PRINCIPIOS, DESCENDENCIA Y MATRIMONIO ESPIRITUAL

DE LA VIRGINIDAD

Ofrécenos oportunidad de reflexionar sobre esta materia la profetisa María, manejando después del paso del mar a pie enjuto el tímpano resonante y dirigiendo el coro de mu­jeres; porque quizás en este pasaje, bajo el símbolo del tímpano, parecen significar las divinas Letras la virginidad profesada primeramente por aquella María, en cuya persona creo ver prefigurada a María, la Madre de Dios. El tím­pano, que tiene el parche purgado de toda humedad y re­secado por completo, emite sonidos vibrantes, así como tam­bién la virginidad permanece espléndida y resonante si no recibe en sí nada de la humedad terrena de esta vida. Y si era cuerpo muerto el tímpano que María manejaba y cuer­po muerto es la virginidad, no es descaminado conjeturar que aquella profetisa era virgen.

Hasta ahora hemos admitido por meras conjeturas y su­posiciones, no por demostraciones apodícticas, el que María capitaneaba aquel grupo de vírgenes; pero muchos de los doctos han declarado abiertamente la verdad de su celibato, por el mero hecho de no mencionarse en parte alguna ni su matrimonio, ni su maternidad. De otro modo no habría sido nombrada ni conocida por el nombre de su hermano Aarón, sino por el de su esposo, caso de tenerlo, puesto que no es el hermano la cabeza de la mujer, sino su marido.

Aun a los que miraban como bendición del cielo el tener descendencia (y esto era lo normal) les parecía carisma honroso el de la virginidad cuando en alguien se daba. Pues ¿cómo será razón sintamos acerca de ella nosotros, los que no entendemos según la carne las bendiciones divinas?

Quedó bien claro por la palabra de Dios en qué ocasio­nes era bueno concebir y dar a luz y qué género de descen­dencia prolífica solían esperar los santos de Dios. El pro­feta Isaías y el divino Apóstol lo manifestaron clara y sa­biamente: uno con estas palabras: Por tu temor, Señor, concebimos en nuestro seno, y el otro, jactándose de más descendencia que nadie, como si hubiera engendrado ciuda­des íntegras y naciones, no sólo dando a luz con sus propios dolores a los corintios y a los gálatas y plasmándolos en el Señor, sino llenando toda la tierra, desde los aledaños de Jerusalén hasta los confines de la Iliria, con los hijos que había engendrado en Cristo por virtud del Espíritu Santo. También se ensalza en el Evangelio como bienaventurado el vientre de la Santísima Virgen por haber servido a un parto inmaculado, ya que ni el parto violó la virginidad ni la vir­ginidad fue obstáculo a este alumbramiento. Pues donde se engendra espíritu de salvación, como dice Isaías, están to­talmente de más los deseos de la carne.

También hay en el Apóstol alguna palabra referente a esto, cuando dice que en cada uno de nosotros hay un doble hombre, el uno visible al exterior y que por su naturaleza se ha de corromper, el otro que se siente estar escondido en el fondo del corazón y capaz de sucesivas renovaciones. Aho­ra bien, si es verdadera esta sentencia (y sin duda lo es, por la misma verdad que en ella habla), no será descabellado pensar en la existencia de un doble matrimonio mutuo y co­rrespondiente a cada una de las personalidades que en nosotros se dan. Y quizás quien osara decir que la virginidad corporal es como aliada y paraninfo del matrimonio interno y espiritual no andaría muy lejos de la verdad.