos, igualó las llanuras. Seleccionó diferentes especies de animales para proveer a las variadas necesidades del hombre… También en el mar, admirable como es por su inmensidad y por su utilidad para el ser humano, formó criaturas vivientes de todas clases, unas de tamaño moderado, otras de dimensiones enormes… Pero no es esto todo, pues el oleaje embravecido y las corrientes de las aguas podrían haber usurpado un dominio que no es el suyo, en detrimento de su propietario humano. Pero Dios les señaló unos límites que no pueden franquear, y cuando el ronco bramido de las olas y las espumantes aguas que suben del abismo atraviesan el océano y llegan a la orilla, se ven obligadas a retroceder. No pueden traspasar los límites que se les han impuesto, sino que obedecen a leyes fijas de su ser, enseñando a los hombres cómo hay que guardar las leyes divinas con el ejemplo de obediencia que nos proporcionan los mismos elementos.
El resto del primer capítulo trata de la creación del hombre y de las potencias espirituales. Los capítulos 2-8 examinan la esencia de Dios y sus atributos.
La secunda parte, que comprende los capítulos 9-28, es una defensa de las dos naturalezas y de su unión en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, prometido en el Antiguo Testamento y revelado en el Nuevo. Se refutan el docetismo, el ebionitismo, el adopcionismo, el modalismo y el patripasianismo.
La tercera parte trata brevemente del Espíritu Santo (c.29), de sus dones a la Esposa de Cristo, la Iglesia, y de su obra en la Iglesia.
La cuarta parte, que comprende los capítulos 30 y 31, demuestra la unidad y trata de probar que la divinidad del Hijo no es un obstáculo a la misma. El último capítulo expone la relación eterna del Hijo con el Padre contra diferentes herejías.
No hay nada en el tratado que indique que haya sido compuesto después de la ruptura de su autor con la Iglesia de Roma. Por otra parte, parece que Cipriano lo conocía va cuando escribió su obra De umitate Ecclesiae. Debe de haber sido escrito, por lo tanto, antes de la persecución de Decio.
El texto del De Trinitate se ha conservado entre las obras de Tertuliano. Por haberse perdido los manuscritos, los únicos testigos para el texto de este tratado son las ediciones impresas de Mesnart-Gagneius (París 1545), Gelenio (Basilea 1550 1 y Pamelius (Amberes 1579).
2. Sobre los alimentos de los judíos (De cibis iudaicis).
Es una de las tres obras que Novaciano escribió contra los judíos y que menciona San Jerónimo (De vir. ill. 70): De circumcisione, De sabbato y De cibis iudaicis. Todas ellas se presentaban en forma de cartas a los hermanos, pero es ésta la única que queda de las tres. Sin embargo, en la introducción se alude a las otras dos como ya publicadas anteriormente: “He demostrado plenamente, según creo, en dos cartas anteriores, cuan perversos son los judíos y cuan lejos están de entender la Ley. En ellas se probaba de manera absoluta que ellos ignoran lo que es la verdadera circuncisión y el verdadero sábado; y su ceguera creciente es confundida en esta carta, en la que he tratado brevemente de sus alimentos.” Luego Novaciano intenta demostrar que las leyes relativas a los alimentos deben entenderse espiritualmente, como dice San Pablo (Rom. 7,14). Llamar a unos animales puros y a otros inmundos significaría que el divino Creador, después de haberlos bendecido todos como buenos, los habría reprobado luego en parte. Tamaña contradicción no se le puede atribuir, y por eso hay que restablecer la aplicación espiritual, que es la más apropiada. Novaciano da este interesante resumen de la historia del alimento humano:
Para empezar por el principio de las cosas, que es por donde me conviene empezar, el único alimento de los primeros hombres fueron las frutas y el producto de los árboles. Mas luego el pecado trasladó el deseo del ser humano de los frutos de los árboles a los productos del suelo, cuando la misma actitud de su cuerpo daba testimonio del estado de su conciencia. Si la inocencia había levantado al hombre hacia el cielo para coger sus alimentos de los árboles mientras tuviera buena conciencia, el pecado, por el contrario, una vez cometido, inclinó al hombre hacia la tierra y hacia el suelo, invitándole a recoger los granos. Más tarde, cuando se introdujo el uso de la carne, el favor divino proveyó al hombre con diferentes clases de carnes, adecuadas, en general, a las circunstancias. Pues mientras se necesitaba un alimento más tierno para hombres aún tiernos e inexpertos, se les dio un alimento que no se preparaba sin esfuerzo. Sin duda, esta disposición buscaba su propio bien, para que no cayeran de nuevo en el placer del pecado, si el trabajo impuesto por el pecado no hubiera sido para ellos una exhortación a la inocencia. Pero como en adelante no es ya el paraíso solamente el que hay que cultivar, sino el mundo entero, se le ha ofrecido al hombre un alimento de carne más consistente, para añadir algo al vigor del cuerpo humano, para bien de su trabajo. Todas estas cosas, como ya dije, se deben a la gracia y a la disposición divina (2).
Si la Ley distingue entre animales puros e impuros, no quiere decir nada en contra de estas criaturas de Dios:
Son los caracteres, las acciones y las voluntades de los hombres los que vienen simbolizados por esos animales. Son puros si son rumiantes; esto es, si tienen siempre en la boca, a manera de manjar, los preceptos divinos. Son de pezuña hendida si con paso firme de inocencia andan por los caminos de la justicia y de toda virtud de vida… Así, pues, la Ley pone en los animales como un espejo de la vida humana, en el que los seres humanos pueden ver la imagen de diversos castigos. Toda acción viciosa, por ser contraria a la naturaleza, será condenada más gravemente en las personas, cuando esas mismas cosas, aunque naturalmente ordenadas en los brutos, son, no obstante, censuradas en ellos (3).
Si la Ley prohíbe comer carne de cerdo, es porque reprueba la vida impura e inmunda, que se deleita en la basura del vicio y coloca su bien supremo, no en la generosidad del alma, sino en la sola carne. Si proscribe la comadreja, es porque reprueba el hurto. El milano, el gavilán y el águila simbolizan a los salteadores y gente violenta, que viven del crimen; el gorrión, la intemperancia; el mochuelo, a los que huyen de la luz de la verdad; el cisne, a los orgullosos y altaneros; los murciélagos, a los que buscan la oscuridad de la noche y del error, etc. La prohibición de tantas clases de carnes para los judíos se explica también de esta otra manera: para obligarles al servicio del único Dios. Hubieran podido tener la audacia de preferir los abominables manjares de Egipto a los banquetes divinos del maná, y el jugoso trato de sus enemigos y dueños a la libertad. “La moderación es siempre la compañera de la religión, más aún, relacionada y emparentada con ella; porque la lujuria es enemiga de la santidad” (4). “Pero ahora Cristo, el término de la ley, ha venido disipando todas las oscuridades de la ley… Porque el glorioso Señor, el celestial Maestro y el ordenador de la verdad perfecta, ha venido, de quien, finalmente, se dice con toda verdad y justicia (Tit. 1,15): ‘Todo es limpio para los limpios’” (5). El verdadero y santo alimento tiene que entenderse ahora alegóricamente, como la verdadera fe, una conciencia sin mancilla y un alma pura. La abrogación del Antiguo Testamento no significa, sin embargo, que la lujuria sea permitida a los cristianos, ni que no deban practicarse más el ayuno y la continencia. “Nada ha reprimido tanto la intemperancia como el Evangelio, y nadie ha dado leyes tan estrictas contra la glotonería como Cristo, de quien se dice que proclamó bienaventurados a los mismos pobres y felices a los hambrientos y sedientos” (6). En el último capítulo, Novaciano pone en guardia contra el caso de alimentos que han sido ofrecidos a los ídolos:
En cuanto pertenece a la creación de Dios, toda criatura es pura. Pero cuando ha sido ofrecida a los demonios, está contaminada por haber sido ofrecida a los ídolos. Una vez que se ha hecho esto, ya no pertenece más a Dios, sino al ídolo. Y cuando se toma en alimento esa criatura, alimenta a la persona que la toma para el demonio, no para Dios, haciéndolo comensal del demonio, no de Cristo (7).
El método que sigue Novaciano para interpretar las normas del Levítico se parece al de la Epístola de Bernabé (véase p.90-6), de la primera mitad del siglo II. Ya mucho antes, Filón, contemporáneo de Cristo, interpretó los animales como símbolo de las pasiones humanas (De plantatione 43), y el Ps.-Aristeas, un judío helenizado, explicó de la misma manera a los griegos los preceptos del Antiguo Testamento. Pero nadie trató este tema tan extensamente antes de Novaciano. El fue quien preparó el camino al exceso de alegoría que invadió el arte y la literatura medievales.
En este tratado, el autor demuestra conocer bien a Séneca y Virgilio. En gran número de pasajes se pueden señalar imágenes y fraseología tomadas de esos autores. Por ejemplo, recuerda una censura de Séneca contra los que bebían demasiado temprano por la mañana (Epist. 122,6) cuando reprocha a los cristianos, “cuyos vicios han llegado a tal extremo que, cuando ayunan, beben temprano por la mañana, porque no juzgan que es cristiano beber después de las comidas, a menos que el vino derramado dentro de sus venas vacías y desocupadas baje directamente después del sueño; pues parece que saborean menos la bebida si el vino viene mezclado con el alimento” (6).
En todo el tratado no se halla ninguna alusión al cisma. De la introducción se deduce que fue escrito durante una ausencia forzosa lejos de la comunidad, probablemente durante la persecución de Galo y Volusiano del año 253:
Nada hay, queridos hermanos, que me ate tan fuerte, nada que remueva y excite tanto el aguijón de mi preocupación y ansiedad, como el temor de que vosotros podáis sufrir algún menoscabo por causa de mi ausencia. Trato de poner remedio procurando hacerme presente en medio de vosotros con mis frecuentes cartas. Y aunque me vea en la precisión de escribir cartas por razón de mi deber, del cargo que he aceptado y del mismo ministerio que me ha sido confiado, vosotros aumentáis esta obligación mía estimulándome a que os escriba con vuestras continuas misivas. Aun siendo yo inclinado a estas expresiones periódicas de afecto, vosotros me acuciáis todavía más recordándome que permanecéis firmes en el Evangelio (1).
La captatio benevolentiae con que concluye este pasaje aparece también en la salutación que precede a la carta en los manuscritos: “al pueblo que permanece firme en el Evangelio” (plebi in evangelio perstanti).
Transmisión del texto.
El texto del De cibis iudaicis no se encontraba, hasta el año 1893, más que en las ediciones antiguas de Tertuliano, que conservan también el De Trinitate. Ese año se descubrió un manuscrito en la biblioteca de San Petersburgo que contiene nuestro tratado juntamente con versiones latinas de la Epístola de Santiago, la Epístola de Bernabé y los escritos de Filastro. La edición de Landgraf y Weyman se basa en este Codex Petropolit, saec. IX; el Codex 1351 de la biblioteca de Santa Genoveva de París, descubierto por A. Wilmart, no es sino una copia del anterior, hecha en el siglo XV.
3. De spectaculis.
En esta obra, que se encontró entre las de San Cipriano, Novaciano condena la asistencia a espectáculos públicos y corrige a los que no se avergüenzan de justificar su presencia en esos juegos con citas bíblicas. La madre de todas estas diversiones es la idolatría, prohibida a los cristianos (c.1-3). El autor describe con viveza las distintas clases de atracciones paganas, mostrando la crueldad, los vicios y las brutalidades que ellas defienden y propagan (c.4,8). “El cristiano tiene espectáculos más nobles, si lo desea. Tiene placeres verdaderos y provechosos, con tal que se recoja dentro de sí mismo” (9). Novaciano demuestra a la vez su formación en la filosofía estoica y su fe cristiana, cuando al final recuerda a sus lectores la belleza del mundo (cf. De Trinitate 1; véase p.504s) y la dignidad de los espectáculos que proporciona la Sagrada Escritura:
Tiene la belleza del mundo para contemplarla y admirarla. Puede contemplar la salida del sol y su puesta, examinar cómo produce la sucesión de los días y las noches. Puede admirar la esfera de la luna, que con sus crecientes y menguantes indica el curso de las estaciones; las huestes de brillantes estrellas y las que centellean en lo alto con extremada movilidad. Las partes del año se suceden regularmente. Los mismos días y las noches se distribuyen en períodos de horas. Que considere la pesada masa de la tierra, equilibrada por las montañas, y los ríos que corren y sus fuentes, la inmensidad de los mares, con sus olas y orillas… Que estas, digo, y otras obras divinas constituyan los espectáculos de los fieles cristianos. ¿Qué teatro construido por mano de hombre podrá jamás compararse con obras como éstas? (9).
Que el fiel cristiano, repito, se dedique a las Sagradas Escrituras. Allí encontrará espectáculos dignos de su fe. Verá a Dios creando su mundo, creando, no solamente los demás animales, sino también esa hechura maravillosa y superior que es el ser humano. Contemplará el mundo en la plenitud de sus delicias y en la justicia de sus naufragios, que recompensan a los buenos y castigan a los impíos. Verá mares que se secan en favor de un pueblo, y mares que manan de la roca para ese mismo pueblo. Verá en algunos casos la fe en lucha con las llamas, bestias salvajes subyugadas por la piedad y amansadas por la dulzura. Verá también almas que han vuelto de la misma muerte… Y entre todas estas cosas contemplará un espectáculo mucho mayor aún, verá a aquel demonio que había triunfado sobre el mundo entero cómo yace postrado a los pies de Cristo. ¡Qué grande es este espectáculo, hermanos!… Este es el espectáculo que puede contemplarse aun cuando se haya perdido la vista. Este es un espectáculo que no pueden darlo ni pretores ni cónsules, sino solamente Aquel que es único y está por encima de todas las cosas (10).
Esta obra está inspirada en Tertuliano, quien escribe un tratado con el mismo título; depende también del Ad Donatum de Cipriano.
4. Sobre las ventajas de la castidad (De bono pudicitiae).
La introducción de esta excelente obra (c.1-2) presenta numerosos puntos de contacto con el tratado De cibis iudaicis. También aquí se lamenta el autor de estar ausente de su rebaño, con el cual se mantiene en contacto por medio de cartas: “Por mis cartas procuro hacerme presente entre vosotros, y me dirijo a vosotros en la fe, según tengo por costumbre, mediante las amonestaciones que os envío” (1), y les exhorta a permanecer firmes en el Evangelio: “Os conjuro, pues, que os establezcáis en la solidez de la raíz del Evangel