• CAMINO PARA LLEGAR AL CONOCIMIENTO DE LA BELLEZA

    Y LA LUZ DIVINAS

Los que únicamente consideran las cosas por de fuera y sin profundizar, cuando ven a un hombre o tropiezan con alguna cosa de las que aparecen al exterior, no se afanan por investigar más de lo que ven con los ojos. Al contemplar la forma física del cuerpo, piensan haber abarcado ya toda la constitución del hombre. Por el contrario, el que es por espíritu escrutador y avezado en las disciplinas científicas no se limita a considerar con los ojos la naturaleza de las cosas, no se contenta con lo tangible ni relega lo que no se ve al campo de lo que no existe, sino que indaga en general y en particular la esencia del alma y las cualidades que brotan del cuerpo. Por medio de la razón va distin­guiendo cada una de ellas, y de nuevo las considera en su común confluencia y en su mutua armonía para formar la naturaleza del cuerpo estudiado.

Así se procede también en la investigación de lo bello. Una inteligencia menos perfecta, al contemplar algo que viene con apariencia de hermosura, cree que aquello es bello por su propia naturaleza, en cuanto que halaga sus sentidos con la experiencia del placer, y no se preocupa ya más de esto. Pero el que tiene limpios los ojos- del alma y puede penetrar estas cosas, prescindiendo de la ma­teria que yace bajo la idea de lo bello, se sirve como de escalón de lo visto para subir a la contemplación de la be­lleza espiritual, por cuya participación todo lo demás es y se llama bello. Me parece difícil que, viviendo los hombres en tal embotamiento de espíritu, puedan discernir con la mente y distinguir entre la materia y la belleza, que la en­vuelve, y escudriñar la naturaleza de la hermosura en sí misma. Y si alguien quisiera investigar con diligencia la causa de nuestras apreciaciones equivocadas y malas, creo que no encontraría otra sino el que no tenemos acostumbra­dos los sentidos del espíritu al discernimiento de lo bello y de lo que no lo es.

Por eso los hombres, abandonando la búsqueda del bien verdadero, los unos se deslizaron hacia el amor carnal, los otros se hundieron con su ambición en la fría adquisición de las riquezas, otros pusieron su ideal en los honores, la gloria y el poderío. Ni faltan quienes ponen todo su afán en las artes y las ciencias; y los que son de nivel más bajo que éstos toman por criterio de lo bueno y lo malo al ham­bre y al estómago.

Los que, por el contrario, se han apartado de aprecia­ciones materiales y de apasionamientos por las cosas vi­sibles, investigan la naturaleza de lo bello, que es simple, inmaterial y desposeído de toda figura; no yerran en la se­lección de las cosas deseables ni se dejan arrastrar por tales engaños hasta el punto de no ver lo deleznable del placer que producen y de no concebir un soberano desprecio por todas ellas.

Esta es, pues, la ruta que nos llevará al hallazgo de la belleza, menospreciando como vanas y efímeras cuantas her­mosuras despiertan las concupiscencias de los hombres, to­das esas cosas que se llaman bellas y que por lo mismo se reputan dignas de nuestra diligencia y aceptación. No dejamos que nuestra apetencia quede prendida de ellas: ni tampoco la encerremos dentro de nosotros mismos, teniéndola inerte e insatisfecha, sino que, purificándola de las concupiscencias rastreras, elevémosla hasta donde pueda lle­gar su capacidad perceptiva; en forma tal que el hombre no admire ni la hermosura del cielo, ni los fulgores de la luz, ni hermosura alguna visible, sino que por la belleza que acompaña a todas estas cosas sea arrastrado al anhelo de aquella belleza cuya gloria cantan los cielos y el firmamento y cuya noticia predica toda la creación. Pues, remontán­dose así el alma y menospreciando lo que abarca como muy inferior a lo que busca, podrá llegar a la contemplación de aquella majestad que se remonta por encima de los cielos.

Pero ¿cómo alcanzar lo sublime, si se tiene el corazón ocupado en lo rastrero? ¿Cómo volar hacia el cielo no es­tando dotado de alas celestiales o no hallándose elevado y sublimado con el trato de lo de allá arriba? ¿Quién es tan desconocedor de los misterios evangélicos, que ignore que no hay para el alma humana otro recurso, si quiere volar al cielo, sino el de asemejarse a aquella paloma cuyas alas de­seaba para sí el santo profeta David? De esta forma acos­tumbra la Sagrada Escritura a llamar veladamente al Es­píritu Santo, bien por hallarse esta ave exenta de hiel o bien por ser enemiga de la fetidez, como comentan los de­dicados a estos estudios. Quien rehúye, por consiguiente, toda acidez y hedor de carne y se eleva sobre todas las cosas rastreras y terrenas, remontándose por encima de todo el mundo con las antedichas alas, ése hallará al que es digno de toda apetencia y se hará él mismo bello acercán­dose a la verdadera belleza, y, una vez llegado a ella, apa­recerá brillante y esplendoroso por la participación de la luz verdadera.

Los frecuentes fuegos del cielo que se ven durante la noche, y a los que se llama estrellas fugaces, no son, según dicen los que esto estudian, sino aire, que por la fuerza de los vientos ha sido condensado en aquel lugar etéreo y que marca en el cielo su paso encendido por inflamarse en el éter. Pues así como este aire, que abraza toda la tierra, se hace luminoso por la fuerza del viento, transformando su naturaleza transparente en luminosa, de esta misma mane­ra, el alma humana, al abandonar esta vida material y tur­bulenta, cuando, tomándose limpia por la fuerza del espí­ritu, se hace luminosa y queda transfundida por la verda­dera pureza, gracias a ésta brilla también, y se llena de resplandores, y se hace luz según la promesa del Señor, que anunció que los justos habrían de brillar a semejanza del espejo, en el agua y en cualquiera otra materia que por su tersura es capaz de reflejar las imágenes. Pues al recibir cualquiera de estos objetos un rayo del sol, crea en sí mismo otro rayo, lo que no tendría lugar si la superficie pura y bruñida de aquel objeto estuviera inutilizada por alguna suciedad. De modo que o nosotros mismos nos elevaremos a lo alto y, abandonando las tinieblas terrenales, nos haremos luminosos, acercándonos a la verdadera luz de Cristo, o la luz verdadera que luce en las tinieblas descenderá hasta nosotros y nos haremos luz, como dice el Señor a sus dis­cípulos 21, a no ser que la mancha de alguna maldad, exten­dida sobre nuestro corazón, destruya la gracia de nuestros resplandores.

Quizás este razonamiento sustentado en solos ejemplos nos ha conducido sin apenas percatamos a la resolución de que debemos transformarnos en lo más sublime. Y se ha de­mostrado no ser posible de otro modo la unión del alma con el Dios incorruptible si no se le asemeja y no se hace completamente pura mediante la incorrupción; de modo que se coloque como un espejo ante la santidad divina, para que mediante esta imagen se haga semejante a ella, y así, gracias a esta participación y reflejo del arquetipo de la belleza, adquiera su misma forma.

Si alguno sabe abandonar todas las cosas humanas, como los cuerpos, las riquezas, el ansia por las ciencias y las artes y todo cuanto se tiene por digno de estima en las costum­bres y en las leyes (pues en estas cosas en que juzgan los sentidos es fácil errar sobre la belleza), ese tal sólo tendrá por amable y apetecible aquello que no tiene su belleza re­cibida de lo exterior o la tiene sólo en algún momento o por referencia a otras cosas, sino que es bello por sí mismo, en sí mismo y gracias a sí mismo, que ni empezó a serlo nunca ni dejará nunca de serlo, sino que permanece siempre del mismo modo, sin posibilidad de aumento o disminución y sin estar expuesto a nuevos cambios y formas.

Por mi parte me atrevo a asegurar que a quien puri­ficare todas las facultades de su alma de imágenes viciosas se le manifestará aquel único hermoso por naturaleza y que es causa de toda belleza y toda bondad.

Del mismo modo que el ojo limpio de legañas contempla claramente las estrellas brillantes en las lejanías del cielo, así también en el alma exenta de incorrupción surge la fa­cultad de contemplar aquella luz divina. La verdadera vir­ginidad y la diligencia en procurar la incorrupción nos con­ducen a la posibilidad de contemplar a Dios.

Nadie hay tan ciego de entendimiento que no llegue a entender por si mismo cómo propia, primaria y únicamente se hallan en Dios la hermosura, la bondad y la pureza de todo cuanto existe. Esto quizás nadie lo ignora; sin embar­go, es conveniente investigar, en cuanto sea posible, cuál sea el método y camino que nos conduzca a descubrir aque­lla belleza. Llenas están las Sagradas Escrituras de tales instrucciones; muchos son los varones santísimos que mues­tran su vida a manera de una antorcha para iluminar a los que caminan según Dios. Puédense, por tanto, recoger de los Libros inspirados muchos testimonios en ambos Testamen­tos, .y esto con gran abundancia, tanto en los profetas y en la ley como en las tradiciones evangélicas y apostólicas. He aquí las cosas que nosotros hemos podido comentar siguien­do las recomendaciones divinas.