REALIDAD Y VIGENCIA DE LO DEMONIACO
El pueblo cristiano canta cada domingo el símbolo de Nicea y pretende profesar su fe en un Dios creador «de todas las cosas visibles e invisibles» pero de hecho, no se piensa seriamente en la existencia, en la realidad, de las criaturas espirituales de este mundo invisible. Nosotros tocamos aquí, un aspecto de la Fe voluntariamente relegado en lo implícito; los cristianos de los primeros tiempos entendían de una manera concreta y realista la enseñanza de San Pablo: «No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores en este mundo de tinieblas, contra los espíritus perversos dispersos en los aires» (Ef. VI, 12)
Si tantos de nuestros contemporáneos rehúsan creer en el diablo es porque se hacen una idea falsa y realmente contraria a la esencia de la Fe; es una idea más «maniquea», «gnóstica» o «dualista» que católica: un ser personal en el cual se encarna un principio del mal, que responde por oposición a un principio del Bien actualizado en Dios, tan poderoso que no es tan sólo un antagonista sino un rival de Dios: un Contra-Dios, Anti-theos.
Un síntoma característico de este estado de espíritu es que se trata más comúnmente no de la cuestión de los demonios sino del demonio, a pesar de la concepción monárquica del Poder de las Tinieblas, en el Nuevo Testamento y en la Tradición. Para evitar el dualismo maniqueo es preciso recordar que Satán, como los otros demonios -porque él no es más que uno de ellos, aunque el primero- es un ángel. Angel rebelde, prevaricador y caído; pero un ángel y por lo tanto creado por Dios, con y entre los otros espíritus celestes, cuya naturaleza angélica que define su ser no ha podido quitar la caída. Esta noción marca la oposición constante, profunda, que separa el cristianismo ortodoxo de las herejías dualistas y que se resuelve en definitiva en un rechazo de reconocer al Mal un carácter positivo, de hacer de él un principio real, una sustancia. El bien y el mal no se oponen en el orden sustancial, sino como el Ser al No-Ser. El mal no es del orden del Ser sino una corrupción del Ser, un desorden, Malus ordo. Para que el mal exista es preciso el soporte de una naturaleza creada, disminuida por una privación de una perfección más grande. Es el caso particular del demonio; escuchemos a San Agustín: «condenando la naturaleza caída, Dios no le ha quitado todo aquello que le había dado porque en ese caso ella hubiera sido aniquilada… la naturaleza del diablo no subsiste más que por la acción de Aquél que siendo plenamente el Ser, hace ser todo aquello que de alguna manera es» (Civitas Dei, XXII, 24)
Entonces podríamos resumir así la dinámica de lo satánico: «El mal es aquello que hubiera no podido existir; es el resultado de una historia, imprevisible como todo acontecimiento, y más trágica que toda historia, porque revela en toda su profundidad y su ambivalencia el misterio de la libertad: Satán es aquel ser libre, ese ángel el cual, -el primero-, ha elegido alejarse de la fuente de todo Ser y aproximarse a la nada de donde él había sido creado».
En la caída de los ángeles hay una elección libre; «el orgullo, es allí el origen del pecado, el que se adhiere a el, esparce la abominación como la lluvia» (Eccli. X, 13) y San Pablo cuando recomienda a Timoteo no admitir un neófito al episcopado le dice: «por miedo a que, viniendo a obnubilarse de orgullo no caiga en la misma condenación del diablo» (I Tim III, 6). La caída se debe entonces a la complacencia en su propia naturaleza y lo mismo para sus cómplices, las jerarquías que han consentido en dejarse influir.
Esta caída es definitiva porque su voluntad queda petrificada en el mal. Después de la caída, el diablo ejerce su poder sobre el género humano, sobre esta descendencia adámica sometida toda entera a la muerte, consecuencia y castigo de la transgresión primera. Pero Cristo muriendo «anula» esta muerte; los individuos continúan muriendo pero la muerte ha perdido su «aguijón», su carácter de rigor y de castigo (Heb II, 14) «Para destruir, por su muerte al que tenía el imperio de la muerte, es a saber, al diablo y libre aquellos que por el temor de la muerte estaban sujetos toda la vida a servidumbre». Sin embargo, según el texto de Efesios II, 2 el hombre que no ha sido regenerado por el bautismo aparece como un cadáver privado de vida espiritual y como en un estado de muerte permanente.
A imitación del «arkhonte de la potencia del aire, de ese espíritu que despliega su energía en los hijos de la desobediencia», el aire sirve de dominio a estos espíritus, formando una atmósfera espiritual de perversidad. Y en la medida en que se integra a los hijos de la desobediencia, a los esclavos del pecado, infunde su malicia que se proyecta en el «mundo sin Dios» (Ef II, 12). El espíritu maligno anima este mundo, le imprime su orientación fundamental: es como dice al Apóstol, el cosmocrátor -el príncipe del mundo-.
Hay entonces un «mundo de tinieblas regido por espíritus malos» (Ef VI, 12; Colos I, 13); «el siglo» cuyo dios es Satán (II Cor IV, 4); inicialmente la acción satánica es ejercida en el orden psicológico, es individual por los efectos espirituales que él produce sobre cada uno de nosotros. Él es el tentador, el seductor, el consejero pérfido, el inspirador de los caminos culpables. El engaña, enceguece, corrompe, ( Jn VII, 44; XIII, 2; Actas V, 3; II Tes, II, 9-10; ICor VII, 5; IJn III, 12); él hace tomar lo falso por lo verdadero, y el mal por el bien «tomando una apariencia de ángel de luz» (II Cor XI, 14), es el que siembra la cizaña en el campo del padre de familia (Mt XIII 19-39); el homicidio, el odio, la mentira, «son sus obras»; él es el padre de los asesinos y de los pérfidos, de aquellos que no aman a sus hermanos y en general de todos los pecadores, (Jn VIII, 40, 41, 44-45; I Jn III 8,10,12).
Pero por otro lado su imperio no es despótico, pues no es dominador de voluntades; no fuerza: propone, sugiere, persuade. En el Edén él da a Eva razones para transgredir el orden divino (Gen III, 4, 5, 13); en el desierto él solicita a Cristo por el atractivo de una dominación universal (Mt IV, 9; Luc IV, 5-7).
Por lo demás, él encuentra un cómplice en el interior del individuo: la naturaleza, sobre todo que ella ha caído del estado de integridad: él explota los malvados instintos y las pasiones. Satán no es la causa única del pecado que en definitiva se resuelve en una libre elección del individuo, él tienta, pero la concupiscencia tienta también (Sant. I, 14): un impulso interior se conjuga con los esfuerzos del tentador. «Non omnia peccata commituntur diablo instigante, sed quaedam ex libertate arbitrii et carnis corruptione». (la. 114, a. 3).
Si Satán influye en las decisiones individuales, él extiende por lo mismo su poder sobre las colectividades, en efecto, ¿Quién suscita las disensiones, las guerras, las revueltas sociales, las opresiones y las persecuciones sino los individuos?. El Apocalipsis está lleno de visiones que pone ante nuestros ojos catástrofes generales desencadenadas por Satán y los espíritus infernales cuyo jefe es él.
Es preciso ir más lejos aún y atribuir a los espíritus malvados una acción sobre la naturaleza física. Presentes en el universo, los demonios tienen el poder de modificar los elementos. El evangelio designa abiertamente a los demonios como causa de algunas enfermedades físicas; así mismo podemos entender el cuidado que la Iglesia tiene en la apreciación de supuestos milagros que pueden ser el efecto de infestaciones diabólicas.
En fin muchos actos litúrgicos practicados por la Iglesia suponen la posibilidad de una presencia o de una acción diabólica hasta en los elementos inanimados. La sal y sobre todo el agua, antes de ser empleadas en la administración del bautismo, son exorcizadas: «Exorcizóte creatura salis… Exorcizóte creatura aquae»; protegiéndolas intimando al demonio a no ejercer allí sus influencias maléficas.
El diablo es legión; él no puede tender a la totalidad en la unidad y la infernal condición del Maldito reside en el alejamiento indefinido de su principio; allí está el anatema que precipita su alma incoherente en el abismo del caos, haciendo del Señor de los Infiernos el soberano de la Discordia. Donde quiera que reine la contradicción se satisface el Príncipe de lo Deforme y de lo Heterogéneo. Deformidad, pluridad y caos, tales serán a través de las civilizaciones las más lejanas en el tiempo y en el espacio, los caracteres de la plástica diabólica. Incapaz de crear, el Impuro, que cayó,, por haberse creído un instante igual al demiurgo, produce el cambio haciéndose el mono, el grotesco imitador de Dios; de ese modo los artistas no tendrán problemas para representar al Príncipe de las Tinieblas, porque más que Dios él es figura, viviendo de imitaciones de las figuras de creaturas que en su rabia impotente él asocia y combina de una manera absurda; de los pedazos de la criatura desgarradla, Satán compone imágenes monstruosas.
De todas las formas artísticas la que permaneció más indemne de influencia diabólica es la plástica griega. Liberando la figura de Dios de la bestialidad demoníaca que adultera el ídolo egipcio o babilonio, el genio griego la resuelve en la forma más perfecta de la Creación, aquella donde resplandece la inteligencia divina: el hombre. El griego ha resuelto en la unidad la multiplicidad universal y por eso el caos de los fenómenos ha alcanzado la armonía oculta del mundo, la imaginación griega opera en el sentido divino. La verdadera patria del demonio es el oriente, sobre todo en la demonología mesopotámica, también en la China, cuyos orígenes son fuertemente poseídos por fuerzas demoniacas. En América la civilización Azteca y los Mayas. La escasa aptitud de Occidente a la demonología plástica vuelve particularmente inquietante el brusco retorno de ésta a nuetra época: las obras de Picasso, especialmente el Guernica (1936) llevan el sello del genio diabólico. El Surrealismo es creación «contra-natura», lo cual es propio de Satán. Satán usa de todo aquello mediante lo cual él puede torturar, desfigurar, desnaturalizar la condición humana, creada como él a imagen de Dios.
El espíritu humano ha sido creado para la verdad. Si el espíritu humano se libra voluntariamente a la mentira eso es contra su naturaleza metafísica. Solamente los seres espirituales como son los demonios pueden vivir esencialmente en la perversidad de la mentira, por lo tanto allí donde la mentira en sustancia deviene principio de vida, alma de la inteligencia, de la voluntad, de la acción, lo satánico opera directamente. El humanismo modernista es el caso. El es satánico en su naturaleza íntima.
La entronización del culto del hombre, es decir, el hombre considerado como fin en sí mismo, constituye la dinámica más apropiada que conduce a la venida directamente del anti-Cristo, pondérese bien, en toda su dimensión las siguientes palabras de exaltación: «del hombre como un valor particular y autónomo, como el sujeto portador de la trascendecia de la persona. Es preciso afirmar al hombre por él mismo no por otro motivo: únicamente por él mismo». (Karol Wojtyla, –Juan Pablo II- Osservatore Romano, 6,01,81, p.7 ed. francesa). Es la apoteósis de la triple tentación. Sus intenciones son las de asimilar a esta idea al mundo entero, pretende devenir para el individuo la sociedad -cuyas estructuras básicas presentó el Concilio Vaticano II- una forma de vida y actividad; una nueva organización del mundo y de la humanidad basado sobre el demonismo más sutil, aquel que provoca la apostasía general de la Verdad y que provocará la adoración del «hijo de perdición», «el hombre de pecado» aquel sobre cuya persona influirá Satán de un modo tal, que vendrá a ser una imitación de la Encarnación del Verbo, la «hipóstasis» de Satán…
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