PÍO XII: EL CONTROL DE NATALIDAD
EL CONTROL DE LA NATALIDAD
El Señor ha hecho todas las cosas de la tierra para el hombre; y el hombre mismo, por lo que se refiere a su ser y a su esencia, ha sido creado por Dios, y no por otra criatura, si bien en sus obras está obligado con la comunidad. Ahora «hombre» es el niñito aún no nacido, en el mismo grado y con el mismo titulo que la madre.
Además todo ser humano, aún el niño en el seno materno, tiene el derecho a la vida directamente de Dios, no de sus progenitores ni de cualquier sociedad o autoridad humana. Por consiguiente no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna «indicación» médica, eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una directa y deliberada disposición sobre una vida humana inocente, es decir, una disposición que produzca su destrucción sea como fin o sea como medio para otro fin, que en sí no es ilícito. Así por ejemplo salvar la vida de una madre es un fin nobilísimo; pero la muerte directa del niño como medio para tal fin, no es lícito.
La destrucción directa de la llamada «vida sin valor» nata o no nata practicada desde hace algunos años en gran número, no se puede justificar de ningún modo pues cuando esta práctica comenzó, la Iglesia declaró formalmente como contrario al derecho natural divino positivo y por consiguiente ilícito, el matar, aún por orden de la autoridad pública a aquellos que, si bien inocentes a causa de taras físicas o psíquicas, no son de utilidad a la Nación sino al contrario, llegan a ser un estorbo. La vida de un inocente es intangible y cualquier atentado directo o agresión contra esa vida es una violación de las leyes fundamentales sin las cuales una convivencia humana no es posible.
Aun los dolores que, después del pecado original, la madre debe sufrir al dar a luz el niño, no hacen sino apretar los vínculos que los unen. Ella lo ama tanto más, cuanto mayor fue su sufrimiento. Esto lo ha expresado con conmovedora y profunda simplicidad Aquel que ha formado los corazones de las madres: «la mujer cuando pare, lo hace en dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño no recuerda la angustia, a causa del gozo por haber nacido un hombre en el mundo». Además el Espíritu Santo, con la pluma del Apóstol San Pablo, muestra la grandeza y la alegría de la maternidad; Dios da a la madre el niño, pero para dárselo, la hace cooperar efectivamente en el florecimiento de aquel cuyo germen ha depositado en su vísceras y esta cooperación produce una vida que la llevará a su eterna salvación: «La mujer se salvará por la procreación de los hijos».
Nuestro Predecesor Pío XI de feliz memoria, en su encíclica «Casti conubii», del 31 de diciembre de 1930, proclamó nueva y solemnemente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges, en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tiene por fin de privarlo de la fuerza inherente e impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna «indicación» o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente inmoral, en acto moral y lícito.
Esta prescripción está en vigor hoy como ayer y lo estará también mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, no, sino la expresión de una ley natural y divina.
Sería bastante más que una falta de actividad en el servicio de la vida, si el atentado del hombre no se relacionase solamente con un simple acto, sino que tocase el organismo con el fin de privarlo por medio de la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida.
La esterilización directa —es decir, la que mira como medio o como fin a hacer imposible la procreación— es una grave violación de la ley moral y por consiguiente es ilícito. Aún la autoridad pública no tiene ningún derecho bajo el pretexto de cualquier «indicación» de permitirla y mucho menos para prescribirla o de hacerla ejecutar con perjuicio de inocente. Este principio se encuentra ya enunciado en la Encíclica mencionada de Pío XI sobre el matrimonio. Es por esto que la esterilización que desde hace un decenio ha estado siendo aplicada más y más, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, perpetua o temporal sea en el hombre o en la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural de la cual la Iglesia misma, no tiene el poder de dispensar.
Además hoy día, se presenta el grave problema cómo y en qué grado la obligación de la disposición al servicio de la maternidad sea conciliable con el recurso muy difundido de los períodos de la esterilidad natural (llamados períodos agenésicos de la mujer) que parece una clara expresión de la voluntad contraria a la dicha disposición.
Es necesario ante todo, considerar dos hipótesis: si la realización de esa teoría no significa otra cosa si no que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial aún durante los días de esterilidad natural, no hay nada a que oponerse; con eso, en efecto, ellos no impiden ni perjudican de ningún modo la consumación del acto natural y sus posteriores consecuencias. Exactamente en esto, la aplicación de la teoría de que hablábamos se distingue esencialmente del abuso también señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si por el contrario se va más allá, permitiendo el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.
Aquí de nuevo se presentan dos hipótesis. Si en la conclusión del matrimonio al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir el derecho matrimonial a los períodos de esterilidad, y no solamente su uso de manera que en los otros días el otro cónyuge no tuviese siquiera el derecho de pedir el acto, esto implicaría un defecto esencial del contrato matrimonial que podría con esto invalidar el matrimonio mismo, porque el derecho derivado del contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido y no intermitente de cada uno de los cónyuges.
Si por el contrario la limitación del acto a los períodos de natural esterilidad, se refiere no al derecho mismo sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de discusión. Sin embargo, la rectitud moral de una tal conducta de los cónyuges se podría afirmar o negar, según que las intenciones de observar constantemente los períodos, este basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros. El solo hecho de que los cónyuges no ofendan la naturaleza del acto y estén prontos a aceptar y educar al hijo que no obstante sus precauciones viese la luz, no bastaría por sí solo a garantizar la rectitud de la intención y la moralidad de los motivos mismos.
La razón está en que el matrimonio obliga a un estado de vida, el cual impone el cumplimiento de una obra positiva referente al estado mismo. En tal caso se puede aplicar el principio general que una prestación positiva no puede ser omitida sin graves motivos, independiente de la buena voluntad de aquéllos que se hallan obligados, demostrando que aquella prestación es inoportuna y prueban que no se puede del solicitante, en este caso el género humano, justamente pretender.
El contrato matrimonial, que confiere a los esposos los derechos de satisfacer las inclinaciones de la naturaleza, los constituye en un estado de vida; el estado matrimonial. Ahora bien, a los cónyuges que hacen uso del acto específico de su estado, la naturaleza y el Creador les impone la función de proveer para la conservación del género humano. Esta es la prestación característica, que da valor propio a su estado «el bonum prolis.» El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por consiguiente abrazar el estado matrimonial, usar continuamente la facultad propia de él y solo lícita, y de otra parte, sustraerse siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primordial, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.
De esa prestación positiva, obligatoria, pueden eximir por mucho tiempo, aún por la duración del matrimonio serios motivos, como aquellos que no son raros en la llamada «indicación» médica, eugenésica y social. De esto se deduce que la observación de los períodos infecundos, puede ser lícita bajo el aspecto moral y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Pero si no hay según un juicio ponderado, graves razones personales o derivadas de las circunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de su unión y sin embargo continuar satisfaciendo plenamente su sensualidad, no puede derivarse sino de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las normas éticas.
Ante casos bastante delicados en los cuales no se puede exigir correr el riesgo de la maternidad, la cual por consiguiente puede ser evitada, y en la cual por otra parte la observación de los periodos agenésicos. o no da suficiente seguridad o verdaderamente debe ser descartada por otros motivos.
Toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desarrollo del germen, está prohibido en conciencia y excluido; por consiguiente solamente hay un camino abierto, es decir, el de la abstinencia de cualquier realización completa de facultad natural.
Pero se objetará que una tal abstinencia es imposible, y que tal heroísmo irrealizable. Estas objeciones las oiréis hoy, las leeréis por dondequiera aún por parte de aquellos que por deber y por competencia deberían estar en posición de juzgar diferentemente. Y se aduce como prueba el siguiente argumento: «nadie está obligado a lo imposible y ningún legislador razonable pensaremos que quiera obligar con su ley a lo imposible, pero para los cónyuges la abstinencia de larga duración es imposible, por consiguiente no están obligados a la abstinencia; la Ley Divina no puede tener este sentido».
De esta clase de premisas parcialmente verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse basta invertir los términos del argumento: Dios no obliga lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia, si su unión no puede ser cumplida según las normas de la naturaleza. Por consiguiente, en estos casos la abstinencia es posible. Tenemos para confirmar tal argumento la Doctrina del Concilio de Trento, el cual en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, enseña refiriéndose a un paso de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles; pero mientras manda previene para hacer aquello que se pueda, preguntar aquello que no se puede, y ayuda para poder» (1).
Pío XII. Discurso a los Especialistas en Obstetricia. 29 de octubre de 1951.
Muy buen articulo.
El «único sacerdote legítimo que existe sobre la tierra», con su supina arrogancia y ignorancia invencible sobre los atributos del Romano Pontífice, debería leer este artículo y aprender, humildemente, de aquellos que realmente tienen el conocimiento para tratar la cuestión, en este caso el Sumo Pontífice Papa Pío XII, quien, de manera delictuosa (canon 2344), es llamado hereje por este sacerdote soplo en sus sermones coléricos, atentando, con eso, contra la infalibilidad del Magisterio ordinario del Papa en materia de fe y moral, definida – inequívocamente – en el Pastor Aeternus:
«El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra [ es decir: «in persona Romani Pontifici» ] – ESTO ES – CUANDO EN EL EJERCICIO DE SU OFICIO DE PASTOR Y MAESTRO DE TODOS LOS CRISTIANOS, en virtud de su suprema autoridad apostólica, DEFINE [fija con claridad, exactitud y precisión, N. del T.] UNA DOCTRINA DE FE O COSTUMBRES COMO QUE DEBE SER SOSTENIDA POR TODA LA IGLESIA, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por el consentimiento de la Iglesia, irreformables.
Canon: De esta manera si alguno, no lo permita Dios, tiene la temeridad de contradecir esta nuestra definición: sea anatema.»