HISTORIA DEL TIEMPO
DE SEPTUAGÉSIMA

HISTORIA DEL TIEMPO DE SEPTUAGÉSIMA

SU IMPORTANCIA. — El tiempo de Septuagésima abarca las tres semanas que preceden inmediatamente a la Cuaresma. Constituye una de las principales divisiones del Año Litúrgico, y se desarrolla en tres secciones semanales, de las que la primera se llama propiamente Septuagésima, la segunda Sexagésima y la tercera Quincuagésima.

Es evidente que estos nombres expresan mera relación numérica con la palabra Cuadragésima de la que se deriva la palabra española Cuaresma. Ahora bien, la palabra Cuadragésima señala la serie de cuarenta días que hay que recorrer para llegar a la solemnidad de la Pascua. Las «palabras Quincuagésima, Sexagésima y Septuagésima nos anuncian la misma solemnidad en una lejanía más acentuada; mas no por eso la Pascua deja de ser el gran asunto que empieza a considerar la Santa Madre Iglesia y que ésta propone a sus hijos como fin a que desde luego han de enderezar todos sus deseos y esfuerzos.

Exige, pues, la Pascua como preparación cuarenta días de recogimiento y penitencia; este tiempo es la palanca más potente de que echa mano la Iglesia para remover en el corazón y en el espíritu de los fieles el vivo sentimiento de su vocación. Asunto de capital importancia para ellos es no dejar que este período de gracias transcurra sin provecho en el mejoramiento, en la renovación de toda su vida. Era, por tanto, conveniente disponerlos a este tiempo de salud, ya de suyo una preparación, a fin de que, amortiguándose poco a poco en sus corazones las algazaras mundanales, escuchasen con atención el grave aviso que la misma Iglesia les dará al imponerles la ceniza en la cabeza.

ORIGEN. — La historia de la Septuagésima se halla íntimamente ligada con la de Cuaresma. En efecto, en pleno siglo v, la Cuaresma comenzaba el domingo VI antes de Pascua (actual domingo I de Cuaresma), y comprendía los cuarenta días finalizados el Jueves Santo, considerado en la antigüedad cristiana como el primer día del Misterio Pascual. No se ayunaba el domingo; y, por consiguiente, no había, hablando con exactitud, más que 34 días de ayuno efectivo (36 con el Viernes y Sábado Santo). El deseo de imitar el ayuno del Señor, indujo a algunas almas más fervorosas a comenzarle algunos días antes.

QUINCUAGÉSIMA. — Vemos aparecer por primera vez esta observancia completa en el siglo V. San Máximo de Turín, en su Sermón 26 predicado hacia el año 451, la reprueba y advierte que la Cuaresma empieza el domingo de Cuadragésima; pero en el Sermón 36 del año 465 la autoriza, considerándola muy generalizada entre los fieles.

En el siglo VI escribe San Cesáreo de Arlés, en su Regla a las Vírgenes, que se ha de empezar el ayuno una semana antes de la Cuaresma. Desde entonces, pues, existe la Quincuagésima, al menos en los monasterios. El primer concilio de Orleans, celebrado el año 511, ordena que antes de Pascua observen los fieles la Cuadragésima y no la Quincuagésima, a fin de «mantener, dice el canon 26, la unidad de los usos». Los concilios de Orange, de 511 y 541 respectivamente, censuran el mismo abuso y prohiben ayunar antes de Cuadragésima. Hacia el año 520 señala el autor del Líber Pontificalis la costumbre de anticipar una semana la Cuaresma; mas parece que esta costumbre estaba aún poco extendida.

SEXAGÉSIMA. — Pronto se amplió el período consagrado al ayuno, y una nueva semana vino a sumarse a la Quincuagésima. Hallamos menclonada por primera vez la Sexagésima en la Regla de San Cesáreo para Monjes, antes de 542. El IV concilio de Orleans, en 541, la menciona en son de defensa del ayuno anticipado.

SEPTUAGÉSIMA. — Viene finalmente en Roma la Septuagésima al terminar el siglo VI o al empezar el VII. La menciona San Gregorio Magno (594-604) en sus homilías. Poco a poco se extendieron los usos litúrgicos a la Italia septentrional con Milán a la cabeza, y después, merced a la acción de los carolingios, a toda Europa occidental. Inglaterra los aceptó al fin del siglo VII e Irlanda después del siglo IX. Aunque se observaba el ayuno en Quincuagésima y Sexagésima, parece ser que Septuagésima consistía en sus comienzos en la mera celebración litúrgica, sin ayuno, hasta que le impusieron en el siglo IX los concilios francos.

SUPRESIÓN DEL ALELUYA. — Vemos por Amalarlo que a principios del siglo IX se suspendía el Alleluia y el Gloria in excelsis Deo en Septuagésima. Se avinieron los monjes a esta costumbre aunque San Benito disponía lo contrario. Algunos son de parecer que San Gregorio VII (1073-1085) suprimió el oficio aleluyático, en uso hasta entonces en el domingo de Septuagésima. Se trata de las antífonas aleluyáticas de Laudes. San Gregorio VII, al parecer, las reemplazó por las del oficio de Sexagésima y dotó a este último de nuevas antífonas. Da testimonio del hecho el Ordo Ecclesiae Lateranensis del siglo XII. Gregorio VII fue, quizás, quien anticipó la supresión del aleluya al sábado anterior a Septuagésima

Así llegó a fijarse definitivamente, tras varios tanteos, este tiempo del Año Litúrgico. Dependiente de la fecha de Pascua, está sujeto, por tanto, al avance o retroceso consiguiente a la movilidad de dicha fiesta. Se suelen llamar el 18 de enero y el 22 de febrero Llaves de Septuagésima porque el domingo de este nombre no puede caer ni antes de la primera fecha ni después de la segunda

EL PECADO Y SUS CONSECUENCIAS. — La Santa Madre Iglesia nos convoca hoy para recordar juntos con ella el relato de la caída de nuestro primer padre. Semejante desastre nos hace presentir el desenlace de la vida mortal del Hijo de Dios hecho hombre, que se dignó hacerse cargo de expiar personalmente la prevaricación del principio y todos los desmanes que después se han ido acumulando. Para poder apreciar la grandeza del remedio, es menester sondear la llaga. Se empleará la presente semana en meditar la gravedad del primer pecado y la secuela toda de desventuras que acarreó al linaje humano.

En otros tiempos, hoy leía la Iglesia en el oficio de Maitines, el relato con que Moisés instruyó a todas las generaciones humanas sobre este catastrófico episodio. La actual disposición de la liturgia no nos da esta lectura hasta el miércoles de la semana, habiendo destinado los días precedentes al relato de los seis días de la creación. Mas nosotros daremos desde hoy lugar a esta importantísima lectura, como fundamento de las enseñanzas de la semana.

MÍSTICA DEL TIEMPO
DE SEPTUAGÉSIMA

MÍSTICA DEL TIEMPO DE SEPTUAGÉSIMA - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

El Tiempo que empezamos, encierra profundos misterios que no son exclusivos de las tres semanas que debemos recorrer hasta llegar a la santa Cuaresma, sino que se extienden al período entero que nos separa de la gran solemnidad pascual.

DOS ÉPOCAS. — El número septenario es el fundamento de estos misterios. «Hay dos tiempos, dice San Agustín en su Explicación del salmo CXLVIII: el uno se desarrolla ahora entre las tentaciones y tribulaciones de esta vida; el otro transcurrirá en seguridad y alegría eternas. Celebramos ambos; el primero antes de Pascua, el segundo después de Pascua. El tiempo antes de Pascua expresa los apuros de la vida presente, el tiempo después de Pascua significa la bienaventuranza que gozaremos un día. Esta es la razón de por qué pasamos el primer período de que hablamos en ayuno y oración, mientras el segundo está consagrado a cánticos de alegría y entre tanto se suspenden los ayunos.».

DOS LUGARES. — La Iglesia, intérprete autorizada de las Sagradas Escrituras, nos muestra, en conexión directa con los dos tiempos de San Agustín, a las dos ciudades de Babilonia y Jerusalén. La primera es símbolo de este mundo pecador; el cristiano ha de vivir aquí el tiempo de prueba. La segunda es la patria celestial, donde descansará de sus luchas. El pueblo de Israel, cuya historia toda no es más que una figura grandiosa del género humano, se vio realmente desterrado de Jerusalén y cautivo en Babilonia.

La cautividad de Babilonia duró 70 años. Para expresar este misterio ha fijado la Iglesia, según Alcuino, Amalario, Ivo de Chartres y en general todos los liturgistas de la edad media, el número septuagenario para los días de expiación, tomando, conforme al uso de las Sagradas Escrituras, el número empezado por el completo y acabado.

LAS SIETE EDADES DEL MUNDO. — La duración misma del mundo, conforme a las antiguas tradiciones cristianas, se divide en siete períodos. El género humano ha de recorrer siete etapas antes de que surja el día de la vida eterna. La primera se extendió desde la creación de Adán hasta Noé; la segunda desde Noé y el diluvio hasta la vocación de Abrahán; la tercera comienza con este primer esbozo del pueblo de Dios y va hasta Moisés, por cuya mano dió el Señor la ley; la cuarta abarca desde Moisés a David, por quien empieza a reinar la casa de Judá; la quinta comprende la serie de siglos desde el reino de David hasta el cautiverio del pueblo judío en Babilonia; la sexta se extiende desde la vuelta del cautiverio hasta el nacimiento de Jesucristo. Llega finalmente la edad séptima; se abre con la aparición del Sol de justicia y ha de perdurar hasta el advenimiento del Juez de vivos y muertos. Estas son las grandes divisiones de los tiempos, tras las cuales no habrá más que eternidad.

EL SEPTENARIO DE ALEGRÍA. — Para alentar nuestros corazones en medio de los combates que jalonan el sendero de la vida, la Iglesia nos muestra otro septenario que debe seguir al que vamos a recorrer. Después de una Septuagésima de tristeza llegará Pascua con sus siete semanas de alegría a traernos un anticipo de los consuelos y delicias del cielo. Después de haber ayunado con Cristo y de haberle compadecido en su pasión, resucitaremos con él y nuestros corazones le seguirán hasta el cielo empíreo. Poco después sentiremos descender hasta nosotros al Espíritu Santo con sus siete dones. Así la celebración de tales y tantas maravillas reclamará de nuestra parte nada menos que siete semanas completas, desde Pascua a Pentecostés.

TIEMPO DE TRISTEZA. — Después de haber lanzado una mirada de esperanza a este futuro consolador, es menester volver a las realidades presentes. ¿Qué papel representamos en este mundo? El de desterrados, cautivos, al alcance de todos los peligros que Babilonia entraña. Si amamos la patria, si tenemos empeño en volverla a ver, debemos repudiar los falsos atractivos de esta pérfida extranjera y arrojar lejos de nuestros labios la copa que embriaga a muchísimos de nuestros compañeros de cautiverio. Nos convida seductora a juegos y placeres, pero debemos colgar nuestras arpas en los sauces de sus ríos, hasta que nos sea franqueada la entrada en Jerusalén. Pretende decidirnos a entonar al menos los cánticos de Sión en su recinto, como si nuestro corazón pudiese encontrar satisfacción lejos de la patria, cuando un destierro eterno sería la expiación de nuestra infidelidad; mas «¿cómo podríamos cantar los cánticos del Señor en tierra extranjera?» [1].

RITOS DE PENITENCIA. — Estos sentimientos quiere infundirnos la Santa Madre Iglesia durante estos días; llama nuestra atención sobre los peligros que nos rodean dentro de nosotros mismos y en las criaturas que nos circundan. En el trascurso del año nos espolea a repetir el canto del cielo, el alegre alleluia, y henos aquí que hoy sü mano sella nuestros labios y nos reprime el grito de alegría que no ha de resonar en Babilonia: «Estamos en camino, lejos del Señor» [2]; reservemos nuestros cánticos de alegría hasta llegar a El. Somos pecadores y con excesiva frecuencia cómplices de los infieles; purifiquémonos por el arrepentimiento, porque está escrito: «las alabanzas del Señor pierden su hermosura en labios del pecador» [3].

La nota más característica del tiempo en que entramos es la supresión del Alleluia; no volverá a oírse en la tierra hasta que, habiendo muerto con Cristo, resucitemos con él para una vida nueva [4].

También se nos quita el cántico de los ángeles, el Gloría in excelsis Deo, que hemos cantado todos los domingos desde la Navidad del Redentor; sólo podremos cantarlo los días entre semana en que se celebre la fiesta de algún Santo. El Oficio de la noche del domingo perderá igualmente, hasta Pascua, el Himno Ambrosiano, Te Deum laudamus. Al fin del Sacrificio el diácono no despedirá ya a la asamblea con estas palabras: Ite, Missa est; se limitará a invitar al pueblo cristiano a continuar su oración en silencio, bendiciendo al Dios de la misericordia, que nos sufre a pesar de nuestras iniquidades.

[1] Ps. CXXXVI.
[2] II Cor., V, 6.
[3] Eccli., XV, 9.
[4] Coloss II, 12,

PRÁCTICA DEL TIEMPO
DE SEPTUAGÉSIMA

PRÁCTICA DEL TIEMPO DE SEPTUAGÉSIMA - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

Se han esfumado lejos de nosotros las alegrías navideñas. Apenas hemos podido disfrutar cuarenta días el gozo que nos trajo el nacimiento del Emmanuel. Ya se oscurece el cielo de la Iglesia y pronto aparecerá cubierto de celajes todavía más sombríos. ¿Se ha perdido, por ventura, para siempre el Mesías aguardado en la esperanza durante las semanas de Adviento? ¿ha desviado, acaso, el Sol de justicia su trayectoria lejos de la tierra culpable?

Comunión en la Pasión de Cristo. — Soseguéonos. El Hijo de Dios, el Hijo de María, no nos desampara. Si el Verbo se hizo carne, fué para habitar entre nosotros. Una gloria mayor que la del nacimiento entre los conciertos angélicos, le está reservada, y debemos participar con Cristo de ella. Pero ha de conquistarla con muchos padecimientos y no la logrará sin la más cruel y afrentosa muerte; si queremos participar del triunfo de su Resurrección, hemos de seguirle en la vía dolorosa, regada con sus lágrimas y teñida con su sangre.

Pronto hará oír su voz la Iglesia invitándonos a la penitencia cuaresmal; pero antes quiere que, en la rápida carrera de tres semanas de preparación a ese bautismo trabajoso, nos detengamos a sondear las profundas heridas infligidas a nuestras almas por el pecado. No hay, sin duda, cosa alguna que pueda parangonarse con la lindeza y dulzura del Niño de Belén; pero sus lecciones de humildad y sencillez, no bastan ya a las necesidades de nuestras almas. Ya se levanta el altar en que será inmolada esta víctima de la más tremenda justicia. Por nosotros es por quien ha de expiar; urge el tiempo de exigirnos cuentas a nosotros mismos de las obligaciones contraídas con Aquel que se apresta a sacrificar al inocente por los culpables.

Obra de purificación. — El misterio de un Dios que se digna hacerse carne por los hombres nos franqueó la pista de la vía iluminativa. Pero todavía nuestros ojos están invitados a contemplar una luz más viva. No se altere, pues, nuestro corazón; las esplendideces de Navidad serán sobrepujadas el día de la victoria del Emmanuel. Mas deben purificarse nuestros ojos si quieren contemplarlas, escudriñando sin remilgos los abismos de nuestras miserias. No nos escatimará Dios su luz para llevar al cabo esta obra de justicia; y si llegamos a conocernos a nosotros mismos, a conocer cabalmente cuan profunda es la caída original, a justipreciar la malicia de nuestras faltas personales, a comprender, en cierto grado al menos, la misericordia inmensa del Señor para con nosotros, estaremos entonces preparados a las expiaciones saludables que nos aguardan y a los goces inefables que han de seguirlas.

El tiempo en que entramos, está, pues, consagrado a los más serios pensamientos, y no acertaremos a expresar más adecuadamente los sentimientos que la Iglesia espera del cristiano en esta parte del año, que traduciendo aquí algunos pasos de la exhortación elocuente que en el siglo XI dirigía el gran Ivo de Chartrés a su pueblo al empezar la Septuagésima: Ha dicho el Apóstol: «Toda criatura gime y está de parto hasta ahora. También nosotros, que tenemos las primicias del espíritu, gemimos esperando la adopción de hijos de Dios y la redencíón de nuestro cuerpo. Esta criatura gemebunda es el alma secuestrada de la corrupción del pecado; deplora verse aún sujeta a tantas vanidades, padece dolores de parto mientras está alejada de la patria. Es el lamento del salmista: ¡Ayl, ¿por qué se prolonga mi destierro?. El mismo Apóstol, que había recibido el Espíritu Santo, siendo uno de los primeros miembros de la Iglesia, en sus ansias de recibir efectivamente la adopción de hijos que en esperanza ya poseía, exclamaba: Quisiera morir y estar con Jesucristo. Debemos, por tanto, más que en otros tiempos, dedicarnos a gemir y lloar, para merecer, por la amargura y lamentos de nuestro corazón, volver a la patria de donde nos desterraron los goces que acarrean la muerte. Lloremos, pues, durante el viaje para regocijarnos en el término; corramos el estadio de la presente vida de modo que alcancemos al fin el galardón del llamamiento celestial. No seamos de esos insensatos viandantes que se olvidan de su patria, se aficionan a la tierra del destierro y se quedan en el camino. No seamos de esos enfermos insensibles que no aciertan a buscar el remedio de sus dolencias. No hay esperanza de vida para aquel que desconoce su mal. Vayamos presurosos al médico de la salvación eterna. Descubrámosle nuestras heridas. Llegue hasta El este nuestro grito desgarrador: Tened piedad de mí, Señor, que estoy enfermo; curadme, Señor, pues todos mis huesos están conmovidos2. Entonces sí que nuestro médico nos perdonará nuestros desmanes, curará nuestras flaquezas y satisfará nuestros buenos deseos.

Vigilancia. — Es evidente que el cristiano en este tiempo de Septuagésima, si de veras quiere adentrarse en el espíritu de la Iglesia, ha de dar un «alto aquí» a esa falsa seguridad, a ese contentamiento de sí mismo que arraigan sobrado frecuentemente en el fondo de las almas muelles y tibias que cosechan la mera esterilidad. ¡Felices todavía si tales disposiciones no acarrean in­sensiblemente la extinción del verdadero sentido cristiano! Quien se cree dispensado de esa continua vigilancia tan recomendada por el Salvador, está ya dominado por el enemigo; quien no siente la necesidad de combante alguno, de lucha alguna para sostenerse, para seguir el sendero del bien, debe temer no se halle en la vía de ese reino de Dios que no se conquista sino a viva fuerza2; quien olvida los pecados perdonados por la misericordia de Dios, debe temblar de que sea juguete de peligrosa ilusión3. Demos gloria a Dios en estos días que vamos a dedicar a la animosa contemplación de nuestras miserias, y, saquemos, del propio conocimiento de nosotros mismos, nuevos, motivos para esperar en Aquel a quien nuestras debilidades y pe­cados no estorbaron se abajara hasta nosotros, para sublimarnos hasta Sí.

DOMINGO DE SEPTUAGÉSIMA

DEL LIBRO DEL GENESIS (III, 1-19;

La serpiente, el más astuto de cuantos animales del campo hizo Yavé Dios, dijo a la mujer: ¿Con que os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso? Y respondió la mujer a la serpiente: Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir. Y dijo la serpiente a la mujer: No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Vió, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría, y cogió de su fruto y comió y dió también de él a su marido, que también comió. Y abriéronse los ojos de ambos.

Y viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron unos cinturones. Oyeron a Yavé Dios, que se paseaba por el paraíso al fresco del día y se escondieron de Yavé Dios Adán y su mujer, en medio de la arboleda del jardín. Pero llamó Yavé Dios a Adán, diciendo: Adán, ¿dónde estás? Y éste contestó: te he oído en el jardín y temeroso porque estaba desnudo me escondí. ¿Y quién, le dijo, te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol que te prohibí comer? Y dijo Adán: la mujer que me diste por compañera, me dió de él y comí. Dijo, pues, Yavé Dios a la mujer: ¿Por qué has hecho esto? Y contestó la mujer: la serpiente me engañó y comí. Dijo luego Yavé Dios a la serpiente:

«Por haber hecho esto.
Maldita serás entre todos los ganados
Y entre todas las bestias del campo.
Te arrastrarás sobre tu pecho
Y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida
Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer
Y entre tu linaje y el suyo:
Este te aplastará tu cabeza,
Y tú le morderás el calcañal.»

A la mujer le dijo:

«Multiplicaré los trabajos de tus preñeces;
Parirás con dolor los hijos,
Y tu propensión te inclinará a tu marido.
El cual dominará sobre ti.»

A Adán le dijo: «Por haber escuchado a tu mujer, comiendo del árbol de que te prohibí comer, diciéndote: no comas de él:

«Por ti será maldita la tierra;
Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida;
Te dará espinas y abrojos,
¥ comerás de las hierbas del campo.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan,
Hasta que vuelvas a la tierra,
Pues de ella has sido tomado;
Ya que polvo eres y al polvo volverás»

He aquí la página fatídica de los anales de la Humanidad. Ella basta para explicarnos la presente situación del hombre en la tierra; por ella, asimismo, nos damos cuenta de la actitud que mejor nos cuadra con respecto a Dios. Volveremos a tratar de este relato en días venideros; y desde ahora debe ser el objeto principal de nuestras reflexiones. Pero volvamos a la explicación de la liturgia del día.

MISA

Celébrase en Roma la estación en la Iglesia de San Lorenzo Extramuros. Los antiguos liturgistas hacen resaltar la relación que existe entre el justo Abel, cuya sangre derramada por su hermano es objeto de uno de los responsorios de Maitines de esta noche, y el mártir sobre cuyo sepulcro abre la Iglesia romana la Septuagésima.

El Introito de la Misa expresa al vivo los terrores de la muerte de que son víctima Adán y toda su descendencia después del pecado. Un grito, sin embargo, de esperanza sale de en medio de esta desolación. El Señor hizo una promesa el día mismo de la maldición. Confiesen los hombres su miseria, y Dios mismo ofendido será su libertador.

INTROITO

Cercáronme gemidos de muerte, dolores de infierno me rodearon: y en mi tribulación invoqué al Señor, y El, desde su santo templo, escuchó mi voz. — Salmo: Amete yo, Señor, fortaleza mía: el Señor es mi sostén, y mi refugio, y mi libertador. V. Gloria al Padre.

ORACIÓN

En la Colecta reconoce la Iglesia, que sus hijos merecieron los castigos, secuela del pecado, y pide a su favor misericordiosa libertad.

COLECTA

Suplicárnoste, Señor, escuches clemente las preces de tu pueblo: para que, los que nos afligimos justamente por nuestros pecados, seamos librados misericordiosamente por la gloria de tu Nombre. Por Jesucristo, nuestro Señor.

EPISTOLA

Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Corintios (IX, 24-27; X, 1-5).

Hermanos: ¿No sabéis que, los que corren en el estadio, corren todos, ciertamente, pero sólo uno recibe el premio? Corred de modo que lo ganéis. Y, todo el que lucha en la palestra, se abstiene de todo: y ellos, para alcanzar ciertamente una corona corruptible; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Yo también corro, pero no a la ventura; lucho, pero no como si azotara al aire; sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a los demás, sea yo mismo hallado réprobo. Porque no quiero, hermanos, que ignoréis que nuestros padres caminaron todos bajo la nube; y pasaron todos el mar; y fueron bautizados todos por Moisés en la nube y en el mar; y todos comieron el mismo manjar espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual (porque bebían de la piedra espiritual que los seguía, y esta piedra era Cristo): pero muchos de ellos no agradaron a Dios.

VIGILANCIA Y GENEROSIDAD. — La enérgica palabra del Apóstol acrece aún nuestra emoción al recuerdo de los trascendentales sucesos vislumbrados en este día. El mundo es una palestra en la que es menester correr; el galardón le alcanzan los ágiles y desembarazados en la carrera. Abstengámonos de cuanto pueda estorbarla y hacernos perder la corona. No nos forjemos ilusiones; nada podemos prometernos mientras no lleguemos al final de la contienda. Nuestra conversión no ha sido, a buen seguro, más sincera que la de San Pablo y nuestras obras más abnegadas y meritorias que las suyas: y sin embargo, como él mismo lo confiesa, el recelo de verse reprobado no ha desaparecido del todo en su corazón. Castiga su cuerpo, y le esclaviza. El hombre, en el estado actual, no posee la recta voluntad de Adán antes de su pecado, de la que, no obstante, hizo tan mal uso. Nos arrastra fatal inclinación, y no podemos conservar el equilibrio sin sacrificar la carne al yugo del espíritu. Dura parece esta doctrina a la mayoría de los hombres, y por lo mismo, muchos no llegarán al final de la carrera, ni, consecuentemente, les cabrá parte en la recompensa que les estaba destinada. Como los Israelitas de quienes nos habla hoy el Apóstol, merecerán ser sepultados en el desierto sin ver la tierra prometida. Con todo, las mismas maravillas de que fueron testigos Josué y Caleb se desarrollaron ante sus ojos; pero nada remedia la dureza de un corazón que se obstina en cifrar sus esperanzas en las cosas de la vida presente, cual si no fuera patente a cada instante la peligrosa inconsistencia.

Pero si el corazón confía en Dios, si se fortifica con el pensamiento de que nunca falta el socorro divino a aquel que lo implora, correrá sin fatiga los años de su destierro y llegará felizmente a su término. El Señor mira constantemente sobre quien trabaja y sufre. Tales son los sentimientos expresados en el Gradual.

GRADUAL

Tú eres ayudador en la oportunidad, en la tribulación: esperen en ti los que te conocen: porque no abandonas a los que te buscan, Señor. V. Porque el pobre no será olvidado para siempre: la esperanza de los pobres no perecerá eternamente: levántate, Señor, no prevalezca el hombre.

Lanza el Tracto un grito a Dios desde el fondo del abismo de nuestra caducidad. Profundamente humillado se ve el hombre por su caída, pero sabe que Dios rebosa misericordia ya que su bondad le prohibe castigar, nuestras faltas como lo merecen; si así no fuera, ninguno de nosotros podría esperar perdón.

TRACTO

Desde lo profundo clamo a ti. Señor: Señor, escucha mi voz. V. Estén, atentos tus oídos a la oración de tu siervo. V. Si examinaras nuestras iniquidades, Señor: Señor, ¿quién lo resistiría? V. Pero en ti está el perdón, y por tu ley he esperado en ti, Señor.

EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según S. Mateo.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: El reino de los cielos es semejante a un padre de familias, que salió de madrugada a contratar obreros para su viña. Y, hecho el convenio con los obreros por un denario al día, les envió a su viña. Y, saliendo cerca de la hora tercia, vió a otros, que estaban ociosos en la plaza, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que fuere justo. Y ellos se fueron. Y salió de nuevo cerca de las horas sexta y nona: e hizo lo mismo. Salió aún cerca de la hora undécima, y encontró a otros parados, y les dijo: ¿Por qué estáis aquí todo el día, ociosos? Dijéronle: Porque nadie nos ha ajustado. Díjoles: Id también vosotros a mi viña. Y, cuando llegó la tarde, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los obreros y dales la paga, comenzando desde los últimos hasta los primeros. Cuando se presentaron pues, los llegados a la undécima hora, recibieron cada uno un denario. Al llegar los primeros, creyeron que recibirían más; pero también ellos recibieron cada cual un denario. Y, al recibirlo, murmuraban contra el padre de familias, diciendo: Estos postreros sólo han trabajado una hora, y los has igualado a nosotros, que, hemos llevado la carga y el calor del día. Mas él, respondiendo a uno de ellos, dijo: Amigo, no te hago agravio: ¿no conveniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar también a este último lo mismo que a ti. ¿O es que no puedo hacer lo que quiera? ¿Acaso es malo tu ojo, porque yo soy bueno? Así los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos. Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos.

LLAMAMIENTO A LAS NACIONES. — Importa mucho comprender bien este paso del Evangelio y ponderar los motivos que decidieron a la Iglesia a colocarle en este día. Fijémonos, por de pronto, en las circunstancias en que el Salvador pronunció esta parábola y el fin instructivo que directamente se propone. Se trata de advertir a los judíos que se acerca el día en que desaparecerá la ley, para dar lugar a la ley cristiana, y disponerlos a aceptar de buen grado la idea de que los gentiles van a ser llamados a hacer alianza con Dios. La viña de que se trata es la Iglesia en sus diversos esbozos desde el principio del mundo hasta que Dios mismo vino a habitar entre los hombres, y crear en forma visible y permanente la sociedad de los que en El creen. La mañana del mundo duró desde Adán hasta Noé; la hora tercia se extendió desde Noé hasta Abrahán; la sexta empieza en Abrahán hasta Moisés; la nona fué la era de los profetas hasta la venida del Señor. Vino el Mesías a la hora undécima cuando parecía llegar el mundo a su ocaso. Las más estupendas misericordias se reservaron a este período durante el cual la salvación había de extenderse a los gentiles por la predicación de los Apóstoles. En este postrer misterio Jesucristo se propone confundir el orgullo judaico. Nota las repugnancias que fariseos y doctores de la ley mostraban viendo se extendía la adopción a las naciones, por las querellas egoístas que dirigen al padre de familias los obreros convocados a primera hora. Esta obstinación será sancionada como merece. Israel que trabajaba antes que nosotros será rechazado por la dureza de su corazón; y nosotros, gentiles, éramos los últimos y llegamos a ser los primeros, siendo hechos miembros de la Iglesia católica, Esposa del Hijo de Dios.

LLAMAMIENTO DIRIGIDO A CADA UNO DE NOSOTROS.— Tal es la interpretación dada a esta parábola por los Santos Padres, señaladamente por S. Agustín y S. Gregorio Magno; pero esta instrucción del Salvador ofrece además otro sentido avalado también por la autoridad de estos dos santos Doctores, Se trata aquí del llamamiento que Dios dirige a cada hombre, invitándole a merecer el reino eterno por los trabajos de esta vida. La madrugada es nuestra infancia. La hora tercia, conforme al modo de contar de los antiguos es aquella en la que el sol empieza a remontarse en el cielo; es la edad de la juventud. La hora sexta, mediodía, es la edad del hombre. La hora undécima precede muy poco a la puesta del sol; es la vejez. El padre de familias llama a sus obreros en estas diversas horas; a ellos les toca acudir en cuanto oyen su voz; y no es lícito a las primeras llamadas retrasar su salida a la viña so pretexto de acudir más tarde cuando vuelva a oírse la voz del Amo. ¿Quién les garantiza se prolongará su vida hasta la undécima hora? Y cuando llega la tercia, puede uno siquiera contar con la de sexta? No llamará el Señor al trabajo de las últimas horas más que a quienes en este mundo vivan cuando estas horas suenen; y no se ha comprometido a reiterar nueva invitación a los que desdeñaron la primera.

La Iglesia nos invita en el Ofertorio a celebrar las alabanzas de Dios. Quiere el Señor que los cánticos a gloria suya sean nuestro consuelo en este valle de lágrimas.

OFERTORIO

Es bueno alabar al Señor y salmear a tu nombre, oh Altísimo.

SECRETA

Suplicárnoste, Señor, que aceptando nuestros dones y nuestras preces, nos purifiques con estos celestiales Misterios y nos escuches clemente. Por el Señor.

En la antífona de la Comunión la Iglesia pide que el hombre, regenerado por el alimento celestial, recobre la semejanza de Dios en que fué creado al principio. Cuanto mayor es nuestra miseria tanto más debemos en Aquel que se abajó hasta nosotros para sublimarnos a El.

COMUNION

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, y sálvame por tu misericordia: Señor, no sea yo confundido, pues te he invocado.

POSCOMUNION

Haz, oh Dios, que tus fieles se fortalezcan con tus dones: para que, recibiéndolos, los deseen y, buscándolos, los reciban sin fin. Por el Señor.