Ontología 18: Causas del Ente. Existencia y Realidad de la Causa Final.
Existencia y realidad de las causas finales
Allá en la infancia de la filosofía griega, hubo una escuela que concentrando toda su actividad y atención sobre el mundo sensible, vio en éste el resultado casual del choque y combinación de átomos movidos eternamente en el vacío; en el hombre, un ser dotado de una sensibilidad algo superior o más refinada que la de los brutos; en Dios, una palabra vacía de sentido, y en el encadenamiento, influjo recíproco y orden de los seres varios que constituyen el mundo, una pura y simple casualidad. El espíritu humano, que no ha podido nunca ni podrá jamás aceptar el materialismo grosero y ateísta de la escuela jónica, protestó enérgicamente contra semejante doctrina por medio de la sátira acerada [90] de Sócrates, de las nobles páginas de Platón, de los profundos y contundentes argumentos de Aristóteles, y de la elocuente palabra de Cicerón.
Excusado es añadir que la filosofía cristiana, desde su mismo origen, desde sus primeros ensayos, unió su voz a la voz de san Pablo que escribía omnia vestra sunt, vos autem Christi, Christus autem Dei. Así es que en nombre de la razón y de la ciencia, en nombre de la Providencia divina y de la dignidad del hombre, veámosla rechazar siempre con creciente energía teoría tan degradante, desde los primitivos apologistas hasta la escuela alejandrina de Clemente y Orígenes, desde estos hasta san Agustín y santo Tomás, el último de los cuales escribe a este propósito: «Non est difficile videre qualiter naturalia corpora cognitione carentia moveantur et agant propter finem; tendunt enim in finem sicut directa in finem a substantia intelligente… quodlibet opus naturae, est opus substantiae intelligentis; nam effectus principalius attribuitur primo moventi dirigenti in finem, quam instrumentis ab eo directis: et propter hoc operationes naturae inveniuntur ordinate procedere ad finem». Todos los grandes genios de la filosofía, en una palabra, desde Sócrates hasta Leibnitz, han protestado a una voz contra las pretensiones de la escuela jónica, resolviendo en sentido contrario a sus afirmaciones el problema de las causas finales.
Protestaron, sin embargo, a su vez contra este concierto unánime de la razón filosófica y cristiana, si bien con cierta reserva y timidez, Bacon y Descartes, preconizados a porfía como padres de la filosofía moderna, título a que son ciertamente acreedores, si por filosofía moderna se entiende la renovación y propagación de todos los grandes errores de la filosofía pagana. El primero condena y rechaza el estudio y consideración de las causas finales en las ciencias físicas, y el segundo aconseja esto mismo, «porque no debemos arrogarnos, dice, el poder y el derecho de conocer sus consejos o designios»: quia non tantum nobis debemus arrogare, ut ejus (Dei) consiliorum participes esse putemus. ¡Cosa extraña! el que en su modestia se propuso crear una filosofía, levantar el edificio [91] íntegro de la ciencia filosófica sobre las ruinas de la antigua, dotar, en fin, al género humano de un cuerpo completo de filosofía: integrum philosophiae corpus humano generi darem, de que carecía hasta que la naturaleza hizo un esfuerzo sobrehumano para producir el genio creador de los vortices caóticos que formaron el mundo; el hombre que tales pruebas de moderación, de modestia y de sobria circunspección diera, teme incurrir la nota de presunción, afirmando que Dios creó las plantas para sustento de los animales y del hombre. Por nuestra parte, confesamos que nos hallamos poseídos de verdadera admiración al ver a nuestro filósofo dando lecciones de modestia y sobriedad científica en la cuestión de las causas finales, a santo Tomás y san Anselmo, san Agustín y Tertuliano, Orígenes y Clemente de Alejandría.
La semilla sembrada por estos dos filósofos semi-racionalistas se desarrolló primero de una manera oculta y latente, y después a la luz del día en el siglo pasado. Obligada a ocultarse de nuevo merced a la reacción espiritualista y religiosa, siquiera incompleta, realizada en el primer tercio de nuestro siglo, ha reaparecido con nuevo vigor y pujanza en estos últimos años bajo el nombre de filosofía positivista, si es que merece el nombre de filosofía la que hace abierta profesión de materialismo y de ateísmo.
Y es digno de notarse que el moderno positivismo es una simple y pura renovación del antiguo sistema de la escuela jónica. Los argumentos y consideraciones que en su favor aduce, son lisa y llanamente los que hace más de dos mil años refutaba Aristóteles, al combatir la teoría cosmológica de la escuela indicada. Si la naturaleza de esta obra lo permitiera, presentaríamos un parangón entre los argumentos de los antiguos jonios, y los de los modernos positivistas, parangón que demostraría la identidad completa de los dos sistemas y de los fundamentos en que se apoyan (1). Esto quiere [92] decir que el progreso de esa filosofía positivista que tanto ruido mete en nuestros días, consiste en haber retrogradado más de veinte siglos; en colocarse bajo los auspicios y la sombra protectora de Demócrito, Leucipo, Epicuro, Lucrecio y Empédocles, y en obligarnos a probar seriamente en el siglo de las luces, que las aves tienen alas para volar; es [93] necesario probar en este siglo que tanto se envanece con sus conquistas, que la naturaleza, o mejor dicho, su Autor puso en nosotros dientes para que podamos comer, puesto que los positivistas nos dicen, por el contrario, que si comemos es porque la casualidad nos dio dientes capaces de ello: es preciso, en fin, que probemos que el mundo actual no puede ser el efecto del acaso no de fuerzas ciegas, por la misma razón que no es posible que arrojando al acaso caracteres de imprenta resulten compuestas las obras de Horacio, o que un reloj sea el producto de una fuerza privada de inteligencia.
{(1) Debemos confesar, sin embargo, para ser justos con los modernos jónios, que han progresado algo con respecto a uno de los argumentos en favor de su sistema. Para probar que las sustancias [92] que componen el mundo son el resultado del acaso o de las fuerzas ciegas de la materia, y no de un ser inteligente, suelen acudir a los fósiles de animales cuyas especies ya no existen, queriendo deducir de aquí, que son juegos casuales de la naturaleza, y que si hoy existen las especies que existen, no es porque tengan un destino y un fin determinado para la conservación y conjunto armónico del mundo, sino porque al ser formadas casual y ciegamente por las fuerzas de la materia, resultaron capaces de conservar su existencia y de propagarse. ¡Como si las especies fósiles no hubieran existido también por siglos, y por consiguiente no hubieran resultado capaces de existir y de propagarse como las presentes! ¿Quién asegura a los positivistas que algunas especies actuales no desaparecerán en el transcurso de los siglos? Y en esta hipótesis, muy posible y hasta probable, ¿qué hacer de su afirmación de que las especies actuales existen, no porque Dios les haya dado el ser con un fin determinado, sino simplemente porque son capaces de existir? ¡Cómo si por otro lado las especies fósiles no presentaran una conformación regular en su género y uniforme, y por consiguiente subordinada a la consecución de algún objeto! Añádase a esto, que las transformaciones, vicisitudes y mutaciones, ya paulatinas, ya bruscas que ha experimentado la tierra pudieron estar en relación con los fines particulares de las especies fósiles, que debieron desaparecer cuando cesaron aquellos fines particulares a consecuencia de las transformaciones indicadas.
Pero advierto ahora que he perdido de vista el objeto de esta nota, que no es otro sino hacer notar que con respecto a este argumento, hay un verdadero progreso de los modernos jonios sobre los antiguos, los cuales, careciendo del recurso de los fósiles, echaban mano, para probar su teoría, de los centauros o monstruos mitad animales y mitad hombres, los cuales desaparecieron porque no tenían capacidad para existir y propagarse, ni más ni menos que las especies fósiles de los positivistas contemporáneos. Ciertamente que una filosofía que se ve obligada a echar mano de semejantes argumentos, está juzgada por sí misma, y no merece una refutación seria.}
Las condiciones y objeto de este libro no permiten descender a la refutación detallada del positivismo contemporáneo, pero las indicaciones hechas bastan y sobran para que todo hombre sensato reconozca cuanto hay de absurdo y de ridículo en semejante filosofía.
Esto no obstante vamos a demostrar la existencia de la causalidad final, no solamente en los agentes intelectuales, sino también en los meramente naturales.
Tesis 1ª
No solamente el hombre, sino también Dios en sus operaciones ad extra, obran propter finem.
La primera parte de la tesis se halla demostrada por la experiencia interna, que nos hace ver al hombre obrando propter finem propiamente, o sea directive, puesto que nos determinamos a poner estas o aquellas acciones y movimientos como medios para conseguir determinados objetos; y esto en fuerza del conocimiento previo de la bondad del fin que intentamos conseguir, y conociendo a la vez su relación y proporción con los medios, que son precisamente las condiciones que constituyen y caracterizan la operación propter finem directive.
La segunda parte es una consecuencia necesaria de la primera, a no ser que queramos decir, o que la facultad de [94] obrar libremente para conseguir un fin es una imperfección, o que Dios es menos perfecto que el hombre.
Téngase presente, sin embargo, si se quieren evitar errores de la mayor transcendencia: 1º que el obrar de este modo propter finem, es decir, determinándose libremente, conviene a Dios con respecto a las operaciones, cuyo término o efecto es algún ser o mutación fuera de Dios, las mismas que la filosofía cristiana llama operaciones ad extra, para distinguirlas de las operaciones ad intra, o sea de las que se terminan y refieren a las personas divinas, de las cuales una procede de otra con determinación necesaria de la esencia divina: 2º que la operación libre de Dios ad extra, aunque incluye todo lo que hay de esencial en este modo de obrar propter finem, incluye alguna perfección que no se encuentra en la operación del hombre, y en general en la operación de los agentes intelectuales finitos. Cuando el hombre toma la medicina para conseguir la salud, hay aquí dos cosas: 1ª el hombre conoce perfectamente la razón de bien que hay en la salud, la relación de ésta con varios medios, y además se determina libremente a poner este medio para conseguir estebien: 2ª éste bien o fin que intenta conseguir por tal medio, lo intenta y realiza porque y en cuanto es una perfección suya, es decir, en cuanto es perfección del mismo operante propter finem.
Ahora bien: la primera de estas dos cosas se verifica en Dios, pero no la segunda; porque siendo, como es, infinitamente perfecto, ser absoluto que contiene todas las perfecciones posibles, jamás obra ni se determina a producir algún efecto para conseguir alguna perfección en sí y para sí. De aquí se infiere, que Dios obra verdaderamente por un fin por parte de los efectos producidos, ex parte operis; porque al producir un efecto, lo produce con subordinación a algún fin, o sea como medio para realizar un fin determinado, por ejemplo, cuando produce los vegetales para proporcionar sustento a los animales, pero no obra en rigor por un fin ex parte operantis, porque si bien el fin de todas sus acciones y efectos ad extra es su bondad, no es la consecución o posesión de [95] ésta sino su manifestación y comunicación a otros seres (1): es la bondad divina, non ut obtinenda, sed ut manifestanda et communicanda.
{(1) Santo Tomás enseñó esta misma doctrina cuando escribió las siguientes palabras: «Cum omne opus divinum in finem quendam ordinatum sit, constat, quod ex parte operis, Deus propter finem agit. Sed quia finis operis semper reducitur in finem operantis, ideo oportet, quod etiam ex parte operantis, finis actionis ejus consideretur, qui est bonum ipsius in ipso. Ipse enim bonitatem suam perfecte amat, et ex hoc vult quod bonitas sua multiplicetur per modum qui possibilis est, ex sui scilicet, similitudine.» Sentent., lib. 2º, dist. 1ª, cuest. 2ª, art. 1º.}
De esta doctrina se desprenden los siguientes corolarios:
1º Que todas las cosas creadas se ordenan o refieren a la bondad de Dios como medios al fin, no de adquisición, sino de manifestación.
2º Que Dios ama necesariamente las cosas creadas en cuanto son participaciones y semejanzas de su propia bondad, y esto con el mismo acto de amor con que se ama a sí mismo.
3º Que este amor de Dios, considerado según que se refiere o termina a las criaturas, sólo es necesario hipotéticamente, es decir, en fuerza de la hipótesis realizada de que Dios quiso libremente producirlos; porque es claro que en sentido absoluto, o prescindiendo de la hipótesis indicada, puede no amarlas, por lo mismo que pudo no producirlas, toda vez que, como dice santo Tomás, «siendo perfecta la bondad de Dios, y pudiendo existir sin otros seres, los cuales ninguna perfección pueden añadirle, síguese de aquí que no es necesario absolutamente que quiera o ame las cosas distintas de sí mismo.» Cum bonitas Dei sit perfecta, et esse possit sine aliis, cum nihil ei perfectionis ex aliis accrescat, sequitur quod alia a se eum velle, non sit necessarium absolute.
4º Que en la hipótesis de la producción de las criaturas, Dios produce una para otra, o sea ordenándola a otra como medio al fin; así produce la yerba propter brutum, y a los animales propter hominem. [96]
Tesis 2ª
También los agentes puramente naturales obran a su modo propter finem, o sea ejecutando acciones y produciendo efectos ordenados a la consecución o realización de algún fin.
Damos por supuesto que los modernos positivistas no negarán que los brutos obran propter finem, al menos imperfectamente o sea apprehensive, a no ser que quieran admitir, que cuando el perro hambriento se arroja sobre un pedazo de carne, no ejecuta este movimiento para coger la carne vista y apetecida por él. Es extraño que los positivistas no hayan intentado eludir la fuerza de este argumento tan concluyente contra su teoría, afirmando con su vergonzante corifeo Descartes, que los brutos son meras máquinas; porque la verdad es que semejante afirmación es menos contraria a la razón y al sentido común, que la afirmación al positivismo cuando nos dice que todos los seres que pueblan al mundo, lo mismo que el orden, enlace y armonía que entre ellos observamos, son el resultado de una fuerza ciega que los produjo fortuitamente; ni más ni menos que si dijéramos que arrojando a la tierra un puñado de partículas o moléculas metálicas, resultó formando al cabo de años un cronómetro perfecto. Y esta sencilla reflexión constituye una demostración indirecta a priori de nuestra tesis, al demostrar de una manera palpable lo absurdo y ridículo de la hipótesis positivista, que sirve de base a la negación de la causalidad final en la naturaleza.
Por otra parte, es incontestable que cuantas razones sirven para demostrar la existencia y espiritualidad de Dios, la creación del mundo mediante su poder infinito, junto con el gobierno y providencia del mismo, son otras tantas demostraciones de los errores que encierra el positivismo en general, y con especialidad del que se refiere a la negación de las causas finales. Añadamos ahora la experiencia que, de acuerdo con la razón, nos enseña que las aguas se elevan, condensan y forman la lluvia para fecundizar la tierra, que la naturaleza [97] bajo la dirección de Dios que le comunicó determinadas fuerzas sujetas a determinadas leyes, dio a los pájaros alas para que pudieran volar; que el órgano del ojo se hizo o fue producido para ver y el conducto auditivo para oír, los pies para caminar, &c., y veremos que la voz de la razón y de la experiencia, se unen con la de la revelación y del sentido común de la humanidad, para condenar al ridículo las pretensiones de esa filosofía positivista, que viene a decirnos y repetirnos con gravedad verdaderamente jónica, con la gravedad de Demócrito y Empédocles que la naturaleza no nos ha dado los dientes para comer, sino que si comemos es porque por una casualidad y juego caprichoso de la naturaleza nos hemos encontrado de la noche a la mañana con estos apéndices que son a propósito para comer. Del mismo modo, si tenemos la configuración y organismo que distinguen y caracterizan al hombre, no es porque el Autor de la naturaleza nos haya comunicado fuerzas determinadas a propósito para engendrar hombres, sino porque entre los infinitos efectos casuales y caprichosos de la naturaleza, fue uno de ellos lo que llamamos hombre, el cual, así como salió con la actual configuración, pudiera haber salido y acaso se presentara el día menos pensado con la figura de centauro, de cíclope o de sirena, según se verificó en épocas anteriores, si hemos de dar crédito y fuerza a los argumentos de los antiguos positivistas de la Jonia. ¡Risum teneatis! Nunca con mayor razón pudiéramos decir con san Agustín: Pudet me ista refellere, &c.
Objeciones
Aunque dejamos indicadas y refutadas las principales razones en que apoyarse suelen los positivistas modernos para negar las causas finales, añadiremos algunas otras para que sea más completa esta refutación.
Obj. 1ª La operación propter finem excluye la casualidad; es así que la experiencia nos enseña que en el mundo suceden muchas cosas al acaso, y lo que es más, en contradicción con lo que se considera como su fin, como cuando la lluvia en [98] vez de fecundizar la tierra destruye las mieses o produce inundaciones: luego, &c.
Resp. En primer lugar, una cosa es que las causas naturales obren propter finem, y otra muy diferente que pongan esta operación de un modo indefectible. Siendo causas finitas y estando enlazadas con otras causas, al realizar sus operaciones las realizan con tendencia ex se a la consecución del fin prescrito y predeterminado por el Autor de la naturaleza; pero la consecución real y efectiva de este fin puede ser estorbada, ya por los impedimentos y resistencia de la materia, ya por la complicación originada del concurso de otras causas que obran en sentido contrario. La objeción, por lo tanto, sólo prueba que las causas creadas no obran, o mejor dicho, no realizan el fin indefectibiliter.
En segundo lugar, aun cuando las causas segundas no realizan el fin ordinario y particular de alguna operación siempre realizan algún fin correspondiente a otro orden, al menos algún fin previsto por Dios, en relación con el bien general del mundo. La destrucción de las mieses y las inundaciones, por ejemplo, aunque pueden decirse casuales y praeter intentionem con relación a la lluvia, no lo son con relación al bien general del universo, que exige estos males físicos para castigo de los pecados, ejercicio de la virtud, &c. En realidad, y a los ojos del verdadero filósofo, nada sucede al acaso en el mundo; porque lo que es casual respecto de las causas segundas, no lo es respecto de la presciencia y voluntad de Dios. El encuentro de dos criados enviados por el amo a un mismo sitio sin saber el uno el mandato dado al otro, será casual respecto de los criados, pero no lo será respecto del amo.
Obj. 2ª Si las causas naturales obraran con relación y determinación a un fin, producirían siempre estos efectos que se suponen ser sus fines, lo cual se halla en contradicción con la existencia de los efectos o productos monstruosos.
Resp. Ya se ha dicho que las causas naturales, por lo mismo que son finitas, no son absolutamente indefectibles y [99] por consiguiente, nada extraño es que produzcan efectos defectuosos, para lo cual basta que su acción sea perturbada o debilitada, ya sea por el concurso de otras causas, ya sea por la abundancia, escasez, o inconveniente disposición de la materia. Así es que la existencia de los efectos monstruosos, lejos de excluir las causas finales, más bien constituye una contraprueba de su existencia, toda vez que si un efecto es monstruoso, es precisamente porque su causa no ha realizado el fin a cuya producción se dirigen sus fuerzas y su actividad específica. No habría monstruos, si no hubiera en la naturaleza tendencia a un fin determinado, o sea a un efecto regular y fijo. Si suponemos que no hay causalidad final en las obras de la naturaleza, la existencia de un hombre sin brazos es tan legítima y regular como la existencia de un hombre con todos sus miembros.
Escolio
Si nos hemos detenido en la cuestión de las causas finales más de lo que a un compendio elemental corresponde, es porque observamos que la negación de las causas finales, relacionada íntimamente con la existencia de Dios y de su providencia, es una de las bases fundamentales del ateísmo y materialismo contemporáneos, los cuales van apoderándose de las inteligencias en nuestros días, bajo el nombre especioso de filosofía positivista.
Toda esta filosofía es fundamento de la Suma Teológica de Santo Tomás, que puede encontrar resumida, en tan sólo 338 páginas en el Catecismo de la Suma Teológica que puede adquirir aquí mismo.
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