Ex cathedra

Esta expresión, que contiene en sí misma la significación de las denominadas “cuatro condiciones”, ha sido aclarada explícitamente por el Concilio.

Mons. Gasser: “Se dice que el pontífice es infalible cuando habla „ex cathedra‟. El sentido de esta fórmula, tomada de la teología escolástica, tal como es considerado en el mismo cuerpo de la definición, es el siguiente. El Sumo Pontífice habla ex cathedra: En primer lugar, no decreta nada como doctor privado, ni simplemente como obispo u ordinario de una diócesis o provincia, sino que enseña como pastor supremo y doctor de todos los cristianos. En segundo lugar, no basta con proponer la doctrina de cualquier manera, se requiere también la intención manifiesta de definir una doctrina, es decir, de poner fin a las fluctuaciones de una doctrina, pronunciando una sentencia definitiva, y proponiendo esta doctrina como obligatoria para la Iglesia universal. Esto último es algo intrínseco a toda definición dogmática sobre la fe o la moral, que es enseñada por el supremo pastor y doctor de la Iglesia universal y que debe ser aceptada por la Iglesia universal: [el Papa] también debe expresar esta misma propiedad y esta nota de definición propiamente dicha de alguna manera, cuando define la doctrina que debe ser aceptada por toda la Iglesia” (33).

El P. Kleutgen explicaba en relación al esquema reformado: “Aquello que se desprende de la función de la Iglesia, se lo conoce también por las palabras con que Jesucristo prometió la asistencia del divino Espíritu: „Él os lo enseñará todo‟ (Jn. XIV, 26); „Él os enseñará toda la verdad‟ (Jn. XVI, 13). En nuestra opinión, estas palabras no deben ser interpretadas de modo que se piense que la Iglesia sería instruida por el Espíritu Santo incluso en las cosas que no tienen nada que ver con la salvación eterna; pero tampoco hay que tomarlas de manera tan restrictiva que se piense que la Iglesia es asistida sólo respecto de las afirmaciones reveladas.

¿Acaso una promesa tan amplia no incluye todas las cosas cuyo conocimiento es necesario para comprender fructuosamente la doctrina de Cristo, y ponerla en práctica en toda nuestra vida? Y no es necesario para que los juicios de la Iglesia sobre estas cosas sean certísimos, que el Espíritu Santo le haga nuevas revelaciones, sino solamente que la dirija tanto en la comprensión de la palabra de Dios como en el uso de la razón. ¿Acaso nosotros mismos no juzgamos todos los días sobre muchas cosas no reveladas, y debemos hacerlo? Esto que uno hace entonces tan a menudo con riesgo de error, la Iglesia lo hace en sus juicios públicos, estando protegida contra ese riesgo por la asistencia del Espíritu Santo (…).

En algunos libros publicados puede leerse que, según sentencia común de los teólogos, el Romano Pontífice solamente habla „ex cathedra‟ cuando propone a la creencia dogmas de fe divina. Es verdad que, si se atiende sólo a las palabras, tal cosa puede leerse en varios de los teólogos más recientes; pero esta sentencia dista mucho de ser común entre los teólogos. Todos los antiguos y muchos de los más recientes de ellos, explican las palabras „parlare ex cathedra‟ con estas o similares: „iudicialiter‟ o „in iudicio determinare‟, „pro potestate decernere‟, „cum auctoritate apostolica‟, „ut papam loqui‟ (34) etc.; de suerte que la locución ex cathedra se distingue de las otras por la manera con la cual enseña el pontífice, no por la cosa que transmite, ni por la censura que emite. Parece que incluso los más recientes (…) no dan un significado diferente. En efecto, puesto que, como a veces sucede, explican la cosa por medio de los contrarios, no dicen: no hay locución ex cathedra si el Romano Pontífice condena una opinión con una censura menor; sino que no la hay, si expresa su parecer o aconseja, sin por ello decretar nada con autoridad. Por lo tanto, estos teólogos hablan de dogma de fe en el sentido que distinguen la sentencia definida con autoridad apostólica de la sentencia de doctor privado, y no en el sentido que distinguen la sentencia definida con la nota de herejía de la definida con una censura menor” (35).

Resulta claramente de estas explicaciones que el término ex cathedra se opone al término “doctor privado”, e indica al Papa cuando, como persona pública, define algo que forma parte del objeto primario o secundario del Magisterio.

De manera clara y popular, Mons. de Segur, en una obra aprobada por Pío IX, confirma esta conclusión: “Es preciso distinguir en el Jefe de la Iglesia al Papa y al hombre. El hombre es falible, como todos los demás hombres. Cuando el Papa habla como hombre, como persona privada, se puede equivocar perfectamente, incluso cuando habla de cosas sagradas. Como hombre, el Papa no es más infalible que usted y que yo. Pero cuando habla como Papa, como Jefe de la Iglesia y Vicario de Jesucristo, es otra cosa. Entonces es infalible, ya no es más el hombre que habla, sino que es Jesucristo el que habla, el que enseña, el que juzga por la boca de su Vicario” (36).

Magisterio ordinario y condiciones

Es evidente en algunos textos del Concilio que los Padres, cuando hablan de infalibilidad, no hacen distinción entre el magisterio ordinario, que se ejerce continuamente, y el magisterio solemne. Y tampoco dicen que la infalibilidad exista sólo en los cánones, las formas solemnes o en condiciones particulares.

Mons. Gasser, en nombre de la Diputación de la Fe, en la intervención ya mencionada, así se expresaba: “En la Iglesia de Cristo (…) el centro de la unidad debe obrar sin interrupción, con una certeza constante y sin excepción(37). “Los Romanos Pontífices siempre se levantaron como testigos, doctores y jueces de toda la Iglesia, para la defensa de la verdad cristiana, sabedores de que, en virtud de la promesa divina, estaban protegidos contra el error. Que no se diga que los Papas, al afirmar así la autoridad de la Sede Romana, han sostenido su propia causa, y que por esta razón su autoridad no tiene valor. Si así fuera, si por esta razón hubiera que recusar el testimonio de los Papas de Roma, entonces lo mismo valdría para toda la jerarquía eclesiástica: ya que la autoridad de la Iglesia docente no puede probarse sino a través de la misma Iglesia docente” (38).

El mismo relator de la Diputación halla otra prueba de la infalibilidad del Papa en la necesidad para los católicos de la comunión con la cátedra de Pedro (39): “Esta fe de los Papas en su infalibilidad personal, la Iglesia la afirmó (…) al considerar la unión con la Santa Sede como entera y absolutamente necesaria. En efecto, la unión con la cátedra de Pedro era y se consideraba como la unión con la Iglesia y con el mismo Pedro, y por lo tanto con la verdad revelada por Cristo. Escribía San Jerónimo: „No conozco a Vital, me aparto de Melesio, ignoro a Paulino. Todo el que no recoge contigo (es decir, con el Papa Dámaso), desparrama; esto es, el que no es de Cristo es del Anticristo‟ (40) (…). La Iglesia ha dado a conocer su asentimiento a la fe de los Papas, cuando todos los cristianos que verdaderamente tenían fe rechazaban toda doctrina como errónea desde que era condenada y rechazada por un Papa. „¿Cómo Italia podría admitir, se pregunta San Jerónimo (41), aquello que Roma ha rechazado? ¿Cómo los obispos podrían admitir aquello que Roma ha condenado?‟. Finalmente, también podemos probar este asentimiento por el hecho de que en todas las cuestiones de fe se recurría a la Sede Apostólica como a Pedro y a la autoridad de Pedro, y que jamás se ha permitido apelar contra la Sede Romana y sus decisiones dogmáticas”.

Mons. Gasser también respondía así a quien sostenía que el Pontífice, al pronunciar definiciones, debía observar una forma determinada: “Esto no puede hacerse, de hecho, no se trata de algo nuevo. Miles y miles de juicios dogmáticos fueron ya promulgados por la Sede Apostólica; ¿pero dónde está entonces el canon que prescribe la forma a observar en tales juicios?” (42).

Lo mismo decía Mons. de Segur: “[El Papa] es infalible cuando habla como Papa (…) pero no cuando habla como hombre. Y habla como Papa, cuando enseña pública y oficialmente verdades que interesan a toda la Iglesia, por medio de lo que llamamos una Bula, o una Encíclica, o cualquier otro acto de este tipo” (43).

Puede hallarse una confirmación de cuánto hemos expuesto en las distintas intervenciones de los Padres del Concilio Vaticano, como por ejemplo, Mons. de la Tour de Auvergne, obispo de Bourges (44); Mons. Maupas, obispo de Zara (45); Mons. Freppel, obispo de Angers (46). Para ellos, el Papa es infalible en su Magisterio ordinario, el cual se ejerce continuamente, sin necesidad de exagerar sus condiciones.

Magisterio ordinario universal y condiciones

Hasta aquí hemos hablado únicamente del Magisterio del Papa. Los dominicos de Avrillé, que publicaron el texto de W, afirman, en una nota, que también hay condiciones para el Magisterio Ordinario y Universal de los obispos (unidos al Papa). Y, dulcis in fundo, ¡no se sabe cuáles son esas condiciones! El Concilio Vaticano no lo habría dicho. Habría definido que dicho magisterio es infalible pero, al no precisar las condiciones, permanecería completamente oscuro, ignoraríamos cuando existe. En la práctica, el Concilio habría dado… ¡una no definición! Pero lea usted mismo: “El Concilio Vaticano I también declaró que los católicos deben creer, además de en los juicios solemnes, en la enseñanza del magisterio ordinario universal (DS 3011). Pero no precisó bajo qué condiciones este magisterio ordinario es infalible” (47). Ahora bien, la afirmación, tal como se presenta, contradice la definición del Concilio Vaticano, que expone claramente cuando tal Magisterio es infalible, al especificar que toda enseñanza del M.O.U. es de fe: “Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios, escrita o tradicional, y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal magisterio” (Dz 1792). La definición fue retomada por el Código pío- benedictino (can. 1323, §1). Pío IX había enseñado ya en la Tuas libenter que el acto de fe no debe limitarse a las verdades definidas, sino que debe extenderse “a las que se enseñan como divinamente reveladas por el magisterio ordinario de toda la Iglesia extendida por el orbe” (48).

¿Completamente oscuro? Para quién todavía no haya comprendido (aunque no hay peor

ciego…), todo esto significa que cada vez que la Iglesia, es decir, la unión moral de todos los obispos unidos al Papa, enseña una verdad como perteneciente al depósito revelado, debe ser creída con fe divina. ¿Las famosas condiciones? Están todas: 1ra: todos los obispos con el Papa constituyen la Iglesia docente, la suprema autoridad; 2da: propone para creer; 3ra y 4ta: una verdad contenida en la Revelación, que requiere por sí misma el asentimiento a causa de la autoridad de Dios que revela (49). A lo sumo, lo que uno podría decir es que el fiel tiene mayor facilidad para conocer una verdad enseñada por el magisterio solemne que una enseñada por el magisterio ordinario universal. Ya hemos hablamos largamente en Sodalitium acerca del Magisterio Ordinario Universal, invitamos entonces a los lectores a referirse a los artículos publicados (50).

a) Segundo error de Williamson y su género : negación de la Regla próxima de nuestra fe, confundida con la regla remota

W afirma primeramente algo que es correcto: la definición de la Iglesia no “crea” las verdades, ellas nos han sido reveladas por Dios y existen antes de la definición de la Iglesia, la cual las lleva al conocimiento de los fieles. Para convencerse, es suficiente releer precisamente al Vaticano I cuando dice: “pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación trasmitida por los Apóstoles, es

decir el depósito de la fe” (Pastor Æternus, cap. IV, Dz 1836). El objeto de nuestra fe, por lo tanto, es la divina Revelación (contenida en la Tradición y en la Escritura) y el motivo de la fe es la autoridad de Dios que se revela, como lo enseñan todos los manuales tan despreciados por

  1. Pero W continúa: “Decir que (…) allí donde no hay definición con las cuatro condiciones no hay verdad cierta, es perder todo sentido de la verdad, es la enfermedad del subjetivismo, que no puede concebir verdad objetiva sin certeza subjetiva” (51). Aquí demuestra no comprender plenamente la importancia del papel del Magisterio de la Iglesia. En efecto, ¿cómo puede el simple fiel conocer la verdad “objetiva”? Decía San Agustín: “No creería en el Evangelio, si a ello no me moviera la autoridad de la Iglesia Católica” (52). De la misma manera, parafraseando a San Agustín, se podría decir: “No creería en la Tradición, si a ello no me moviera la autoridad de la Iglesia Católica”. ¿Cómo puede saber el fiel, por ejemplo, que el Evangelio de San Juan está íntegro, que las catorce Epístolas de San Pablo o los libros de los Macabeos son revelados, que algunas obras de Tertuliano son buenas pero otras no, que el Concilio de Nicea es ecuménico, que hay que interpretar rectamente algunos escritos de San Agustín…? ¿Debería fiarse de su perspicacia, entregándose a un libre examen de la Escritura o de la Tradición, como sostienen los anglicanos y los ortodoxos? ¿Eso no sería caer en otro subjetivismo? Eso es precisamente lo que afirman los protestantes de la Sagrada Escritura: cada uno la lee y es capaz por sí mismo de comprender su sentido. Lo mismo hicieron los modernistas: dado que muchos de ellos habían profundizado los estudios de exégesis, pensaron poder interpretar solos las Sagradas Escrituras, sin tener que someterse al Magisterio de la Iglesia, y San Pío X condenó su teoría (DS 3401-8). Y he aquí que W sostiene lo mismo respecto de la Tradición: cada uno puede por sí mismo buscar en la Tradición las verdades que deben creerse, la Tradición sería la regla próxima de la fe, independientemente del Magisterio de la Iglesia (53). Aparte de la enorme dificultad práctica (no se ve cómo el fiel pueda consultar Migne, Mansi, la Patrística…), ¿cómo hará para elegir e interpretar el texto de uno o de varios Padres? ¿Cómo hará para juzgar si tal tradición es buena o mala? La disciplina de la Iglesia ha cambiado a través de los siglos; por ejemplo: ¿es “más tradicional” la comunión bajo las dos especies que aquélla bajo una sola especie? Incluso entre los más grandes Padres de la Iglesia puede haber discordancias o interpretaciones dudosas. Fue exactamente éste el error de los jansenistas: tomar a San Agustín como regla próxima de la fe, pretender saber darle la interpretación correcta, independientemente del Magisterio de la Iglesia.

La Tradición no puede ser regla próxima: si una duda surgiese entre los católicos, ¿quién podría resolverla? La Tradición es muda, el Magisterio en cambio habla, puede resolver las cuestiones. Dios mismo, al darnos la Revelación, quiso darnos el instrumento, objetivo y no subjetivo, para que infaliblemente podamos conocer cuáles son las verdades que debemos creer para nuestra salvación. Este instrumento es el Magisterio de la Iglesia, que bebe en la Revelación (contenida en la Escritura y la Tradición) y, asistido por el Espíritu Santo, propone a la creencia de los fieles las verdades reveladas o conexas con lo revelado. La definición infalible sobre el Magisterio ordinario universal arriba considerada (Dz 1792), ilustra precisamente el punto: todo fiel debe creer de fe lo revelado que la Iglesia le propone para creer. Por esta razón se dice: Escritura y Tradición constituyen la Regla remota de la Fe; el Magisterio es la Regla próxima de nuestra fe, es decir, que es más cercana al fiel. Sodalitium ha tratado ya de este tema (54).

Si la regla próxima de la Fe fuera la Tradición, entonces todo progreso del dogma sería imposible: el deber de la Iglesia sería únicamente conservar los dogmas, como afirman los “ortodoxos”. En efecto, según este punto de vista, si se quisiera estudiar el depósito revelado para conocerlo más profundamente y para explicitar las verdades contenidas de manera implícita, nos hallaríamos ante un problema irresoluble: las verdades descubiertas gracias al estudio, siendo “nuevas” a nuestro conocimiento, contradecirían la regla próxima, la Tradición, y la Iglesia nunca podría definirlas.

Por el contrario, según la doctrina católica, la Tradición es la regla remota, mientras que el Magisterio vivo es la regla próxima de nuestra fe. Es el Magisterio quien da la correcta interpretación de la Escritura y de la Tradición, y no corresponde a nosotros hacerlo. Probaremos nuestra afirmación por la autoridad del Magisterio y del mismo Concilio Vaticano.

Enseñanza de la Iglesia sobre la Regla próxima de la fe

Pío XII (55) enseña: “Y aunque este sagrado magisterio ha de ser para cualquier teólogo en materias de fe y costumbres la norma próxima y universal de la verdad, como quiera que a él encomendó Cristo Señor el depósito entero de la fe, es decir, la Sagrada Escritura y la Tradición divina, para custodiarlo, defenderlo o interpretarlo; sin embargo, el deber que tienen todos los fieles de evitar también aquellos errores que más o menos se aproximan a la herejía y, por ende,

„de guardar también las constituciones y decretos con que esas erróneas opiniones han sido prohibidas y proscritas por la Santa Sede‟ (56); ese deber, decimos, de tal modo es a veces ignorado, como si no existiera. Hay quienes expresamente suelen dar de mano a cuanto en las Encíclicas de los Pontífices Romanos se expone sobre la naturaleza y constitución de la Iglesia, a fin de que prevalezca un concepto vago que afirman haber ellos sacado de los antiguos Padres, particularmente griegos. Porque los Sumos Pontífices, como ellos andan diciendo, no quieren juzgar de las cuestiones que se disputan entre los teólogos y hay que volver, por ende, a las fuentes primitivas, y explicar, por los escritos de los antiguos las constituciones y decretos modernos del magisterio. Esto, si bien parece estar dicho con conocimiento de causa, no carece sin embargo de falacia. Porque es cierto que generalmente los Pontífices dejan libertad a los teólogos en las cuestiones que se discuten con diversidad de pareceres entre los doctores de mejor nota; pero la historia enseña que muchas cosas que antes estuvieron dejadas a la libre discusión, luego no pueden admitir discusión de ninguna especie”.

León XIII: “Determinar cuáles son las verdades divinamente reveladas, es propio de la Iglesia docente a quien Dios ha encomendado la guarda e interpretación de sus enseñanzas; y el Maestro supremo en la Iglesia es el Romano Pontífice. (…) [Es necesaria la obediencia al Magisterio de la Iglesia y al Papa]. Obediencia que ha de ser perfecta, porque lo manda la misma fe, y tiene esto de común con ella que ha de ser indivisible, hasta tal punto que no siendo absoluta y enteramente perfecta, tendrá las apariencias de obediencia, pero no la realidad… Admirablemente explica esto Santo Tomás de Aquino con estas palabras: (…) „Y es claro que aquel que se adhiere a las enseñanzas de la Iglesia como a regla infalible, da asentimiento a todo lo que enseña la Iglesia, porque de otro modo, si de lo que la Iglesia enseña abraza lo que quiere y lo que no quiere no lo abraza, ya no se adhiere a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad. Debe ser una la fe de la Iglesia (…), lo cual no se podría guardar a no ser que, surgiendo alguna cuestión en materia de fe, sea resuelta por el que preside a toda la Iglesia, para que su decisión sea abrazada firmemente por toda la Iglesia. Y por esto sólo a la autoridad del Sumo Pontífice pertenece el aprobar una nueva edición del símbolo, como todo lo demás que se refiera a toda la Iglesia‟ (57). (…) Por lo cual el Pontífice, por virtud de su autoridad, debe poder juzgar qué es lo que se contiene en las enseñanzas divinas, qué doctrina concuerda con ellas y cuál se aparta de ellas, y del mismo modo señalarnos las cosas buenas y las malas: qué es necesario hacer o evitar para conseguir la salvación; pues de otro modo no sería para los hombres intérprete fiel de las enseñanzas de Dios ni guía seguro en el camino de la vida” (58).

San Pío X coloca en la regla de la fe también las leyes de la Iglesia y todo cuanto el Papa ordena: “En la obediencia a esta suprema autoridad de la Iglesia y del Sumo Pontífice por cuya autoridad se nos proponen las verdades de la fe, se nos imponen las leyes de la Iglesia y se nos manda todo cuanto al buen gobierno de ella es necesarioconsiste la regla de nuestra fe” (59).

Enseñanza del Concilio Vaticano I sobre la Regla próxima de la fe

Mons. Gasser, en su memorable intervención, prueba que el Papa es infalible porque su Magisterio constituye la regla de la fe (60): “Un testimonio indirecto [de la infalibilidad] proviene de la regla de la fe que los más antiguos Padres han transmitido. San Ireneo, que muestra que la regla reside en el acuerdo de las Iglesias fundadas por los Apóstoles, muestra al mismo tiempo una regla más corta y más segura: la tradición de la Iglesia Romana, con la cual todos los fieles de la tierra deben estar de acuerdo, a causa de su preeminencia, y en la cual conservan todos la tradición apostólica, al estar en comunión con el centro de la unidad. Así, según San Ireneo (60 bis), la fe de la Iglesia Romana es, al mismo tiempo, por la dignidad del primado, regla para todas las otras Iglesias, y, por la dignidad de ser el centro, el principio conservador de la unidad (…).

La misma regla propone San Agustín (…) [según el cual] para condenar el error de los donatistas, es suficiente mostrar que ningún Pontífice Romano fue donatista, y afirma que esta regla, a causa de la autoridad de Pedro, es la mejor y más segura para la salvación”.

En conclusión: hemos probado, tanto por el Magisterio de la Iglesia como por los documentos explicativos del Concilio Vaticano, que para la Fe de todo católico es necesaria la proposición de la Iglesia. Ésta, a pesar de no formar parte del motivo de la fe (“objeto formal quo”), es sin embargo una condición sine qua non para que el asentimiento de nuestro intelecto sea un acto de fe divina (61). Santo Tomás no esperó al Vaticano I para enseñar: “Pues bien, el objeto formal de la fe es la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura y en la enseñanza de la Iglesia. Por eso, quien no se adhiere, como regla infalible y divina, a la enseñanza de la Iglesia, que procede de la Verdad primera revelada en la Sagrada Escritura, no posee el hábito de la fe, sino que retiene las cosas de la fe por otro medio distinto. (…) Si de las cosas que enseña la Iglesia [alguien] admite las que quiere y excluye las que no quiere, no asiente a la enseñanza de la Iglesia como regla infalible, sino a su propia voluntad [y así, se vuelve hereje]” (II-II, q. 5, a. 3).

Por lo tanto, creo en los Evangelios y en la Tradición porque la Iglesia me lo dice y como ella me lo dice; de este modo la Fe comporta la sumisión de la inteligencia. Pero si creo por otro motivo, entonces antepongo a la Iglesia otro criterio: mis convicciones, un santo, un Padre de la Iglesia, un obispo, un príncipe…, pero todo esto no es la regla próxima de la Fe, es la ruina de la Fe.

b) Tercer error de Willliamson : un rito litúrgico promulgado por el Papa puede ser “intrínsecamente malo”

W ataca a Michael Davies porque “niega toda nocividad intrínseca al misal de la nueva misa, por haber sido „solemnemente‟ promulgado por el supremo legislador” (pág. 22).

W sostiene, con razón, que el nuevo misal es malo. Pero sostiene también, equivocadamente, que aquel que lo promulgó era la legítima autoridad de la Iglesia y, en consecuencia, que la legítima autoridad puede promulgar un rito malo. W es entonces incapaz de responder al Sr. Davies sin negar la enseñanza de la Iglesia según la cual sus leyes, su disciplina, su culto, no pueden ser nocivos. Afirma Pío XII: “A lo largo de su existencia secular, la Iglesia es realmente regida y asistida por el Espíritu Santo, no solamente en la enseñanza y la definición de la fe, sino también en el culto, en los ejercicios de piedad y de devoción de los fieles. Este mismo Espíritu la „dirige infaliblemente en el conocimiento de las verdades reveladas‟ (Const. Ap. Munificentissimus Deus, 1/11/1950, definición dogmática de la Asunción)” (62). Existen muchos otros argumentos de autoridad, ya presentados por el Padre Ricossa (63): “A quienes negaban que los niños tuviesen el pecado original, San Agustín respondía que la Iglesia los bautizaba, y „¿quién podrá jamás alegar un argumento cualquiera contra una Madre tan sublime?‟ (Serm. 293, n° 10). Santo Tomás, al preguntarse si el rito de la Confirmación es adecuado, luego de haber presentado todas las objeciones posibles, responde simplemente: „Contra esto: está el uso de la Iglesia, que está regida por el Espíritu Santo‟; y añade: „El Señor hizo esta promesa a sus fieles en Mt. 18, 20: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Por tanto, debe sostenerse que las decisiones de la Iglesia están regidas por la sabiduría de Cristo. Y, por tanto, debemos estar seguros de que el rito que la Iglesia emplea en este [la confirmación] y en otros sacramentos es el adecuado‟ (III, q. 72, a. 12). Tal es, esencialmente, la respuesta que la Iglesia siempre ha dado a todos los herejes que criticaban uno u otro sus ritos, o el conjunto de ellos. Así, el Concilio de Constanza y el Papa Martín V condenaron a los husitas, los cuales rechazaban el uso de la comunión bajo una sola especie (Dz 626 y 668) y despreciaban los ritos de la Iglesia (Dz 665); así, el Concilio de Trento condenó a los luteranos, que despreciaban el rito católico del bautismo (Dz 856), la costumbre de conservar el Santísimo Sacramento en el tabernáculo (Dz 879 y 889), el canon de la Misa (Dz 942 y 953), y todas las ceremonias del misal, los ornamentos, el incienso, las palabras pronunciadas en voz baja, etc. (Dz 943 y 954), la comunión bajo una sola especie (Dz 935)… De la misma manera, los jansenistas reunidos en el sínodo de Pistoya fueron condenados por Pío VI, por haber inducido a pensar que „la Iglesia, que se rige por el Espíritu de Dios, pudiera constituir disciplina no sólo inútil (…) sino peligrosa, nociva…‟ (Dz 1578, 1533, 1573). En suma, para abreviar, es imposible que la Iglesia pueda dar veneno a sus hijos (Dz 1837, Vaticano I). Se trata de una verdad „tan teológicamente cierta, que negarla sería un error muy grave o incluso, según la opinión de la mayoría, una herejía‟ (cardenal Franzelin)”. También en este punto entonces, para salvaguardar la legitimidad de Pablo VI y Juan Pablo II [Benedicto XVI y Francisco I], W debe contradecir la doctrina de la Iglesia.