RAZÓN DE ESTA ENTRADA

El avance del marxismo-leninismo en las naciones (China, Cuba, Vietnan, Venezuela, Nicaragua, España, etc.; el fraude de las elecciones perpetrado por el Partido Demócrata en USA dominado por las izquierda, etc. ), órganos políticos al servicio de un Nuevo Orden Mundial y la Agenda 2030, están aniquilando las libertades más fundamentales de los seres humanos aprovechando el virus del Partido Comunista Chino, covid19, logrando introducir el miedo y la culpa entre los ciudadanos que, en general se comportan como rebaño y asumen cada vez en más número el síndrome de Estocolmo.

Habiendo retirado a Dios de las almas; habiendo destruido la célula fundamental de la sociedad: la familia; y aniquilado el amor a la Patria que es parte de la virtud de la piedad, el hombre se encuentra sin identidad, sin raíces, sin lazos sólidos, y por lo tanto, sujeto al albur de los poderes ilegítimos más totalitarios de la historia que pretenen esclavizar a toda la humanidad. Se trata simplemente la deshumanización del hombre.

Los pocos que no se han arrodillado a estos poderes y aún están de pie, parecen, sin embargo,  desorientados sin saber cuál es la doctrina moral católica y si ésta les ofrece una esperanza. Por esta razón he querido trasladar a los lectores una conferencia sobre la doctrina católica desde el tomismo – ya que la Iglesia carece de Papa desde la muerte del último Vicario legítimo de Cristo, Pío XII, hasta que los obispos católicos conclavistas elijan uno- . Esta doctrina les enseñará cuando es un derecho legítimo la resistencia, la desobediencia o la rebelión al Gobierno.  Por eso bendijeron los obispos católicos la cruzada contra el gobierno estalinista del Frente Popular en la España de 1936. Cuando volvamos a Dios y comenzamos a temer a Dios; temor que es el principio de la sabiduría, tanto la familia, como la patria serán amadas, y puesto que se abrazará la verdad volveremos a ser libres.

Les dejo, pues, la doctrina sobre cuándo es un derecho la rebelión contra el Gobierno. 

Tizona, 2ª Época, Nº 44, julio de 1973, Viña del Mar, pp. 9-‐16.

Meditando sobre los términos con los que se titula esta clase, uno encuentra que actualmente hablar de derecho de rebelión ha perdido, en gran parte, sentido. Hablar de ello en su sentido pleno, moral y jurídico. Si uno hojea modernas obras de derecho político, se encuentra con que la rebelión está tratada como hecho más que como derecho, y dentro de esta perspectiva, la consideración de ese hecho suele plantear el problema de si la rebelión constituye delito común o delito político. Si esto lo consideramos desde el punto de vista desde el cual se ha planteado esta clase, es decir de la rebelión como un derecho, es evidente que en principio nos puede parecer absurdo el hecho de que, por otra parte también en principio, se la califique sólo de delito y se entre a investigar directamente la naturaleza de ese delito, porque es claro que tratándose de un derecho moral, si es real, su ejercicio no es delito, y hablo de delito en su sentido primario y claro, en su sentido moral.

Suele hablarse de la rebelión, pues, tratándola sólo como hecho, y como hecho sea en estado de conato, sea en estado de consumación. Y es esta diferencia la que marca muchas veces la distinta

consideración de la rebelión, la calidad del juicio que se hace sobre ella. En general se la acepta, y se la acepta jurídicamente, por la sola razón de haber vencido, y otras veces se la condena, y se la condena con todo el peso del aparato jurídico, por el hecho de no haber vencido. Ahora la cuestión que planteo es otra, naturalmente. Es la de la rebelión como derecho, y la pregunta primera es entonces si puede haber casos en que rebelarse contra el poder político sea algo moralmente bueno, incluso si puede haber casos en los cuales dicha rebelión constituya más que un derecho, un deber. Para terminar este preámbulo, hay que observar que en el plano de esa consideración de la rebelión, simplemente como un hecho, suele calificarse a quienes la propugnan de “extremistas”, sin entrar a calificar, por otra parte, el contenido de esos extremismos. Es decir, que quienes propugnan rebeliones son desde este punto de vista extremistas, sea cual sea el motivo por el cual las propugnen: no hay ninguna otra calificación, no hay ninguna otra calificación posible, no siendo ésta, si uno la examina con más detención, una calificación moral, por lo menos no tiene la intención de serlo, e incluso muchas veces hablando de extremistas ya luego se les coloca los nuevos adjetivos de “idealistas” o de “fascistas”. Todo depende del punto de vista concreto desde el cual se le mire. Este punto de vista concreto suele estar determinado por la posesión del poder, es decir, por el carácter concreto que tiene el poder en el momento en que se juzga, o por las intenciones de acceso a él.

LA LEGITIMIDAD MORAL

En el pensamiento tradicional —y llamo así, en este orden, al que considera la política desde el punto de vista del fin moral del hombre— el atentar contra la autoridad política, constituye más que un delito, un pecado o un vicio. Se llama sedición, y como tal, por ejemplo, lo trata Santo Tomás de Aquino. Ahora bien, la sedición como delito presupone naturalmente la legitimidad del poder político, de la autoridad política contra la cual se actúa, y es por esto por lo cual esta legitimidad se constituye en el punto principal, en el punto de quicio desde el cual se plantea el problema de la re-‐ belión como un problema moral. La legitimidad, en el sentido en que la planteó el Padre Gandolfo el viernes pasado, es precisamente el título moral de quien tiene el poder para ejercerlo. Quien

carece de título moral para poder ejercerlo no merece ejercerlo. Y en este punto, en este momento, cuando se juzga la ilegitimidad, es cuando se plantea entonces el problema de la posibilidad, de la facultad de rebelarse. El supuesto básico de esta cuestión que he dicho parte planteándose desde el problema de la legitimidad, y considerada esa legitimidad como legitimidad moral, el supuesto básico, digo, es que si todo esto tiene una proyección moral es porque el fin al cual se ordena la sociedad civil, el bien común, ese fin obliga en conciencia, es decir es algo que no se halla al margen, en un campo extraño a aquél en que se decide la conducta moral de las personas. El bien común de la sociedad es un bien real de las personas, y en consecuencia obliga en el plano moral. Desde este punto de vista puede, entonces, juzgarse acerca de la legitimidad o ilegitimidad del poder político, y por otra parte, acerca del deber de obediencia de quienes están sometidos a ese poder político. Sobre esto, sobre esta obligación moral del bien común, recuerdo, simplemente al paso, lo que dice Santo Tomás de Aquino acerca de la obligación que con respecto a cada una de las personas este bien común plantea, cuando dice que el amor a la patria, es decir el amor al bien común, es la forma más perfecta de amor al prójimo. Y esto se basa en la simple razón de que amando el bien común se ama, por lo mismo, el bien más propio de cada una de las personas a las cuales dicho bien común pertenece.

Hablaba yo de la obediencia como deber del ciudadano frente al poder político, deber que en

circunstancias normales no obliga sólo externamente, no obliga sólo por la pena en la cual quien desobedece cae, sino que obliga moralmente por la razón antes dicha, es decir, por el bien común, el cual, si es real, obliga en conciencia. El tema del derecho de rebelión planteado, como decía al comienzo, desde un punto de vista moral, en consecuencia no puede entenderse si no se parte explicando qué es, y cuáles son los fundamentos de la obediencia como virtud del ciudadano, es decir, como una virtud que se le exige justamente en razón de ser parte de una sociedad, de ser parte de un todo que no está sometido a él, que no está sometido a los grupos o a los individuos ni a los grupos que lo constituyen: el bien común, en efecto, como bien mayor que el bien privado, no puede estar sometido en ningún momento a los criterios del bien privado, y por el contrario, es el bien privado el que debe estar sometido a los criterios del bien común. Este necesario sometimiento, da lugar al deber moral de obediencia, a la virtud moral de la obediencia civil.

EL DERECHO A SER BIEN GOBERNADO

Ahora bien, si frente a los gobernantes, los gobernados se hallan ligados moralmente, y se hallan ligados por una virtud específica que es la de obediencia, esto supone naturalmente en el gobernante una responsabilidad muy grande, pues él no sólo se halla frente a cosas, no sólo están dependiendo de él realidades inanimadas, están dependiendo personas en la medida en que esas personas se ligan a él por la obediencia. Esto hace justamente el peso de la responsabilidad del gobernante: lleva sobre sí no algo que pueda calcular, que pueda delinear indiferentemente de la suerte de las personas y de la libertad de ellas, no es su obra algo que se pueda planificar en un gabinete, en un laboratorio; es algo, su acción, que va a afectar y que va a comprender inmediata y directamente la suerte de las personas como entes racionales y libres. Como digo, aquí es en consecuencia, donde radica la responsabilidad fundamental de los gobernantes.

Esta responsabilidad corresponde a lo que podemos llamar el derecho fundamental del gobernado. Siempre todo derecho es el correlato de un deber, y según es grave el deber da lugar a un derecho no menos grave, es decir a un derecho fundamental. Si el ciudadano está ligado moralmente al gobernante, y si está ligado en razón de esa virtud de obediencia, tiene por esto un derecho fundamental frente al gobernante: ese derecho es el derecho a ser bien gobernado. Si se observa bien, este es un derecho que radica en todos los gobernados, y no sólo considerados personal e individualmente. Sí, en principio, considerados individual y personalmente, pero también considerados, todos los gobernados, según los cuerpos, los organismos sociales que naturalmente constituyen, como por ejemplo familias, organizaciones de trabajo, organizaciones locales de tipo municipal, comunal, regional, etcétera. Todo esto es lo que constituye el cuerpo de una nación, el cuerpo que es ordenado civilmente por su cabeza, por la autoridad política. Pues bien, en todos estos organismos, entonces, radica este derecho fundamental, y digo fundamental porque es un derecho permanente e irrenunciable, ya que no depende de la voluntad de las personas el tenerlo o no tenerlo, como no depende de la voluntad de las personas ser personas o no serlo; irrenunciable e indelegable. Es un derecho que emana directamente de la condición racional y personal del gobernado, y que se proyecta más allá de las personas mismas concretamente consideradas, pues es propio de todo lo que esta persona constituye como miembro natural, esto es, como decía antes, esas agrupaciones naturales como familia, asociaciones profesionales, etc.

Sin embargo, este derecho poco se nombra, este derecho pasa desapercibido, muchas veces, cuando se habla de política. Y señalo dos causas fundamentales de este silencio, de este preferir, como derecho fundamental, el derecho a ser bien gobernado: por una parte, porque se considera en la concepción democrática al pueblo como gobernante, lo cual es un mito. El pueblo, en la medida en que es gobernado, nunca es gobernante: no se pueden dar las dos cosas al mismo tiempo, simultáneamente. El pueblo, en la organización democrática, participa regularmente en el control del gobierno por ciertas elecciones u otros medios; sin embargo, de eso no se puede seguir que gobierne. Quienes lo gobiernan son aquellos que por una elección han resultado designados para ello; son justamente a aquellos a quienes se les llama gobierno, no el pueblo. El pueblo

—también lo verifica el sentido común— es gobernado, es el que goza o sufre los actos de gobierno. Esto, por una parte; y he hablado de mito al referirme a esto no porque crea que las elecciones en sí sean un mito, sino porque es un mito inferir que quien vota por eso gobierna. El otro aspecto que hace desaparecer, que nubla el derecho a ser bien gobernado, es la concepción del gobierno como administración, sólo como administración. Es decir, esa concepción, según la cual lo que compete directamente a un gobierno, al poder político, es administrar los bienes de una nación, no gobernar a los hombres. Ahora bien, de hecho, aún cuando se pretenda honestamente administrar sólo los bienes, por medio de esa administración se está gobernando, puesto que siempre se está determinando, de una u otra manera, la conducta de esos hombres, en cuanto que esa conducta está condicionada por esos bienes. Esta concepción del gobierno como administración, creo que se centra en todas esas tendencias tecnocráticas que bajo diversos signos ideológicos se introducen para marcar a los gobiernos, para darles su sello.

Bien, digo entonces, resumiendo lo anterior, que hay un derecho fundamental que está ocultado tras falsas concepciones del gobierno, falsas concepciones de gobierno que justamente hacen que el pueblo, aquellos que siempre van a ser los gobernados, pase lo que pase, no estén en posesión directa, consciente y libre de la facultad de ejercer ese derecho suyo fundamental. Concretamente, en el caso de las democracias, por ejemplo, se cree que ya es suficiente cuando ha habido una elección general, y que el pueblo como tal no tiene por qué ya manifestarse, habiéndose manifestado de esa manera. Y es en esa sociedad regida democráticamente donde ha desaparecido algo que antiguamente existía, y que es la organización permanente de los cuerpos en los cuales se integran las personas: organización permanente de éstos frente al poder político, de modo de estar siempre en situación de exigir al poder político el cumplimiento de su deber fundamental, que es gobernar bien.

EL DERECHO DEL GOBERNADO FRENT E AL MAL GOBIERNO

La virtud civil fundamental, en consecuencia, es, como decía, la obediencia. Esa es la virtud por la cual siempre el ciudadano pertenece a la ciudad: pertenece a ella en la medida en que obedece, en que se ordena, en que se subordina como a algo suyo, a algo propio, al bien común, es decir en la medida en que se siente obligado por el bien común. Ahora bien, esta virtud que normalmente es la obediencia, podría tener formas extraordinarias, en el caso de que quien ejerce el gobierno no lo ejerza bien, es decir, cuando el que ejerce el gobierno, en razón de sus actos, en razón de sus leyes, en razón de sus ordenaciones, no se haga digno de obediencia inmediata, por haber oposición en-‐ tre el fin real de la sociedad, el bien común, y las normas, los dictámenes de quien gobierna.

De esta manera, la virtud civil se manifiesta ordinariamente como obediencia al gobernante, pero extraordinariamente puede manifestarse como resistencia al gobernante, o incluso en casos extremos, y así planteamos directamente el tema nuestro, como rebelión ante el gobernante. El problema es: ¿qué puede hacer el gobernado cuando el gobernante falta a su deber de gobernar bien? ¿Qué puede hacer el gobernado cuando se halla huérfano de esa acción propia del gobernante que es la de velar por la vigencia de los derechos comunes, de velar porque todos puedan acceder al bien común y todos puedan disfrutar del bien común? Cuando el gobernante legisla u ordena algo contrario al bien común, en ese acto suyo, es ilegítimo, consistiendo, en consecuencia, la ilegitimidad en una contrariedad entre los actos de gobierno y el bien común real de la sociedad.

Ahora bien, partiendo de la enunciación de la ilegitimidad, nos encontramos con que evidentemente sus formas o sus grados pueden ser muy diversos.

LA DESOBEDIENCIA CIVIL

Lo que se plantea como primera manifestación de lo ilegítimo es la ley injusta. Siendo la ley el acto ordinario de gobierno, el acto por el cual el gobernante ordena a los gobernados al bien común, en el caso de una ley injusta se plantea entonces el problema de si permanece frente a esa ley el deber de obediencia del ciudadano, o si ese debe cesar. Santo Tomás de Aquino, en un texto que es clásico por esa diafanidad suya en la exposición de su pensamiento, se plantea el problema de si toda ley obliga en conciencia. Para responder a este problema comienza distinguiendo: las leyes son, dice, justas o injustas. Toda ley justa obliga en conciencia. Por otra parte, una ley puede ser injusta por diversos motivos: puede serlo, dice, por oponerse a bien divino, en cuyo caso no solo no obliga en conciencia, sino que exige desobediencia. Bien divino es aquel al que se ordena sea la ley divina revelada, sea la ley natural, es decir, la ley que corresponde a la naturaleza propia del hombre, que es divina por cuanto esa naturaleza ha sido creada por Dios, no inventada por el hombre. Además, una ley puede ser injusta por oponerse a un bien humano, en cuyo caso también hay que distinguir: puede ser injusta por haberse excedido el autor de esa ley de sus atribuciones; puede ser injusta, además, porque lo mandado por esa ley sea contrario al bien común, y por último porque distribuye injustamente, no equitativamente, es decir, inicuamente, las cargas derivadas de la adecuación al bien común. En estos tres casos nunca plantea como algo taxativo, absoluto, es decir como una con-‐ secuencia necesaria, la desobediencia. Lo que sí dice Santo Tomás es que en estos casos no obliga en conciencia, pero puede, según la circunstancias, ser prudente obedecer, porque puede que la desobediencia, como tal, traiga un mal mayor que la ley en sí injusta. Es aquí donde entran, como factor determinante del juicio, las circunstancias concretas, que evidentemente desde nuestra perspectiva no podemos juzgar. Es decir, hay que entrar a juzgar cada caso concreto, la injusticia concreta de cada ley.

Esta es la cuestión primera planteada por la oposición entre un derecho propio y permanente del gobernado, y un defecto, una desviación en cuanto al cumplimiento de su deber, del gobernante. Aparece en primera instancia la posibilidad de la desobediencia o, en determinados casos, el deber de la desobediencia.

El pensamiento tradicional, que en el planteamiento de estas cuestiones parte en su desenvolvimiento con las exposiciones de Santo Tomás y de desarrolla, principalmente sobre estos temas, en los siglos dieciséis y diecisiete, titula el problema como el problema de la tiranía, como el problema del tirano, entendiendo generalmente al tirano como un personaje individual que usurpa el poder o abusa del poder que en principio ha tenido legítimamente. Volveré sobre esto más adelante, sobre las dos formas por las cuales un gobernante puede llegar a ser tirano. Lo que quiero en este momento observar es que un tirano o la tiranía como tal, aun cuando en su origen se entienda como descomposición del régimen monárquico, en su sentido esencial puede aplicarse también a la descomposición de un régimen que no sea un régimen monárquico; es decir, la tiranía puede no sólo ser individual, sino que también puede ser colectiva. Llamemos tiranía simplemente a esa falta en el cumplimiento de su deber fundamental por parte del gobernante como tal, sea quien sea el gobernante y sea como sea ese gobierno.

Planteada entonces directamente la hipótesis de que el gobernante devenga ilegítimo, se proponen enseguida las diversas posibilidades en cuanto a la reacción, en cuanto a la actitud del gobernado frente a esta ilegitimidad: la primera posibilidad, lo primero a lo cual el gobernado tiene derecho —y derecho moral, derecho que, como he visto recién, puede en ciertas circunstancias ser un deber— es a la desobediencia, y como tal entiendo la desobediencia a ciertas medidas concretas, a ciertas leyes, no la desobediencia generalizada. ¿Por qué esto? Porque se supone que aquel que dicta una ley injusta, al gobernar, sin embargo, y a pesar de dictar la ley injusta, está manteniendo la unidad fundamental de la sociedad, es decir, está manteniendo aquellas leyes escritas o no es-‐ critas según las cuales se rige la vida misma de la sociedad. Una ley injusta puede atentar directa o indirectamente contra esas leyes fundamentales, y según eso naturalmente será más o menos grave la situación que se produzca a causa de ella. Pero el hecho simple de una injusticia en una legislación no crea, por cierto, la situación en la cual el gobernado podría ponerse en actitud ya franca de resistencia o más aún de rebelión. Por eso digo que la primera situación en la cual se enfrenta el gobernado, en el caso que el gobernante falte a su deber, es la de simple desobediencia a medidas concretas.

LA RESISTENCIA AL GOBIERNO

Podemos, sobre esta base, plantear la siguiente pregunta: cuando esa desobediencia es imposible, porque el gobernante tiene medios de acción suficientes como para no permitirla, o ineficaz en orden a hacer corregir la injusticia y a lograr que se rectifiquen las medidas de gobierno, cuando esta desobediencia, digo, es imposible o ineficaz, es decir, cuando el mal gobierno ya rebasa el alcance de la facultad de desobedecer, ¿qué es lo que puede hacer el gobernado, precisamente en razón de ese derecho fundamental que nunca cesa en él, el derecho a ser bien gobernado? Aquí nos encontramos ante otra situación, y es eso que podríamos llamar la situación de resistencia a un gobierno, situación de resistencia que se caracteriza por una defensa activa del gobernado frente al gobernante, por una actitud ya permanente, no contingente y en relación a una ley, frente a todos los actos del gobernante, por cuanto éste, el gobernante, se ha manifestado en la injusticia de la ley reacio a rectificar y ha manifestado ya, en consecuencia, incluso como intención suya esa injusticia. En este caso, el poder de la simple desobediencia ya está rebasado y se plantea la necesidad de resistir. De resistir en una actitud defensiva. Y digo actitud defensiva para recalcar que aquí no se trata aún de la ofensiva, lo que más adelante llamaré rebelión, que tiende activamente a deponer al gobernante; no, aquí se trata simplemente, no de deponer al gobernante, sino de resistir a sus medidas, de modo que en virtud de esta fuerza, en virtud de esta resistencia, el gobernante se vea obligado a rectificar su gobierno.

¿Cómo pueden los gobernados resistir? Con esto entramos ya, indudablemente, en el terreno de las circunstancias concretas. Es evidente que se ofrecen muchísimos medios, según esas circunstancias, las que pueden ser más o menos graves según la persistencia del gobierno en su intención, según la duración del mal gobierno, etc. Lo que es indudable es que en ellas los gobernados están en situación y están en el derecho de recurrir a todo lo que esté a su disposición, como medio legítimo para obligar al gobernante a rectificar su gobierno, y en este terreno, ya por cierto, se entra en el uso de medidas de violencia, pero de violencia, recalco, siempre defensiva. Cito un ejemplo concreto, como un medio entre otros de resistencia: el paro de actividades normales. Pero lo señalo solamente como ejemplo, porque ya hablar de situaciones concretas significa entrar a calificar y a juzgar todo lo que es factor de esas circunstancias concretas, lo cual evidentemente no me compete hacer aquí.

La fundamental es que si se plantea como derecho y como necesidad la resistencia frente a un gobierno, es porque se presupone al gobierno rectificable. Este es el sentido de la resistencia puramente defensiva. Naturalmente que si no es rectificable el gobierno, la resistencia como tal, en esa actitud defensiva ya no tiene sentido. En cuyo caso, entonces, se pasa al último y extremo expediente del gobernado: la rebelión.

LA REBELIÓN

La rebelión es la acción ofensiva de los gobernados frente al gobierno. En el pensamiento clásico, que lo cito porque es el único en el cual se trata esto como un derecho moral, la rebelión tiene un lugar absolutamente excepcional.

Se distinguen, como señalaba antes, dos modos por los cuales un gobernante puede llegar a ser tirano: uno es por usurpación, es decir, porque se arroga a sí mismo un dominio y una potestad que por sí no tiene. En este caso, dicen unánimemente todos los autores, hay derecho directo a la rebelión, porque hay una invasión de aquello que normalmente es el principio de unidad de la sociedad y por consiguiente su principio de subsistencia. Como ejemplo concreto de rebelión contra el usurpador, suele citarse la que se suscitó en 1808 en España contra Napoleón y contra el usurpador puesto por él. El segundo modo por el que un gobernante puede convertirse en tirano es por el abuso de su poder. El tirano que es tal por abusar de su autoridad presupone, sin embargo —y es lo que se ve en las lecturas de todos estos autores—, un uso legítimo y subyacente del poder, es decir, que a pesar de abusar de él mantiene las prerrogativas y los deberes fundamentales del gobernante, en orden a conservar y a velar por la unidad básica de la sociedad a la cual gobierna. Es por esto por lo que, en general con algunas excepciones, todos estos autores condenan la rebelión contra el tirano cuando se es tirano sólo por este título, y es en esto en lo cual se ha basado la condena del tiranicidio por parte de todos ellos, condena que ha hecho suya la Iglesia, en forma oficial, en el Concilio de Constanza, en 1415. Se entiende, entonces, que deponer violentamente o quitar la vida al tirano es ilegítimo, es decir, no se puede moralmente hacer, cuando el tirano es tal sólo por abusar del poder, sólo por excederse en sus atribuciones un poco más allá de aquello a lo cual está obligado. Pero éste es un abuso, vuelvo a repetir, que no destruye el uso subyacente, es decir no destruye el sentido de los actos fundamentales del gobernante en cuanto mantenedor de la unidad moral de un pueblo. El caso típico o el ejemplo que suelen citar esos autores para aclarar esta afirmación, es el consejo que daba Jeremías a los judíos deportados en Babilonia: debían obediencia a Nabucodonosor, a pesar de ser un tirano, porque, les decía, “la paz de él es la paz vuestra”. A pesar del mal gobierno, ese tirano mantenía en lo fundamental la unidad, la subsistencia de la sociedad, la vida social normal, y es por esto por lo que se debía obediencia y por lo cual ese gobierno suyo, a pesar de ser abusivo, era causa de una paz que podían hacer suya los gobernados, aún cuando sufriesen sus abusos.

De modo, entonces, que esta distinción entre el tirano usurpador y el tirano abusador se funda en lo que podríamos llamar la consideración de la unidad básica, de la conservación de la sociedad a la cual el tirano rige. El que invade, el que usurpa el poder legítimamente ejercido por otro, atenta directamente contra el principio de unidad de esa sociedad, introduce la división en sus cimientos; en cambio, el que abusa no atenta directamente contra esto, y es por eso por lo que contra él no puede haber rebelión y contra el primero sí.

Quiero observar, haciendo un paréntesis en esta exposición, que además del pensamiento que llamo tradicional —que es el que trata la doctrina política como parte de la doctrina moral—, por otra parte existe otro pensamiento, que lo podríamos llamar, caracterizándolo genéricamente, el pensamiento revolucionario, cuyos representantes no sostienen, por cierto, estas mismas tesis. Si abrimos, por ejemplo, las páginas del “Contrato Social”, de Rousseau, nos encontramos con que la rebelión tiene allí un lugar mucho más destacado y más fácil. Dice Rousseau en el Libro I, capítulo 6 de esa obra: “Las cláusulas de este contrato (el contrato social) son de tal manera determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y sin ningún efecto… volviendo cada uno a sus derechos primitivos y a su libertad natural”. La vuelta a la libertad natural significa ciertamente ser liberado de toda obligación y, en consecuencia, estar posibilitado para actuar con-‐ tra aquél que en el momento anterior era el gobernante. No voy a ahondar, naturalmente, en este plano, porque si seguimos partiendo de Rousseau hasta llegar a Lenin, nos encontraremos con que la rebelión no sólo deja de ser excepcional y no sólo es fácil como en Rousseau, sino que es el camino normal del hacer político. Esto es lo que dice Lenin cuando, invirtiendo los términos de la fórmula de Clausewitz, afirma que la política es la continuación de la guerra por otros medios. En razón de esto, está demás decir que, en la medida en que los criterios revolucionarios invaden el orden político, éste pierde su fundamental legitimidad.

CONDICIONES MORALES DE LA REBELIÓN

Resumiendo, entonces, lo que hemos recogido del pensamiento tradicional sobre el derecho de rebelión, se puede afirmar que es legítima la rebelión, es decir, puede ejercerse como derecho, existe como derecho, cuando el bien común es conculcado por el gobernante no de manera parcial, no por abusos de poder solamente, sino en su misma razón de ser como bien común propio de todos los miembros de una sociedad. Esta es su razón de ser, su unidad, ya que si no tiene unidad como bien común no es común. Por eso digo “cuando se conculca en su misma razón de ser”: ya en ese momento el único recurso que tiene el gobernado frente al gobernante es el de la rebelión. Es el último recurso, el recurso al cual incluso físicamente ha sido reducido como única posibilidad real de mantenerse en posición de alcanzar ese bien íntimamente propio que es el bien común. Cuando examinamos las condiciones dadas por los autores antes señalados para el ejercicio del derecho de rebelión, la primera de las cuales es que el gobierno sea directa, radical o fundamentalmente ilegítimo, es decir, que el bien común esté por entero conculcado, las otras condiciones, como por ejemplo, la de que el mal que se siga de la rebelión no deba ser mayor que el mal que se siga del mal gobierno, las encontramos de hecho y prácticamente comprendidas en la primera, pues si es un hecho que por sus actos el gobierno atenta directamente contra la razón del ser del bien común, contra la unidad y subsistencia del ente social, es evidente que éste es un mal mayor que todo otro mal que pueda advenir a esa sociedad. No hay mayor mal que el de dejar de existir.

Otra condición que se sigue por lógica natural de la primera, es la de que los rebeldes tengan

la intención real y eficaz de restaurar la justicia. Hay que subrayar esto, porque no cualquier rebe-‐ lión es legítima, aún dándose la condición fundamental para que esa rebelión pueda realizarse. Es decir, no es legítima la rebelión que se geste solamente para llegar al poder, aunque eso otro que está en ese momento en el poder lo esté ejerciendo mal. Esto no justifica la rebelión. Lo que la justifica, lo que da título moral, fundamento moral para la rebelión es la intención —vuelvo a repetirlo— real y eficaz de restaurar la justicia. Es por esto por lo cual nunca, por ejemplo, es legítimo buscar el caos social o promoverlo con el objeto de que ese caos provoque indirectamente la caída del gobier-‐ no: con eso se estaría abundando en la obra del mal gobierno, más que contrariándola.

La última condición, que es también evidente, para que la rebelión pueda ejercerse es la de que la acción de los que se rebelan tenga probabilidad cierta de éxito. Lo evidente de esto me parece que hace inútil una explicación, porque la rebelión desesperada, aún cuando en muchos casos sea perfectamente explicable, no es justificable, precisamente porque va a producir como efecto la anulación probablemente física de aquel que estaba en situación de rebelarse. Es decir que el mal que se sigue de una rebelión provocada sin probabilidades de éxito será aún mayor que el mal que había en la situación anterior, porque se ha sumado a éste la anulación de una posibilidad real de salir de él.

Estas son, en principio, las condiciones morales para una rebelión. Y digo en principio por-‐ que, naturalmente, siempre las circunstancias concretas son distintas; pero quizás para ilustrarnos sobre la vigencia posible de estos principios convenga citar algunos casos concretos de rebeliones en las cuales se han conjugado, según todas las evidencias que nos da la historia, aún cuando es historia reciente, todas las condiciones para hacer las rebeliones legítimas. Voy a citar solamente tres: España, 1936; Alemania, 1944; Hungría, 1956. Creo que en esas tres, con toda la diversidad de circunstancias que siempre determinan distintamente el juicio prudencial, se dan las condiciones de la rebelión legítima. Una ha tenido éxito, las otras dos han fracasado. Sin embargo, en esas tres se han dado las tres condiciones fundamentales que legitiman una rebelión: primero, la del mal gobierno que conculca no sólo parcialmente el bien común, sino que lo conculca en su misma raíz; segundo, la intención real y eficaz de restaurar la justicia y, tercero, la probabilidad de éxito. Naturalmente que esta última es siempre susceptible de grado y, en definitiva, determinable, como decía antes, por un juicio prudencial, solamente por un juicio prudencial: nunca es objeto de cálculo matemático.

Para concluir, se puede decir que lo que constituye causa cierta y justa de rebelión, lo que es esa causa, lo que la manifiesta, lo que es signo de ella, es la existencia de un poder que no sólo gobierna injustamente, sino que además destruye su misma base o intenta destruir el fundamento de la justicia, ese fundamento que hace posible que exista justicia en la sociedad, que hace posible

la participación de un bien común, la existencia en esa sociedad de una ordenación al bien común, es decir, en definitiva, la existencia de esa sociedad como sociedad humana, racional, de personas. Esto ocurre —destruir o intentar destruir la base o la raíz misma de la justicia— cuando las leyes, es decir cuando los actos de gobierno, se fundan no sólo teórica sino práctica y sistemáticamente no en la razón sino en la fuerza. Creo que esto es lo que manifiesta claramente como signo distintivo, el momento en el cual el derecho de rebelión aparece como algo nítido y como algo que no solamente puede ser ejercido, estando librado a la facultad libre de su depositario, sino que obligadamente debe ser ejercido, si es que ese depositario quiere mantenerse en una situación de vida social civilizada.

CONCLUSIÓN

Por último, y, si ustedes quieren, para concluir de una manera más concreta y terminante, quiero hacer ver que en la historia se ha presentado un caso genérico en el cual se puede discernir previamente estos caracteres que, he señalado, justifican una rebelión. Hay cierta situación que se puede repetir en la vida de los pueblos, porque obedece a los mismos principios y a una misma causa concreta, en la cual se gobierna —o se pretende gobernar— no sólo teórica, sino práctica y sistemáticamente fundándose en la fuerza y no en la razón. Este es el caso de los pueblos en que gobierna, o intenta gobernar, el marxismo‐leninismo. No digo el marxismo, digo el marxismo-leninismo. Creo que en el caso de un gobierno simplemente marxista, social demócrata, no se da con necesidad este carácter. Pero sí se da necesariamente este carácter cuando se da el complemento práctico del marxismo, que es el leninismo, el cual consiste en la organización del marxismo como aparato de poder. Organización perfectamente acabada que deja sin lugar a que pueda uno confiar en la intención o buena fe de las personas, como posibilidad de que éstas actúen bien a pesar de sus convicciones ideológicas, para esperar una rectificación de gobierno, puesto que lo que ha creado Lenin es un aparato en el cual la intención de las personas ya no tiene como tal ninguna vigencia, desaparece tras la intención única del partido. Este aparato es lo que él creó al apartarse del partido socialdemócrata, y que fundó como partido bolchevique y, posteriormente, cambiando de nombre, partido comunista.

En este caso, en el caso de que se halle en el poder de un país o de que esté próximo a él este aparato de dominación, ya no cabe absolutamente ninguna duda sobre el carácter de ese gobierno y sobre la suerte que quepa a la situación moral del gobernado frente al gobierno. Precisamente, dado ese aparato de poder, ya quedan totalmente atrás las posibilidades fundadas en una posible buena intención rectificadora, es decir las posibilidades de la simple desobediencia y de la resistencia, pues esa intención rectificadora ha sido en la organización misma, y en virtud de ella, en el aparato del partido, expresa y definitivamente excluida. Para ilustrar esto voy a citar solamente un texto de Lenin, entre muchos posibles: “la dictadura, en su concepción científica (digo, entre paréntesis, que concepción científica en el lenguaje leninista significa concepción marxista, y marxista naturalmente interpretada por él), no significa otra cosa sino poder que no está limitado por nada, por ninguna ley, y se apoya directamente en la violencia… La dictadura significa, notadlo de una vez por todas, un poder ilimitado que se apoya en la fuerza y no en la ley”.

Gentileza de la revista Tizona, siendo una versión textual, tomada de la cinta grabada, de la clase magistral dada en la Universidad, publicada .