3.2 PSICOLOGÍA RACIONAL: Objeciones
Objeciones
Obj. 1ª Las funciones u operaciones vitales que no están sujetas a la percepción experimental de la conciencia o sentido íntimo, no pueden proceder del mismo principio vital del cual proceden las funciones sometidas a la percepción de la conciencia; es así que la digestión, la circulación de la sangre y otras funciones vegetativas u orgánicas del hombre no están sujetas a la percepción de la conciencia: luego no pueden proceder del alma racional, principio vital de las que están sometidas al testimonio de la conciencia.
Resp. 1º Este argumento, que constituye el aquiles de los vitalistas, está muy lejos de tener la fuerza y valor filosófico que éstos le conceden. Por de pronto, muchos de los que presentan esta objeción contra el animismo humano, pretenden que en el hombre existe un alma sensitiva distinta de la racional, y principio de las funciones orgánicas a la vez que de las sensibles. Lo cual vale tanto como confesar que una misma cosa o alma, puede ser a la vez principio de funciones vitales conscientes e inconscientes.
2º Empero, haciendo caso omiso de todo esto, así como de otras consideraciones análogas, vamos a probar que esta objeción fundamental del vitalismo no tiene la importancia científica que algunos le conceden, y que su fuerza es más aparente que real, reproduciendo al efecto las reflexiones que en los Estudios sobre la Filosofía de santo Tomás expusimos, al contestar a este mismo argumento.
En primer lugar, decíamos allí, es bastante probable que muchas de esas funciones orgánicas, o mejor dicho, de la vida vegetativa, que son consideradas comúnmente como extrañas absolutamente a la conciencia, no lo son tanto como se cree, porque, si bien no tenemos conciencia actual de las mismas, no es imposible que esto proceda de que, al ejecutarlas, obramos en fuerza de la costumbre y hábito adquirido, [354] pero no porque no hayan estado acompañadas de conciencia, al menos imperfecta y confusa, en su existencia anterior y en su desarrollo primitivo. En todo caso y aun cuando fueran enteramente extrañas a la conciencia, siempre será irracional y no muy lógico deducir o inferir de este solo hecho su independencia absoluta del alma racional. La observación concienzuda de los fenómenos y movimientos de la vida, nos revelará que el dominio de nuestra alma sobre los fenómenos vitales, abarca un círculo más extenso de lo que se piensa ordinariamente, cuando no se ha reflexionado mucho sobre estas materias, y que su influencia se extiende a no pocos de aquellos movimientos que se apellidan instintivos, y que solo una filosofía superficial puede considerar como independientes completamente del alma humana.
La manifestación y como reproducción sensible de las pasiones en el cuerpo, es uno de los fenómenos que se apellidan necesarios e instintivos; y sin embargo, reflexionando seriamente sobre ellos, no será difícil reconocer que estos movimientos tienen una dependencia incontestable y muy marcada del alma. El terror, la alegría repentina, la envidia y otras pasiones, se manifiestan instantáneamente en el cuerpo por medio de movimientos más o menos perceptibles: empero estas mutaciones corporales que apellidamos instintivas, no son tan independientes de la voluntad y conciencia de nuestra alma como se cree. ¿Quién no ha encontrado en la sociedad hombres que saben dominar estas manifestaciones exteriores, y en los cuales la fuerza de la voluntad, en combinación con el hábito adquirido, llega a ser bastante poderosa para modificar profundamente estas tendencias instintivas, disimulando completamente, en ocasiones, sus pasiones interiores, y hasta determinado por parte del cuerpo movimientos contrarios a la pasión interna? La facilidad y perfección con que ciertos actores producen, suspenden y modifican estas manifestaciones externas de las pasiones, es una prueba más del dominio e influencia que el alma ejerce sobre muchos de los movimientos que se denominan necesarios e instintivos. [355]
Meditando, pues, sobre la multiplicidad y complicaciones de los fenómenos de la vida; analizando con cuidado sus cambios y relaciones, no será difícil persuadirse que la energía y actividad del alma llega por caminos poco conocidos hasta los menores movimientos de la vida que los vitalistas llaman orgánica, y que su influencia traspasa los límites que la escuela vitalista pretende señalarle. En todo caso, es muy poco conforme a la razón y al análisis concienzudo de los fenómenos experimentales, negar toda influencia de la actividad de nuestra alma sobre las operaciones instintivas y las funciones de la vida vegetativa, por el solo hecho de no estar acompañadas muchas veces de conciencia actual y explícita (1). Y esta afirmación adquiere en cierto modo carácter de [356] de certeza moral, si se tiene en cuenta que los fenómenos mismos de la vida intelectual echan por tierra la base fundamental de la objeción vitalista, que consiste en suponer que la conciencia es el criterium general para determinar el círculo que abarca la actividad del alma racional; porque la verdad, es que hay fenómenos pertenecientes indudablemente a la vida intelectual, y que, sin embargo, no van acompañados de conciencia actual y explícita. [357]
{(1) Cuanto más se reflexiona sobre la naturaleza del hábito en sus relaciones con la conciencia, se hace más probable la posibilidad de que existan fenómenos vitales procedentes del alma racional, por más que no vayan acompañados de conciencia explícita y actual. «Nadie ignora, escribíamos a este propósito en los citados Estudios, la fuerza poderosa del hábito y la costumbre para fortificar, contrariar, disminuir y modificar en diferentes sentidos las inclinaciones o necesidades inherentes a nuestra naturaleza. No sin razón se ha dicho que el hábito constituye una segunda naturaleza; porque, en efecto, la repetición de actos llevada hasta cierto grado, determina en nosotros una disposición enérgica, hasta el punto de repetir y poner acciones análogas, sin que vayan acompañadas del sentimiento íntimo de su existencia, sin que poseamos conciencia de ellas. Así como caminamos muchas veces sin pensar que caminamos, así también ejercitamos otros muchos movimientos y también acciones sujetas y capaces en sí mismas de moralidad, sin conciencia explícita de las mismas, en fuerza del hábito precedente y de la costumbre adquirida. La energía de la conciencia y la viveza del sentimiento de la acción, suelen estar por lo general en relación con el esfuerzo del alma. De aquí la lucha y los esfuerzos supremos que nos vemos precisados a hacer para suspender e impedir los movimientos de una pasión cualquiera, cuando, en virtud de la costumbre precedente, hemos adquirido una propensión enérgica a la repetición de actos determinados.
Por el contrario, si en vez de contrariar estos movimientos por medio de la reflexión y libertad, el hombre continúa repitiendo los [356] actos a que le arrastra la pasión, vigorizada ya por el hábito, éste se fortifica poco a poco, y la disposición a la repetición de actos análogos se sobrepone insensiblemente a la voluntad y a la reflexión. Y lo que debe notarse especialmente, es que la viveza del sentimiento interno de estos movimientos se debilita a proporción que más se arraiga en nosotros el hábito que influye en su existencia. Los primeros desarrollos de la pasión van acompañados, por lo regular, de conciencia bastante enérgica: con el tiempo y cuanto más se repiten los actos, se debilita gradualmente esta energía de la conciencia, hasta llegar a extinguirse completamente en algunos casos. Puede decirse que la ley general que se observa en este fenómeno, es que la viveza de la conciencia y la existencia del sentimiento de la acción, está en razón inversa de la fuerza del hábito.
Apliquemos ahora esta análisis y las leyes que se acaban de indicar, a aquellos fenómenos de la vida orgánica o vegetativa que parecen más independientes de la conciencia y que la escuela vitalista considera como extraños enteramente a la actividad de nuestra alma, las funciones de la nutrición, digestión, &c. Por una parte, estos actos, que participan de las condiciones de los hechos instintivos, pueden considerarse también como hechos de hábito, toda vez que semejantes funciones llevan consigo una repetición de actos, no solo igual, sino muy superior a la que se encuentra en el ejercicio de aquellas facultades que se hallan sometidas a la conciencia de una manera directa y sensible. Por otro lado, estos movimientos son el efecto y la expresión de inclinaciones y necesidades inherentes a nuestra naturaleza, que pueden calificarse de primitivas y esenciales. Es evidente que cuanto mayor es la inclinación o necesidad fundamental sobre la cual ejerce su influencia el hábito, bastará menor desarrollo de éste y menor repetición de actos para debilitar y oscurecer el sentimiento interno que los acompaña en su origen.
Pero hay más aún: a diferencia de las funciones de las facultades [357] intelectuales y morales, en que la repetición de actos no comienza hasta que la naturaleza y la personalidad han adquirido cierto y determinado desarrollo, lo cual no se verifica sino después del transcurso de algunos años; y en las que la repetición de los mismos actos de algunos años; y en las que la repetición de los mismos actos solo tiene lugar a intervalos más o menos largos, las funciones vitales del primer género comienzan con la existencia misma del hombre; y lo que sobre todo no debe perderse de vista, es que la repetición de sus actos se verifica cada hora, cada minuto, cada instante. Nada extraño sería, por lo tanto, que cuando el hombre llega a adquirir la conciencia explícita de sus acciones y a darse cuenta de su personalidad, la actividad del alma, ejerciendo continuamente y sin cesar por espacio de algunos años funciones que se refieren a necesidades fundamentales, primitivas y esenciales de la naturaleza, hubiera producido en virtud de estas condiciones una disposición tan enérgica a la repetición de actos análogos por parte de los órganos que sirven a estas funciones, que aquella ya no se halle en estado de darse cuenta de su propia actividad relativamente a esa clase de funciones vitales».}
En efecto: a poco que se reflexione sobre los fenómenos de la vida puramente intelectual y las condiciones especiales de los mismos, no nos será muy difícil persuadirnos que existen en nosotros manifestaciones de la actividad intelectual de que no tenemos conciencia; y que en todo caso, la conciencia que poseemos respecto de algunos fenómenos de la vida intelectual es tan difícil e imperfecta, que estos fenómenos deberían ser colocados en la misma línea en que los partidarios del vitalismo colocan los fenómenos de la vida orgánica o vegetativa, que suponen independientes del alma racional. Prescindiendo de la opinión, no del todo infundada, de los que atribuyen al alma una actividad o acción permanente, de la cual ciertamente no tenemos conciencia, ¿quién se atreverá a afirmar que posee la conciencia de la multiplicidad de actos, tanto de parte del entendimiento como de la voluntad, que los metafísicos señalan para la deliberación? Bien puede decirse que sucede con estas manifestaciones de la actividad intelectual una cosa análoga a la que dejamos indicada con respecto a no pocas funciones de la vida [358] orgánica: estos actos existen y constituyen ciertamente nuestra deliberación, pero el hábito y la frecuencia por una parte, y por otra la sucesión rápida e instantánea de los mismos, son causa de que los confundamos en una conciencia común y general, por decirlo así, y solo por un esfuerzo poderoso de reflexión y en circunstancias dadas, podemos llegar a poseer una conciencia más o menos clara y explícita de los mismos.
Entremos en otro orden de fenómenos intelectuales, y en la variedad misma de sistemas y contrariedad de opiniones en orden a la existencia y naturaleza de los mismos, hallaremos una prueba más, de que no todos los actos y modos de manifestación de nuestra actividad intelectual, se hallan bajo el dominio de la conciencia. Mientras unos dicen que las sensaciones proceden del alma y son funciones reales de la misma, otros pretenden que sólo Dios es la verdadera causa de la sensación. La escuela escocesa afirma que no existen en nosotros ideas intelectuales, al paso que la mayoría de los filósofos reconocen la existencia de las mismas. Entre los partidarios de éstas, unos dicen que son distintas del acto intelectual: otros afirman que se identifican con la acción del entendimiento. Luego es preciso reconocer que no todos los efectos reales, ni todos los modos de acción de la vida intelectual se hallan sujetos al testimonio de la conciencia; pues solo así es posible concebir tanta diversidad de opiniones en esta materia. La conciencia nos revela aquí que existen en nosotros estos o aquellos fenómenos intelectuales; pero no nos revela el como de los mismos. El círculo, pues, de la acción es más extenso que el círculo de la conciencia en la vida intelectual.
Pero hay más aún: no es solo el modo de la acción, es la acción misma y el fenómeno intelectual lo que se escapa más de una vez a la percepción de la conciencia. Esta nos revela que existen dentro de nosotros sensaciones y conocimientos intelectuales; que recibimos impresiones determinadas de los objetos exteriores; que pensamos sobre este o aquel objeto. Empero esa misma conciencia nada nos dice acerca de la naturaleza íntima de estos fenómenos: nada nos dice sobre los [359] caminos impenetrables por donde se verifica el tránsito del orden sensible al orden puramente inteligible: nada nos dice sobre la existencia y condiciones de las primeras manifestaciones de la vida intelectual. ¿Quién puede gloriarse de tener conciencia de los primeros actos del entendimiento y de la voluntad? ¿Hay alguno que se atreva a señalarnos y explicarnos el primer movimiento y como el despertar inicial de su inteligencia?
Luego es incontestable que ni todos los modos de acción, ni siquiera todos los actos y fenómenos de la vida intelectual, caen bajo el dominio directo, explícito y sensible de la conciencia. Luego, o el argumento de los vitalistas no concluye nada, o será preciso admitir también dos principios inteligentes en el hombre.
Obj. 2ª Siendo el alma racional una sustancia espiritual y simple, no se concibe que pueda ser principio de funciones tan diversas como son las orgánicas y las puramente intelectuales, y sobre todo no se concibe que de ella puedan proceder operaciones o funciones tan materiales y groseras como las vegetativas u orgánicas.
Resp. La solución de este argumento puede presentar serias dificultades para los que afirman o suponen que las potencias o facultades del alma se identifican con esta, pero no para los que opinan, con santo Tomás, que entre esta y aquellas existe una distinción real. Porque, una vez admitida esta opinión, y teniendo a la vez en cuenta que las facultades sensibles y vegetativas son orgánicas, a diferencia de las intelectuales que son inorgánicas, se concibe sin gran dificultad, que las funciones orgánicas, las sensibles y las intelectuales, procedan originariamente del alma racional unida sustancialmente con el cuerpo, como de su principio general y único, pero remoto. En esta teoría, el alma es una actividad vital esencial: las facultades vegetativas, sensitivas e intelectuales, son derivaciones parciales de esta actividad fundamental, o, como decían los Escolásticos, de este actus primus: las funciones o actos vitales proceden de las facultades, como de su principio inmediato o próximo: el principio [360] primero y sustancial de estas funciones es uno e idéntico; el principio secundario, accidental y próximo, es múltiple y diferente, en relación con la diversidad de funciones. Estas facultades, origen inmediato de las operaciones, aunque inherentes al alma, sin la cual no pueden existir, no se identifican con su sustancia o esencia, como no se identifica con el cuerpo el movimiento, por más que no pueda existir sin el cuerpo. El alma es una fuerza vital primitiva, como decía Leibnitz. «La facultad no es más que un atributo,un modo de esta fuerza primitiva, una fuerza derivativa, una cualidad distinta del alma», añadía este gran filósofo.
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