VIERNES SANTO
VIERNES SANTO
DE LA PASION Y MUERTE DEL SEÑOR
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger
MAÑANA
JESÚS CONDENADO POR CAIFÁS. — El sol baña de luz los muros y pináculos del templo de Jerusalén. Los Pontífices y Doctores de la ley no han hecho caso de su brillo para satisfacer su odio contra Jesús. Anas, que había recibido el primero al divino prisionero, ordena que le conduzcan ante su yerno Caifas. El indigno Pontífice ha osado someter a un interrogatorio al mismo Hijo de Dios. Jesús, desdeñando responder, recibe la bofetada de un criado. Tenían preparados testigos falsos que vinieron a declarar sus mentiras ante el que es la suma Verdad; intento inútil, pues los testimonios proferidos serán contradictorios. Entonces, el Sumo Sacerdote viendo que el sistema adoptado para convencer a Jesús de blasfemo no conducía más que a desenmascarar los cómplices de su fraude, quiso sacar de la boca del mismo Salvador el delito que debía hacerle justiciable por la Sinagoga: «Te conjuro por el Dios vivo, que nos digas si Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios» Esta es la interpelación que el Pontífice dirige a Cristo. Jesús, queriendo darnos ejemplo de sumisión a la autoridad, rompe su silencio y responde con firmeza: «Tú lo has dicho, yo soy: Y os digo que a partir de ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios y venir sobre las nubes del cielo.» A estas palabras el Pontífice se levanta y desgarra sus vestiduras, diciendo: «Ha blasfemado.» ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Unánimemente respondieron todos: «Reo es de muerte.»
El propio Hijo de Dios ha bajado a la tierra para llamar a la vida al hombre que se había precipitado en la muerte, y lo hace por la más espantosa inversión. El hombre, en pago de tal beneficio, conduce a su tribunal al Verbo divino y le juzga reo de muerte. Jesús guarda silencio y no aniquila en su cólera a estos hombres tan audaces e ingratos. Repitamos en este momento las palabras, con las cuales la Liturgia Griega interrumpe hoy varias veces la lectura de la Pasión: «Gloria a tu Pasión, Señor.»
ESCENA DE INSULTOS. — Apenas se ha dejado oír en la plaza el grito: «Reo es de muerte», cuando los criados del Sumo Sacerdote se arrojan sobre Jesús. Le escupen en el rostro, le vendan los ojos y dándole bofetadas le dicen: «Profeta, adivina quién te ha pegado» ‘. Estos son los homenajes de la Sinagoga al Mesías, cuya expectación la ha vuelto tan altiva. La pluma se resiste a transcribir tales ultrajes inferidos al Hijo de Dios, y sin embargo, no son sino el exordio de lo que ha de sufrir el Redentor.
LA NEGACIÓN DE PEDRO. — Al mismo tiempo una escena mucho más dolorosa para el Corazón de Cristo se realiza fuera de la sala, en el palacio del Sumo Sacerdote. Pedro, que ha entrado allí, se ve envuelto en una contienda con los guardias y los ci’iados, que le reconocen por uno de los galileos que seguían a Jesús. El Apóstol, desconcertado y temiendo por su vida, abandona cobardemente a su Maestro y llega hasta afirmar con juramento que jamás le conoció. ¡Triste ejemplo de castigo reservado a la presunción! ¡Oh misericordia infinita de Jesús! Los criados del Sumo Sacerdote le arrastraron hacia el lugar donde se encontraba el Apóstol; al verle le dirigió una mirada de reproche y de perdón; Pedro se humilla y llora. En este momento sale del palacio maldito; en adelante, arrepentido, no se consolará hasta haber visto a su Maestro resucitado y triunfante. Sea nuestro modelo este discípulo pecador y convertido, en estas horas de compasión en que la Iglesia quiere que seamos testigos de los dolores siempre en aumento de nuestro Salvador. Pedro se retira, pues desconfía de su fragilidad. Quedémonos nosotros hasta el fin; nada tenemos que temer; la dulce y digna mirada de Jesús que ablanda los corazones más empedernidos se dirige hacia nosotros.
Los Príncipes de los Sacerdotes, viendo que el día comenzaba ya a clarear, se disponen a conducir a Jesús ante el Gobernador Romano. Ellos han formulado su causa como se hace con un blasfemo. Mas no pueden aplicarle la ley de Moisés, según la cual debería ser apedreado. Jerusalén ya no es libre ni la rigen sus propias leyes. El derecho de vida y muerte sólo lo ejercen los vencedores y siempre en nombre del César. ¿Cómo no recuerdan estos Pontífices y Doctores el oráculo de Jacob agonizante que declara que el Mesías vendría, cuando le fuese arrebatado el cetro a Judá? Pero una nube de rencor les ha ofuscado y no se percatan de que los malos tratos que ellos dan al Mesías se encuentran descritos de antemano en las profecías que leen y cuyos custodios son.
LA DESESPERACIÓN DE JUDAS. — El rumor extendido por la ciudad de que Jesús ha sido apresado esta noche y que se ultiman los preparativos para llevarle ante el Gobernador, llega a oídos de Judas. El infeliz amaba el dinero; pero no tenía motivo ninguno para maquinar la muerte de su Maestro. Conoció el poder sobrenatural de Jesús y tal vez se ilusionaba con la idea de que las consecuencias de su traición serían vencidas por aquel a quien obedecen los elementos sobrenaturales. Pero, ahora que le ve en poder de sus más crueles enemigos y todo anuncia un fin trágico, los remordimientos se apoderan de su alma. Corre al templo y arroja a los pies de los sacerdotes aquellas monedas, precio de una Sangre inocente. Diríase que se ha convertido y que va a implorar el perdón. Pero, ¡ay!, nada de eso. La desesperación es el último sentimiento que le queda y quiere poner cuanto antes fln a sus días. El recuerdo de las llamadas, de aquelíos aldabonazos, que dio Jesús a su corazón en la cena del día anterior y en el huerto, no le sirven más que de acicate para perpetrar un segundo crimen. Dudó de la misericordia, para él su pecado no podría borrarse y se precipitó en la eterna condenación en el momento mismo, en que comenzaba a correr la sangre inmaculada.
JESÚS ANTE PILATOS. — Luego, los Príncipes de los Sacerdotes se presentan ante Pilatos, llevando consigo a Jesús encadenado, y piden se les escuche en un asunto criminal. El Gobernador se presenta en público y les dice algo enojado: «¿Qué acusación traéis contra este hombre? Si no fuese malhechor no te lo habríamos entregado.» El desprecio y enojo se refleja en las palabras del Gobernador y la impaciencia en la respuesta de los Sacerdotes. Se ve que Pilatos se preocupa poco de ser el ministro de sus venganzas: «Tomadle, les dice, y juzgadle según vuestra ley, mas estos hombres sanguinarios responden que no les es permitido quitar la vida de nadie» ‘. Pilatos, que había salido al pretorio para hablar a los enemigos del Salvador, entra dentro y manda introducir a Jesús. El Hijo de Dios y el representante del mundo pagano se hallan frente a frente. «¿Eres el Rey de los judíos?», interroga Pilatos. «Mi reino no es de este mundo», responde Jesús; no tiene que ver nada con los reinos formados por la violencia; su origen viene de lo alto. «Si mi reino fuera de este mundo, mis soldados no me habrían dejado caer en poder de los judíos.» Pronto, a mi vez ejerceré el imperio terrestre; pero, en este momento, mi reino no es de aquí abajo. «Luego, ¿Tú eres Rey?», vuelve a interrogar Pilatos. «Sí, yo soy Rey», contesta el Salvador. «Después de haber confesado su dignidad augusta, el Hombre-Dios hace un esfuerzo para elevar al romano por encima de los intereses vulgares; le propone un ñn más digno que el buscar los honores de la tierra.»
«Yo he venido a este mundo, le dice, para dar testimonio de la Verdad; cualquiera que es de la Verdad escucha mi voz.» «Y ¿qué es la Verdad?», interroga Pilatos y sin aguardar la respuesta, para acabar pronto, deja a Jesús y vase en busca de los acusadores. «No encuentro delito alguno en este hombre», les dice. El pagano creyó hallar en Jesús un doctor de alguna secta judía cuyas enseñanzas no valían la pena ser escuchadas y no sólo eso, sino que, al mismo tiempo, vio en él un hombre inofensivo en quien no se podía, sin injusticia, buscar un hombre peligroso.
ANTE HERODES. — Apenas ha manifestado su opinión favorable a Jesús, cuando los Príncipes de los Sacerdotes comienzan a acusar al Rey de los Judíos. El silencio de Jesús, en medio de tan tas mentiras, hacen enmudecer al Gobernador. «¿No oyes, le dice, cómo te acusan?» Estas palabras de un interés visible, no inmutan a Jesús en su digno silencio; pero provocan en sus enemigos una nueva explosión de furor: «Perturba al pueblo, gritan frenéticos los Príncipes de los Sacerdotes, enseñando por toda la Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí».
Al oír el nombre de Galilea creyó ver un rayo de luz. Herodes, Tetrarca de Galilea está en Jerusalén. Es necesario remitirle a Jesús, su súbdito; esta cesión de la causa criminal desembarazaría al Gobernador y al mismo tiempo restablecería la armonía entre Herodes y él.
El Salvador es arrastrado por las calles de la ciudad, del Pretorio al Palacio de Herodes. Sus enemigos le siguen con la misma rabia, mas Jesús guarda silencio. No recibe más que el despreció de Herodes, el asesino de Juan Bautista; pronto los habitantes de Jerusalén le ven aparecer con la vestidura de un insensato y le llevan de nuevo ante Pilatos.
BARRABÁS. — Esta reaparición inesperada del acusado, contraría mucho a Pilatos; pero cree haber hallado un nuevo medio de desembarazarse de esta causa que le es odiosa. La ñesta de Pascua le facilita la ocasión de indultar a un culpable; quiere hacer caer este favor en Jesús. El pueblo está amotinado a las puertas del Pretorio. Pondrá en paralelo a Jesús, al mismo Jesús, que hace unos días toda la ciudad llevó en triunfo, con Barrabás, el malhechor, persona odiosa en Jerusalén; la elección del pueblo no puede menos de ser favorable a Jesús. «¿A quién queréis que dé la libertad, les dice, a Jesús o a Barrabás?» La respuesta no se hace esperar; voces tumultuosas gritan: «No a Jesús, sino a Barrabás.» Y ¿qué haré con Jesús? Y la chusma corta las últimas palabras del Gobernador y grita frenética. ¡Crucifícale, crucifícale! Pero ¿qué mal ha hecho?; le castigaré y le pondré en libertad. «¡No; crucifícale!»
LA FLAGELACIÓN. — La prueba no ha tenido éxito y la. situación del cobarde Gobernador es más crítica que antes. En vano ha buscado para rebajar al inocente al nivel de un malhechor; la pasión de un pueblo ingrato y agitado no ha tenido cuenta alguna de ello. Pilatos se ve obligado a prometer que castigará a Jesús de modo bárbaro, para apagar un poco la sed de sangre que devora al populacho; pero no sirve más que para provocar un nuevo grito de muerte.
No vayamos más lejos sin ofrecer una reparación al Hijo de Dios por los ultrajes de que acaba de ser objeto. Comparado con un infame, es preferido éste. Si Pilatos quiere por compasión salvarle, es con la condición de hacerle su frir esta vergonzosa comparación, que resultaría vana. Las voces que cantaban el Hosanna al Hijo de David hace unos días no profieren sino aullidos feroces; y el Gobernador, temiendo una sedicción, se ha comprometido a dar un castigo a aquel cuya inocencia acaba de confesar.
Jesús es entregado a los soldados para que le flagelen; se le despoja violentamente de sus vestidos y se le ata a la columna que servía para estas ejecuciones. Los látigos más crueles cruzan su cuerpo y la sangre, aquella sangre inmaculada, corre por sus divinos miembros. Recojamos esta segunda efusión de sangre, por la cual Jesús expía todas las complacencias y crímenes de la carne de la humanidad entera. Es la mano de los gentiles quien le da este tratamiento; los judíos le entregan y los romanos son los ejecutores, pero todos nosotros tomamos parte en el deicidio.
LA CORONACIÓN DE ESPINAS.-—Los soldados están cansados de golpearle y los verdugos desatan a su víctima. ¿Se habrán compadecido de El? No. A tanta crueldad va a seguir una burla sacrilega. Jesús se ha llamado Rey de los Judíos y los soldados aprovechan el título para dar una forma nueva a sus ultrajes. Un rey lleva corona y los soldados van a imponérsela al Hijo de David. Tejiendo, de prisa, una diadema con ramas espinosas, la clavan en la cabeza, y por tercera vez corre la sangre de Jesús. Después, para completar la ignominia, ponen en sus espaldas un manto de púrpura y en su mano una caña, a modo de cetro. Entonces se ponen de rodillas delante de El y dicen: «¡Dios te salve, Rey de los judíos!»
Pero no paró aquí su crueldad: Como acompañamiento a este homenaje insultante le escupen en el rostro y lanzan al aire sonoras carcajadas; de cuando en cuando le arrancan la caña de la mano para darle con ella en la cabeza, y de ese modo clavan más las espinas.
HOMENAJE REPARADOR. — Ante este espectáculo el cristiano se postra en doloroso respeto y dice a su vez: «¡Dios te salve, Rey de los judíos! Sí; Tú eres el Hijo de David, nuestro Mesías y nuestro Redentor. Israel no reconoce tu reinado que proclamaba no ha mucho, y la gentilidad ha hallado medios de ultrajarte; pero tú, reinarás, por la justicia en Jerusalén, que no tardará en sentir los golpes de tu cetro vengador; por la misericordia sobre los gentiles, que pronto los Apóstoles traerán a tus pies. Recibe nuestro homenaje y nuestra sumisión. Reina desde hoy en nuestros corazones y en nuestra vida entera.»
ECCE-HOMO. — Jesús es conducido a Pilatos en el estado en que le ha dejado la crueldad de los soldados. El Gobernador no duda que una víctima en estado examine encontrará gracia ante el pxieblo; mandando subir a Jesús a una galería del palacio le muestra a la multitud diciendo: ECCE-HOMO. «He aquí el Hombre.» Esta palabra era más significativa de lo que creía Pilatos. No decía: He aquí a Jesús, ni he aquí al Rey de los Judíos; se servía de una expresión general de la que no tenía la clave; y el cristiano posee su conocimiento. El primer hombre en su sublevación contra Dios había trastornado con su pecado la obra entera del Creador; en castigo de su orgullo y su codicia, la carne había avasallado al espíritu, y la tierra misma, en señal de maldición, no producía más que espinas. El nuevo hombre que llevó, no la realidad, sino la apariencia del pecado, aparece. La obra del Creador vuelve a tomar con El su antigua armonía; mas es por medio de la violencia.
Para demostrar que la carne debe estar sometida al espíritu, su carne es azotada con látigos; para demostrar que el orgullo debe ceder su lugar a la humildad, lleva una corona formada por las espinas de la tierra maldita. Triunfo del espíritu sobre los sentidos, abatimiento de la voluntad soberbia bajo el yugo de la sentencia. He ahí al hombre.
JESÚS Y PILATOS. — Israel es como el tigre; la vista de la sangre excita su sed y no está contento hasta que se baña en ella. Apenas ha visto a su víctima ensangrentada, grita con nuevo furor: «¡Crucifícale, crucifícale!» ¡Está bien!, «dice Pilatos», tomadle y crucificadle vosotros mismos; yo no hallo en El crimen alguno.» Y sin embargo, por orden suya, se le ha puesto en un estado que, con él solo, puede causarle la muerte. Su cobardía será desbaratada. Los judíos replican invocando el derecho que los Romanos dejan a los pueblos conquistados. «Tenemos una ley y según esa ley debe morir, porque se proclama Hijo de Dios.» A esta reclamación Pilatos se turba; vuel- ‘ ve a la sala con Jesús y le dice: «¿De dónde eres Tú?» Jesús se calla, Pilatos no era digno de oír al Hijo del Hombre darle razón de su origen divino. Pilatos se irrita: ¿A mí no me respondes?, le dice: «¿No sabes que tengo poder para crucificarte y para absolverte?» Jesús se digna hablar para enseñarnos que todo poder de gobierno, aun entre los infieles, viene de Dios y no de lo que se llama pacto social. «No tendrías ese poder, responde, sino te hubiese sido dado de lo alto; por tanto, el pecado de quien me ha entregado a ti, es mayor»1. La nobleza y la dignidad de estas palabras, subyugan al Gobernador; quiere aún salvar a Jesús. Pero los gritos del pueblo penetran de nuevo hasta él: «Si le dejas libre, le dicen, no eres amigo del César; pues todo el que se hace Rey, se levanta contra el César.» A estas palabras Pilatos, tratando en una última tentativa de mover a piedad a este pueblo furioso, sale de nuevo y sube a un estrado al aire libre; se sienta y manda conducir a Jesús: «He aquí, dice, vuestro Rey; ved si César tiene que temer algo por su parte.» Mas los gritos aumentan: «Quítale, quítale. Crucifícale.» «Pero ¿voy a crucificar a vuestro Rey?», dice el Gobernador, que aparenta no ver la gravedad del peligro. Los Pontífices responden: «No tenemos otro rey que el César.» Palabra indigna que cuando sale del santuario anuncia a los pueblos que la fe está en peligro; al mismo tiempo palabra de reprobación para Jerusalén, porque si no tiene otro rey que el César, el cetro no está ya en Judá y la hora del Mesías ha llegado.
JESÚS CONDENADO POR PILATOS. — Pilatos viendo que la sedición ha llegado al culmen y que su responsabilidad de Gobernador está amenazada, determina dejar a Jesús en manos de sus enemigos. Muy a pesar suyo dicta la sentencia que ha de producir pronto en su conciencia un remordimiento del que tratará de librarse con el suicidio. El mismo traza sobre una tablilla, con un punzón, la inscripción que ha de ponerse sobre la cabeza de Jesús. Más aún; concede al odio de los enemigos del Salvador, para mayor ignominia, que sean crucificados con El dos ladrones. Este hecho era necesario para dar cumplimiento al oráculo profético: «Será contado entre los criminales» 1; y después que acaba de mancillar i su’ alma con el más odioso de los crímenes, se i lava públicamente las manos, al mismo tiempo que grita en presencia del pueblo: «Inocente soy 4 de la sangre de este justo; allá os lo veréis vos- -] otros.» Y todo el pueblo responde con este an- | helo: «Su sangre caiga sobre nosotros y sobre j nuestros hijos.» Este fué el momento en que el i parricidio se imprimió en la frente del pueblo J ingrato y sacrilego, como en otro tiempo sobre! la de Caín. Diez y nueve siglos de servidumbre,! de miseria y de desprecio no lo han borrado aún. j Nosotros, hijos de la gentilidad sobre los quel esta sangre divina ha descendido como un rocío! misericordioso, demos gracias al Padre celestial | que «ha amado tanto al mundo que le ha dado! a su único Hijo». Demos gracias al amor de estel Hijo único de Dios, que viendo que nuestras! manchas no podían ser lavadas sino en su san-4 gre, nos la da hoy hasta en la última gota.
VÍA DOLOROSA. — Aquí comienza la Vía dolo- í rosa, y el Pretorio de Pilatos en que fué pronun-1 ciada la sentencia de Jesús, es la primera esta- ! ción. El Redentor es abandonado a los judíos por | la autoridad del Gobernador. Los soldados sel apoderan de El y le conducen fuera del patio del í Pretorio. Le quitan el manto de púrpura y le i visten con sus propios vestidos que le habían sido quitados para flagelarle; por fin le cargan la cruz sobre sus desgarradas espaldas. El lugar en que el nuevo Isaac recibió en sí la leña de su sacrificio es designado como la segunda estación. El escuadrón de soldados, reforzado con los ejecutores, con los príncipes de los Sacerdotes, con los Doctores de la ley y con mucho pueblo, se pone en marcha. Jesús avanza bajo el peso de la cruz; pero en seguida, desfallecido, a causa de la sangre que ha perdido y por los sufrimientos de todo género, no puede sostenerse y cae bajo la carga, señalando así con su caída la tercera estación.
ENCUENTRO DE JESÚS CON SU MADRE. — Los soldados levantan con brutalidad al divino cautivo que sucumbía, más aún bajo el peso de nuestros pecados, que bajo el del instrumento de su suplicio. Acaba de reanudar su marcha vacilante y al punto se encuentra con su Madre llorosa. La mujer fuerte, cuyo amor maternal es invencible, ha salido al encuentro de su Hijo; quiere verle, seguirle, unirse a El hasta que expire. Su dolor está por encima de toda ponderación humana. Las inquietudes de estos últimos días han agotado sus fuerzas; todos los sufrimientos de su Hijo le han sido manifestados por revelación; se ha asociado a ellos y los soporta todos y cada uno en particular. Sin embargo de eso, no puede permanecer por más tiempo lejos de la vista de los hombres; el sacrificio avanza en su curso, su consumación se acerca; es necesario estar con su Hijo y nada podrá detenerla en este momento. Magdalena está cerca de ella llorosa; Juan, María, madre de Santiago y Salomé la acompañan también; éstas lloran por su Maestro; mas ella llora por su Hijo. Jesús la ve y no puede consolarla, pues todo esto no es sino el comienzo de los dolores. El sentimiento de agonía que experimenta en este momento el corazón de la más tierna de las madres acaba de oprimir con un nuevo peso el corazón del más amante de los hijos. Los verdugos no concedieron un momento de espera en la marcha, en favor de la madre de un condenado; si quiere, puede seguir el funesto cortejo; sin embargo, el encuentro de Jesús y María en el camino del calvario señalará para siempre la cuarta estación.
EL CIRINEO. — El camino es largo aún, porque, según la ley, los criminales debían sufrir el suplicio fuera de la ciudad. Los judíos temen que la victima expire antes de llegar al lugar del sacrificio. Un hombre que volvía del campo, llamado Simón de Cirene, encuentra el doloroso cortejo; se le detiene; y por un sentimiento cruelmente humano hacia Jesús, se le obliga a compartir con El el honor y la fatiga de llevar el instrumento de la salvación del mundo. Este encuentro de Jesús con Simón Cirineo da lugar a la quinta estación.
LA SANTA FAZ. — A unos pasos de allí, un incidente inesperado llena de admiración y estupor a los mismos verdugos. Una mujer atraviesa la muchedumbre, aparta a los soldados y va hacia. el Salvador. Sostiene entre sus manos el velo que ha desplegado y enjuga con mano temblorosa el rostro de Jesús, desfigurado por la sangre, el sudor y las bofetadas. Sin embargo de eso, lo ha reconocido porque le ama; y no ha temido exponer su vida para ofrecerle este ligero alivio. Su amor será recompensado; el rostro del Redentor se imprime milagrosamente en el lienzo, que será en adelante su más preciado tesoro, y tiene la gloria de señalar con su acto intrépido la sexta estación de la Vía dolorosa.
JESÚS SE COMPADECE DE JERUSALÉN. — Con todo eso, las fuerzas de Jesús se debilitan más y más, a medida que se acerca el término fatal. Un desfallecimiento súbito derriba al suelo—por segunda vez—a la víctima y señala la séptima estación, Jesús es en seguida levantado con violencia por los soldados y camina de nuevo por el sendero que va rociando con su sangre. Tan indignos tratos excitan los gritos y lamentaciones de un grupo de mujeres que, movidas de compasión hacia el Salvador, se habían colocado detrás de los soldados y habían hecho caso omiso de sus insultos. Jesús, emocionado del amor de estas mujeres, que, a pesar de la debilidad de su sexo, mostraban más grandeza de alma que el pueblo entero de Jerusalén, les dirige una mirada bondadosa, y tomando toda la dignidad del lenguaje de Profeta les anuncia, en presencia de los Príncipes de los Sacerdotes y de los Doctores de la Ley, el castigo que seguirá en seguida al atentado de que son testigos y que lloran con tan copiosas lágrimas. «¡Hijas de Jerusalén!, las dice en el mismo lugar indicado por la octava estación; ¡Hijas de Jerusalén! No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos; pues vendrán días en que se dirá: ¡Bienaventuradas las estériles y las entrañas que no engendraron y los senos que no amamantaron! ¡Dirán entonces- a las montañas: Caed sobre nosotros; y a las colinas: Cubridnos; y si se trata hoy así al leño verde ¿cómo se tratará entonces al seco?»
LLEGADA AL CALVARIO.—Por ñn llegan a la colina del Calvario; Jesús debe aún escalarla antes de llegar al lugar de su sacrificio. Por tercera vez su extrema fatiga le hace caer en tierra y santifica el lugar que los fieles venerarán como la nona estación. La soldadesca bárbara interviene de nuevo para obligar a Jesús a reanudar su penosa marcha y después de unos pocos pasos llega por fin a la cima de este cerro que servirá de altar al más sagrado y poderoso de los holocaustos. Los verdugos se apoderan de la cruz y la extienden sobre la tierra esperando atar en ella a la víctima. Antes, según el uso de los romanos, que también lo practicaban los judíos, se ofrece a Jesús una copa que contenía vino mezclado con mirra. Este brebaje que tenía la amargura de la hiél, era un narcótico para adormecer hasta cierto punto los sentidos del paciente y disminuir los dolores de sus tormentos.
Jesús acerca un momento a sus labios esa bebida que le ofrecen más por costumbre que por humanidad; pero rehusa bebería, queriendo padecer sin mitigación alguna, todos los tormentos que se ha dignado aceptar por la salvación de los hombres. Entonces los verdugos le despojan de las vestiduras, pegadas a sus llagas, y se disponen a conducirle al lugar en que le espera la cruz. El lugar del Calvario en que Jesús fué así despojado, y donde le presentaron la bebida amarga, es designado como la décima estación de la Vía dolorosa.
Las nueve primeras pueden verse aún en las calles de Jerusalén, desde el lugar del Pretorio hasta el pie del Calvario; esta última, en cambio, y las cuatro siguientes están en el interior de la iglesia del Santo Sepulcro, que encierra en su vasto recinto el teatro de las últimas escenas de la Pasión del Salvador.
Pero suspendamos nuestro relato; hemos ya incluso adelantado un poco las horas de este gran día, y más tarde volveremos de nuevo al Calvario. Ahora unámonos a la Santa Iglesia en la función con que se dispone a celebrar la muerte del Señor.
SOLEMNE FUNCION LITURGICA POSMERIDIANA
DE LA PASION Y MUERTE DEL SEÑOR
El Oñcio divino de esta tarde se divide en cuatro partes, cuyos misterios vamos a explicar sucesivamente. Primeramente hay Lecciones; luego siguen Oraciones; se continúa con la adoración de la Cruz y se termina con la Comunión. Estos ritos desacostumbrados anuncian al pueblo ñel la grandeza de este día y al mismo tiempo le hacen sentir la suspensión del Sacriñcio diario al que reemplaza. El altar se halla desnudo, sin cruz, ni candeleros, el atril del evangelio sin paño. Recitada la hora de Nona, el celebrante se adelanta con sus ministros; los ornamentos negros expresan el duelo de la Santa Iglesia. Llegados al pie del altar se prosternan sobre las gradas y oran en silencio durante algún tiempo, después de lo cual, dicha una oración, comienzan las lecciones.
I. LAS LECCIONES
La primera parte de este oficio comienza con la lectura de dos trozos de los Profetas y del relato de la Pasión según San Juan. En la primera de esas lecturas tomada del Profeta Oseas (V, 15 y VI, 1-5), el Señor anuncia sus designios misericordiosos para con su nuevo pueblo, el pueblo de la gentilidad, que estaba muerto y que, después de tres días, debe resucitar con ese Cristo que todavía no conoce; Efraín y Judá serán tratados de modo distinto; sus sacrificios materiales no han aplacado a un Dios, que no ama sino la misericordia y que únicamente rechaza a los duros de corazón. La segunda lectura está tomada del Exodo y pone ante nuestra vista, el símbolo del Cordero pascual, en el momento en que la figura desaparece ante la realidad. Este Cordero es sin defecto como el Emmanuel; su sangre preserva de la muerte a aquellos cuyas moradas están rociadas con ella. Deberá no sólo ser inmolado sino servir de alimento a aquellos que por El son salvados. El es el manjar del viajero, que le come apresuradamente, sin tiempo para detenerse en la rápida carrera de esta vida. La inmolación tanto del Cordero antiguo, como del nuevo es la señal de la Pascua.
II. LAS ORACIONES
La Iglesia, que acaba de repasar, juntamente con sus hijos, la historia de los últimos instantes del Señor, no hace ahora sino imitar a ese divino Mediador, que, sobre la Cruz, como enseña San Pablo, ha ofrecido por todos los hombres a su Padre, sus oraciones y súplicas, mezcladas con lágrimas y acompañadas de un gran clamor’. Desde los primeros siglos viene presentando en este día a la Majestad divina, un conjunto de oraciones, que, abarcando las necesidades de todo el género humano, muestran que es verdaderamente la Madre de los hombres y la Esposa caritativa del Hijo de Dios. Todos, incluso los judíos, participan de esa solemne intercesión que la Iglesia presenta al Padre de los siglos desde el pie de la Cruz de Jesucristo. A cada oración precede un anuncio solemne que explica su objeto. Luego el diácono advierte a toda la asamblea que se ponga de rodillas; puestos en pie un momento después a la señal del diácono, los ñeles se unen a la oración del sacerdote (En el siglo octavo estas oraciones se decían también el Miércoles Santo).
III. LA ADORACION DE LA SANTA CRUZ
Las oraciones generales han concluido con la súplica dirigida a Dios por la conversión de los paganos; la Iglesia ha terminado su recomendación universal y solicitado para todos los habitantes de la tierra la efusión de la sangre divina que brota, en este momento, de las venas del Hombre-Dios. Volviéndose ahora a los cristianos sus hijos, conmovida ante las humillaciones del Señor, los invita a disminuir el peso, dirigiendo sus homenajes hacia esa Cruz hasta ahora infame y en adelante sagrada, bajo la cual camina Jesús hacia el Calvario y de cuyos brazos penderá hoy. Para Israel, la cruz es un objeto de escándalo; para los gentiles un monumento de locura; nosotros, cristianos, veneramos en ella el trofeo de la victoria de Cristo y el instrumento augusto de la salvación de los hombres. Ha llegado, pues, el momento en que debe recibir nuestras adoraciones por el honor que el Hijo de Dios se ha dignado hacerla, regándola con su sangre y asociándola así a la obra de nuestra Redención. No hay día ni hora más indicada en el año para rendirla nuestros homenajes.
La adoración de la cruz comenzó en Jerusalén en el siglo iv. La emperatriz Santa Elena había hallado recientemente la verdadera cruz; y el pu’eblo fiel deseaba contemplar, de cuando en cuando, este árbol de vida cuya milagrosa invención había colmado de gozo a la Iglesia entera. Se determinó que se expusiese a la veneración de los cristianos una vez al año, el Viernes Santo. El deseo de contemplarla llevaba todos los años una multitud inmensa de peregrinos a Jerusalén para la Semana Santa. La fama llevó por todas partes los relatos de este ceremonial, pero todas no podían aspirar a verla ni una vez siquiera en la vida. La piedad católica quiso gozar al menos por imitación, de una ceremonia que muchos no podían gozar en su realidad; y, hacia el siglo vn, se pensó repetir en todas las iglesias, el Viernes Santo, la Ostensión y Adoración de la Cruz que tenía lugar en Jerusalén. No se poseía, es verdad, sino la figura de la Cruz verdadera; pero, puesto que los honores rendidos a este madero sagrado iban dirigidos al mismo Cristo, los fieles podían ofrecerle honores semejantes, aun cuando no viesen ante sus ojos el madero mismo que el Redentor había regado con su sangre. Tal fué el motivo de la institución de este rito, que ahora va a tener lugar, y en el cual la Iglesia nos invita a participar.
En el altar el celebrante se quita la capa pluvial y permanece en pie junto a su asiento. El diácono con los acólitos va a la sacristía para traer a la iglesia la cruz en procesión. Cuando llegan al presbiterio, el celebrante recibe de manos del diácono la santa Cruz y se pone al lado de la Epístola y allí, de pie, en el plano, vuelto hacia el pueblo, descubre un poco la parte alta de la cruz y canta en un tono de voz moderado: «He aquí el madero de la santa Cruz.»
Después prosigue ayudado de sus ministros que cantan con él:
«En el cual ha estado suspendida la salud del mundo.»
Entonces, toda la asamblea se pone de rodillas, y adora la cruz mientras el coro canta:
«Venid: adorémosla.»
Esta primera ostensión representa la primera predicación de la cruz, la que los Apóstoles se hicieron entre sí, cuando, no habiendo recibido todavía al Espíritu Santo, no podían hablar del misterio de la Redención sino con los discípulos de Jesús y temían llamar la atención de los judíos. Por eso el Sacerdote no eleva la Cruz sino un poco. Este primer homenaje es ofrecido en reparación de los ultrajes que el Salvador recibió en casa de Caifás. El sacerdote se dirige luego a la parte delantera de la grada, siempre en el lado de la Epístola, y se coloca de cara al pueblo. Sus ministros le ayudan a descubrir el lado derecho de la Cruz, y después de haber descubierto esta parte del instrumento sagrado, la muestra nuevamente al pueblo, levantándola, esta vez, un poco más que la primera y cantando en un tono superior.
«He aquí el madero de la Cruz.»
El diácono y el subdiácono continúan con él:
«En el cual ha estado suspendida la salud del mundo.»
La asamblea se pone de rodillas, adora la Cruz mientras el coro canta:
«Venid: adorémosla.»
Esta segunda manifestación más gloriosa que la primera representa la predicación del misterio de la Cruz a los judíos, cuando los Apóstoles, después de la venida del Espíritu Santo echan los fundamentos de la Iglesia en el seno mismo de la Sinagoga y conducen las primicias de Israel a los pies del Redentor. La Iglesia lo ofrece en reparación de los ultrajes que recibió en casa de Pilatos.
El Sacerdote se coloca después en medio de: la grada, vuelto siempre hacia el pueblo. Ayudado por el diácono y subdiácono descubre todo lo restante del Crucifijo, y elevándole algo más que las veces anteriores canta con triunfo y a plena voz:
«He aquí el madero de la Cruz.»
Los ministros continúan con él:
«En el cual ha estado suspendida la salud del mundo.»
Los fieles vuelven a arrodillarse y a adorar la Cruz mientras el coro canta:
«Venid: adorémosla.»
Esta última manifestación representa la predicación del misterio de la Cruz en el mundo entero, cuando los Apóstoles, rechazados por la masa de la nación judaica, se vuelven hacia los gentiles, y van a anunciar al Dios crucificado hasta más allá de los límites del imperio romano. Este tercer homenaje rendido a la Cruz es una reparación de los ultrajes que el Salvador recibió en el Calvario.
La Iglesia, al presentarnos la Cruz cubierta con el velo, que después desaparece para dejar llegar nuestras miradas hasta ese divino trofeo de nuestra Redención, quiere también expresarnos la obcecación de los judíos que no ven sino un instrumento de ignominia en ese madero adorable, y la luz resplandeciente de que goza el pueblo cristiano, a quien la fe revela que el Hijo de Dios crucificado, lejos de ser un objeto de escándalo, es, por el contrario, como dice el Apóstol, el monumento eterno «del poder y de la sabiduría de Dios» ‘. En adelante la Cruz que acaba de ser tan solemnemente enarbolada permanecerá descubierta; y aguardará sobre el altar, la hora de la gloriosa Resurrección del Mesías. Todas las demás cruces colocadas en los diversos altares, se descubrirán también, a imitación de esa. que ocupará pronto su puesto de honor en el altar mayor.
Pero la Iglesia no se limita a exponer, en este momento, a las miradas de los fieles la Cruz que les ha salvado; les invita a que vengan a poner sus labios respetuosos sobre ese leño sagrado. El Celebrante irá el primero y todos tras él. Despojado de su casulla, quítase también el calzado, y haciendo, a convenientes distancias, tres veces genuflexión sencilla, se acerca a adorar la Cruz, colocada en las gradas delante el altar. Detrás de él vienen los ministros, el clero, y por último los fieles. Los cantos que acompañan a la adoración de la Cruz son de una belleza incomparable. Los primeros son Improperios, o reproches amargos que el Mesías dirige a los judíos. Las tres primeras estrofas están intercaladas con el canto del Trisagio u oración a Dios tres veces Santo, cuya Inmortalidad justo es que glorifiquemos en este momento en que El se digna, como hombre, sufrir la muerte por nosotros. Esta triple glorificación usada en Constantinopla desde el siglo v, pasó a la Iglesia romana que la ha conservado en la lengua primitiva, contentándose con alternar la traducción latina de las palabras. El resto de este hermoso canto tiene grandísimo interés dramático. Cristo recuerda todas las afrentas de que ha sido objeto por parte de los judíos y pone de manifiesto los beneficios de que ha colmado a esta nación ingrata.
LOS IMPROPERIOS
Pueblo mío, ¿qué te he hecho yo? O ¿en qué te he contristado? Respóndeme. J. Porque te saqué de la tierra de Egipto: has preparado la Cruz a tu Salvador.
Agios o Théos.
Santo Dios.
Agios íschyros. Santo Fuerte.
Agios athánatos, eléison imas. Santo Inmortal, ten piedad de nosotros.
Porque te guié por el desierto cuarenta años, y te alimenté con maná, y te introduje en una tierra muy buena: has preparado la Cruz a tu salvador.
V. ¿Qué más debi hacer por ti, y no hice? Yo te planté, como mi viña más hermosa, y tú me has salido muy amarga: pues has saciado mi sed con vinagre: y has taladrado con una lanza el costado de tu Salvador.
Yo, por ti, flagelé a Egipto con sus primogénitos: y tú, después de azotado, me has entregado a la muerte.
Pueblo mío, etc.
Yo te saqué de Egipto, hundiendo a Faraón en el Mar Rojo: y tú me has entregado a los príncipes de los sacerdotes.
Pueblo mío, etc. Yo abrí ante ti el mar: y tú has abierto con una lanza mi costado. Pueblo mío, etc.
Yo fui delante de ti en la columna de nube: y tú me has llevado al pretorio de Pilatos.
Pueblo mío, etc.
Yo te alimenté con maná en el desierto: y tú me has herido con bofetadas y azotes.
Pueblo mío, etc ;
Yo te di a beber agua saludable de la roca: y tú nie has abrevado con hiél y vinagre.
Pueblo mío, etc.
Yo, por ti, herí a los reyes de los Cananeos: y tú has herido mi cabeza con una caña.
Pueblo mío, etc.
Yo te di un cetro real: y tú has dado a mi cabeza una corona de espinas.
Pueblo mío, etc.
Yo te exalté con gran poder: y tú me has suspendido en el patíbulo de la Cruz.
Pueblo mío, etc.
A los improperios sigue esta solemne antífona, en que el recuerdo de la Cruz se une al de la Resurrección para gloria de nuestro Redentor:
ANTIFONA
Adoramos tu Cruz. Señor: y alabamos, y glorificamos tu santa Resurrección: porque, por el leño de la Cruz, vino el gozo a todo el mundo. Si la adoración de la Cruz no ha terminado aún se entona el célebre Himno Crux Fidelís que Venancio Fortunato, obispo de Poitiers, compuso en el siglo vi, en honor del árbol sagrado de nuestra Redención. Una de las estrofas dividida en dos sirve de estribillo mientras dura el canto. Al fin de la adoración, una vez que todos los fieles han rendido su homenaje a la santa Cruz, se la coloca sobre el altar, y se da principio a la cuarta parte de la función litúrgica.
IV. L.A COMUNION
De tal manera ocupa hoy, en este aniversario, el pensamiento de la Iglesia, el recuerdo del Sacrificio consumado este mismo día sobre el Calvario, que renuncia a renovar sobre el altar la inmolación de la divina Víctima, limitándose a participar del sagrado misterio mediante la Comunión. Antiguamente todo el clero y» los fieles eran admitidos a esta gracia, pero durante largo tiempo esta costumbre había caído en desuso y sólo el celebrante podía comulgar. Ahora en 1956 la Iglesia ha vuelto a tomar la tradición antigua y en adelante todos los fieles podrán comulgar el Cuerpo del Señor, inmolado en este día para su salvación, a fln de recibir más abundantemente los frutos de la Redención.
El diácono acompañado de dos acólitos, se traslada al monumento, toma el copón del tabernáculo y lo lleva al altar mayor. Mientras se dirige al altar, la escola canta algunas antífonas:
Adorárnoste, Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa Cruz redimiste al mundo.
El árbol nos sedujo, la santa Cruz nos ha rescatado; el fruto de un árbol nos sedujo, el Hijo de Dios nos ha rescatado.
Sálvanos, Salvador del mundo, Tú que por tu Cruz y por tu sangre nos has libertado, oh Dios nuestro, te lo suplicamos, socórrenos.
Llegado al altar, el diácono deja sobre el corporal el sagrado copón; el preste sube a su vez y recita en voz alta el preámbulo de la oración dominical, después, como el Paternóster es una preparación para la Comunión y ya que todos deben comulgar, clero y fieles lo recitan a una con el celebrante, «solemnemente, con gravedad, distintamente y en latín».
Unámonos con confianza y solicitud a las siete peticiones que ella encierra, en esta hora en que nuestro divino Intercesor, extendidos los brazos sobre la Cruz, las presenta por nosotros a su Padre. Este es el momento en que El obtiene del Padre que toda oración dirigida al cielo por su mediación sea escuchada.
Después del Paternóster el preste añade en voz alta una oración que en todas las misas se dice en secreto. En ella pide nos veamos libres de los males, exentos de pecado, establecidos en la paz.
Recita también en voz baja la tercera de las oraciones que preceden a la Comunión en las misas ordinarias; descubre luego el copón y toma una hostia, y profundamente inclinado, se golpea el pecho diciendo tres veces.
«Señor, no soy digno de que entres en mi pobre morada; pero di solamente una palabra y mí alma quedará curada.»
Se comulga asimismo con respeto, se recoge algunos instantes y luego da la sagrada Comunión, como de costumbre, al clero y a los ñeles asistentes.
Terminada la Comunión el celebrante se purifica los dedos en un vaso, los enjuga con el purificador, encierra el copón en el tabernáculo y, de pie en medio del altar, dice como acción de gracias y en tono ferial, las tres oraciones siguientes :
«Suplicárnoste, Señor, que sobre tu pueblo que acaba de celebrar devotamente la Pasión y Muerte de tu Hijo, descienda una copiosa bendición, llegue el perdón, se otorgue el consuelo, aumente la fe y se asegure la redención eterna. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.
Omnipotente y misericordioso Dios que nos reparaste con la gloriosa Pasión y Muerte de tu Ungido: conserva en nosotros la obra de tu misericordia; para que, por la participación de este misterio vivamos perpetuamente consagrados a ti. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.
Acuérdate de tus misericordias, oh Señor, y santifica con tu eterna protección a tus siervos, en cuyo favor Jesucristo, tu Hijo, derramando su sangre, instituyó el misterio pascual. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.»
El celebrante y los ministros descienden luego del altar y vuelven a la sacristía. En el coro se recitan Completas, apagadas las velas y sin canto. Luego se traslada en privado la sagrada Eucaristía al lugar donde ha de reservarse y ante la cual arderá una lámpara como de costumbre.
PRIMERAS HORAS DE LA TARDE
Conviene que, en estas horas, sigamos con el | pensamiento y con el corazón a nuestro misericordioso Redentor. Lo hemos dejado en el Calvarió en el momento en que le despojaban de sus vestiduras, después de haberle ofrecido la bebida amarga. Asistamos con recogimiento y compunción a la consumación del sacrificio que por nosotros ofrece a la Justicia divina.
LA CRUCIFIXIÓN. — Jesús es conducido por sus verdugos al lugar en que la Cruz, puesta en tierra, indica la undécima estación de la Vía Dolorosa. Se coloca como cordero destinado al holocausto sobre el leño que debe servir de altar. Extienden sus miembros con violencia, y los clavos, que penetran entre los nervios y los huesos, fijan al patíbulo sus manes y sus pies. La sangre fluye de estas cuatro fuentes vivificadoras a las que vendrán a purificarse nuestras almas.
Es la cuarta vez que mana de las venas del Redentor. María, al oír el ruido siniestro del martillo, siente desgarrarse su corazón de madre. La Magdalena es presa de una desolación tanto más amarga cuanto mayor es su impotencia para aliviar al Maestro amado, que los hombres le han arrebatado.
Sin embargo de eso, Jesús levanta la voz; pronuncia su primera palabra en el Calvario: «Padre, dice, perdónales porque no saben lo que hacen.» ¡Oh bondad infinita del Creador! Vino a la tierra, obra de sus manos, y los hombres le han crucificado; hasta en la Cruz ha rogado por ellos, y en su oración parece querer excusarles.
JESÚS EN LA CRUZ. — La víctima está fija en el madero en que ha de expirar; pero no debe quedar así tendida en tierra. Isaías ha predicho «que el real vástago de Jesé será enarbolado como un estandarte a la vista de todas las naciones» 1. Es preciso que el Salvador crucificado purifique los aires infestados con la presencia de espíritus malignos; es preciso que el Mediador de dios y de los hombres, el soberano Intercesor y Sacerdote, sea puesto entre el cielo y la tierra para tratar de la reconciliación de ambos. A poca distancia del lugar en que se halla extendida la Cruz han abierto un agujero en la roca. En él es clavada la Cruz que domina así toda la colina del Calvario. Es el lugar de la duodécima estación. Los soldados consiguen con grandes esfuerzos la plantación del árbol de la salud. La violencia de la repercusión viene a aumentar los dolores de Jesús, cuyo cuerpo está completamente desgarrado y sostenido únicamente pollas llagas de sus pies y de sus manos. Ahí está expuesto desnudo a los ojos de todos aquel que ha venido a este mundo para cubrir la desnudez que el pecado había dejado en nosotros, Al pie de la cruz los soldados se reparten los vestidos; pero respetando la túnica. Según una piadosa tradición la había tejido María con sus virginales manos. La sortean sin romperla; y se convierte así en el símbolo de la unidad de la Iglesia que no debe romperse bajo ningún pretexto.
REY DE LOS JUDÍOS. — Encima de la cabeza del Redentor está escrito en hebreo, en griego y en latín: Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos. Todo el pueblo lee y repite esta inscripción; y proclama una vez más sin quererlo la realeza del Hijo de David. Los enemigos de Jesús lo han comprendido y se apresuran a pedir a Pilatos que se quite ese rótulo; pero no reciben otra respuesta que ésta: «Lo que he escrito, escrito está»1. Una circunstancia que la tradición de los Padres nos ha transmitido, anuncia que este rey de los judíos, rechazado por su pueblo, reinará con mucha mayor gloria sobre las naciones de la tierra que ha recibido en herencia de su Padre. Los soldados, al plantar la cruz en el suelo, la han dispuesto de suerte, que el divino crucificado vuelve la espalda a Jerusalén y extiende sus brazos hacia las regiones de Occidente. El sol de la verdad se pone sobre la ciudad deicida y se eleva al mismo tiempo sobre la Jerusalén nueva, sobre Roma, esta orgullosa ciudad, que tiene conciencia de su eternidad, pero que ignora todavía que será eterna precisamente por la cruz.
LOS INSULTOS. — Levantemos nuestras miradas hacia este hombre-Dios cuya vida se extingue rápidamente sobre el instrumento de su suplicio. Hele ahí suspendido en los aires a la vista de todo Israel, «como la serpiente de bronce que Moisés había ofrecido a las miradas de su pueblo en el desierto».
Pero este pueblo no tiene para él sino ultrajes. Sus voces insolentes y despiadadas llegan hasta El. «Tú, que destruyes el templo de Dios y le reedificas en tres días, sálvate a ti mismo ahora; si Tú eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz, si puedes.» Los indignos pontífices del judaismo van más lejos aún en sus escarnios, «¡A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo! ¡Cristo, Rey de Israel, desciende de la cruz y creeremos en ti! ¡Pusiste tu confianza en Dios, líbrete ahora! ¿No has dicho: yo soy el Hijo de Dios?» Y los dos ladrones crucificados con él, se unían en este concierto de ultrajes.
ORACIÓN. — Nunca la tierra había recibido de Dios un beneficio semejante al que se dignaba concederla en esta hora; ni nunca el insulto a la Majestad divina se había proferido con tanta audacia. Cristianos, que adoramos a aquel que los judíos blasfeman, ofrezcámosle en este momento la reparación a que tantos derechos tiene. Esos impíos le reprochan sus divinas palabras y las vuelven contra El. Recordémosle, por nuestra parte, aquella otra, dicha también por El, y que debe llenar nuestros corazones de esperanza: «cuando yo fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas a mí» 1. «Ha llegado, oh Jesús, el momento de cumplir tu promesa; atráenos a ti. Estamos aún pegados a la tierra y encadenados por mil intereses y atractivos; estamos cautivos del amor a nosotros mismos, y nuestro vuelo hacia ti se ve impedido sin cesar; sé el imán que nos atraiga y rompa nuestros lazos a fin de llevarnos hasta ti, y que la conquista de nuestras almas venga por fin a consolar tu corazón oprimido.»
LAS TINIEBLAS. — Hemos llegado a la hora sexta, la hora que nosotros llamamos de mediodía. El sol que brillaba en el cielo, como testigo insensible, se oscurece de repente y una noche densa extiende sus tinieblas sobre la tierra toda. Las estrellas aparecen en el firmamento; la naturaleza entera queda en silencio y el mundo parece volver al caos. Se cuenta que el célebre Dionisio del Areópago de Atenas, que fué más tarde discípulo del Apóstol de las gentes, exclamó en el momento de este eclipse: «O sufre el Dios de la naturaleza o la máquina de este mundo está a punto de estallar.» Phlegon, autor pagano, que escribía un siglo después, menciona el espanto que extendieron en el imperio romano estas tinieblas inesperadas, cuya invasión hizo eaer por tierra todos los cálculos de los astrónomos.
EL BUEN LADRÓN. — Un fenómeno tan importante, testimonio bien claro de la cólera divina, hiela de espanto a los más osados blasfemos. El silencio sucede a tantos clamores. Este es el momento en que el ladrón, cuya cruz estaba colocada a la derecha de la de Jesús, siente nacer a la vez en su corazón el remordimiento y la esperanza. Se atreve a reprender al compañero con quien hace un instante insultaba al inocente: «¿Ni siquiera tú temes a Dios, le dice, tú que sufres la misma condena? En cuanto a nosotros justo es lo que recibimos, pues sufrimos lo que nuestras acciones merecen; pero éste no ha hecho mal alguno.» ¡Jesús defendido por un ladrón en este momento, en que los Doctores de la ley judia, aquellos que se sientan sobre la cátedra de Moisés no tienen para El sino ultrajes! Nada demuestra mejor el grado de obcecación a que ha llegado la Sinagoga. Dimas, este ladrón, este deshecho, es ñgura en este momento de la gentilidad, que sucumbe bajo el peso de sus crímenes, pero que pronto se purificará al confesar la divinidad del Crucificado. Vuelve penosamente su cabeza hacia la cruz de Jesús y dirigiéndose al Salvador: «Señor, exclama, acuérdate de mí cuando estuvieres en tu reino.» Cree en la realeza de Jesús, en esa realeza de la cual los sacerdotes y los magistrados de su nación se reían.
La calma y la dignidad de la augusta víctima sobre el patíbulo le han revelado toda su grandeza; afirman su fe; implora de ella con confianza un simple recuerdo, cuando la gloria haya sucedido a la humillación. ¡Qué cristiano tan gigante acaba de hacer la gracia en este ladrón! Y esa gracia ¡quién se atrevería a decir que no ha sido pedida y obtenida por la Madre de misericordia en este momento solemne en que ella se ofrece en un mismo sacrificio con su Hijo! Jesús se conmueve al encontrar en un ladrón, ajusticiado por sus crímenes, esa fe que en vano ha buscado en Israel; y responde a su humilde súplica. «En verdad, le dice, hoy estarás conmigo en el paraíso.» Es la segunda palabra de Jesús sobre la cruz. El dichoso penitente la recoge con alegría en su corazón; y en adelante guarda silencio y espera, en expiación, la hora que debe librarle.
EL GRUPO DE LOS FIELES. — Entre tanto María se ha acercado a la cruz en que está clavado Jesús. Para una madre no hay tinieblas que impidan conocer a su Hijo. El tumulto se ha apaciguado, desde que el sol ocultó su luz, y los soldados no ponen obstáculo a esta aproximación. Jesús mira tiernamente a María, ve su desolación; y el dolor de su corazón que parecía haber llegado a su más alto grado se acrecienta más aún. Va a abandonar esta vida; y su madre no puede subir hasta El, estrecharle entre sus brazos y prodigarle sus últimas caricias. Magdalena está allí también, descorazonada, fuera de sí. Los pies del Salvador, esos pies, que ella tanto amaba, que regaba incluso con sus perfumes hacía algunos días, están heridos, bañados en la sangre que de ellos brota y que comienza a cuajarse en las llagas. Todavía puede bañarlos con sus lágrimas, pero éstas no podían curarle. Ha venido para ver morir a aquel que recompensó su amor con el perdón. Juan, el discípulo amado, el único discípulo que ha seguido a su Maestro hasta el Calvario, está abismado en su dolor. Recuerda la predilección de que fué objeto, por parte de Jesús, ayer en el banquete misterioso. Sufre por el hijo y sufre también por la madre; pero su corazón no prevé el precio inestimable con que Jesús ha resuelto pagar su amor. María Cleofás ha acompañado a María junto a la cruz; las otras mujeres forman un grupo a poca distancia.
MARÍA, NUESTRA MADRE. — De repente, en medio de un silencio interrumpido sólo por los sollozos, la voz de Jesús muxiente resuena por tercera vez: Dirigiéndose a su Madre: «Mujer, la dice (porque no se atreve a llamarla su madre, a ñn de no revolver la espada en la llaga de su corazón), mujer, he ahí a tu hijo.» Con esta palabra designaba a Juan. Después volviéndose a éste afiade: «Hijo, he ahí a tu madre.»
Cambio doloroso para el corazón de María, pero sustitución que asegura para siempre a Juan, y en él a la raza humana, el beneficio de una madre. Hemos descrito esta escena más detalladamente en el Viernes de la Semana de Pasión. Hoy, en este aniversario aceptemos este generoso testamento de nuestro Salvador, que por su Encarnación nos había procurado la adopción de su Padre Celestial y en este momento nos da a su propia Madre.
LOS ÚLTIMOS INSTANTES. — Se acerca ya la hora nona (las tres de la tarde) es la hora que los decretos eternos fijaron para la muerte del Hombre- Dios. Jesús experimenta en su voluntad un nuevo acceso de ese cruel abandono que sintió en Getsemani, siente todo el peso de la desgracia de Dios en que ha incurrido al salir fiador de los pecadores. La amargura del cáliz de la cólera de Dios, que debe apurar hasta las heces, produce en él un desfallecimiento que se expresa por este grito lastimero: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Es la cuarta palabra; pero esta palabra no devuelve la sere-‘ nidad al cielo. Jesús no se atreve a decir: «¡Padre mío!» Se diría que no es sino un hombre pecador, al pie del tribunal inflexible de Dios. Entre tanto una calentura ardiente devora sus entrañas y de su boca jadeante se escapa a duras penas esta palabra, que es la quinta: «Tengo sed.» Uño de los soldados presenta entonces a sus labios moribundos una esponja empapada en vinagre. Este es todo el alivio que en su sed ardiente le ofrece esta tierra a la que cada día refresca con su rocío y cuyos ríos y fuentes El ha hecho brotar.
LA MUERTE. — Ha llegado finalmente el momento en que Jesús debe entregar su alma al Padre. Recorre, en rápida ojeada, todos los oráculos divinos que han anunciado hasta las menores circunstancia de su misión y ve que ni uno solo ha dejado de cumplirse, hasta esa sed que experimenta, hasta ese vinagre que le han dado a gustar. Profiriendo entonces la sexta palabra, dice; «Todo está consumado.» No queda pues sino morir, para poner el último sello a las profecías que han anunciado su muerte como medio final de nuestra Redención. Este hombre agotado, agonizante, que poco ha murmuraba con dificultad algunas palabras, da un gran grito que resuena a lo lejos y sobrecoge de espanto y admiración a la vez al centurión romano que mandaba los soldados que estaban al pie de la cruz. «¡Padre!, exclama, en tus manos encomiendo mi espíritu.» Después de esta séptima y última palabra, su cabeza se inclina sobre el pecho de donde se escapa su último suspiro.
LA DERROTA DE SATANÁS. — En este momento cesan las tinieblas y el sol aparece de nuevo en el cielo; pero la tierra tiembla; se parten las piedras y la roca misma del Calvario se divide entre la cruz de Jesús y la del buen ladrón. Esta hendidura puede verse aún hoy día. En el templo de Jerusalén un fenómeno viene a atemorizar a los sacerdotes judíos. El velo del templo, que ocultaba el Santo de los Santos se rasga de arriba a bajo, anunciando con esto el final del reino de las figuras. Muchas tumbas en las que reposaban santos personajes, se abren por sí mismas y los muertos que contenían vuelven a la vida. Pero sobre todo se hace sentir la repercusión de esta muerte en el fondo de los infiernos. Satanás comprende por fin el poder y la divinidad de este Justo, contra el cual ha amontonado imprudentemente las pasiones de la sinagoga. Su ceguera es la que ha hecho derramar esa sangre cuya virtud libra al género humano y le abre las puertas del cielo. Sabe ahora a qué atenerse respecto a Jesús de Nazaret, a quien se atrevió a acercarse en el desierto para tentarle. Reconoce con desesperación, que este Jesús es el propio Hijo del Eterno y que la redención negada a los ángeles rebeldes, le ha sido otorgada al hombre de un modo sobrenatural, por los méritos de la sangre, que el mismo Satanás ha hecho derramar en el Calvario.
ORACION
Oh Hijo adorable del Padre. ¡Te adoramos muerto sobre el madero de tu sacrificio! Tu muerte acerbísima nos ha devuelto la vida. Herimos nuestros pechos como esos judíos que habían esperado tu último suspiro y entran en la ciudad movidos a compunción. Confesamos que han sido nuestros pecados los que te han quitado la vida; dígnate aceptar nuestras acciones de gracias por el amor que nos has mostrado hasta el fin. Tú nos has amado en Dios; en adelante a nosotros nos toca servirte, como rescatados por tu sangre; somos posesión tuya y Tú eres nuestro Señor. Mas he aquí que tu Iglesia nos convoca al oficio divino; y debemos descender del Calvario para unirnos a ella y celebrar tus alabanzas. Pronto volveremos junto a tu cuerpo inanimado y asistiremos a tus funerales acompañándolos con nuestras lágrimas y tristezas. María tu Madre, permanece al pie de la cruz; y nada puede separarla de tus restos mortales. Magdalena está atada a tus pies. Juan y las santas mujeres forman en derredor tuyo un cortejo de desolación. Adoramos una vez más tu cuerpo sagrado, tu sangre preciosa y tu cruz que nos ha salvado.
ULTIMAS HORAS DE LA TARDE
LA LANZADA. — Volvamos al Calvario a terminar este día de duelo universal. Hemos dejado allí a María en compañía de Magdalena, de Juan y de las otras santas mujeres. Apenas ha trascurrido una hora desde que Jesús expiró y he aquí que soldados, conducidos por un centurión vienen a turbar con el ruido de su voz y de sus pasos el silencio que reina en la colina.
Han de cumplir una orden de Pilatos. A ruegos de los príncipes de los sacerdotes el gobernador ha mandado que se les quiebren las piernas, se los desclave de la cruz y que sean enterrados antes de la noche. Los judíos contaban los días a partir de la puesta del sol; pronto va a comenzar, por tanto, el gran Sábado. Los soldados se dirigen hacia las cruces; van primeramente a la de los ladrones, a los que rompen las piernas y luego a la cruz del Redentor. El corazón de María tiembla al verles. ¿Qué nuevo ultraje reservan esos bárbaros hombres para el cuerpo ensangrentado de su Hijo? Observan al divino ajusticiado y comprueban que la vida ha cesado ya en El. Sin embargo, para asegurarse de la muerte, uno de ellos blande su lanza y la hunde en el costado derecho de la víctima. El hierro penetra hasta el corazón; y cuando el soldado la retira, sangre y agua brotan de esta última llaga. Es la quinta efusión de esa sangre redentora y es también la quinta de las llagas que Jesús recibió sobre la cruz.
JESÚS BAJADO DE LA CRUZ. — María ha sentido hasta en el fondo de su alma la punta de esa lanza cruel; los sollozos y las lágrimas se renuevan en torno suyo. ¿Cómo terminará esta triste jornada? ¿Qué manos descenderán de la cruz al Cordero que en ella está suspendido? ¿Quién, finalmente, le devolverá a su Madre? Los soldados se retiran y con ellos Longinos, el que osó darle la lanzada, y que siente ya en sí mismo un movimiento, extraño presagio de la fe de que un día será mártir. Mas he aquí que se acercan dos hombres; son dos judíos, José de Arimatea y Nicodemus que van subiendo la colina, hasta detenerse con emoción al pie de la cruz de Jesús. María fija sobre ellos una mirada de reconocimiento. Han venido para poner en sus brazos el cuerpo de su Hijo, y para rendir luego a su maestro los honores de la sepultura. Estos fieles discípulos vienen provistos de la autorización del gobernador. Pilatos ha otorgado a José el cuerpo de Jesús.
Se apresuran a desclavar los sagrados miembros, porque el tiempo es corto, el sol camina hacia su ocaso y está ya próxima la primera hora del sábado. Junto al lugar en que se alza la cruz, en la parte baja del montículo, hay un jardín y en éste una cámara sepulcral tallada en la roca. En ella va a descansar Jesús. José y Nicodemus, cargados con la preciosa carga, descienden de la colina y depositan el cuerpo sagrado sobre una roca a poca distancia del sepulcro. La Madre de Jesús recibe de sus manos al Hijo de su ternura; riega con sus lágrimas, recorre con sus besos las innumerables y crueles llagas de que está cubierto su cuerpo, Juan, Magdalena y las otras santas mujeres compadecen a la Madre de los dolores; pero urge el tiempo de embalsamar estos restos inanimados. Sobre esa roca, que aún actualmente se llama Piedra de Unción, y que señala la décima tercera estación de la Vía dolorosa, José extiende el lienzo que ha traído; Nicodemus, que había ordenado traer a sus siervos hasta cien libras de mirra y áloe, va disponiendo los perfumes. Lavan la sangre de las heridas; quitan suavemente la corona de espinas de la cabeza del divino rey y llega el momento de envolver el cuerpo con el lienzo. María estrecha entre sus brazos una vez más el cuerpo inerte de su amado, que pronto va a ocultarse a sus miradas, bajo los pliegues del velo y de las vendas.
JESÚS EN LA TUMBA. — José y Nicodemus se levantan y tomando de nuevo la noble carga, le llevan al sepulcro. Esta es la décima cuarta es tación de la Vía dolorosa. En el sepulcro había dos cámaras talladas en la roca, comunicándose la una con la otra; extendiendo el cuerpo del Salvador en un nicho practicado a cincel, en la segunda cámara a mano derecha, salen con presteza; y, reuniendo todas sus fuerzas, ruedan a la entrada del monumento una piedra que deberá servir de puerta, y que pronto, a petición de los enemigos de Jesús, la autoridad pública vendrá a sellar con su sello y a protegerla con un puesto de soldados romanos.
NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES. — El sol está a punto de ponerse y va a comenzar el gran Sábado con sus severas prescripciones. Magdalena y las otras mujeres han observado los lugares y la disposición del cuerpo en el sepulcro. Suspenden sus lamentaciones y descienden apresuradamente hacia Jerusalén. Su intento es comprar perfumes y prepararlos, a fin de que, terminado el sábado, puedan volver a la tumba, el Domingo de madrugada, y completar el embalsamamiento demasiado precipitado del cuerpo de su Maestro. María, después de saludar por última vez la tumba que encierra el objeto de su ternura, sigue al cortejo que camina hacia la ciudad. Juan, su hijo de adopción, está junto a ella. Desde este momento será el custodio de aquella que, sin dejar de ser Madre de Dios, se hace en él madre de los hombres. Pero, ¡a precio de qué crueles sufrimientos ha obtenido este nuevo título! ¡Qué herida ha recibido su corazón en el momento en que la hemos sido confiados! Acompañémosla nosotros también fielmente durante esas horas crueles, que deberán trascurrir antes que la Resurrección de Jesús venga a consolar su inmenso dolor.
ORACION JUNTO A LA TUMBA DE JESUS
Pero nosotros no abandonaremos tu sepulcro ¡oh Redentor! sin depositar en él el tributo de nuestras oraciones y la satisfacción de nuestro arrepentimiento. ¡Hete ahí cautivo de la muerte! Esta hija del pecado ha extendido su imperio sobre Ti. Te has sometido a la sentencia, dictada contra nosotros, y has querido hacerte semejante a nosotros hasta en la tumba. ¿Qué reparación podría igualar a la humillación que sufres en este estado?, éste nos era a nosotros debido; mas Tú no le has hecho tuyo, ¡oh soberano autor de la vida!, más que a causa de tu amor para con nosotros. Los ángeles hacen la guardia en torno a esa piedra sobre la que reposa tu cuerpo; admiran tu amor para con el hombre, esta débil e ingrata criatura. Has sufrido la muerte no por sus hermanos caídos, sino por nosotros, los últimos de la creación. Pero, ¿qué lazo indisoluble forma en adelante entre Ti y nosotros este sacrificio que acabas de ofrecer? Has muerto por nosotros; ahora deberemos nosotros vivir para Ti. Así te lo prometemos ¡oh Jesús! sobre esta tumba que nuestros pecados habían cabado para Ti. Queremos también morir al pecado y vivir en tu gracia. Seguiremos en adelante tus preceptos y tus ejemplos y nos alejaremos del pecado, que nos ha hecho responsables de tu muerte amarga y dolorosa. Recibimos junto con tu cruz todas las cruces de que la vida humana está sembrada, tan ligeras, en comparación de la tuya. Aceptamos, en fin, el morir nosotros también, cuando sea llegado el momento de sufrir la sentencia merecida, que la justicia de tu Padre ha pronunciado contra nosotros. Tú has suavizado con tu muerte ese momento tan temible de la naturaleza. Para Ti la muerte es un tránsito a la vida; y así como en este momento nos separamos de tu sepulcro con la esperanza próxima de saludar tu gloriosa resurrección, así también, al abandonar a la tierra los restos mortales, nuestra alma llena de confianza subirá hacia Ti, con la esperanza de unirse un día a este polvo culpable, que la tumba debe devolver, después de haberle purificado.
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