¿Por qué razón Dios ha predestinado a éste y no a aquél?

¿Por qué razón Dios ha predestinado a éste y no a aquél? San Agustín habla dicho (in Joannem , tr. 24): Quare hunc trabat et illum non trabat, nlii vele dijudicare si non vis errare. Por el contrario la respuesta sería muy fácil si la elección divina se fundase en la presciencia de nuestros méri­tos: bastaría decir: Dios predestina  a éste ,y no a aquél porque el primero y no el otro ha querido hacer buen uso de la gracia que le era ofrecida o también concedida. Pero entonces éste por sí mismo sería mejor que el otro, sin haber sido más amado y más ayudado por Dios. Lo cual estaría en oposición con la enseñanza de San Pablo (1 Cor. 4,7 y Fp., 2, 13).  El mis­mo Jesús ha dícho «Sin mí nada podéis hacer» (Jn., 15, 5). En una palabra, los méritos de los elegidos, lejos de ser la causa de la predestinación, son los efectos de ésta. Quid quid est in homine ordinans ipsum in salutem, comprehenditur totum sub effectu prædestinationis, etiam ipsa præparatio ad gratiam (cf. ibid., a. 5).

Santo Tomás esclarece toda esta cuestión con el principio de predilección que ha formulado (1, q. 20, a. 3), en los si­guientes términos: Cum amor Dei sit causa bonitatis rerum, non esset aliquid alio melius, si Deus non vellet uni majus bo­num quarn alteri. Ninguno sería mejor que otro, si Dios no lo amase y lo ayudase más. Por esta razón el Santo Doctor dice que la dileccion divina precede a la elección y ésta a la predestinación (cf 1, q 23, a 4) Voluntas Dei, qua vult bo­num, alicui diligendo, est causa quod illud bonum ab eo præ aliis habeatur. Sic patet quod dilectio preæsupponitur electioní secundum rationem, et electio prædestinationi. Unde omnes prædestinati sunt electi et dilecti. El mismo artículo enseña la prioridad de la predestinación a la gloria sobre la predestina­ción a la gracia: Non præcipitur aliquid ordinandum in finem, nisi præxistente voluntate finis. Para los pelagianos, Dios es tan sólo el espectador y no el autor del buen consentimien­to saludable que distingue al justo del impío; los semipela­gianos afirmaban la misma cosa del initium fidei et bona, voluntatis.

Para Santo Tomás, así como para San Agustín, todo lo bue­no, y saludable que hay en nosotros debe proceder de Dios, fuente de todo bien, y por lo tanto el comienzo de la buena voluntad y lo mejor y lo más íntimo que puede haber en la de­terminación libre del consentimiento saludable.

Y por, eso a la cuestión del motivo de la predestinación de éste y no de aquél, Santo Tomas responde claramente (I, q 23, a, 5), que los méritos futuros de los elegidos no pueden ser el motivo de su predestinación, ya que por el contrario son efecto de ésta. Y agrega (ibid, ad 3 ) Quare hos elegit in gloriam et illos reprobavit, non habet rationem nisi divinam voluntatem ¿  Por qué de dos pecadores que agonizan igualmente mal dispuestos, Dios mueve a éste a que se convierta, y permite la impenitencia del otro?; no hay otra respuesta como no sea el beneplácito divino (Rom, 9, 14; 11, 33; Ef. 1,7).

Los tomistas no hacen más que defender esta doctrina contra el Molimismo y el congruísmo y no le añaden nada positivo, y los términos más explícitos por ellos empleados no tienen otra utilidad, a su parecer, sino la de desechar falsas interpretacio­nes favorables al concurso simultáneo o a una premoción indiferente.

Por cierto que en esta doctrina hay un misterio insondable pero inevitable; el de la conciliación de la predestinación gratuita con la voluntad salvífica universal. Este misterio se reduce al de la íntima conciliación de la infinita misericordia, de la infinita justicia y de la libertad soberana. Habría una contradicción, si Dios no hiciese realmente posible a todos los hom­bres el cumplimiento de sus mandamientos. Exigiría entonces algo imposible, en oposición a su bondad, a su misericordia, a su justicia. Pero si los preceptos son realmente posibles para todos, si son observados actualmente por un cierto nú­mero de hombres y no por todos (aquí también entra la dife­rencia de la potencia y del acto), los que los observan efec­tivamente son mejores en esto, y esto demuestra que han recibido más.

Santo Tomás lo recuerda en la conclusión (1, q. 23, a. 5, ad 3); In his quæ ex gratia dantur, potest aliquis pro libito suo dare cui vult plus vel minus, dummodo nulli subtrahat de­bitum. absque præjudicio justitiæ. El hoc est quod dicit pater­familias (Mt.,20, 15): Tolle quod tuum est, et vade; an  non licet mihi:, quod volo, facere? Porque lo que se da por gracia, puede darse arbitrariamente a quien se quiera en mas o en me­nos, sin menoscabo de la justicia, mientras que a nadie se quite lo que se le deba, que es lo que se dice en la parábola de los operarios de la última hora (Mt , 10, 14) La fe común presenta aquí su testimonio: cuando de dos pecadores mal dispuestos por igual, uno se convierte,, el sentido cristia­nó dice: es efecto de una misericordia especial de Dios para  con é1.

El gran misterio que nos preocupa, el de la conciliación de la predestinación limitada con la voluntad salvífica universal, al parecer de San Agustín y de Santo Tomás  se halla sobre todo en la unión incomprensible e inefable de la infinita justicia, de la infinita misericordia y de la soberana libertad. Y así se han expresado estos dos grandes doctores cuando decían: Si Dios concede la gracia de la perseverancia final a éste, es por misericordia; y si no se la concede a este otro, es por un justo castigo de faltas anteriores y de una última resistencia al pos­trer llamado.

En este punto para evitar toda desviación, sea en el sentido del predestinacionismo del protestantismo y del jansenismo; – sea en el sentido. del pelagianismo y semipelagianismo, deben., mantenerse los dos principios que se equilibran: «Dios nunca manda algo imposible» y «ninguno sería mejor que otro si Dios no lo hubiese amado y ayudado más«. Quid habes quod non accepisti? Estos dos principios, al equilibrarse, nos permiten presentir que la infinita justicia, la infinita misericordia y la soberana libertad se unen perfectamente y hasta se identifican, sin destruirse entre sí, en la eminencia de la Deidad, que per­manece oculta para nosotros, mientras que no tengamos la vi­sión beatífica. En este claro-oscuro, la gracia, que es una parti­cipación de la Deidad, tranquiliza al justo, y las inspiraciones del Espíritu Santo lo consuelan, pues confirman su esperanza, tornan su amor más puro, más desinteresado y más fuerte, de manera que en la incertidumbre de la salvación tiene cada vez más la certeza de la esperanza, que es «una certeza de tendencia” hacia la salvación, cuyo autor es Dios. El motivo formal de la esperanza infusa, en efecto, no es nuestro esfuerzo, sino la infinita misericordia auxiliadora, que suscita nuestro esfuerzo y lo corona (II-II, q18 a 4)