HISTORIA DEL TIEMPO DE
PASION Y DE SEMANA SANTA
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger

HISTORIA DEL TIEMPO DE PASION Y DE SEMANA SANTA - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

PREPARACIÓN A LA PASCUA. — Después de haber propuesto a la meditación de los fieles durante las cuatro primeras semanas de Cuaresma, el ayuno de Jesús en la montaña, ahora la Iglesia consagra a la consideración de los dolores del Redentor las dos semanas que nos separan aún de la fiesta de Pascua. No quiere que sus hijos se presenten en el día de la Inmolación del divino Cordero sin haber preparado sus almas con la meditación en los dolores que El sufrió en nuestro lugar. Los más antiguos monumentos de la Liturgia, los Sacramentarlos y los Antifonarios de todas las iglesias nos advierten por el tono de las oraciones, selección de las lecturas, sentido de todas las fórmulas santas que la Pasión de Cristo es, a partir de hoy el único pensamiento que debe embargar a los cristianos. Hasta el domingo de Ramos se podrán aún celebrar fiestas de santos durante la semana, mas ninguna solemnidad, de cualquier rito que sea, se podrá celebrar en el domingo de Pasión.

Como datos históricos no tenemos ninguno en la primera semana de esta quincena; sus observancias son las mismas que las de las cuatro semanas precedentes (No pensamos dar aquí un juicio sobre las discusiones puramente arqueológicas que se han suscitado sobre el nombre Mediana con que se designó el domingo de Pasión en los antiguos monumentos de la Liturgia y del Derecho eclesiástico). Remitimos, pues, al lector al capítulo siguiente, donde tratamos de las particularidades místicas del tiempo de Pasión en general. Pero, por el contrario, la segunda semana tiene muchos detalles históricos; pues ninguna época del año Litúrgico ha preocupado tanto a los cristianos, ni les ha proporcionado tan vivas manifestaciones de piedad.

NOMBRES DADOS A LA ÚLTIMA SEMANA. — A esta semana se la tenía gran veneración ya en el siglo III, como se desprende de los testimonios contemporáneos de S. Dionisio de Alejandría Desde el siglo siguiente, vemos se la llamaba la Gran Semana, en una homilía de S. Juan Crisóstomo: «De ningún modo, dice el santo Doctor, porque tenga más días que los demás, ni que los días tengan mayor número de horas, sino por la grandeza de los misterios que en ella se celebran» También se la llamaba Semana Penosa, a causa de los sufrimientos de Cristo y de los trabajos que exige su celebración; semana del Perdón, porque en ella se recibía a los pecadores a la penitencia; finalmente Semana Santa, a causa de la santidad de los misterios que se conmemoran en ella. Nosotros la llamamos con este nombre y es tan apropiado a esta Semana que por extensión se llaman también Santos a cada uno de los días que la componen; y así decimos, Lunes Santo, Martes Santo, etc…

RIGOR DEL AYUNO. — La severidad del ayuno de Cuaresma se aumentaba antiguamente en estos últimos días, que eran como el supremo esfuerzo de la penitencia cristiana. La Liturgia, considerando la debilidad de las generaciones de nuestro tiempo, ha ido suavizando poco a poco estos rigores y, hoy en Occidente, no se distingue en el rigor esta semana de las precedentes. Mas las Iglesias de Oriente, fieles a las tradiciones de la antigüedad, continúan observando la abstinencia rigurosa, que desde el domingo de Quincuagésima, da el nombre de Xerophagia, a este largo período que solo permite comer alimentos secos.

En cuanto al ayuno antiguamente se extendía a más allá de lo que permitían sus fuerzas humanas. Vemos por S. Epifanio 1 que había cristianos que prolongaban el día de Pascua (En la mitad del siglo tercero se ayunaba en Alejandría toda la Semana, de una vez o a intervalos. Carta de S. Dionisio a Basilido, P. G. X, C. 1277), desde el lunes por la mañana hasta el canto del gallo. Sin duda este esfuerzo sólo le podían hacer un corto grupo de ñeles; los demás se contentaban con pasar sin tomar alimento, dos, tres, cuatro días consecutivos; pero el uso común era no comer desde el Jueves Santo por la tarde hasta la mañana del día de Pascua (Esta costumbre es muy antigua, pues S. Ireneo (hacia el año 200) habla de ella y también Eusebio en su Historia eclesiástica. CV, 24, P. G. XX, C. 501). Los ejemplos de este rigor no son raros aun en nuestros días, entre los cristianos de Oriente y en Rusia; dichoso si estas obras de una penitencia tan intrépida va siempre acompañada de una ñrme adhesión a la fe y a la unidad de la Iglesia.

PROLONGACIÓN DE LAS VIGILIAS. — El prolongar las vigilias durante la noche en la iglesia fué también una de las características de la Semana Santa en la antigüedad. El Jueves Santo, después de haber celebrado los divinos misterios en recuerdo de la última cena del Señor, el pueblo perseveraba durante largo tiempo en oración. La noche del Viernes al Sábado se pasaba casi toda entera en Vigilia, con el fin de honrar la sepultura de Cristo ‘; pero la más larga de todas las vigilias era la del Sábado, que duraba hasta por la mañana del día de Pascua. Todo el pueblo tomaba parte; asistía a la última preparación de los Catecúmenos, presenciaba la administración del bautismo y la asamblea no se dispersaba hasta después de haber celebrado el Santo Sacrificio que se terminaba al salir el sol.

SUSPENSIÓN DEL TRABAJO. — Durante toda la Semana Santa los fieles interrumpían las obras serviles; la ley civil apoyaba la ley eclesiástica para conseguir que se suspendiese el trabajo y el comercio para expresar de un modo tan imponente el duelo de la cristiandad. La idea del sacrificio y de la muerte de Cristo era el pensamiento de todos; se suspendían las relaciones ordinarias; los oficios divinos y la oración absorbían toda la vida moral, al mismo tiempo que el ayuno y la abstinencia reclamaban todas las fuerzas corporales. Fácilmente se comprende la impresión que debía producir en el restante del año esta solemne interrupción de todo lo que preocupa a los hombres en su vida. Cuando se recuerda el rigor que observaban durante la Cuaresma, durante cinco semanas completas, se adivina la alegría con que esperaban las fiestas de Pascua; comunicaba a la vez la regeneración del alma y el alivio del cuerpo.

SUSPENSIÓN DE LOS TRIBUNALES. — Hemos recordado, en el volumen anterior, las disposiciones del Código de Teodosio que prescribía suspender todos los procesamientos y diligencias cuarenta días antes de Pascua. La ley de Graciano y de Teodosio sobre este asunto dada en el 380, la amplió Teodosio en el 389 y la acomodó a los días que celebramos por medio de un nuevo decreto que prohibía incluso los pleitos durante los siete días que precedían a la fiesta de Pascua y los siete siguientes. En las Homilías de S. Juan Crisóstomo y en los sermones de S. Agustín se encuentran muchas alusiones referentes a esta nueva ley; declaraba que todos los días de esta quincena gozarían en adelante, en todos los tribunales, del privilegio del Domingo.

EL PERDÓN DE LOS PRÍNCIPES. — Mas los príncipes cristianos no se limitaban a suspender la justicia humana en estos días de misericordia, querían también honrar sensiblemente a la bondad paternal de Dios, que se dignó perdonar al mundo pecador, mediante los méritos de su Hijo inmolado. La Iglesia va a recibir de nuevo a los pecadores, después de haberles roto las cadenas del pecado del que eran esclavos. Los príncipes cristianos se sentían orgullosos de imitar a su Madre; mandaban abrir los calabozos y poner en libertad a los desgraciados que gemían bajo el peso de las sentencias dadas por los tribunales de la tierra. Sólo se exceptuaban los criminales, cuyos delitos se relacionaban gravemente con la familia y la sociedad. El gran nombre de Teodosio es elogiado entusiastamente por eso. Cuenta S. Juan Crisóstomo que este emperador enviaba a las ciudades indultos ordenando que se pusiese en libertad a los prisioneros y perdonando la vida a los condenados a muerte; para que de este modo santificasen los días que precedían a la fiesta de la Pascua. Los emperadores posteriores convirtieron en ley esta disposición; así lo dice S. León en uno de sus Sermones: «Los emperadores romanos observan ya desde hace mucho tiempo esta santa institución, mediante la cual se les veía, en honra de la Pasión y Resurrección del Señor, humillar los emblemas de su poder, suavizar la severidad de sus leyes y perdonar a un gran número de reos; con este perdón querían mostrarse imitadores de la bondad divina en estos días, en que se dignó salvar al mundo. Que el pueblo cristiano imitase a su vez a sus príncipes y que su ejemplo sea un estímulo para que las personas se perdonen mutuamente, pues las leyes familiares no deben ser más rigurosas que las leyes públicas. Por lo cual se deben remitir las injusticias, romper las cadenas, perdonar las ofensas, sofocar los resentimientos, a fin de que por parte de Dios como del hombre, todo contribuya a restablecer en nosotros la inocencia de vida que conviene a la solemnidad que esperamos»

Esta amnistía cristiana no sólo se halla decretada en el Código de Teodosio; encontramos también vestigios en los monumentos del derecho público de nuestros padres. En algunas naciones de Europa, Bélgica, Francia, España se han observado estas leyes desde muy antiguo; los reyes y emperadores mandaban abrir las puertas de las cárceles a gran número de prisioneros los días que precedían a la ñesta de 1a. Pascua. En España en la ceremonia de la solemne adoración de la Cruz, el Viernes Santo, el Rey indultaba algunos reos condenados a muerte. Loable costumbre que se conservó hasta los últimos tiempos de la monarquía española.

VERDADERA IGUALDAD Y FRATERNIDAD. — Las revoluciones que se han sucedido sin interrupción desde hace más de cien años han tenido el decantado resultado de secularizar a las naciones; es decir, que han borrado de nuestras costumbres públicas y de nuestra legislación todo lo que habían adquirido por la influencia del espíritu sobrenatural del Cristianismo. Se ha pregonado a los cuatro vientos que todos los hombres son iguales. Hubiera sido inútil tratar de convencer de esta verdad a los pueblos cristianos en. aquellos siglos de fe, en que veían a sus príncipes, al acercarse las grandes solemnidades donde la justicia y la misericordia divinas se representaban tan vivamente, abdicar, por decirlo así, de su cetro, aceptar sumisos el castigo de sus culpas, y acercarse al banquete pascual de la fraternidad cristiana, al lado de los hombres aherrojados por ellos mismos en nombre de la sociedad, unos días antes. El pensamiento de un Dios, a cuyos ojos todos los hombres son pecadores, de un Dios de quien solamente proceden la justicia y el perdón, embargaba, estos días a las naciones; se podría verdaderamente fechar los días de Semana Santa con aquellas palabras que ostentan algunos diplomas de estos tiempos de fe: «Bajo el Reinado de Nuestro Señor Jesucristo»; Regnante Domino Nostro Jesu Christo.»

¿Se negarían acaso los subditos a aceptar el yugo de la sumisión después de haber salido de estos días de santa igualdad cristiana? ¿Pensarían en aprovechar una ocasión para redactar las fórmulas de los Derechos del Hombre? De ninguna manera; el mismo pensamiento que había humillado delante de la Cruz del Salvador a los potentados de la justicia legal, manifestaba al pueblo la obligación de obedecer a los poderes establecidos por Dios, Dios era el móvil que subyugaba a los hombres bajo el poder y el que otorgaba el mismo poder; las dinastías podían sucederse sin que disminuyera el respeto cordial a la autoridad. Hoy la Liturgia no puede imponerse a la sociedad de este modo; la religión está como refugiada, como en secreto, en el fondo de las almas fieles, las instituciones políticas no son sino la expresión del orgullo humano que quiere mandar y se niega a obedecer. ¡Y sin embargo, la sociedad del siglo iv que producía como fruto espontáneo del espíritu cristiano estas leyes misericordiosas que acabamos de enumerar, era todavía medio pagana! La nuestra está fundada por el cristianismo; porque sólo él pudo civilizar a los bárbaros, ¡y nosotros llamamos progreso a este caminar hacia atrás, contra todas las garantías de orden, paz y moralidad que la religión inspiró a los legisladores antiguos! ¡Cuándo renacerá la fe de nuestros padres, la única capaz de restablecer las naciones sobre sus quicios! ¿Cuándo darán por terminadas los sabios del mundo esas utopías humanas que no tienen otro objeto que lisonjear las pasiones funestas que Jesucristo reprueba tan enérgicamente en los misterios que celebramos en estos días?

. — Si el espíritu de caridad y el deseo de imitar la misericordia divina movían a los emperadores cristianos a dar la libertad a sus prisioneros, no podían menos de interesarse también por la suerte de los esclavos, en estos días en que Jesucristo se dignó rescatarnos con su sangre. La esclavitud, hija del pecado e institución fundamental del mundo antiguo, fué herida de muerte por la predicación del Evangelio; pero estaba reservado a los particulares extenderlo poco a poco por medio de la aplicación del principio de la fraternidad cristiana. Del mismo modo que Jesucristo y los apóstoles no exigieron la abolición inmediata de la esclavitud; así los príncipes cristianos limitáronse a favorecer esta abolición en sus legislaciones. Encontramos una prueba de ello en el Código de Justiniano, donde después de prohibir los procesos judiciales durante la Semana Santa y la de Pascua, añade esta disposición; «Sin embargo está permitido conceder la libertad a los esclavos; y cualquiera de los actos necesarios a su liberación no será reputado contrario a la ley». Por lo demás, Justiniano, por esta disposición caritativa, no hacía más que aplicar a la quincena de Pascua, la ley misericordiosa que había publicado Constantino al día siguiente del triunfo de la Iglesia; ley por la cual se prohibía todo procesamiento en domingo, excepto aquellos que tenían como ñn la libertad de los esclavos.

Mucho tiempo antes de la de Constantino la Iglesia había pensado ya en los esclavos en estos días en que se celebra los misterios de la redención del mundo. Sus Patronos cristianos debían dejarles gozar de un reposo completo durante esta sagrada quincena. Tal es la ley canónica formulada en las Constituciones Apostólicas cuya compilación es anterior al siglo iv: «Durante la Santa Semana que precedía al día de Pascua —se dice allí—y durante toda la siguiente, los esclavos deben descansar, porque la primera es la semana de la Pasión del Señor, y la otra, la de la Resurrección, y los siervos tienen necesidad de ser instruidos en estos misterios'».

LAS OBRAS DE CARIDAD. — En ñn la última manifestación del carácter espiritual de los días en que vamos a entrar es la limosna y las obras de misericordia, en que nos debemos ejercitar más que nunca. S. Juan Crisóstomo nos cuenta que, en tiempo, se obraba así, y hace notar, con elogios que los fieles redoblaban sus larguezas para con los pobres a fin de asemejarse en algo a la munificencia divina que va a extender, sin medida, sus beneficios, sobre el pecador.

CAPITULO II
MÍSTICA DEL TIEMPO DE
PASIÓN Y DE SEMANA SANTA
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger

MÍSTICA DEL TIEMPO DE LA PASIÓN Y DE LA SEMANA SANTA - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

MISTERIOS Y RITOS. — La Liturgia abunda en » misterios en estos días en que la Iglesia celebra los aniversarios de tan maravillosos acontecimientos; pero la mayor parte se encuentra en los ritos y ceremonias propias de cada día, que trataremos a medida que se presente la ocasión. Nuestro objetivo especial en estas páginas, es sólo decir algunas palabras sobre las costumbres dé la Iglesia en las dos semanas que han de seguir.

EL AYUNO. — Nada tenemos que añadir a to expuesto sobre el misterio de la Santa Cuaresma. El período de expiación continúa su curso normal hasta que el ayuno de los penitentes haya igualado la duración del que practicó el Hombre-Dios en el desierto. Los fieles de Cristo continúan combatiendo, con las armas espirituales, contra los enemigos de la salvación; asistidos por los ángeles de luz, luchan cuerpo a cuerpo contra los espíritus de las tinieblas, con las armas de la compunción, de corazón y la mortificación de la carne. Como ya hemos dicho, durante el tiempo de Cuaresma la Iglesia está preocupada de un modo especial por un triple motivo; la Pasión del Redentor cuya llegada hemos ido presintiendo de semana en semana; la preparación de los catecúmenos al bautismo que se les conferirá en la noche de Pascua; la reconciliación de los penitentes públicos a los cuales la Iglesia les recibirá de nuevo, el Jueves Santo. Cada día que pasase reaviva esta triple preocupación de la Iglesia.

LA PASIÓN. — La resurrección de Lázaro en Betania, a las puertas de Jerusalén, ha colmado la rabia de sus enemigos. El pueblo ha quedado estupefacto al ver reaparecer por las calles de la ciudad al que había muerto hacía cuatro días; y se pregunta ¿acaso el Mesías ha de obrar mayores prodigios?, ¿no ha llegado el tiempo de cantar el Hosanna al Hijo de David? Muy pronto va a ser imposible represar el impetuoso entusiasmo de los hijos de Israel. Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo ya no pueden perder ni un momento si es que quieren impedir las manifestaciones populares que van a proclamar a Jesús, Rey de los Judíos. Vamos asistir en estos días a sus infames conciliábulos. En ellos la Sangre del Justo va a ser puesta en venta y tasada en un precio irrisorio. La divina Víctima, entregada por uno de sus discípulos, será juzgada, condenada, inmolada; y las circunstancias de este drama no se reducirán a una simple lectura; la Liturgia las va a representar al vivo, ante los ojos del pueblo cristiano.

LOS CATECÚMENOS. — Ya no les queda a los catecúmenos más que un poco de tiempo para desear el bautismo. Su instrucción se va completando día por día; las figuras del A. Testamento han ido pasando ante su vista; y pronto no les quedará nada que aprender acerca de los misterios de su salvación. Entonces se les dará a conocer el Símbolo de la fe. Iniciados en las exaltaciones y humillaciones del Redentor, esperarán con los fieles el momento de su resurrección; y nosotros les acompañaremos con ansiedad y alegría en aquella hora solemne en que después de sumergidos en la piscina de salvación y purificados de toda mancha por las aguas regeneradoras salgan puros y radiantes para recibir los dones del Espíritu Santo y participar de la carne sacrosanta del Cordero, que ya nunca más morirá.

LOS PENITENTES.— La reconciliación de los penitentes se aproxima a pasos agigantados. Aun están en su labor expiatoria, vestidos de cilicio y ceniza. Las lecturas consoladoras que ya hemos escuchado continuarán leyéndoseles todavía para así refrescar sus almas más y más. La proximidad de la inmolación del Cordero acrecienta su esperanza; saben que la sangre de este Cordero es de una virtud infinita y que borra todos los pecados. Antes de la resurrección del Libertador, recobrarán la inocencia perdida; el perdón descenderá sobre ellos muy a tiempo, a fin de que ya puedan sentarse, como hijos pródigos ya felices, a la mesa del padre de familia el día en que se diga a los comensales: «He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua.»

DUELO DE LA IGLESIA. — Tales son, en resumen, las grandiosas escenas que nos esperan; pero al mismo tiempo, vamos a ver a la Santa Iglesia abismarse más y más en las tristezas de su duelo. Hace poco lloraba los pecados de sus hijos; ahora llora la muerte de su esposo celestial. Desde hace mucho tiempo el Alellusa está desterrado de sus cánticos; hasta suprimirá la alabanza a la Trinidad Santa con que terminan los salmos. Si no honra a ningún santo, cuya fiesta se puede celebrar hasta el sábado de Pasión inclusive, la suprimirá, primero en parte, y, poco después, en absoluto, aun aquellas mismas palabras que repite con tanto gusto: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.»

La lectura en los oficios de la noche están tomados de Jeremías. Los vestidos litúrgicos son del mismo color que en Cuaresma; pero en Viernes Santo el negro reemplazará al morado como quien llora una muerte, puesto que en esto su Esposo está verdaderamente muerto. Sobre él han recaído los pecados de los hombres y los rigores de la justicia divina, y han entregado su alma al Padre en medio de una horrorosa agonía.

RITOS LITÚRGICOS. — En espera de esta hora la Iglesia manifiesta sus dolorosos presentimientos, cubriendo la imagen del divino Crucificado. La Cruz misma ha dejado de ser visible a las miradas de los fieles; está tapada por un velo (Este uso está relacionado con la idea de la penitencia pública en la antigüedad. Todos sabemos que los Penitentes públicos eran expulsados de la Iglesia, desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo. Cuando se quitó la penitencia pública, se ideó extender una cortina entre el altar y la nave en todas las iglesias, para hacer comprender a todos los fieles, que, sin penitencia, no pueden llegar a la visión de Dios. Cuando se suprimió la «cortina de Cuaresma», se cubrieron los crucifijos y las imágenes y, más adelante, sólo durante el tiempo de Pasión). Las imágenes de los santos no están visibles; es justo que el siervo se oculte cuando la gloria del Señor se eclipsa. Los intérpretes de la Liturgia nos enseñan que esta costumbre austera de velar la cruz en tiempo de Pasión expresa la humillación del Redentor, obligado a ocultarse para noser apedreado por los Judíos, como leeremos en el Evangelio del Domingo de Pasión. La Iglesia ordena esta prescripción de velar las imágenes, desde el sábado a la hora de Vísperas, con tal rigor que, en los años en que la fiesta de la Anunciación de Nuestra Señora cae en la semana de Pasión, la imagen de María, Madre de Dios, permanece velada aun en el día en que el Angel la saluda llena de gracia y bendita entre todas las mujeres.

CAPITULO III
PRÁCTICA DEL TIEMPO DE
PASIÓN Y DE SEMANA SANTA
Año Litúrgico – Dom Prospero Gueranger

PRÁCTICA DEL TIEMPO DE PASIÓN Y DE SEMANA SANTA - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

CONTEMPLACIÓN DE CRISTO. — El cielo de la Iglesia se pone cada vez más sombrío; los tonos severos de los que se había revestido en el curso de las cuatro semanas que acaban de pasar, ya no son suficientes para demostrar su duelo. Sabe que los hombres persiguen a Jesús y conspiran su muerte. No pasarán doce días sin que sus enemigos pongan sobre él sus manos sacrilegas. La Iglesia le seguirá a la cumbre del Calvario; recogerá su último suspiro; verá sellar sobre su cuerpo inánime, la piedra del sepulcro. No es extraño, pues, que invite a todos sus hijos, en esta quincena, a contemplar a Aquel que es la causa de todas sus tristezas y afectos.

AMOR.-—Pero no es precisamente lágrimas y compasión estériles, lo que pide de nosotros nuestra Madre; quiere que nos aprovechemos de las enseñanzas que nos van a proporcionar los sucesos de esta Santa Semana. Se acuerda que el Señor al subir al Calvario, dijo a las mujeres de Jerusalén que lloraban su desgracia ante sus mismos verdugos: «No lloréis por mi; más bien llorad por vosotras y por vuestros hijos.» No rehusó el tributo de sus lágrimas, se enterneció y su misma ternura le dictó esas palabras:

Quiso sobre todo verlas penetradas de la grandeza del acto del que se compadecían, en una hora en que la justicia de Dios se mantenía tan inexorable ante el pecado.

PENITENCIA. — La Iglesia comenzó la conversión del pecador en las semanas precedentes; ahora quiere consumarla. Lo que ofrece a nuestra consideración, no es ya Cristo ayunando y orando en el monte de la Cuarentena; es la víctima universal que se inmola por la salvación del mundo. La hora va a sonar y el poder de las tinieblas se apresura a aprovechar los pocos momentos que le quedan. Va a consumarse el más afrentoso de los crímenes. Dentro de pocos días el Hijo de Dios va a ser entregado al poder de los pecadores y ellos le matarán. La Iglesia no necesita exhortar a sus hijos a la penitencia; demasiado saben ya que el pecado exige esta expiación. Ahora está penetrada por completo de los sentimientos de anonadamiento que la inspira la presencia de Dios sobre la tierra; y al expresar estos sentimientos en la Liturgia nos indica aquellos que nosotros debemos concebir de nosotros mismos.

DOLOR. — El carácter más general de las oraciones y de los ritos de esta quincena es de profundo dolor de ver al Justo oprimido por sus enemigos, hasta la muerte y una indignación enérgica contra el pueblo deicida. El fondo de los textos litúrgicos, son de David y de los Profetas. Ya es Cristo mismo quien declara las agonías de su alma; ya son las imprecaciones contra los verdugos. El castigo del pueblo judío es expuesto en todo su horror; y en los tres últimos días veremos a Jeremías lamentarse sobre las ruinas de la ciudad infiel.

CONVERSIÓN. — Preparémonos, pues, a estas fuertes impresiones desconocidas con harta frecuencia por la piedad superficial de nuestros tiempos. Recordemos el amor y benignidad del Hijo de Dios que viene a confiarse a los hombres, viviendo su misma vida. «Pasando por esta tierra haciendo el bien», y veamos cómo acaba esta vida de ternura, condescendencia y humildad con el más infame de los suplicios, con el patíbulo de los exclavos. Por uná parte, contemplemos al pueblo perverso de los pecadores, que, falto de crímenes, imputa al Redentor sus beneficios, y consuma la más negra de las ingratitudes, derramando sangre inocente y divina; y por otra, contemplemos al Justo por excelencia, presa de las amarguras todas, «su alma triste hasta la muerte», cargado con el peso de la maldición, y bebiendo hasta las heces el cáliz que a pesar de su humilde queja debió de beber; el cielo inflexible a sus plegarias como a sus dolores; y al fln escuchemos su grito: «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?'».

Esto es lo que recuerda la Iglesia con tanta frecuencia en estos días; esto es lo que propone a nuestra consideración; porque sabe que si llegamos todos a comprender lo que esta escena significa, se romperán los lazos que nos atan al pecado, y nos será ya imposible permanecer por más tiempo como cómplices de estos crímenes atroces.

TEMOR. — Pero la Iglesia sabe también lo duro que es el corazón del hombre, y la necesidad que tiene del temor, para determinarse a la enmienda; por esta razón no omite ninguna de las imprecaciones que los Profetas ponen en la boca del Mesías contra sus enemigos. Estos anatemas son otras tantas profecías que se han cumplido al pie de la letra en los judíos endurecidos. Tienen por fln enseñarnos lo que el cristiano debe temer de sí mismo si persiste en «crucificar de nuevo a Jesucristo»2, según la enérgica expresión de San Pablo. Que se acuerde entonces de estas palabras que el mismo Apóstol dice en la Epístola a los Hebreos: «¿Qué suplicio tendrá el que haya pisoteado al Hijo de Dios, el que haya tenido por vil la sangre de la alianza por la cual fué santificado, el que haya ultrajado al Espíritu de gracia? Porque sabemos que ha dicho: A mi me pertenece la venganza y sabré ejercitarla; y en otra parte: el Señor juzgará a su pueblo. Será, pues, una cosa horrible caer en las manos de Dios vivo'».

HORROR DEL PECADO. — En efecto, nada más afrentoso; ya que en estos días en que estamos «no perdonó a su propio Hijo»2 dándonos por este incomprensible rigor la medida de lo que debemos esperar de El, si encontrase aún en nosotros el pecado que le ha obligado a mostrarse tan cruel con su amadísimo Hijo «en quien ha puesto todas sus complacencias»3. Estas consideraciones sobre la justicia para con la más inocente y la más augusta de todas las víctimas; y sobre el castigo de los judíos impenitentes acabarán de destruir en nosotros el afecto al pecado, desarrollando este temor tan saludable sobre el cual vendrán a apoyarse una esperanza firme y un amor sincero, como sobre base inquebrantable.

VALOR DE LA SANGRE DIVINA. — En efecto, si por nuestros pecados somos los autores de la muerte del Hijo de Dios, también es cierto que la sangre que brota de sus sagradas llagas tiene la virtud de lavarnos de este crimen. La justicia del Padre celestial no se satisface más que con la efusión de esta sangre divina; y la misericordia del mismo Padre celestial quiere que se emplee en nuestro rescate. El hierro del verdugo ha abierto cinco llagas en el cuerpo del Redentor; y de ellas brotan cinco manantiales de salvación sobre la humanidad para purificarla y restablecer en cada uno de nosotros la imagen de Dios que había sido borrada por el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza, y glorifiquemos esta sangre libertadora que abre al pecador la puerta del cielo; y cuyo valor infinito sería suficiente para rescatar millones de mundos más culpables que el nuestro. Nos acercamos al aniversario del día en que fué derramada; han pasado ya muchos siglos desde el día en que enrojeció los miembros desgarrados de nuestro Salvador y que, descendiendo de la Cruz; bañó esta tierra ingrata; pero su poder siempre es el mismo.

RESPETO Y CONFIANZA PARA CON ESTA SANGRE. — Vengamos pues, «a beber a las fuentes del Salvador'» ; nuestras almas saldrán de allí llenas de vida, purísimas, completamente esplendorosas con belleza celestial; ya no quedará en ella la menor señal de sus antiguas manchas; y el Padre nos amará con el mismo amor con que ama a su Hijo. ¿No es para hacernos suyos, a nosotros que estábamos perdidos, por lo que ha entregado a la muerte sin compasión a su Hijo? Habíamos llegado a ser propiedad de Satanás por nuestros pecados; y ahora, de pronto, somos arrancados de sus garras y recobramos la libertad. Y sin embargo de eso, Dios no ha usado de violencia para sacarnos del poder del ladrón, ¿cómo pues, hemos sido libertados? Escuchad al Apóstol; «habéis sido rescatados a gran precio'». Y ¿cuál es este precio? El príncipe de los Apóstoles nos lo explica: «no es, dice, por precio de oro o de plata corruptibles, con que habéis sido rescatados, sino por la preciosa sangre del Cordero sin mancilla». Esta sangre divina, colocada en la balanza de la justicia celestial, la ha hecho inclinarse en nuestro favor; ¡tanto sobrepasaba al peso de nuestras iniquidades! La fuerza de la sangre ha roto las puertas del infierno, ha quebrantado nuestras cadenas «restablecido la paz entre el cielo y la tierra»3. Derramemos sobre nosotros esta sangre preciosa, lavemos en ella todas nuestras llagas, sellemos nuetra frente con su señal inquebrantable y protectora, a fin de que en el día de la cólera, nos perdone la espada vengadora.

ADORACIÓN DE LA CRUZ. — La Iglesia nos recomienda venerar, además de la sangre del Cordero que borra nuestros pecados, la Cruz que es como el altar en que se inmola la Víctima. Dos veces, durante el año, en las ñestas de la Invención y de la Exaltación, será expuesto este sagrado madero, para recibir nuestros homenajes como trofeo de la victoria del Hijo de Dios; en estos momentos no nos habla sino de dolores, y no representa otra cosa que vergüenza e ignominia. El Señor había dicho en la Antigua Alianza; «maldito el que sea colgado en la Cruz'». El Cordero que nos salva se ha dignado arrostrar esta maldición; pero, por eso mismo, ¡cómo hemos de amar este leño, en otro tiempo infame! He aquí convertido en instrumento de nuestra salvación el testimonio del amor de Jesús por nosotros. Por esto, la Iglesia le rinde, en nuestro nombre, los más sinceros honores y nosotros debemos juntar nuestra adoración a la suya. El agradecimiento a esa Sangre que nos ha rescatado, una tierna veneración hacia la Santa Cruz, serán los sentimientos que llenarán particularmente nuestro corazón durante estos quince días.

AMOR A CRISTO. — Pero ¿qué hemos de hacer por el Cordero, por aquel que nos ha entregado su sangre y que se ha abrazado con tanto amor a la Cruz para librarnos? ¿No es justo que nos sigamos sus pasos; que, más fieles que los apóstoles en su Pasión, le sigamos día por día, de hora en hora en la vía dolorosa? Acompañémosle con fidelidad en estos últimos días en que se ve obligado a huir de las miradas de sus enemigos. Imitemos aquellas familias devotas que le recogen en sus casas exponiéndose por esta hospitalidad a la furia de los Judíos; compartamos las inquietudes de la más tierna de las madres; entremos con el pensamiento en el Sanedrín en que se trama el complot contra la vida del Justo. De pronto el horizonte se va a esclarecer por un momento, y vamos a escuchar el grito de Hosanna que resuena por las calles y plazas de Jerusalén. Este homenaje inesperado al Hijo de David, estas palmas, estas voces sencillas de los niños, van a ocultar por un instante nuestros tristes pensamientos. Nuestro amor se unirá a los homenajes tributados al Rey de Israel que visita con tanta dulzura a la hija de Sión, para cumplir el oráculo profético; pero estas alegrías van a durar poco tiempo, y ¡volveremos, muy pronto, a sumergirnos, de nuevo, en la tristeza!

MEDITACIÓN DE LA PASIÓN. — Judas va a tardar muy poco en consumar su odiosa venta; la última Pascua llegará, por fin, y veremos al Cordero figurativo desvanecerse en presencia del verdadero Cordero, cuya carne se nos dará en alimento y su sangre en bebida. Esto ocurrirá en la Cena del Señor. Revestidos del vestido nupcial tomemos allí asiento entre los discípulos; porque hoy es el día de la reconciliación que reúne a una misma mesa al pecador arrepentido y al justo siempre fiel. Pero el tiempo urge: es necesario ir pronto al huerto de Getsemaní; allí es donde podremos apreciar todo el peso de nuestras iniquidades, a la vista de los fallecimientos del Corazón de Jesús, que allí se ve oprimido hasta tener que pedir ayuda. Después, a media, noche, los criados y la soldadesca, conducidos por el traidor echarán la mano al Hijo del Eterno y las legiones de los ángeles, que le adoran en todo momento, quedarán como desarmados en presencia de tan horrible iniquidad. Entonces comenzarán esa serie de injusticias, cuyo teatro van a ser los tribunales de Jerusalén: la mentira, la calumnia, la debilidad del gobernador romano, los insultos de los criados y soldados, los gritos tumultuosos del populacho tan ingrato y tan cruel; tales son los incidentes que llenarán las horas veloces que se van a deslizar desde el instante en que el Redentor sea apresado por sus enemigos, hasta que caiga bajo el peso de la Cruz, en la cumbre del Calvario. Pronto veremos todas estas cosas; nuestro amor no nos permitirá alejarnos en esos momentos, en que ante tantos ultrajes, el Redentor corona la gran empresa de nuestra salvación.

En fin, después de las bofetadas y salivas, después de la sangrienta flagelación, después de la cruel afrenta de la coronación de espinas, nos pondremos en marcha para seguir el camino del Hijo del Hombre; por las huellas de su sangre, conoceremos su paso. Tendremos que atravesar un mar borrascoso de iras de un pueblo ávido del suplicio del inocente, escuchar las imprecaciones que vomita contra el Hijo de David. Llegados al lugar del sacrificio veremos con nuestros propios ojos a la augusta Víctima, despojada de sus vestidos, clavada en un madero sobre el cual debe expirar, levantada en el aire entre el cielo y la tierra, como para estar más expuesta todavía a los insultos de los pecadores. Nos acercaremos al árbol de la vida para no perder ni una gota de esta sangre purificadora, ni una sola de las palabras que, a intervalos, hará llegar a nosotros. Compartiremos el dolor de su Madre, cuyo corazón está traspasado con espada de dolor, y nos colocaremos a su lado en el momento en que Jesús moribundo nos confiará a su ternura. En fin, después de tres horas de agonía, le veremos inclinar la cabeza, y, recibiremos su último suspiro.

FIDELIDAD. — No nos queda, pues, más que un cuerpo inanimado y muerto, unos miembros ensangrentados y yertos por el frío de la muerte. ¡Este es el Mesías que con tanta alegría saluda mos cuando vino al mundo! No le bastó a El, Hijo del Eterno «humillarse tomando la forma de esclavo'». ¡Ese nacimiento en la carne, no era más que el principio de su sacrificio; su amor le llevará a la muerte y muerte de Cruz. Vió que nosotros no obtendríamos la nuestra sino mediante el precio de tan generosa inmolación y su corazón no dudó! «Ahora, pues, nos dice San Juan, debemos amar a Dios, puesto que El nos amó primero»2. Estas son las miras de la Iglesia en estos solemnes aniversarios. Después de abatir nuestro orgullo y resistencia por el espectáculo de la justicia divina, estimula nuestro corazón a amar al que se entregó, en nuestro lugar, a los golpes de la justicia divina. ¡Desgraciados de nosotros si en esta semana memorable no volvemos nuestras almas hacia Aquel que tenía justas causas para odiarnos, pero que, nos amó más que a sí mismo! Digamos con el Apóstol: «la caridad de Cristo nos apremia y en adelante todos los que viven no deben vivir pará ellos, sino para Aquel que se entregó a la muerte por ellos»3. Debemos fidelidad al que fué nuestra víctima y que hasta el último momento en vez de maldecirnos, no cesó de pedir misericordia para nosotros. Un día aparecerá sobre las nubes del cielo, «y los hombres dice, el profeta, verán al que traspasaron'». ¡Ojalá seamos nosotros de aquellos a quienes la vista de las heridas, les inspira confianza porque habrán reparado con amor el crimen infligido al Cordero divino.

CONFIANZA. — Esperemos de la misericordia de Dios, que los santos días que vamos a comenzar, produzcan en nosotros este cambio maravilloso que nos permita cuando llegue la hora del juicio, permanecer tranquilos a la mirada del que vamos a ver pisoteado por los pecadores. La muerte del Redentor revoluciona a toda la naturaleza: el sol se oscurece al mediodía, tiembla la tierra y las rocas se parten, que nuestros corazones se conmuevan también que pasen de la indiferencia al temor, del temor a la esperanza, de la esperanza al amor; y después de descender con nuestro Salvador hasta el fondo de los abismos de las tristezas, merezcamos remontarnos con El hasta la luz, rodeados de los resplandores de su resurrección y llevando en nosotros la prenda de una vía nueva que no dejaremos apagar ya más.